Uno

Nadie tomaba al pie de la letra lo que Martin Pemberton decía; era demasiado melodramático y atormentado para hablar con claridad. Atraía a las mujeres gracias a esta condición; lo creían algo así como un poeta, aunque en realidad no era sino un crítico, un crítico de su vida y de su época. Por eso, cuando empezó a murmurar por ahí que su padre seguía vivo quienes lo oímos, y recordábamos a su padre, entendimos que hablaba de la persistencia del mal en general.

En aquellos días el Telegram dependía, en gran medida, del trabajo de periodistas independientes. Siempre había sido hábil para distinguir a un buen colaborador y tenía un puñado de ellos a mi disposición. Martin Pemberton era, de lejos, el mejor, aunque jamás se lo habría dicho. Lo trataba como a todos los demás. Porque se esperaba de mí, era zumbón; porque me citaran en las tabernas, era gracioso y, porque estaba en mi naturaleza, era bastante imparcial… aunque también tenía un gran interés por el idioma y quería que cada uno de ellos escribiera para mi aprobación… aprobación que, si alguna vez llegaba, sonaba mordaz.

Desde luego, nada de todo esto daba resultados con Martin Pemberton. Era un joven melancólico y atolondrado y no cabía duda de que tenía a sus propios pensamientos por mejor compañía que la gente. Ante el menor de los estímulos, abría y cerraba sus ojos grises espasmódicamente. Arqueaba las cejas y luego las contraía en un gesto ceñudo y, por unos instantes, se habría dicho que en lugar de mirar el mundo lo estaba perforando. Adolecía de un exceso de lucidez: parecía estar tanto más allá, en ciertos aspectos, que inmediatamente uno se sentía desfallecer en su presencia y experimentaba su propia vacuidad e impostura. La mayoría de los periodistas independientes son criaturas nerviosas y pusilánimes… llevan una existencia tan insignificante, después de todo… pero Martin era arrogante: sabía que escribía muy bien y jamás condescendió a mi juicio. Sólo eso habría bastado para que sobresaliese.

Era menudo, le empezaba a ralear el pelo y su rostro de facciones huesudas estaba siempre bien afeitado. Recorría la ciudad a zancadas, con el paso un poco rígido de alguien de mayor estatura. Solía bajar por Broadway, con su sobretodo del ejército de la Unión desabrochado, lo cual hacía que flameara a sus espaldas como una capa. Martin pertenecía a esa generación de la posguerra que veía corrosivas piezas de arte o de moda en el material militar. Él y sus amigos eran pequeños enclaves de ironía en la sociedad. Una vez me dijo que la guerra no había sido entre la Unión y los Rebeldes sino entre dos estados confederados y, por lo tanto, una de las dos confederaciones debía ganar. Soy un hombre incapaz de concebir a nadie más que Abe Lincoln como presidente, así que pueden imaginarse cómo me cayó un comentario de ese tenor. Sin embargo, me intrigaba la visión del mundo que escondía. Yo mismo no era exactamente complaciente con nuestra moderna civilización industrial.

El mejor amigo de Martin era un artista: un joven corpulento y robusto llamado Harry Wheelwright. Cuando no importunaba a las viudas ricas para que le encargasen un retrato, Wheelwright dibujaba a los veteranos de guerra que encontraba en las calles… con la atención centrada en sus deformaciones. Yo juzgaba sus dibujos como el equivalente de las indiscretas pero inspiradas recensiones y críticas culturales de Martin. Y, como viejo lobo de prensa, aguzaba las orejas. El alma de la ciudad fue siempre mi tema y era un alma turbulenta, que se agitaba y retorcía sobre sí misma, que se daba nuevas formas, que se recogía para luego abrirse nuevamente como una nube alcanzada por el viento. Estos jóvenes pertenecían a una generación recelosa, sin ilusiones… revolucionarios, si se quiere… aunque quizá demasiado vulnerables como para conseguir algo. La desafiante sujeción de Martin a su propia época era obvia… pero no se sabía hasta cuándo sería capaz de soportarla.

No solía interesarme por los antecedentes de mis colaboradores. Pero, en este caso, era imposible desconocerlos. Martin provenía de la opulencia. Su padre era el difunto y archiconocido Augustus Pemberton, que había hecho lo necesario para avergonzar y mortificar a su descendencia durante generaciones pues, como proveedor del ejército del Norte, había amasado una fortuna durante la guerra con botas que se caían a pedazos, mantas que se disolvían en la lluvia, carpas que se desgarraban en las abrazaderas y telas de uniforme que desteñían. A todo esto le habíamos puesto el nombre de «baratijas». Pero las baratijas no eran el peor de los pecados del viejo Pemberton. Lo más significativo de su fortuna venía del flete de barcos negreros. Pensarán que el tráfico de esclavos estaba confinado a los puertos sureños, pero Augustus Pemberton lo hacía desde Nueva York… aún después de que hubiese estallado la guerra, tan tarde como en 1862. Se había asociado con unos portugueses, pues los portugueses eran los especialistas del tráfico. Fletaban los barcos a África desde aquí mismo, desde Fulton Street, y los traían de vuelta a través del océano con destino a Cuba, donde vendían la carga a las plantaciones de azúcar. Los barcos se echaban a pique, a causa del persistente hedor que se negaba a desaparecer. Pero las ganancias eran tan pingües que podían comprar uno nuevo. Y después, otro más.

Pues bien, éste era el padre de Martin. Entenderán porqué un hijo pudo elegir, como penitencia, la existencia desvalida del periodista independiente. Martin había estado al corriente de las actividades del viejo y, a temprana edad, se las arregló para que lo desheredara… la manera en que lo logró, la explicaré más adelante. Ahora señalaré que, para fletar barcos negreros desde Nueva York, Augustus Pemberton tenía que haberse metido en el bolsillo a los guardias del puerto. Las bodegas de un barco negrero estaban hechas para hacinar la mayor cantidad posible de seres humanos, a duras penas se estaba de pie… era imposible hacerse a bordo de un barco negrero y no darse por enterado. Por eso, no sorprendió a nadie que, cuando Augustus Pemberton murió después de una larga enfermedad, en 1869, y fue sepultado en la iglesia episcopal de Saint James, en Laight Street, los dignatarios más importantes de la ciudad se hicieran ver durante las exequias, capitaneados por el mismísimo Boss Tweed y los miembros del Ring —el fiscal de tasas y el alcalde— acompañados por varios jueces y una docena de ladrones de Wall Street… tampoco sorprendió a nadie que fuera honrado con importantes obituarios en todos los periódicos, incluido el Telegram. ¡Ay de mi Manhattan! Las grandes estelas de piedra del puente de Brooklyn comenzaban a alzarse en ambas márgenes del río. Barcazas, paquebotes y buques de carga tomaban puerto a todas horas del día. Los muelles crujían bajo el peso de los cajones, de los barriles y de las balas que contenían todos los bienes de este mundo. Podría jurar que, desde cualquier esquina, me era audible la canción del telégrafo que viajaba por los cables. Hacia el fin del día mercantil, en la Bolsa, el jaleo de los teletipos llenaba el aire como si fuesen los grillos de un crepúsculo estival. Era la posguerra. Allí donde no encuentren a la humanidad encadenada a la Historia, están en el Paraíso, en el Paraíso inconsecuente.

No me pretendo un profeta, pero recuerdo lo que sentí algunos años antes, cuando murió el presidente Lincoln. Tendrán que hacerme confianza cuando les digo que esto, como todo lo demás que les cuento, es fundamental para el relato. Marcharon con su catafalco por Broadway hasta el depósito del ferrocarril y, por semanas y semanas, los restos de la muselina fúnebre aleteó hecha jirones en las ventanas de las casas que estaban en la ruta del cortejo. La tintura negra cubría los frentes de los edificios, la tintura negra manchaba las marquesinas de las tiendas, de los restaurantes. La ciudad estaba perversamente quieta. No éramos nosotros mismos. Los veteranos que pedían limosnas delante de las grandes tiendas A. T. Stewart vieron una lluvia de monedas descargada en sus latas.

Pero yo conocía mi ciudad, y esperé que pasara lo que tenía que pasar. Después de todo, no había voces moduladas. Las palabras se gritaban, salían volando como perdigones desde los dos cilindros de las rotativas. Había cubierto los disturbios cuando el precio del barril de harina subió de siete dólares a veinte. Seguí a las bandas armadas de asesinos, que combatieron con el ejército en las calles y prendieron fuego al orfanato de niños negros, después de que se ordenara la conscripción de soldados. Había visto motines de conspiradores y sublevaciones de policías y estaba en la Octava avenida cuando los irlandeses católicos atacaron a sus compatriotas protestantes mientras éstos desfilaban. Soy un defensor de la democracia, pero les digo que, en esta ciudad, he vivido épocas que me hicieron anhelar la paz sofocante de los reyes… esa ecuanimidad que tiene su origen en la genuflexión reverencial ante la luz cegadora de la autoridad real.

Por todo esto, supe que algún propósito dominante se encubría en la muerte del señor Lincoln, pero ¿qué era? Alguna desalmada ecuación social debía abrirse paso desde la tumba de aquel hombre, para erguirse otra vez. Pero no me anticipé… llegaría una tarde húmeda y lluviosa de la mano de mi joven colaborador que, de pie en mi despacho, los hombros cubiertos por aquel sobretodo de la Unión que parecía más pesado que una capa de musgo, esperaba que yo leyera su artículo. No sé por qué siempre parecía llover cuando Martin andaba cerca. Pero aquel día… aquel día estaba hecho un desastre. Los pantalones, desgarrados y embadurnados; el rostro pálido, arañado y con cardenales. La tinta de su original se había desdibujado; en las páginas había manchas de barro y la portada estaba cruzada por la impronta de una mano, que parecía hecha con algo así como sangre. Pero era otra recensión desdeñosa, escrita con brillo, y demasiado buena para los lectores del Telegram.

—A algún pobre diablo le llevó un año de su vida escribir esto —le dije.

—Y yo perdí un día de la mía leyéndolo.

—Deberíamos decirlo en una entrevista complementaria. La intelligentsia de esta gran ciudad le estará agradecida por haberle ahorrado la lectura de otra novela de Pierce Graham.

—No hay intelligentsia en esta ciudad —dijo Martin Pemberton—. Es una ciudad de clérigos y periodistas.

Avanzó hasta detrás de mi escritorio y miró por la ventana. Mi despacho daba al Printing House Square. La lluvia bajaba como una riada sobre el cristal y hacía que todo lo que había afuera, los cardúmenes de paraguas, los carruajes, los coches infatigables del transporte público, pareciese moverse bajo agua.

—Si quiere una reseña favorable, ¿por qué no me entrega algo decente que leer? —agregó Martin—. Déme algo para la columna de opinión. Le aseguro que mostraré mi aprecio.

—Eso no me lo creo. Usted odia todo. La grandeza de sus opiniones es inversamente proporcional al estado de su guardarropas. Cuénteme qué ha pasado, Pemberton. ¿Se cayó bajo un tren? ¿O no debería preguntar?

Obtuve el silencio por toda respuesta. Después, Martin Pemberton dijo, con su voz atildada:

—Está vivo.

—¿Quién está vivo?

—Mi padre, Augustus Pemberton. Está vivo. Vive.

Arranqué esta escena de la corriente de momentos críticos que forman la jornada en un periódico. Unos segundos más tarde, Martin Pemberton se había marchado con un albarán en la mano; su original estaba en la bandeja que lo llevaría a la sala de composición y yo me encargaba de cerrar la edición. No me culpo. La suya había sido una respuesta oblicua a mi pregunta… como si cualquier cosa que hubiese sucedido sólo cobrara sentido paira él en la medida en que evocara un juicio moral. Interpreté lo que había dicho como una metáfora, una forma poética de caracterizar la ciudad miserable que ninguno de los dos amaba, pero que ninguno de los dos podía abandonar.