Cinco

Las grandes rotativas habían aparecido alrededor de 1845 y, desde entonces, la cantidad de noticias que un periódico podía imprimir y el número de periódicos que competían entre sí sugirieron la necesidad de una historia propia, por así decirlo, de un registro de la memoria de nuestro trabajo. De esta manera tendríamos a nuestra disposición la biblioteca de nuestras invenciones pasadas y no nos veríamos obligados a sacar siempre nuestras palabras de la nada. Al principio, en el Telegram, esta tarea se encomendó a un hombre mayor cuyo talento era colocar una edición encima de la otra, bien alisada, en los amplios cajones de roble de un armario que mantenía inmaculadamente pulido en el sótano. Sólo a partir de la guerra, cuando fue obvio para el editor que las recopilaciones de las noticias del frente publicadas por el periódico podían convertirse en libros con buenas perspectivas comerciales, comenzaron a organizarse seriamente los catálogos con remisiones. Ahora teníamos tres o cuatro jóvenes sentados allí, con tijeras y botes de goma de pegar, que nunca llevaban un atraso mayor a uno o dos meses —después de todo, eran quince los periódicos de Nueva York que cada día caían sobre sus mesas— y yo podía consultar uno de los cajones del archivo en la confianza de encontrar una carpeta con la etiqueta Pemberton, Augustus.

Había caído bajo nuestra atención, por primera vez, cuando lo llamaron a testificar ante la subcomisión que investigaba los enriquecimientos ilícitos durante la guerra, que dependía de la comisión del Senado que controlaba al Ejército y la Marina. El suelto estaba fechado en Washington, en abril de 1864. No había nada ulterior a aquel artículo: por qué se lo había llamado en calidad de testigo, cuál había sido el resultado de su testimonio y si, de hecho, la subcomisión se había vuelto a reunir por algún motivo, no iba a saberlo por mi querido Telegram.

Un breve, fechado en Nueva York, permitía vislumbrar otros aspectos de los negocios de Pemberton: un tal Eustace Simmons, ex subintendente de las oficinas de la Prefectura Naval de South Street, había sido arrestado en el distrito sur de la ciudad, junto con dos portugueses, bajo la imputación de haber violado las leyes del tráfico de esclavos. Su empleador había pagado la fianza: el famoso comerciante don Augustus Pemberton.

En este caso, sí había un seguimiento de la noticia, fechado seis meses más tarde: la causa contra el señor Eustace Simmons y sus dos socios portugueses por violación de las leyes del tráfico de esclavos se había sobreseído por falta de pruebas.

La irritación de nuestro reportero ante el fallo era evidente. Describía las instrucciones como desusadamente informales, si se tomaba en cuenta la gravedad de los cargos. El acusado Simmons no se había mostrado muy preocupado antes de la decisión del juez, ni muy satisfecho después y, aunque los caballeros portugueses se habían abrazado mutuamente, el señor Simmons se había mostrado imperturbable, con una sonrisa desdeñosa como toda indicación de sus emociones… un hombre anguloso y poco afable, con el rostro picado de viruelas… que apenas si había saludado a sus abogados con un movimiento de cabeza antes de seguir con cierta indolencia a su patrón, Augustus Pemberton, que ya se retiraba del tribunal con paso arrogante y apresurado a atender, era de presumir, el próximo asunto de un día corriente de negocios.

Bien, acaso yo embellezca un poco las cosas. Pero mi impresión de los sentimientos del reportero es correcta. Por aquel entonces, no nos parecía demasiado necesario asumir un tono objetivo en nuestras crónicas. Éramos más honestos y más sinceros y no beatificábamos tanto la objetividad que es, en definitiva, una manera de enunciar una opinión sin dejárselo saber al lector.

Simmons era subintendente de la Oficina de Prefectura Naval cuando la Compañía Mercantil Augustus Pemberton lo contrató. Los guardias del puerto hacían los reconocimientos de a bordo para comprobar el estado de las naves, inspeccionaban los buques de carga en los muelles y, en general, regulaban el tráfico marítimo en las márgenes de ambos ríos. Era una oficina municipal, por supuesto, y una fuente de ingreso seguro para el Tweed Ring. Además de disfrutar de un empleo estable y provechoso, Simmons habrá tenido su tajada, lo cual significaba que la oferta de Augustus Pemberton habría sido muy atractiva para que cayese en la tentación de dejarlo.

Diré aquí que el tal Simmons era un sujeto pernicioso que estuvo con Augustus Pemberton hasta el fin, aunque ahora pisamos en terreno pantanoso. Ocasionalmente, tendré que contarles las cosas en un orden diferente a como fui sabiéndolas. Pero fue de boca de la joven viuda de Pemberton, Sarah, su segunda mujer y la madrastra de Martin, que oiría hasta qué punto Eustace Simmons vivía en el centro de la devoción de aquel hombre, mucho más que su primera o su segunda mujer… y Simmons no sólo era consciente de ello sino que lo ponía de manifiesto ante Sarah.

—Ninguna mujer se habría sentido a gusto en presencia del señor Simmons —me contó Sarah Pemberton, cuando ya me había ganado su confianza. Se ruborizaba un poco cuando trataba el asunto—. No era por lo que dijese, en realidad; nunca decía nada fuera de lugar. Pero había una inflexión en su voz que a mí me resultaba indecente. La palabra no me parece lo bastante fuerte. Me hacía sentir… baladí. Creo que, en general, las mujeres no entraban en su consideración.

Me contó esto cuando la desaparición de Martin dejó de ser un hecho aislado y se agregó a otros, no menos perturbadores. Si bien yo carecía de cualquier imagen del padre y de su factótum, poseía una nítida fotografía moral de ambos a través de la relación que los había unido y porque la elección de un alter ego es sugestiva. Que un mal mayor los sostenía se me hacía aparente por la cantidad y la calidad de los dignatarios que asistieron a las exequias de Augustus y, si he de ser sincero, por el matiz obsequioso de la información del Telegram.

Pues bien, en letras de molde sobre aquel papel, el señor Augustus Pemberton, mercader y patriota, había muerto a la edad de sesenta y nueve años a causa de una afección de la sangre, en el mes de septiembre de 1870, y sus restos mortales habían sido acompañados a su último descanso desde la iglesia episcopal de Saint James. Celebramos el que hubiese llegado a América como un pobre inglés sin educación, que se hubiese empleado como sirviente doméstico con un contrato que lo obligaba por siete años. Lo admiramos porque nunca había encubierto aquellos orígenes humildes. En sus últimos años, ya como miembro del Club de los Registradores, donde solía almorzar con frecuencia, sentado a la mesa de los principales, el tema de conversación más importante era el ejemplo servido por su vida a la realización del ideal americano. Dios mío, qué pelmazo habrá sido, aparte de todo lo demás.

Un obituario no es lugar donde ponderar que, en el servicio doméstico, uno se habitúa a valorar los objetos y aprende todos los refinamientos del gusto y el estilo a los que puede aspirar. Pero yo podía imaginarme la educación sentimental de Augustus en lo referente a dinero y propiedad. Al finalizar su contrato, se convirtió en aprendiz de cochero y, más tarde, compró el negocio del hombre que lo había empleado. A su turno, lo vendió e invirtió las ganancias en una empresa de alimentación que proveía las bodegas de los barcos; de esta manera creaba su propio modelo de lealtad, cuyo objeto no eran las empresas en sí sino el arte de comprarlas y venderlas. Estas prácticas y otras inversiones le dieron, cuando estaba en la tardía treintena, cierta prominencia entre los mercaderes de la ciudad. No se hacía mención del tráfico de esclavos, por supuesto. Sólo se decía que había sido brillante en la intermediación y que, desde muy temprano, había aplicado sus principios a los bienes abstractos: obligaciones, acciones, letras de cambio y bonos del estado. Llegó a obtener una plaza en la Bolsa de Nueva York, en ausencia de su adversario. Describimos al viejo sinvergüenza como una especie de yanqui frugal con los pies sobre la tierra. No presumía de su lugar en la vida comercial de la ciudad con sedes ostentosas, ni tampoco tenía una larga lista de empleados en plantilla. Habría jurado que no los tenía. «Está todo aquí» era su famoso versículo, dicho mientras se apuntaba la cabeza con el índice. «Mi mente es mi oficina, mi almacén y mi libro de contabilidad».

Descarto que jamás haya leído a Tom Paine, por supuesto, quien decía «mi mente es mi iglesia». Pero allí donde, tan tarde como en 1870, el deísmo causaba escándalo y era juzgado como una idolatría, si esa misma ideología dejaba unos dividendos de varios millones, se convertía en un ejemplo para todos nosotros.

Según su panegirista, el doctor Charles Grimshaw, la gloria había alcanzado a Augustus Pemberton durante la Guerra de Secesión, cuando puso sus talentos al servicio de su país y proveyó al ejército de la Unión con pertrechos que encargaba y hacía venir desde antros tan lejanos como Pekín, en China. Es de sospechar que, por su papel de mendicantes, los clérigos desarrollan las mismas simpatías que los políticos por las clases acomodadas. Alguien del entorno del señor Lincoln no fue menos indulgente: sentado, en nuestra morgue, me invadió el desamparo de un huérfano cuando leí que Augustus Pemberton formaba parte de un selecto grupo de comerciantes a quienes la nación había agradecido sus servicios, en el curso de una comida ofrecida por el presidente en la Casa Blanca, en 1864.