Dos

Esto habrá sucedido en algún momento del mes de abril de 1871. Después, vi a Martin Pemberton una vez más y luego se evaporó. Antes de su desaparición, informó al menos a otras dos personas de que Augustus Pemberton seguía vivo: Emily Tisdale y Charles Grimshaw, el párroco de Saint James que había hecho el encomio fúnebre del viejo. Por supuesto, yo todavía no lo sabía. La señorita Tisdale era la prometida de Martin, aunque me parecía inverosímil que estuviera dispuesto a abandonar las tormentas desordenadas de su alma por el buen puerto del matrimonio. No me equivocaba demasiado: era obvio que Martin y la señorita Tisdale pasaban por un período de dificultades y que el compromiso, si así se lo podía llamar, era por demás dudoso.

En cierta medida, tanto ella como el doctor Grimshaw conjeturaron, tal como lo hice yo, que Martin no había lanzado aquella afirmación para que se la tomara al pie de la letra. La señorita Tisdale estaba tan acostumbrada a sus exageraciones que se limitó a añadir este precedente alarmante a los demás miedos que albergaba por el futuro de aquel vínculo. Grimshaw iba un poco más lejos y estimaba que la cordura de Martin estaba en peligro. Yo pensaba, por el contrario, que Augustus Pemberton no había sido sino un hombre representativo. Si pueden imaginarse cómo era la vida en nuestra ciudad… Los Augustus Pembertons que había entre nosotros estaban sostenidos por toda una cultura.

Ahora, hemos entrado en el reino de la vida pública… el más barato y vulgar de los reinos, el reino de las noticias de prensa. Mi reino.

Les recuerdo que William Marcy Tweed dominaba la ciudad como nadie lo había hecho antes. Era el mesías de los políticos municipales, el no va más de la democracia tal como ellos la concebían. Tenía sus propios jueces en las cortes estatales; su propio alcalde, Oakey Hall, en el City Hall y hasta su propio gobernador, en Albany. Tenía un abogado llamado Sweeny, que ejercía de chambelán de la ciudad y controlaba a los jueces, y también lo tenía a Dick Connolly como fiscal de tasas, para que manipulara los libros. Éste era el Ring. Además, acaso otras diez mil personas dependían de la largueza de Tweed. Les daba trabajo a los inmigrantes y, a su turno, los inmigrantes llenaban las urnas en provecho de él.

Tweed formaba parte de los consejos de los bancos; tenía intereses en la planta de gas, en una compañía de ómnibus y en otra de tranvías; era dueño de las prensas que imprimían las comunicaciones municipales y de la cantera que suministraba el mármol de los edificios públicos.

Quien hiciera negocios con la ciudad —cada contratista, cada carpintero, cada deshollinador, cada proveedor, cada fabricante— debía entregar entre el quince y el cincuenta por ciento del precio de sus servicios al Ring. Quienes quisieran un trabajo, desde el portero de escuela hasta el comisario de policía, debían pagar por adelantado una cuota de admisión y luego, de por vida, entregar un porcentaje de sus salarios a Boss Tweed.

Sé lo que piensan los de la nueva generación. Tienen sus coches, sus teléfonos, sus luces eléctricas… y cuando juzgan a Boss Tweed lo hacen con simpatía, como un fraude maravilloso, como un pillo legendario de la vieja Nueva York. Pero lo que él llevó a cabo fue homicida en el estricto sentido moderno del término. Abiertamente homicida. ¿Pueden entender su inmenso poder, el miedo que inspiraba? ¿Pueden imaginar lo que significa vivir en una ciudad de ladrones, estridente en el disimulo, en una ciudad asolada, en una sociedad sólo nominal? ¿Qué pensaría Martin Pemberton niño cuando, sorbo a sorbo, aprendía los orígenes de la riqueza de su padre, excepto que su padre había sido engendrado por el plano mismo de la ciudad? Cuando andaba por ahí diciendo que su padre, Augustus, seguía vivo, no quería significar otra cosa. Quería decir que lo había visto a bordo de un coche del transporte público, en Broadway. Porque caí en el malentendido, encontré una verdad mayor, aunque no me daría cuenta de ello hasta que todo hubiese acabado. Fue uno de esos momentos intuitivos de revelación que quedan suspendidos en nuestra conciencia, hasta que volvemos a ellos munidos de las herramientas ordinarias del conocimiento.

Todo esto es una digresión, supongo. Pero es importante que sepan quién cuenta la historia. Pasé mi vida en los periódicos, que son las fábricas de la historia colectiva de todos nosotros. Conocí a Boss Tweed personalmente, lo vigilé durante años. Despedí a más de un redactor a quien había sobornado. A los que no podía corromper, los intimidaba. Todos sabían lo que se traía entre manos, pero nadie podía tocarlo. Cuando entraba en un restaurante con su séquito, se podía sentir su fuerza, literalmente… como una compresión del aire. Era un cabrón corpulento y sanguíneo que pesaba unos ciento treinta kilos. Calvo y de barba rojiza, tenía un atractivo brillo malicioso en sus ojos azules. Pagaba las copas y pagaba las cenas. Pero, en los raros momentos en que no había una mano que estrechar o un brindis que celebrar, su mirada caía muerta y aparecía la ferocidad de su alma.

Tienen derecho a creer que viven en los tiempos modernos, aquí y ahora, pero ésta es la ilusión necesaria a cada época. Nosotros no actuábamos como si fuéramos un antecedente de tiempos venideros. No había nada singular ni pintoresco en nosotros. Les aseguro que Nueva York después de la guerra era más creativa, más deletérea, más original de lo que es hoy. Nuestras rotativas sacaban a la calle quince, veinte mil periódicos al precio de uno o dos centavos. Enormes máquinas de vapor daban energía a los molinos y a las fábricas. Las calles se alumbraban por las noches con farolas de gas. Llevábamos tres cuartos de siglo en la Revolución Industrial.

Como nación, nos entregábamos al exceso. Exceso en todo: en el placer, en la ostentación, en el afán interminable, en la muerte. Los niños vagabundos dormían en las calles. La de trapero era una profesión. Una clase notoriamente satisfecha, cuya riqueza era tan nueva como débil su intelecto, destellaba sobre un fondo de miseria generalizada. Fuera, en los límites de la ciudad, a lo largo del río Hudson, o en Washington Heights, o en las islas del East River, detrás de muros de piedra y de altas cercas, se erguían nuestras instituciones de caridad: los orfanatos, las casas de locos, los asilos de pobres, las escuelas de sordomudos y las misiones para magdalenas. Formaban una especie de Ringstrasse alrededor de nuestra civilización venerable.

Walt Whitman era, entre otras cosas, el bardo de la ciudad y no era del todo desconocido. Andaba por ahí vestido como un marinero, con un gabán y una gorra tejida. Era un celebrante, un hacedor de ditirambos y, en mi opinión, un poco tonto, a juzgar por las cosas que eligió como objeto de su canto. Pero tiene estos versos confesionales sobre su ciudad, menos poéticos que de habitual, como si se hubiese detenido a tomar aliento antes de comenzar el siguiente encomio.

Somehow I have been stunned. Stand back!

Give me a little time beyond my cuffed head

and slumbers and dreams and gaping…[1]

La Guerra de Secesión nos hizo ricos. Cuando terminó, no había nada que detuviera el progreso… ni ideas clásicas en ruinas, ni supersticiones que retardaran el ardor civil y republicano. No había mucho por destruir o transtornar, como sí lo había en las culturas europeas de ciudades romanas y cofradías medievales. Se demolieron unas pocas granjas holandesas, los pueblos se unieron a las ciudades, las ciudades se dividieron en distritos electorales y, de pronto, bloques y aparejos construían las mansiones de mármol y granito de la Quinta avenida y policías fornidos vadeaban el tráfico atascado de Broadway a golpe de grupa, mientras desenganchaban las ruedas de los carruajes y maldecían el desconsiderado embrollo producido por los coches, los ómnibus, los carros, los carrocines, que eran nuestros medios de transporte durante el afanoso día.

Durante años, nuestros edificios más altos fueron las torres de incendio. Había fuegos todo el rato; quemábamos por hábito. Las centrales de bomberos telegrafiaban las indicaciones del lugar y los voluntarios acudían al galope. Cuando salía el sol, todo era color azul: la luz de nuestros días era una suspensión de azul. Por la noche, los cañones llameantes de las chimeneas de las fundiciones, instaladas a lo largo del río, derramaban sus antorchas sobre los muelles y los cobertizos como si se tratase de simiente. Locomotoras cenicientas atravesaban las calles. Con carbón funcionaban los barcos y los ferries. Con carbón se encendían las cocinas y las estufas de nuestras casas y, en las mañanas serenas de invierno, fumaradas negras se elevaban desde las chimeneas con las formas trémulas de los ciudadanos de una necrópolis.

Era la vieja ciudad que, con naturalidad, se disponía a crecer: las viejas tabernas, los tugurios, las cuadras, las cervecerías, los auditorios. La vida vieja, el pasado. Y era acerbo el aire que respirábamos: nos levantábamos por la mañana y abríamos las ventanas de par en par, inhalábamos nuestra ración del sulfuroso elemento y nuestra sangre hervía de agitada ambición. Casi un millón de personas llamaba a Nueva York su hogar, cada cual atendiendo a sus propias necesidades en un ambiente de alegre depravación. En ningún otro lugar del mundo había una, aceleración de energías comparable. Una mansión aparecía en medio del campo. Al día siguiente, se encontraba en medio de una calle urbana a la que atravesaban coches y caballos.