Diecisiete
Aunque los sermones se publicasen con respeto en los periódicos, aunque hubiese gran cantidad de iglesias y los chapiteles sobresalieran por doquier en el horizonte urbano, no era la imagen de Cristo sino la de Tweed que se adhería a las formas cambiantes de las nubes, al color de las estaciones… la imagen rectora, la vara por la que nos medíamos… el rostro de nuestro tiempo. El empeño, o acaso la dura prueba, de algunos de nosotros —no los suficientes, al parecer— era abandonar aquella horrenda dignificación colectiva de la que él era apoteosis. Podía imaginarlo, en privado, en los momentos de satisfacción de todos sus apetitos materiales, sentado en su mansión de millonario de la calle Cuarenta y tres… rotundamente triunfante en todos los latrocinios emprendidos… y aun así ratificar que la esencia de su naturaleza era descarnada. Sentía la presencia atroz de su sombra en leve cabalgata alrededor de nuestros hombros y nuestras cabezas… o alojada en el principio de las fauces, detrás de la garganta, como algo vago pero tenaz instalado en nosotros… la deidad de nuestras extorsiones flagrantes.
Para no abusar de su paciencia, déjenme asegurarles que, al final, todas las columnas coincidirán y podrán leerse a través de la página… como los signos cuneiformes tallados en la estela. Había llamado a uno de los colaboradores que esperaban en la barandilla que separaba mi despacho de la redacción y le había asignado la tarea de recorrer nuestra morgue del sótano, en busca de cualquier suelto que informase sobre hombres de fortuna que hubiesen muerto sin un duro. Donne estaba embarcado en su propia investigación. Teníamos la esperanza de que, en nuestra persecución de la verdad, identificaríamos a los compañeros de paseo de Augustus Pemberton… las facciones de la… logia, o de la hermandad, de la cofradía fúnebre… del ómnibus blanco. Pero en lo referente a sus móviles, no sabíamos más que Martin cuando pasaron a su lado en la nieve. Sólo Dios sabía dónde estaban. Lo único que yo sabía era que no se los encontraría en sus sepulturas.
Pero aun cuando nuestra búsqueda de Martin continuó… Pues bien, debo recordarles que no éramos matemáticos trabajando con pensamiento numérico en estado puro… Teníamos empleos, obligaciones… Asumíamos nuestras responsabilidades… que siempre nos parecían… divergentes. Y, al menos uno de nosotros, trataba de vivir con sus devociones.
Un día, un hombre llamado James O’Brien entró en mi oficina. Su cargo: sheriff del condado de Nueva York. Era un puesto lucrativo, porque el sheriff se cuidaba de todos los impuestos que recaudaba. Había sido nombrado, es obvio, por Boss Tweed. O’Brien pertenecía al Ring… contumaz en su ignorancia, grosero, taimado, con esa especie de inteligencia bruta de los políticos… pero con esa rectitud adicional que le otorgaba su cargo y le permitía dar un impulso punitivo a todas sus transacciones. Sabía que O’Brien había emprendido un par de cosas que desafiaban el poder de Tweed en el partido Demócrata, y había fracasado… por eso, cuando llegó sin haberse anunciado y se sentó frente a mí y se enjugó la calva con la mano y encendió un puro, cerré la puerta para aislarme de todo el ruido y las distracciones que venían de la redacción y me senté a mi escritorio y le pregunté en qué podía ayudarlo.
Justo por esos tiempos, Tweed comenzaba a exasperarse a causa de los ataques que recibía en el Harper’s Weekly de la mano de un caricaturista político llamado Nast. La mayoría de sus electores no sabía leer y por eso no prestaba la menor atención a lo que se escribiera sobre él. Pero una caricatura que lo mostraba como a un gordo ricachón plantado con sus botas en el cuello de la Libertad era, de alguna forma…, iluminadora. Harper’s también tenía una editorial de libros… De pronto, sus libros de texto se prohibieron en todas las escuelas municipales.
Tweed podía irritarse, pero era más o menos invulnerable porque todas las críticas eran pura inferencia o conjetura. Nadie tenía la evidencia inculpatoria. Controlaba el gobierno al completo, incluso el poder judicial, y contaba con la lealtad, si no con el amor, del hoi polloi. A los inmigrantes recién salidos de los barcos los enviaba a sus juzgados, donde al instante sus jueces los naturalizaban y convertían en ciudadanos con derecho a voto. A sueldo de Tweed estaba el setenta y cinco por ciento de la oposición republicana del condado. Sus sobornos eran legión y nada parecido a una evidencia se había esgrimido jamás en su contra. Un día, dirigiéndose a unos reformistas, les dijo: «Bien, ¿y cómo lo piensan cambiar?».
Y ahora, aquí estaba el sheriff O’Brien, taciturno y cruel, sentado frente a mí. Me acordé del gran poema anglosajón Beowulf, escrito para edificación de los jóvenes caciques. Una de sus más importantes lecciones primigenias es que, si se ha de mantener el poder, hay que compartir el botín. La de Tweed era una política arcaica, salvaje y, entonces, ¿quién conocería mejor esta vieja lección? Sin embargo, aquí estaba este O’Brien, absurdamente desdeñado por su padrino Tweed… y sobre sus rodillas sostenía un envoltorio de papel marrón atado con cuerda de cáñamo que, él aseguraba, contenía toda la información, copiada de los libros contables, que demostraba la verdadera naturaleza extorsiva de las transacciones del Ring y todo esto debidamente registrado en columnas nítidas: las extraordinarias sumas robadas, bajo qué pretextos, el detallado reparto del botín. ¡Mi Dios!
—¿Por qué hace esto?
—El gran cabrón me ha camelado. Trescientos mil verdes. No los pagará.
—¿En concepto de qué debía pagarlos?
—Es mi parte legítima. Se lo advertí.
Era un chantajista justiciero este O’Brien. No me cabía duda: Tweed estaba obligado a tratas con muchos hombres ambiciosos y ladinos, ¿por qué éste en particular se había convertido en un problema? El éxito colosal de su fraude, su perfección, su sistematización, esa maquinaria enorme e imperturbable como el motor de vapor de Corliss, tal vez lo hayan incitado a creer… no ya en su invulnerabilidad… más que eso. En la absoluta privacidad de las reflexiones de su conciencia habrá recibido… insinuaciones de inmortalidad. Soy incapaz de pensar en otra explicación para lo que había hecho: despedir a O’Brien sin compensaciones. Esto es justo lo que no se le puede hacer a un conjurado.
El sheriff O’Brien me regaló con su amargura destemplada. Dijo que buscaba un periódico dispuesto a publicar la historia que contaban los números. Le dije que me dejase el envoltorio. Le dije que estudiaría su contenido y que, si era verdadero, el Telegram lo haría público. Nadie habría dicho, por la expresión prosaica de mi cara, que yo fuese consciente de lo que había caído en mis manos.
Aquella noche, sentado en mi despacho, leí los libros de la confabulación más desvergonzada y colosal de la historia de la República. Jamás olvidaré aquella noche. ¿Pueden imaginarse lo que significaba para un periodista desgraciado el tener aquello, tinta negra sobre papel blanco, bajo la lámpara de lectura? Porque, después de todo, ¿por qué vivimos? No por la riqueza, por cierto, ni por el esclarecimiento filosófico… tampoco por el arte, ni por el amor, ni mucho menos por alguna esperanza de salvación… Vivimos por las pruebas, señores, nos desvivimos por tener el documento en la mano… La gloria que buscamos es la gloria del Revelador. Y aquí estaba: todo registrado en columnas nítidas. Creo que lloré de alegría; me sentí tan privilegiado como el erudito que tiene entre manos un fragmento de los rollos mosaicos, o un pergamino con un poema homérico, o un infolio de Shakespeare.
Bueno, para no hacerme pesado… Como ustedes se imaginan, una de las razones por las cuales mantenía tantos periodistas independientes detrás de la barandilla de la redacción y contaba con tan pocos a sueldo era que Tweed siempre cargaba contra los fijos. Tuve un hombre en Albany, que cubría las noticias de la legislatura de ese estado, que un día escribió a favor de una ley que obligaba al monopolio de las compañías de gas a informar de sus ganancias reales y a reducir los precios en consecuencia… y al día siguiente escribió sobre este mismo asunto como si la ley hubiese sido tramada por comunistas europeos. La idea de que se controlase a las compañías de gas tenía gran apoyo en ambas cámaras, pero en el mismo período de veinticuatro horas en que mi hombre cambió de parecer, la gente de Tweed, que lo había sobornado al igual que al resto de los periodistas allí presentes, sobornó también a los legisladores. Por eso no digo que nuestra prensa se mantuviese incólume, limpia y radiante, apartada de la vida corriente de la ciudad. Tweed contrataba publicidad en nuestras páginas: propaganda municipal, innecesaria y muy lucrativa. Lo sabía, sabía todo esto… Pero creí… creí… que esta historia era tan monumental… tan abrumadoras las exigencias de la verdad… y la situación de la ciudad, tan precaria… que la dignidad periodística prevalecería. Pero, por instrucciones del dueño del periódico, el director general no iba a autorizarme la publicación de la historia más importante desde la Guerra de Secesión. Denme un momento para volver en mí… Este recuerdo me abofetea el alma hasta el día de hoy.
No solo el Telegram, periódico tras periódico examinó la evidencia y se negó a hacerla pública. El eminente Sun, bajo la dirección del eminente Richard Henry Dana, traía en sus páginas los mensajes del alcalde al pueblo… en forma de publicidad… Tenían un contrato en exclusiva para publicar las noticias judiciales en diminuto cuerpo octavo… a un dólar la línea. O bien los editores necesitaban a Tweed, o bien se consideraban sus amigos. Otros temían sus represalias; había toda clase de razones.
Lo que salvaría al periodismo norteamericano de la ignominia sería la muerte de uno de los miembros del consejo directivo del Times, que era socio de Tweed en su imprenta. El director sobreviviente, George Jones, y su adjunto, Louis Jennings, se sintieron en libertad de publicar la información.
En cuanto a mí, soy un solterón empedernido. No tenía ni mujer ni niños de los que cuidarme. Lo pensé durante un día o dos… había sido incapaz de conmover al señor Landry, el editor del Telegram… Me había precipitado en su santuario en protesta… en súplica. Él escuchó mis declamaciones y desvaríos con bastante calma. El efecto que Tweed había tenido sobre la ciudad era comparable a la succión arterial de un vampiro. Lo veía en cada montón de basura rezumante… en las cloacas que se vaciaban en las calles… en las sombras nocturnas y sigilosas de los batallones furtivos de ratas… en los afanosos vagones que transportaban los cadáveres de las víctimas de las enfermedades de la inmundicia… Vacié mi escritorio y dejé el mejor trabajo que jamás haya tenido… recogí mi sombrero y mi abrigo del perchero y salí de mi despacho en la redacción.
Pero esto no viene a cuento. Después de que la contabilidad del Ring fuese publicada en el Times… aquel otoño hubo una demostración frente a Cooper Union, en Astor Place, y se formó un comité de ciudadanos que entabló una demanda en nombre de los contribuyentes, y el Ring empezó a resquebrajarse. Connolly, el fiscal de tasas, dijo que colaboraría y se formó un grand jury para que formalizase las acusaciones.
Parecía que se hubiesen abierto las compuertas del infierno. El colapso de un sistema, aun de un sistema que lo sojuzga, conmociona al pueblo: como una tempestad cambiante, la agitación soplaba por toda la ciudad y desgarraba las marquesinas de las tiendas, amontonaba a la gente en las calles, espantaba los caballos. Se hundieron tres bancos en cuyo directorio estaba Tweed. Docenas de pequeños periódicos que vivían de sus dádivas dejaron de publicarse. Empresas de toda laya cerraron sus puertas. Había peleas a puño partido entre desconocidos; como el rugido de la riada que baja por la montaña, un hondo murmullo inarticulado se levantaba a nuestros pies como si, a nuestro pesar, todos tuviésemos que enfrentarnos a la verdad, todos los que éramos parte de esta ciudad de vida tan funesta.
No diría que a Donne no lo distrajese la inminente caída del Ring. Pero tampoco diría que lo desorientaba. Era lo único de lo que todo el mundo podía hablar y él debía de sentirse gratificado personalmente: la cultura que lo había sometido a una especie de esclavitud profesional ahora se desmoronaba. Pero aun así, no se regodeaba: no se compadecía con su carácter apropiarse de la ocasión. En cambio, lo que sí vi en su cara, a medida que avanzaba sobre los mismos balances reveladores que le confié antes de devolverlos de mala gana, fue una intensidad rayana en la fiebre. Recuerdo cuán extravagante me resultó su comentario cuando, más tarde, durante la cena, dijo que lo significativo no estaba en las acostumbradas sumas infladas destinadas a esta o aquella transacción, sino en las entradas esporádicas que parecían bien justificadas en esa contabilidad. Los libros del Ring no sólo registraban las operaciones en las que la municipalidad aparecía como el comprador conspicuo de bienes o servicios; también registraban aquellas en las que actuaba como vendedor y, en estos casos, bastante a menudo se trataba de títulos y cédulas cuya venta era ilegal. No se casa con nada, dijo, que haya un asiento en el que se firma un título sin compensación evidente.
—¿Por ejemplo? —pregunté.
—Hay un orfanato recién fundado, el Hogar de los Niños Vagabundos, con sede en la calle Noventa y tres, junto al río. Sin embargo, el balance revela que no hubo desembolso para dar curso a la escritura.
Juzgué el comentario bastante excéntrico en el contexto de un escándalo de proporciones… y de mi propia desgracia. Pero ya ven, Donne era más alto que la mayoría de sus congéneres y por eso tenía una mejor visión del sesgo de la tierra. En un par de días había encontrado la escritura y su certificado de incorporación en el Registro Mercantil. El Hogar de los Niños Vagabundos era un orfanato laico que sería gestionado científicamente, de acuerdo con los más avanzados principios de la crianza. El señor Tweed, y el alcalde, y el fiscal de tasas Connolly eran miembros de la junta de síndicos. Eustace Simmons figuraba como su director. Wrede Sartorius, doctor en medicina, era el facultativo en residencia.