Tres

En algún sentido, es lamentable que me haya visto tan mezclado en lo que llamaré, por ahora, el asunto Pemberton. En tanto hombre de prensa, uno trata de estar lo más cerca posible de las cosas, pero no hasta el punto del compromiso personal. Si el periodismo fuese una filosofía y no un oficio, sostendría que no hay orden en el universo, que no hay sentido discernible sin… el periódico diario. Y así resulta que nosotros, pobres miserables, tenemos una tarea monumental: moldear el caos en titulares que se organizan en oraciones que, a su vez, deben ajustarse a las columnas de una página de noticias impresas. Si hay que ver las cosas tal como son y además cumplir con la hora de cierre, es mejor que no nos enredemos.

El Telegram era un periódico vespertino. Entre las dos y las dos y media de la tarde, la edición estaba compuesta. La tirada estaba lista hacia las cuatro. A las cinco, iba al Callaghan’s, que quedaba a la vuelta de la esquina, me instalaba en la gran barra de roble con mi jarra de cerveza y le compraba un ejemplar al niño que hacía el pregón. Mi mayor placer… leer mi propio periódico como si no lo hubiese construido yo mismo. Evocaba los sentimientos de un lector corriente que recibía las noticias, mis noticias, inferidas como la creación a priori de un poder superior… la objetividad inmanente de una tipografía caída del cielo.

¿Qué más tenía que me asegurase un universo estable? ¿La barra de roble del Callaghan’s? Sobre mi cabeza había un techo de chapa corrugada; detrás de mí, las mesas sencillas y las sillas sin barniz; debajo de mis pies, el aserrín limpio que cubría el suelo de baldosas hexagonales. Pero el propio Callaghan, un hombre florido que resollaba ásperamente, era un desafortunado propietario de sus bienes y más de una vez, a lo largo de los años, de la ventana había colgado un requerimiento judicial. Y no había más sobre el sólido roble. ¿El niño de los periódicos, entonces? ¿El que voceaba su pregón en la puerta? Pero mentiría si dijese que era siempre el mismo. Los niños de los periódicos vivían vidas pendencieras. Luchaban por sus esquinas con uñas y dientes y cachiporras; eran arteros, cínicos y brutales los unos con los otros. Sobornaban para conseguir sus ejemplares más temprano. Trepaban a los porches y llamaban a las puertas, se empujaban en las paradas del ómnibus, se precipitaban entre los carruajes y, si uno les prestaba la menor atención, se encontraba con un ejemplar en la mano y una pequeña palma extendida bajo la barbilla antes de haber pronunciado palabra. En el ambiente se decía que serían los estadistas, los banqueros y los magnates ferroviarios del mañana. Pero ningún editor quería reconocer que su influyente condición se transportaba sobre los hombros pequeños y desgarbados de un niño de ocho años. Si alguno de estos golfillos se convirtió en estadista o en banquero, nunca se dio a conocer conmigo. Muchos de ellos morían de enfermedades venéreas y pulmonares. Los que sobrevivieron, lo hicieron para expresar las flaquezas de su clase.

Habría podido pensar en Martin Pemberton, el empobrecido hijo de un padre al que había repudiado, o que lo había repudiado a él: había llegado a apreciar su opinión, siempre imprudente… ¡eso sí era seguro y estable! Una tarde, en el Callaghan’s, mientras leía mi página de cultura y la juzgaba aburrida e insubstancial, me pregunté dónde se había metido últimamente el tal Pemberton, porque hacía varias semanas que no lo veía. Casi en ese mismo instante, o al menos así me lo parece ahora, un mensajero atravesó la puerta con un paquete que enviaba mi editor. Mi editor tenía la costumbre de andar enviando por ahí cosas que, en su opinión, yo debía conocer. Esta vez eran dos. La primera era el último número de aquel órgano de la cultura de los señoritos de Nueva Inglaterra, el Atlantic Monthly, en el cual había señalado un artículo firmado nada menos que por Oliver Wendell Holmes. Holmes denostaba a ciertos críticos ignorantes de Nueva York que no tenían el suficiente respeto por el genio literario de sus compañeros de trinomia: James Russell Lowell, Henry Wadsworth Longfellow y Thomas Wentworth Higginson. Aunque no daba las señas de identidad de los ofensores quedaba claro, por sus alusiones, que Martin Pemberton se encontraba entre ellos: un poco antes, ese mismo año, yo había dado a las prensas un artículo de Martin en el que afirmaba que aquellos hombres, Holmes incluido, tenían apellidos demasiado largos para la obra que exhibían.

Pues bien, esto ya era causa de regocijo, pero también lo era el resto: una carta firmada nada menos que por Pierce Graham, el autor de la novela que Martin Pemberton había criticado tan minuciosamente… y cuya reseña yo había publicado con tanta precipitación… aquel lluvioso día de abril.

El nombre de Pierce Graham no les será familiar; tuvo una breve notoriedad en el mundo literario, fundada en su búsqueda de temas en los territorios todavía no incorporados a la Unión, yendo y viniendo entre puestos de frontera y campamentos mineros, cuando no andaba cazando indios con la caballería. Era un hombre deportivo, un buen bebedor con cierta predilección por desnudarse hasta la cintura en las tabernas y acometer peleas en las que había recompensa. El señor Graham, que escribía desde Chicago, advertía que si no aparecía una rectificación en el Telegram, haría un juicio por difamación y, para arreglar bien las cosas, vendría a Nueva York y reduciría a cenizas al autor de la recensión.

¡Qué gran día para el Telegram! Nunca antes, al menos en mi recuerdo, habíamos logrado ofender a ambos extremos del espectro literario: los de sangre azul y los rústicos rubicundos; los patricios y los plebeyos. Martin escribía sus artículos y la gente hablaba de ellos. Yo no tenía memoria de que ninguna otra cosa publicada por nuestro periódico hubiese encolerizado a nadie.

Por supuesto, Martin Pemberton nunca se habría retractado de nada de lo que había escrito, ni yo de lo publicado… al menos mientras estuviese a cargo. Levanté la vista. Callaghan, en la contemplación de aquella comunión de hombres buenos sentados en sus taburetes, sonreía beatíficamente al otro lado de la barra. En cambio, yo veía mesas y sillas hechas a un lado, una lámpara colgante que iluminaba el aserrín, a Callaghan que sostenía la campana y, rodeado de una multitud de hombres vociferantes, imaginé a mi colaborador que, desnudo hasta la cintura y exhibiendo sus costillas como el mejor de sus atributos, levantaba un puño y luego el otro al compás de sus ojos grises que se abrían espasmódicamente ante la visión del idiota petulante que brincaba delante de él. La visión era tan ridícula que me reí a carcajadas.

—Oye, Callaghan —llamé—, otra copa. Y una para ti.

A la mañana siguiente envié una nota a la pensión donde vivía Pemberton, en Greene Street, en la que le pedía que se diera una vuelta por la redacción. No apareció ni respondió por carta así que, un par de días más tarde, me llegué hasta allí después del trabajo.

Greene Street debía su fama a las prostitutas… una calle de linternas rojas. Encontré la dirección: una pequeña casa de listones de madera, que se alzaba un poco más atrás de la línea formada por los edificios de los talleres de reparación de maquinaria que la flanqueaban por ambos lados. Necesitaba reformas. La escalera que llevaba a la puerta principal, de cemento y sin barandilla, tenía el aspecto característico de las mejoras neoyorquinas hechas de mala gana. Una vieja encorvada, que había visto mejores días en el negocio de la prostitución y lucía unos pezones que le colgaban hasta la cintura por debajo de la blusa y una pipa clavada en la quijada, contestó a la puerta y señaló hacia el piso superior con un gesto mínimo y desdeñoso de la cabeza, como si la persona por quien yo preguntaba no mereciese mayor atención de nadie.

Martin entre las suripantas… podía imaginarlo, en su cuarto del ático, articulando sus desdenes sobre el papel mientras, bajo su ventana, sus vecinas vagaban toda la noche, solas o en parejas, y llamaban con gritos lascivos a los caballeros que se acercaban. Dentro de la casa, el olor rancio de, col hervida casi pudo conmigo, y se fue haciendo más penetrante a medida que subía las escaleras. No había rellano, los peldaños terminaban en una puerta de hoja sencilla. Mi carta, sin abrir, cruzaba el umbral. La puerta cedió a mi toque.

El hijo de Augustus Pemberton vivía en un ático escueto, invadido por el olor intolerable de la cocina ajena. Traté de abrir la ventana… había dos; dispuestas muy cerca del suelo, se alzaban hasta la altura de la cintura y ambas estaban cerradas herméticamente. La cama de estilo marinero, sin cabecera pero con un cajón por zócalo, colocada de costado en un hueco, estaba sin hacer. Algunas prendas colgaban de unas pinzas. Un par de botas llenas de barro, arrojadas en un rincón. Pilas de libros por todas partes… un manuscrito esparcido sobre un escritorio. En el brasero, clavados por sus esquinas en un cono de cenizas frías, había tres sobres azules sin abrir… en la penumbra, parecían tres velas lejanas en altamar.

Ésta era una vida de confinamiento, despreocupada de las cosas del mundo. Martin era ascético, es cierto, pero sin la nitidez y el orden del asceta. Nada de lo que vi había sido llevado hasta la gloria afectada de la indigencia. El lugar era, meramente, un desastre. Sin embargo, vi algo de su elegancia en ese cuarto. Vi la carga de un espíritu educado. Y también vi que alguien lo amaba… me di cuenta de que había llegado hasta allí sin admitir el magnetismo que ejercía sobre mí aquel maldito colaborador. Allí estaba yo, dispuesto a darle un puesto fijo en el periódico y un salario del que vivir… pero ¡dónde se había metido! Era incapaz de echar una mirada furtiva a sus escritos. Volví abajo y salí fuera, al aire respirable, y encontré a la vieja tirando su basura en un cubo de latón. Me dijo que Pemberton le debía tres semanas de alquiler y que si no aparecía al día siguiente estaba dispuesta a sacar sus pertenencias a la calle.

—¿No lo ha visto en todo ese tiempo?

—Ni visto, ni oído.

—¿Ha pasado lo mismo alguna otra vez?

—¿Y qué…? Si ya pasó, ¿tengo que sentarme a esperar que pase otra vez? Una vez es suficiente, ¿o no? Vivo de esta casa, es mi sostén… y vaya negocio, con una hipoteca pendiente y el comisario siempre escondido entre las sombras.

Presumió de que sus cuartos eran muy requeridos, que podía alquilar aquel antro por el doble de lo que cobraba a Martin. ¡Y él tan engreído! Luego, revivió en ella la astucia comercial y, con un ojo entrecerrado y apuntándome con su pipa como si fuese una pistola, me preguntó si, por el bien de la reputación del joven caballero, no quería asumir yo sus obligaciones.

Por supuesto que habría debido asumirlas, al menos para asegurarme de que la habitación no sería perturbada. Pero aquella mujer era ofensiva. Me había hecho subir a sabiendas de que Martin no estaba. No sentía ninguna simpatía por ella. Y, por ese entonces, mi premonición no era algo desarrollado. Se manifestaba como una levísima sombra en mi propio intelecto… que aquel joven malhumorado, de costumbre desesperado de la sociedad en que vivía, nos hubiese arrojado, tanto a mí como al Telegram, al infierno municipal. Da una medida del poderoso efecto que su personalidad crítica tenía sobre mí el que, en cierta forma, haya interpretado el abandono que había hecho de aquel cuarto como un comentario sobre mí y mi periódico.

Por tanto, me retiré en un estado de inquietud. Era una pequeña satisfacción saber que, si yo no podía encontrarlo, tampoco lo haría un borracho de Chicago, si es que llegaba el caso.

Ahora, mi percepción de Martin era que la soledad en la que vivía, ya lo trajera golpeado y ensangrentado desde la lluvia, ya se anunciara en opiniones despectivas, era inviolable. Aquella misma noche, me descubrí pensando en la observación que había hecho sobre su propio padre en el transcurso de nuestra última conversación. Volví a oírla, en su voz atildada… que su padre seguía vivo, que seguía entre nosotros… y aunque la inflexión no cambió, ya no estaba tan seguro de oírla de la misma manera.

Martin no dejaba que nadie depositara sus esperanzas en él, pero tampoco pasaba inadvertido. Pueden ver lo contradictorio de mis sentimientos… la mitad pertenecía al periodista; la otra mitad, al director adjunto… la vigilia de uno ante este joven extraño y sus visiones… revocada por el sentimiento del otro… de que ese mismo joven debía establecerse cómodamente en el mundo de la prensa. Yo creía en la ambición… ¿qué le impedía a él creer? Y al mismo tiempo pienso que, en mi fuero interior, debía de saber que, si había personas de una singularidad tan intensa como para atraer sobre sí un destino aciago, mi colaborador era una de ellas.