Veinte
Los hombres habían desviado sus fortunas a favor de Sartorius… habían traicionado a sus familias. Los políticos conspiraban en su nombre. El oportunista de Simmons había dejado su empleo con Augustus Pemberton para ponerse a su servicio. Él había convertido a estos seres mundanos, a estos… realistas, en acólitos. Era un hombre sagrado: emplazaba a creer. De hecho, era una inteligencia extraordinaria, una de esas inteligencias cuyo aplomo brillante hace que el mundo simule existir en función del compromiso que ellas tengan con él. A mí me gustaba pensar que habíamos desbaratado su iniciativa peregrina… aunque acaso no fuese suficiente compensación para Sarah Pemberton y los demás deudos de la… hermandad funeraria… al menos, por el momento, no podía operar como de habitual. Pero ¿qué había detrás de todo aquello… que nosotros desconocíamos?
No sé si soy capaz de retratar la influencia de una mente excesiva… Era como si este hombre, a quien nunca había visto, diese carácter a la habitación en la que Martin yacía. Tomaba la forma de todas las cosas: la cama de hierro pintado, las sillas de madera, las paredes de yeso blanqueado y el listón de caucho que las protegía de los golpes de los respaldos de las sillas… Que estuviésemos allí era su voluntad. La expresión del rostro sereno y meditativo que miraba al techo desde la almohada era su obra.
No tener mi periódico era la miseria más absoluta… leerlo cada día a sabiendas de que ya no era mío. Hacía lo que yo no habría hecho; decía lo que yo no habría dicho. Se parecía demasiado a Sartorius. Él era la medida de mi destitución.
Como se figuran, aún no lo había visto por entonces, pero guardo su imagen en mi recuerdo y se la asignaré aquí y ahora, saltándome la cronología de los hechos… con el objeto de suscitar la intensidad que lo distinguía… como si fuésemos capaces de inferir a aquel hombre a partir del desastre que había traído consigo.
De estampa imperiosa, no era alto aunque militar en el porte… esbelto y atildado, con el sosiego que otorga el perfecto dominio de sí mismo… vestido con la levita de rigor, armada de unas hombreras discretas; los botones del chaleco, forrados y una traba en la corbata de nudo flojo. La impresión general era de pulcritud y reserva. El pelo, tupido y negro, muy corto. Las mejillas y el labio superior afeitados con esmero, pero unas patillas le enmarcaban los maxilares y continuaban por debajo del mentón en una sobarba que le envolvía la garganta, como una bufanda de lana que asomase por el cuello de la camisa. Los ojos negros, implacables, de una opacidad que causaba asombro, destilaban una especie de desolación… una impersonalidad áspera que me recordaba a Sherman, a William Tecumseh Sherman. La frente, ancha y armoniosa, algo combada; la nariz, estrecha y recta; la boca, de labios finos, era la de un abstemio. Lo animaré con un gesto: alza un reloj de cadena, le echa un vistazo y lo deja deslizarse de vuelta al interior del bolsillo de su chaleco.
Cuando Martin estuvo lo bastante recuperado como para dejar el hospital, nuestros ánimos revivieron. Estaba débil y necesitaba ayuda para caminar, pero había comenzado a reconocer su entorno… y respondía a nuestras preguntas con un leve movimiento de cabeza o una palabra apagada, apenas audible. Su retorno a la conciencia por etapas fue gradual y natural, y se le iluminaron los ojos por primera vez cuando se volvió a mirar a Emily, que estaba sentada a su lado. Pero todavía no hablaba. Donne, con gentileza, trató de hacerle algunas preguntas cruciales, pero Martin no podía o no quería responder.
Se decidió que pasaría su convalecencia en casa de los Tisdale. La propuesta, que era de Emily, tuvo el consentimiento de su padre que, aunque cauto, era un buen cristiano y el apoyo de Sarah Pemberton. Sarah no podía ofrecer una casa que no era suya. Hacía largo tiempo que el cuarto de Martin había sido ocupado por otro inquilino y las habitaciones oscuras en las que yo vivía entonces, en un tercer piso de Bleeker Street, eran sin duda tan inconducentes a su recuperación como lo habría sido el estudio de Harry Wheelwright.
Durante aquellas primeras tardes de octubre, cálidas y fragantes, Martin se sentaba al aire libre en una tumbona, las piernas cubiertas por una manta escocesa. Desde la terraza de Lafayette Place, podía dominar el parque privado de su infancia. Yo nunca había visto a Emily tan feliz. Iba y venía y se agitaba y servía el té y hacía todo lo que estuviera a su alcance para sanar aquel espíritu… o para indicar su devoto deseo de que el amor que sentía fuese capaz de sanarlo. Los árboles empezaban a perder las hojas; una por una, flotaban en la brisa y hacían puerto en la balaustrada de piedra como botes en un muelle. Al igual que Edmund Donne, yo iba a verlo casi cada día. Una vez, discutíamos sobre Sartorius. Sólo por el gusto de la refutación, argüí acerca de la posibilidad de su eventual fuga, equiparándolo a Eustace Simmons. Que acaso hubiesen conseguido un barco para ambos y se hubiesen marchado, ellos y sus lastres, a… ¿dónde era que Donne había sugerido? ¿A Portugal?
—No —dijo Donne—. Él está aquí. Nunca huiría. No tiene el alma criminal de Simmons.
—¿Que no la tiene? ¿Qué tiene, entonces?
Me había dado cuenta de la efervescencia que la conversación le causaba a Martin. Segundos antes de que hablara, se me ocurrió que estaba de acuerdo con Donne… por la mirada que le había echado o, quizá, por la configuración de los músculos faciales en el instante en que la boca se dispone a pronunciar su asentimiento.
—El doctor no es un inmoral —dijo. Ambos nos volvimos a mirarlo. Observaba a un pájaro pequeño que había saltado sobre la lata de té—. Nunca trató de justificarse conmigo. Ni mintió. Ni dio indicación alguna de que se sintiera… culpable.
Fue un momento de consternación… Pemberton estaba en posesión de todas sus facultades como si, durante todo aquel tiempo, hubiese esperado un tema de conversación que le interesara. De inmediato decidí que no debía darle importancia… en la creencia de que podría… ¿qué podría?… pues, asustarlo y hacer que regresara al estado de catatonia. Fue entonces cuando Sarah Pemberton salió a la terraza, acompañada por Noah, a quien había traído de vuelta del colegio, y Martin los reconoció a ambos y extendió los brazos para recibir al niño… Estábamos, todos sin excepción, estupefactos. Sarah Pemberton exhaló un suspiro. Llamó a Emily, para que viniese ya. Estaba subyugada… Se quedó donde Martin no pudiera verla y lloró y se volvió hacia Donne y se cubrió el rostro con las manos mientras él la abrazaba. Martin, entretanto, interrogaba a Noah sobre sus clases…
Y así fue que aquel día empezamos a oír la historia… toda ella, desde la primera visión del coche blanco del transporte municipal. ¿Cómo fue? Pienso que yo tenía in mente a un héroe de la guerra. Sí, escuchábamos a Martin como quien escucha al que ha regresado del frente. No nos sentíamos inclinados a la crítica. Éstos eran sus relatos de guerra, contados para nuestro asombro. Pero debo admitir que mi euforia fue pasajera. Enseguida me sobrevino la sospecha de que su recuperación no era completa. Cuando se refería a Sartorius, hablaba de él sin el menor rastro de ira o de amargura. Lo peor, hablaba desde una suerte de disolución pacífica o desde el apaciguamiento… de la intensidad de todas sus emociones. No era capaz de distinguir cuánto de esto era atribuible a la prueba por la que había pasado su organismo. Pero su naturaleza había cambiado… la impaciencia característica… la atormentada visión del mundo… todo eso había sido sosegado, depurado. De una manera tácita estaba… agradecido. Nos estaba agradecido a todos. ¡Era comprensivo! Que Dios me perdone… pero sólo pude razonar que esto comportaba su ruina como escritor.