Veintitrés

Es obvio que aquí condenso todo lo relatado por Martin a lo largo de varios días, o todo lo que yo recuerdo del relato. Íbamos por la tarde y nos sentábamos a su lado. Siempre se mostraba complacido de vernos. La suya era la gratitud del inválido en recuperación. A veces se quedaba callado por mucho rato… con los ojos cerrados… hasta que empezábamos a preguntarnos si se habría dormido. Pero eran pausas de reflexión. Sarah Pemberton se cuestionaba la sensatez de un interrogatorio que lo hacía revivir a tal punto sus experiencias. Nos pidió que no fomentáramos su extenuación y que nuestras visitas no se prolongaran. Era el modo en que ella encaraba los asuntos… por el aturdimiento de las facultades. Donne le explicaba la absoluta necesidad de enterarnos de todo cuanto fuéramos capaces… y yo, por mi parte, los beneficios de revivir cada instante, dentro de lo posible… que Martin parecía dispuesto a hablar de lo sucedido… y que nada resultaría mejor para él, como para cualquiera, que transformar aquellos hechos en un relato que los convertiría en un objeto del lenguaje… listo para que cada uno lo recogiera y lo examinara.

Un día, Donne sintió que estaba en condiciones de preguntar a Martin cuándo y por qué había terminado su acuerdo caballeresco con Sartorius.

—No estoy seguro de saberlo —dijo—. Había una mujer asignada a mis cuidados… que se ocupaba de traerme los alimentos cuando comía solo… me proveía de lo indispensable, limpiaba el cuarto y todo lo demás. Nunca decía nada… ninguno de ellos decía nada… aunque las sonrisas y los gestos que me dispensaba eran bastante amables. Era una mujer contrahecha, vestía de gris, el color de los uniformes de todos ellos, y el pelo ralo le asomaba por debajo de la cofia de enfermera. Un día le pregunté cómo se llamaba. Le pregunté cuántos empleados había. Sentía curiosidad por todo y por todos. No contestó: sacudió la cabeza y sonrió. Las proporciones de su cara no eran las normales. Una cara ancha de facciones aplastadas que, sin embargo, parecía sobrecargada de hueso en el lado derecho. La oreja izquierda, en cambio, daba la impresión de ser más pequeña de lo debido. Hice algunas preguntas más, a cada una de las cuales respondió con discretas sacudidas de cabeza mientras esperaba, cohibida, sonriente y respetuosa, la oportunidad de marcharse… entonces me di cuenta de que era sordomuda. Todos lo eran entre el personal, sordomudos, como si los hubiesen reclutado en una de esas instituciones dedicadas a esta gente desgraciada… Me di cuenta de que la única persona capaz de habla en aquel lugar, la única a la que yo podía hablarle, era el mismísimo Sartorius. Una vez que lo hube entendido, este conocimiento se me hizo opresivo… y sospecho que Sartorius habrá tenido algún indicio.

»Luego, en un momento dado, me preguntó si me sometería a otro experimento. Con mi permiso, ya me había extraído sangre. Me advirtió que lo que se proponía no sería tan indoloro… ni tampoco se parecería al registro de los impulsos eléctricos de mi cerebro y que… por lo tanto, requeriría anestesia. El experimento implicaba que me extrajese médula ósea de la pierna… le dije que prefería pensarlo mejor. No fue una respuesta digna del espíritu científico… algo que él habrá captado antes que yo. Acaso el encantamiento se descomponía… pero lo cierto es que, por las noches, empecé a soñar con aquel niño ceñudo, pardo como una nuez, que había en el ataúd de mi padre en Woodlawn… Soñaba con él… pero era como si abriera los ojos… o reabriera los ojos… a las terapias específicas maquinadas por Sartorius para que los viejos caballeros se eximieran de la muerte…

»Soy incapaz de explicarme… que lo había sabido sin saberlo. ¡Qué oportunamente lo había… olvidado! Como si hubiese practicado sobre mí mismo la ablación de un trozo de mi cerebro. Pero las consecuencias… de la toma de conciencia de lo que siempre había sabido… fueron aplastantes. Me sentí asqueado de mí mismo… me había denigrado a tal extremo… que el sabor de mi propia podredumbre moral… se materializaba… y me causaba náuseas. No estoy seguro de haber considerado la posibilidad de la huida… ¿de qué huiría? Pero sí se presentó la necesidad de… respirar. Como el niño del ataúd, yo también estaba sepultado. No había ventanas, la luz era artificial… el zumbido de las maquinarias, constante… y en el aire flotaba una humedad que a veces me hacía sentir… sumergido… o prisionero en una cripta submarina hermética. Acaso Sartorius haya percibido mi pesadumbre y la haya juzgado, en cierta forma, decepcionante; no lo sé. Al parecer, perdió interés en mí. No volvió a hablar del experimento. Ya no se me invitaba tan a menudo a observar o a participar. Se me abandonó a mis propios recursos… y, al final, sentí que había olvidado mi presencia… su mente había seguido adelante sin mí.

»La iniciativa, creo, le correspondió a Eustace Simmons. Vino a verme un día, acompañado por la mujer a quien yo había hecho todas las preguntas… y se sentó al otro lado de la mesa en la que yo comía. Para entonces, ya no comía escaleras arriba con el resto de la… comunidad. Pasaba la mayor parte de mi tiempo en la biblioteca. La aparición de Simmons me sorprendió: no era tan fácil verlo por ahí. Su charla era la de una visita de cortesía.

»La próxima cosa de la que tuve conciencia fue de la oscuridad que me rodeaba; me dolía la cabeza y la atmósfera era diferente, cerrada; el aire olía a quemado, a cenizas, a hollín… Podía oír el sonido de pasos en el piso de arriba. Y, cuando me puse en pie para recobrar mi presencia de ánimo, me di cuenta de que mis manos se aferraban a los barrotes de una celda. Pensé que, finalmente, aquello era justo.

Lo habían devuelto al orfanato… y no era capaz de contarnos cuánto había durado el viaje… o desde dónde había llegado… ni ninguna otra cosa que nos diese una idea de la situación del corazón de la empresa en la ciudad.

—¿Por qué cree que Simmons no se… deshizo de usted, lisa y llanamente? —le pregunté.

—Eso es lo que él, con toda probabilidad, habría preferido. Verá, Simmons es, de alguna manera, mi hermanastro tenebroso. Mucho mayor que yo, de la misma manera que yo soy mucho mayor que Noah, pero el hijo de mi padre… en espíritu… su mano derecha… lo que yo nunca fui. Se convirtió en la mano derecha del doctor. Profesaba el mayor de los respetos por Sartorius… A pesar de toda su astucia, Simmons tiene el alma de un factótum. Necesita trabajar para alguien. Pues… que el doctor habrá concebido algún otro uso para mí. Tuve tiempo de pensar en esto. Todo el que pasó antes de que empezara la… zozobra de mis facultades. Pero oía los pasos de aquellos niños arriba de mi cabeza. Sabía que eran niños… nadie confunde los pasos infantiles. Grité y me desgañité… para que huyesen, para que corriesen… a sabiendas de que no me oirían. Yo era uno de ellos, ¿se dan cuenta? A pesar de todo. Lo entendí.

Más de una vez, durante estas rememoraciones, Martin estuvo al borde de las lágrimas. Creo que fue en este momento cuando ya no pudo contenerse. Se cubrió los ojos con las manos y lloró.

Como había dicho, estábamos en el corazón del otoño. Algo así como a mediados de octubre. Y fue entonces que pasaron varias cosas, más o menos simultáneas. Una tarde, llegaba para mi charla habitual con Martin y encontré dos policías montando guardia en la puerta de la casa de los Tisdale. Tuve que identificarme antes de que me dejaran tocar a la puerta. Me recibió Emily. Detrás de ella, la cabeza blanca de su padre, que se acercaba por el recibidor.

—¡Periódicos! ¡Policía! ¿Qué más? ¿Qué más? Soy un anciano, ¿es que no les importa? ¡No estoy acostumbrado a esto!

Emily me acompañó hasta el vestíbulo y se excusó por un instante… oí sus voces, que se alejaban escaleras arriba, la del padre más airada que la de Emily pero, al parecer, prevaleció la joven… porque pocos minutos más tarde había regresado a la planta sin él.

—Encontraron muerto en Tombs al hombre que habían arrestado. ¿El cochero? Wrangel. ¿Se llamaba así? Se colgó en su celda —dijo Emily.

—¿Dónde está Donne?

—Fue a la escuela, a buscar a Noah.

—¿Dónde está Martin?

—Arriba, en su cuarto. Su madre está con él.

Me bullía la sangre. Se podía asegurar que cada uno tendría su cuota de desesperación. La noche anterior se había celebrado la concentración de ciudadanos que creo haberles mencionado… frente a Cooper Union. Una reunión estridente en la que se pedía la cabeza de Tweed. Pero se conformaron con la creación de un comité de setenta… vecinos principales, que se encargaría de demandar al alcalde y a su administración en nombre de los contribuyentes. El objetivo era impedir que el Ring emitiese bonos o pagase a sus proveedores con dinero municipal hasta tanto no se iniciara una investigación. No se me ocurría qué juez les daría el interdicto que necesitaban, pero la noticia de que al menos se hiciera el intento era electrificante.

Esperé a Donne con impaciencia. Cuando regresó sano y salvo con Noah y lo hubo acompañado al primer piso, tuvimos ocasión de hablar a solas por unos minutos. Desde luego, no había creído que Wrangel se ahorcara. Me contó que habían encontrado contusiones en el cráneo del cochero. Lo habían dejado inconsciente a golpes antes de colgarlo.

—¿A quién le habrán encargado el trabajo?

—No es una actividad desconocida… entre los Municipales… ahorrarle al poder judicial la faena de un juicio de verdad.

—¿Los Pemberton están en peligro?

—No lo sé. Depende de quién se esté ocupando de esto. Debo presuponer la posibilidad de que hayan seguido la pista de Martin desde el hospital. Aunque tal vez no. Puede que sus otros problemas los hayan absorbido por completo… Puede que Wrangel sea suficiente para ellos, por ahora. O tal vez no. Es concebible que estén entregados a una… extirpación general de la evidencia. Descuento que no lo comentará con los demás.

—Délo por descontado. Aunque, al parecer, la guardia que usted ha puesto ha alborotado a toda la casa.

—Sarah y Noah deben acampar aquí, si la señorita Tisdale lo permite. Pero le diré a todo el mundo que se trata sólo de precauciones. Ahora estoy seguro de que Tace Simmons no ha dejado el país. Nos conviene, siempre y cuando podamos pescarlo… Lo de verdad curioso es que, a partir de ayer a medianoche, me han rehabilitado en todas mis funciones.

—¿Qué?

—Estoy tan sorprendido como usted. Acaso el Ring sienta que es mejor que esté donde puedan vigilarme. Las cosas se les están yendo de las manos.

Aparte de la gravedad acelerada de todo este asunto, era obvio que Donne estaba en su elemento. Lo envidiaba, porque yo estaba fuera del mío. Lo que volvía las cosas peores era mi aguda conciencia de que podía, en interés de la seguridad de Martin y su familia… podía pasar el dato a un periodista en activo… e incluso, como periodista independiente, podía desvelar la historia para alguno de los periódicos diarios. Si se hacía público el encierro de Martin en el Hogar de los Niños Vagabundos… en cuyo consejo habían estado Tweed y sus secuaces… sitio donde casualmente el suicida, Wrangel, había trabajado… antes de ser arrestado por el asesinato de un matón callejero… pues bien, aun este jirón del asunto, con promesas de más trozos de la historia por venir, los habría paralizado al instante. Que la noticia se hiciera pública no habría significado un problema para mí. No había perdido mi reputación, sólo mi empleo. Mi renuncia se veía con mejores ojos entre los colegas, aunque no había hecho nada por explicarla o anunciarla. Había recibido una esquela del señor Dana, el editor del Sun, en la que me invitaba a hacerle una visita informal. Y uno de mis amigos en el Telegram me había contado que el editor responsable pensaba que el periódico había perdido calidad desde mi partida… y, ¿por qué había lanzado el rumor si no era para que yo lo oyera?

Por tanto, existían todos los motivos para hacerlo… excepto que… lo confieso aquí: es despreciable… yo sentía que tenía… tiempo. Cuanto más supiese de la historia, más sería mía. En exclusiva. ¿Quería decir que estaba dispuesto a poner los intereses de la historia por encima de las vidas de quienes la protagonizaban? No lo aseguraría. Es posible que no se pueda argumentar… pero hay un instinto que prefiere… que el sentido no sea perturbado. Que quien sea que cuente nuestra historia moral… debe irle a la zaga, no a la cabeza como un adelantado. Que si en verdad hay sentido, no lo tañen las campanas de la iglesia sino que su existencia luminosa se padece… Acaso sintiera que si la historia se publicaba como era entonces, o como yo la conocía, constituiría una intervención… una invasión del reino de la causalidad perpetrada por el reportero… que podía transtornar el resultado. Todavía secretos, estos acontecimientos podían revelarse de manera natural o monstruosa. Si todo esto no los ha convencido, digamos que pensaba que la historia no estaba sujeta a relato, a relato fiel, hasta que no se completara. Que no había historia hasta que… yo no hubiese visto a Sartorius.

De hecho, aun cuando todos estos asuntos finalizaron y los acontecimientos concluyeron y los problemas se resolvieron y tuve mi exclusiva, nunca la publiqué… lo cual podría sugerir que tuve la premonición de que, aunque completa, la historia no era… posible desde la prensa… que hay límites al uso de la palabra en un periódico.

Cualquiera haya sido la razón, yo fui un cabrón egoísta y no publiqué nada. Era el amigo de todos en Lafayette Place… y el traidor de sus secretos. Mi ánimo era aventurero y estaba dispuesto a correr riesgos con las vidas de otra gente.

No había escapado a mi competitiva observación que Martin, a causa de algún escarmiento profundo de su dura prueba, había perdido la agudeza necesaria para el seguimiento del asunto. No nos preguntaba nada. Se limitaba a rumiar su propia experiencia. Se me ocurrió que esto demostraba la validez de mi posición.

Y fue entonces que Donne, en sus investigaciones sobre el dinero recolectado de los millonarios, se topó con algo interesante. Encontró, en los libros del ejercicio del año anterior del Departamento de Aguas de la ciudad, publicados en el Manual of the Corporation of the City of New York, un asiento contable por algo así como doce millones de dólares, que se atribuían a la emisión de bonos públicos para las mejoras del acueducto del Croton, en 1869. Sin embargo, tal como él mismo averiguó, tal emisión de bonos del Departamento de Aguas jamás había existido. ¿Y por qué habría dejado semejante asiento el Ring, cuando su método, durante años, había sido disimular sus entradas e inflar sus desembolsos? Donne pensaba que esa suma era, de hecho, una parte de la inversión de la hermandad. Y decidió que buscaría otros apuntes similares, disfrazados de la misma manera, en la contabilidad de otros organismos municipales.

Y luego tuvo su intuición brillante y decisiva.

Bajo los paraguas… de pie en un camino de grava, entre el gran embalse y la cabecera del acueducto del Croton… en una colina truncada, en Westchester, a unos treinta kilómetros de la ciudad; allí estábamos. Era una mañana miserable, cruda, húmeda. La lluvia espesa manchaba de listones negros la sólida construcción de granito, con torretas almenadas y catedralicias puertas de roble.

Detrás de nosotros, la lluvia graneaba de blanco las aguas negras del embalse. Se parecía en todo a un lago natural, excepto por la falta de árboles en sus márgenes. Percibí, en la orilla del agua, no demasiado lejos de donde estábamos, el naufragio de un balandro de juguete. Yacía sobre uno de sus lados, hamacado por las ondas que se rompían contra la riba bajo un tropel de nubes.

Donne sólo me había dicho que estuviese listo para dejar mi casa antes del alba. No tuve ninguna pista sobre el lugar donde iríamos. Habíamos viajado en tren, remontando el curso del Hudson, hasta el pueblo de Yonkers… y allí un carruaje había salido a nuestro encuentro y nos había llevado hacia el este, atravesando la campiña, con dirección al estrecho de Long Island. Habíamos subido por el camino que llevaba al embalse y a la cabecera del acueducto. Me quedé azorado cuando vi un contingente completo de los municipales diseminado alrededor del edificio.

Los policías habían traído dos de sus coches celulares. Además, había varias berlinas. Los vehículos estaban alineados en el camino; los caballos, las cuatro patas plantadas en el lodo, las cabezas gachas, se sentían miserables bajo la lluvia.

Mientras miraba el edificio, la certeza de Donne se duplicó en mi propia imaginación. A excepción de los tres ojos de buey abiertos cerca de la línea del tejado, la fachada no se interrumpía con ventanas. El cielo era un tumulto de nubes negras y cargadas que reflejaban un color verdoso cuando navegaban sobre el tejado. Me parecía que todo estaba en movimiento, salvo el edificio de la presa. Estriaciones de lluvia… las nubes muy bajas, muy rápidas. Bajo mis pies, el suelo latía como un corazón. Pero eran las bombas de la cabecera del acueducto. ¿O no? No podía confiar mucho en mis sentidos porque pensé que también oía una orquesta debajo de toda aquella… naturaleza en agitación. Debajo del siseo de la lluvia, debajo del estruendo del cielo… había algo insistente, pomposo, rítmico.

Donne hizo una señal a uno de los policías y se acercó a la entrada. Lo seguí. Esperamos a que el policía llamara a la puerta con fuertes golpes. Abrieron un minuto después. Ningún hombre del Departamento de Aguas, sino una mujer que vestía el uniforme gris de las enfermeras. Abrió los ojos con asombro, no de encontrarse con la policía, pensé entonces, sino ante la estatura de Donne más su paraguas, en quienes los mantenía clavados. No pareció que le entendiese cuando él le preguntó si podíamos entrar… pero después de pensarlo por un momento, abrió la puerta de par en par y nosotros pasamos.

Como sabrán, en circunstancias en que nuestra atención se agudiza tanto que resulta dolorosa, percibimos cosas secundarias… como si nos reafirmáramos en nuestra irresponsabilidad fundamental. En cuanto estuve dentro de ese vestíbulo de piedra… apenas iluminado, como una mina, por unas lámparas de queroseno… sentí el escalofrío del aire sepulcral y oí la potencia del agua apresada en acequias que siseaba y rugía en su caída… y fui consciente del taconeo de nuestros zapatos en la escalera de hierro, que subía en espiral alrededor de un gigantesco eje giratorio cubierto de grasa… pero lo que más poderosamente atrajo mi atención, mientras las seguía en sus movimientos, fueron las nalgas de esta mujer sin corsé bajo la falda de su uniforme de enfermera: una mujer corriente, de mediana edad, sin belleza ni posición.

Donne y el policía se tomaron su tiempo para subir, como si memorizaran cada escalón que pisaban. Por fin, llegamos a lo alto: un puente angosto que atravesaba una cámara cavernosa… al fondo de la cual se abría una alberca interior de aguas sulfurosas… que en su agitación producían una niebla mineral, un quinto elemento… y pude ver que, por todas partes en los negruzcos muros de piedra, crecían lunares de moho y líquenes y barbado légamo.

Atravesamos aquel… atrio y llegamos a un corredor iluminado por farolas de gas… y atravesamos otra puerta, que la mujer mantuvo abierta para nosotros… y daba a una habitación digna de ese nombre. Pero la transformación fue descorazonante, como el truco de un prestidigitador. Estábamos en una antesala, en una antecámara, como cualquiera otra: las paredes pintadas de blanco; los suelos cubiertos de madera; espejos y mesillas y hasta una urna decorativa. La mujer señaló un grupo de butacas con un gesto que era una invitación a sentarnos. Pero Donne, en cambio, la dejó atrás en un par de zancadas, porque sabía que en algún sitio, allí arriba, encontraría al doctor Sartorius.

A esta altura —¿el tercer piso?, ¿el cuarto?— se podía oír la orquesta… como uno oye la música de un desfile a una manzana de distancia. Donne, con su paso de zancuda, amenazaba con dejarme atrás en el corredor. No hizo caso de las puertas cerradas de varios cuartos. Una de las puertas que logré ver en mi precipitada carrera estaba entreabierta… y capté… una imagen… que sugería una pared cubierta de libros; un tapiz ornamental en el suelo; una lámpara de gas; un hombre que leía, sentado en una silla. Durante algunos minutos no registré esta información… sino que seguí mi carrera detrás de los policías.

Los seguí por una escalera ancha de madera barnizada cuya barandilla era de talla. En lo alto había un descansillo… y unas puertas de acero de doble hoja que se cerraban por medio de una rueda. El policía que nos acompañaba la hizo girar, abrió las puertas y la música se abalanzó sobre nosotros como una ráfaga de viento.

Las sombras de las, nubes tormentosas aparecían y desaparecían en el techo translúcido como el desfile de una armada. Las nervaduras de acero de la bóveda se proyectaban como arbotantes. El órgano mecánico de roble y cristal, monumental como el de una catedral, se estremecía al son de su propia música. El gran disco giratorio dorado que golpeaba el tambor y sacudía las campanas y tañía las cuerdas de un vals de autómatas.

En la terraza central, unas mujeres de uniforme gris bailaban entre sí.

Nuestra presencia no interrumpió nada. Aquí y allá, reclinados en los bancos o desplomados sobre una mesa del jardín o, en un caso, atravesado en el sendero de grava bajo un árbol cercado, había ancianos en traje de etiqueta. Donne, metódico, se acercó a cada uno de ellos y les tomó el pulso. Eran cinco y, con la única excepción de uno que resollaba sus últimos estertores, todos estaban muertos.

Las enfermeras… venéreas enfermeras… daban vueltas al compás del vals. La tristeza de sus rostros era inconmensurable. Pensé que tenían las mejillas anegadas en lágrimas, pero cuando miré con más atención vi que era la humedad de la atmósfera condensada sobre la piel de aquellas mujeres, y sobre la mía, como comprobé al tocarme la cara… la atmósfera que producían los orificios en la pizarra del suelo… una suspensión de gotas ínfimas que se adherían al rostro como si fueran de aceite.

Sentí la opresión de un universo de agua, dentro y fuera, abatido sobre los vivos y los muertos.

Los viejos estaban apergaminados, perversamente oscuros y demacrados, como las vainas de una legumbre. Me fijé en la cara de cada uno de ellos, pero en ninguna reconocí a Augustus Pemberton.

Requisamos las habitaciones en las que los viejos dormían y las salitas donde se los había sometido a… cirugía, o a tratamiento médico, requisamos el dispensario. Todo estaba vacío.

Le dije a Donne que, en el piso de abajo, había visto a un hombre que leía en lo que parecía ser una biblioteca.

La expresión de Donne fue de perplejidad. No era que la música me hubiese ahogado la voz sino que mi propia voz, a la que podía oír, había adoptado la curiosa calidad sonora de una gárgara. Repetí la información y él se inclinó para escucharme. No pasó un instante y se precipitaba escalera abajo. En mitad del corredor, aquella puerta seguía entreabierta. El sargento la empujó con fuerza y dio un portazo contra la pared.

Sartorius apartó la vista de su lectura. Cerró el libro, se puso en pie, se arregló el nudo de la corbata y tiró de las puntas de su chaleco… De estampa esbelta, no era alto aunque militar en el porte, sosegado, transmitía una autoridad suprema. Vestía una levita negra y llevaba una traba en la corbata de buen tono, ancha y de nudo flojo. El pelo oscuro, muy corto; el rostro severo, bien afeitado a excepción de unas patillas que le enmarcaban los maxilares, continuaban debajo del mentón y le cubrían la garganta y el cuello como un pelaje. Los ojos negros, implacables, con algo que describiría como la desolación del saber… la boca, de labios finos, era la de un abstemio… Nos observaba… con esa impersonalidad rigurosa que lo distinguía… sacó su reloj del bolsillo y lo miró… como para comprobar si nuestra llegada coincidía con el momento que él había concebido para ella.

¿Por qué no había intentado la huida? Lo he pensado durante muchos años. La sociedad, como he dicho, le tenía sin cuidado. No se sentía atado a ella. Ni, por cierto, a sus leyes. Había marchado, a pie y a caballo, a través de lo peor de nuestra Guerra Civil, invulnerable… a los cañones, a las balas y a las controversias. La masacre, en apariencia interminable, terminaba sobre su mesa, en la tienda de cirugía del hospital de campaña… como un único cuerpo… fascinante, sin solución de continuidad… maravillosamente roto y destrozado y agonizante… y necesitado de arreglos incesantes… Acaso haya pensado que, quienquiera fuese que lo había apoyado en la ciudad, lo protegería ahora y se cuidaría de que se lo restituyese a su trabajo… de manera que, aunque sus experimentos se hubiesen interrumpido… se reanudarían. Acaso no haya pensado nada de todo esto.

Pero lo diré ahora para ustedes… es inherente a la vileza el ausentarse, aun cuando se cuadre delante de uno. Uno cierra sobre ella y cierra sobre nada. El puño se estrella contra el espejo. ¿Quién le devuelve a uno la mirada? Acaso ya estén enterados de la elusiva condición de mis villanos. Ésta es una historia de hombres invisibles, de hombres muertos o de hombres vivos, pero indeterminados… de hombres furtivos, parapetados tras los gruesos muros de piedra arenisca de Nueva York, en un reino de su propia creación… No los han visto, salvo en sombras; ni han oído su habla, salvo en voces ajenas… Han estado escondidos en mi idioma… hombres que no son sino nombres en los periódicos… hombres poderosos, ausentes.

Recuerdo que, cuando nos alejábamos del edificio de la cabecera del embalse del Croton, yo fui el único que volvió la vista atrás y miró a través de la ventanilla ovalada de la berlina… chorreante de lluvia… para obtener una última imagen de aquel monumento industrial horrible… tan utilitario y que, sin embargo, contenía un ático adecuado a una conciencia voluptuosa. Se había dejado una guardia de unos pocos policías. Convertimos nuestra partida, torpe y empapada, en un desfile: uno de los coches celulares, detrás de nosotros, ocupado por las venéreas enfermeras y por los demás miembros del personal de la estación; y el otro… convertido ahora en carroza fúnebre… En sus carruajes, los policías encabezaban y cerraban… una procesión en nombre del crimen y el castigo… aunque de Sartorius, sentado entre Donne y yo, se habría dicho que estaba conversando con amigos y admiradores durante una cena de honor.

—Cuando el joven Pemberton llegó por primera vez a mis laboratorios, estaba escandalizado… ya porque yo había mantenido a su padre en vida, ya porque no lo había mantenido con la vida suficiente; me fue imposible determinarlo. En cualquier caso, su moralismo lo cegaba. Pero, al cabo de un tiempo, empezó a entender. No había integridad en las vidas de mis pacientes, ellos mismos se habían encomendado a mí para que los usara. Si algo los distingue es tan sólo el que me hayan probado la naturaleza terriblemente membranosa de la mente: qué fácilmente se la puede herir con una droga, con un haz de luz, con cierto grado de calor o de frío… No aceptaron, como comprenderán, entregarse a mis cuidados en condiciones uniformes. Las enfermedades variaban, también las edades y los pronósticos. Pero todas eran mortales. Y sin embargo, logré adaptarlos a un cierto estadio de la existencia que podía intensificar o moderar con mis tratamientos, como la llama de una lámpara de gas se aviva o se ahoga con un giro de la muñeca. Sólo alcancé esta etapa primitiva en la que podía mantenerles la función biomotriz; esto es, que no dejaran de respirar, hasta el punto de que no los reforzaba con energías de sostén. Está claro que esto no era lo que habían soñado para sí mismos. Pero, como contrapartida, mientras estuviesen en ese estado tenían todo el tiempo del mundo por delante, ¿verdad? Todo el tiempo del mundo…

—No encontramos a Augustus Pemberton —dijo Donne.

—Conjeturo que el señor Simmons lo habrá sacado de allí… cuando se hizo evidente que… el experimento no continuaría. Aparte de mis terapias vitalizantes —dijo, con una voz que sorprendía por lo infantil— lo interesante de verdad es la comprobación de las grandes pérdidas que es capaz de soportar la vida humana sin transformarse en muerte: la individualidad del carácter, el habla, la voluntad. Uno lo aprende por primera vez como cirujano, cuando se entera de todo lo que es posible cercenar. No descarto que el trato cotidiano con los mecanismos del cuerpo humano engendre cinismo. Pero más que eso, limpia de sentimientos nobles al científico nato, de piedades que no nos enseñan nada. Las viejas categorías, las viejas palabras para lo que es, a fin de cuentas, una criatura de físico bastante modesto, aunque soberbia.

Iba sentado codo a codo con Sartorius… y sentí su propia modestia física a través de la tela de mi abrigo.

—Entonces, ¿está vivo?

—¿Quién?

—El señor Pemberton.

—En este momento no puedo asegurarle si está vivo o no… Sin tratamiento, su tiempo está contado. Su preocupación me hace gracia.

—¿Qué importancia tiene, después de todo? —le dije a Donne.

—Cualquiera fuera el estado de sus existencias —replicó Sartorius que, al parecer, me había malinterpretado— era difícil que fuesen más patéticos que la gente que se encontrarán paseando por Broadway o de compras en Washington Market… todos ellos dominados por costumbres tribales y una estructura de fantasías a la que llaman civilización… La civilización no fortifica la corteza cerebral, ni altera nuestra sujeción al momento, al momento que carece de memoria… La persona que se hace vieja, no tiene pasado a los ojos de los demás… El soldado valiente un día en el campo de batalla es, al siguiente, el pordiosero mutilado en una esquina, de quien desviamos la vista.

»Vivimos esclavos del momento de acuerdo con ciclos de luz y oscuridad, de semanas y meses. Nuestros cuerpos tienen mareas que fluyen con impulsos eléctricos cuyo magnetismo es mensurable. Sería posible que viviésemos tensados, como los cables de nuestro telégrafo, en campos de ondas electromagnéticas de todas clases y frecuencias, ondas visibles y ondas invisibles, y que lo que sentimos como vida, la animación, no fuese sino la variación periódica de las vibraciones que pasan a través de nosotros… A veces me cuesta aceptar que estas inquisiciones imperiosas de la verdad no impulsen a todos… por qué yo y unos pocos más somos la excepción a una multitud de hombres tan contentos con sus limitaciones epistemológicas que hasta algunos de ellos logran convertirlas en poesía.

Y así fue que desanduvimos nuestro camino bajo la lluvia, de vuelta a la ciudad.