Veintiuno
—Sabía que el camino que llevaba a mi padre pasaba por Eustace Simmons —nos contó Martin—. Simmons había emergido de… la vida marítima. Anduve por West Street, merodeé por Battery, bajé por South Street… entré en cada bar de marineros, en cada taberna, en cada salón de baile del puerto de Nueva York… sin suerte. Luego pensé que, si mi padre estaba… ausente, Simmons se ocuparía de sus intereses en la ciudad. La situación lo elevaba… al rango más distinguido de los ladrones.
»Por encargo del Tatler, una noche tuve que ir a Astor House, a cubrir una cena que Boss Tweed y sus amigos ofrecían en honor del jefe de seguridad del Tammany Hall. Todos lucían el tigre emblemático en la solapa: la cabeza de oro de un tigre con ojos de rubíes… en relieve sobre esmalte azul. Una chica muy joven bailaba sobre una mesa, vestida con una bata transparente sujetada por un cinturón… y a sus pies, atento a cada movimiento con la agudeza de un perito, Eustace Simmons. No lo había visto en años, pero lo reconocí de inmediato. Un hombre cadavérico que, aunque bien vestido, daba la impresión de desaliño… se repantigaba en su butaca. La luz tenue ponía de manifiesto la vileza de su rostro: picado de viruelas, con ojeras renegridas, el pelo hirsuto y encanecido le cruzaba la cabeza de oreja a oreja y su aspecto general era, de alguna manera… sucio.
»Poco después, me senté a su lado, en la butaca contigua y me di cuenta de que me reconocía. Alguien hacía un discurso. Hubo risas y aplausos. Al oído, le dije que quería ver a mi padre. No se dio por enterado… pero al cabo de un momento prendió su cigarro, se puso en pie y abandonó el salón con paso negligente. Lo seguí, tal como él lo esperaba.
»Fue raro y al principio me repugnó, pero lo cierto es que lo respetaba porque no intentaba negar que mi padre estuviese vivo. Es rápido como la luz, este Simmons, y pienso que en cuanto me vio llegar ya sabía qué hacer.
»Recogió su sombrero y dejó Astor House conmigo prendido a sus talones. Su coche estaba a la vuelta de la esquina. Bajo la luz de gas del alumbrado, logré entrever al cochero; no puedo expresar… con exactitud lo que sentí al verlo… el mismo cochero que conducía el ómnibus blanco en el que viajaban mi padre y los demás ancianos. No quise subir al cabriolé. Simmons gritó el nombre de Wrangel y el cochero saltó del pescante y me cerró un brazo poderoso sobre el cuello de manera que apenas podía respirar… aunque eso no me evitó el hedor a cebolla de su aliento… en tanto, Simmons me dio un porrazo detrás de la oreja. Vi una luz blanca y repentina.
»No sé qué pasó después ni cuánto tiempo transcurrió. Tuve conciencia de que me movían y, más tarde, del movimiento que un tiro de caballos confiere a un carruaje… más tarde, del dolor de la luz del día… más tarde, de dos o tres caras pequeñas que parecían observarme con detenimiento. Eran niños. Era de día… traté de levantarme… no estaba atado pero no podía moverme. Pienso que, aparte de todo lo demás, me habrán drogado. No lograba mantenerme en pie. Me desmoroné y un niño gritó. Ahora estaba de cúbito supino, mirando el techo de listones de madera… de lo que reconocí como un ómnibus de la Compañía Municipal de Transporte, en el instante previo a la pérdida total de mi conciencia.
»Déjenme aclararles que Wrangel, el cochero, cuenta menos de lo que pueden imaginar en esta historia. Es fuerte, de aspecto amenazador, acentuado por esas pupilas sin color… y yo apenas si podía hablar después de que me acogotara con su abrazo… pero las apariencias engañan. Es como un caballo leal. Eso es: un alma fiel y estólida que no hace preguntas. Es un prusiano. Los crían para que sean así, a los alemanes, con sus padres estrictos y sus oficiales de calzas bermejas… que les enseñan obediencia, obediencia por encima de todo. Wrangel venera a Sartorius. Estuvo bajo su mando en el cuerpo médico. Su bien más preciado es la mención de honor que recibió su hospital de campaña, firmada por el presidente Lincoln. Un día me la mostró. Piensa que todo cuanto Simmons le pide es lo que Sartorius desea.
»En lo que se refiere al doctor, me resulta difícil describirlo para ustedes. No gasta sus energías en el desarrollo de una… personalidad sociable. Es callado, casi ascético en sus hábitos, cortés, nada inclinado a la lisonja. Quien, como él, carece de vanidad no puede ser seducido, ni halagado, ni insultado. Se preguntarán, al igual que yo, cómo es posible que alguien tan despreocupado, tan desinteresado en la figuración, en la búsqueda de ventajas… disponga… de los inmensos recursos necesarios para su obra. Pero no dispone de ellos: se limita a permitir que las cosas sucedan a su alrededor. Toma lo que le viene en mano, acepta lo que sus… devotos le imponen. Es como si… una frecuencia de energías históricas hallara en él un polo magnético, hecho que… a mi juicio, es lo único que lo vuelve visible.
»No me llevaron a su presencia hasta que hubieron pasado un par de días desde que recobrase la conciencia. No tenía idea, no la tengo hasta hoy, del sitio donde está aquello… La luz era… siempre… artificial. Nunca vi una ventana. Observado de cerca, y tercero en una secuencia que había empezado con Simmons y seguido con Wrangel, Sartorius se me apareció, con sus aires modestos, como el simple médico de cabecera de Augustus Pemberton, un sirviente, uno de esos médicos cuya práctica se limita a uno o dos pacientes ricos.
»Visto así, yo sentía que mi ira era de todo derecho. A fin de cuentas, era el hijo de Augustus, poseedor de todo el desdén de mi linaje. Fui vulgar y severo. Exigí saber si se me había maltratado por orden expresa de mi padre. “¡Es tan suyo interponer a otros! ¿Todavía se asusta ante la perspectiva de verme? ¿Todavía se asusta de responder a mis preguntas?”. Esto decía. Sartorius se mostraba sereno. Me preguntó, como si sólo tratase de satisfacer su propia curiosidad, cómo había llegado a saber que mi padre estaba vivo.
»“Lo he visto, señor. No se haga el fatuo conmigo. Lo he visto todo. He visto la sepultura de Woodlawn, en la que un niño descansa en su lugar”.
»No se acobardó sino todo lo contrario. Se inclinó hacia adelante y me miró a los ojos. Le conté cómo había llegado a Woodlawn y cómo había desenterrado el ataúd. Entonces, sentí la necesidad de contarle por qué había consumado aquel… acto desesperado y empecé con mi visión del ómnibus blanco, el día de la tormenta de nieve, en el arca de agua. No cabía del todo en mi entendimiento por qué la conversación había tomado ese curso y yo, de pronto… confiaba en aquel hombre. Sin embargo, así era… y me sentía aliviado.
»Entonces, Sartorius dijo: “Siempre existe la posibilidad de que se presenten nociones provocativas, desde luego, aunque… pienso que usted es una excepción a la mayoría de la gente… al permitir que sus quimeras regulen su conducta”. Había un tono de aprobación en sus palabras. “¿Cuál es su profesión, señor Pemberton?”.
»Que les quede claro, en ningún momento, ni entonces ni después, Sartorius tuvo la intención de negar nada, ni tampoco la de tergiversar las cosas. Jamás intentó justificarse conmigo. Mi aparición había provocado su interés, no su desasosiego. A veces, durante nuestra entrevista, me sentía un espécimen que se había deslizado hasta su campo de observación. Él es un científico. No cree que deba explicar sus actos. Carece de una conciencia que lo debilite… En una oportunidad, le pregunté por sus creencias religiosas. Su educación había sido luterana, pero no considera al cristianismo sino una invención poética. Ni siquiera se molesta en criticarlo, ni en rebajarlo, ni en desautorizarlo.
»Sartorius me dijo que, si deseaba ver a mi padre, podía. “Dudo de que encuentre en ello algún consuelo. Es imposible que se haya preparado para esto. Las percepciones de una inteligencia meramente moral, aun las del amor filial o las del odio, no serán suficientes. Supongo que no me concierne pero ¿qué le dirá a este… padre… al que creía muerto?”.
»Huelga decir que ésta era la pregunta cuya formulación jamás me había permitido. Debe de haber leído la desesperación en mi rostro. Porque, en verdad, ¿qué haría? ¿Lo abrazaría? ¿Celebraría su resurrección? ¿Lloraría de alegría al saberlo vivo? ¿O sólo deseaba decirle… que yo lo sabía? Que yo lo sabía… Y presentarle mis respetos porque había encontrado Un abismo humano de engaño y de traición que superaba lo inconcebible.
»¿Qué propósito me movía? Todos y ninguno. No sabía si caería de rodillas y le rogaría que arrancara de la indigencia a su mujer y su hijo… o si me arrojaría sobre él y le desgarraría la garganta por ser el progenitor de esta vida mía condenada a la contemplación perpetua de su deformidad.
»A manera de respuesta racional, le dije al doctor que siempre había creído que mi padre no era más que un canalla, un ladrón y un asesino. Pareció entenderme. Se puso en pie y me invitó a que lo siguiera.
»En mi ofuscación, iba dando tumbos. La atmósfera de sus laboratorios entró en la percepción de mi conciencia, aunque no veía que pasara nada en particular allí: dos o tres cuartos con las puertas abiertas y un desvaído olor químico en el aire. Toda la luz la daban los chorros de gas… Había vitrinas de instrumentos… vitrinas con mesadas de piedra y piletas de metal… máquinas cúbicas sobre ruedas de las que salían cables y engranajes y tuberías. Recuerdo una silla de madera, de proporciones cuadradas, con correas de cuero en los apoyabrazos y una abrazadera de hierro para la cabeza… Las paredes estaban tapizadas de un material velludo de color amarronado, terciopelo o pana. Todo aquello me impresionó como el amenazador mobiliario de la ciencia.
»Tenía una magnífica biblioteca este Sartorius. Después de que llegáramos a nuestra avenencia, me permitió usarla. Pasé muchas horas de solaz entretenido en el aprendizaje más profundo de lo que él sabía… en la lectura de lo que él leía. Era una idea descabellada, en realidad, tan sólo una especie de homenaje.
»Habla varias lenguas con fluidez… Los periódicos científicos y las tesinas se acumulan en pilas ahí donde las haya tirado. Me impuse como tarea darles algún orden. Libros y monografías llegaban en cajas de embalaje desde Francia, Londres y Alemania. Está al corriente de todo lo que sucede en las ciencias y en la medicina, pero es un lector impaciente que busca lo que no sabe, algo que lo sorprenda… una línea de investigación, una crítica. La suya no es la biblioteca de un coleccionista. No hay placer en sus lecturas. No tiene ningún respeto por los libros en sí, ni por las encuadernaciones, ni por nada de lo que los compone: los manipula con despreocupación. Lee a los filósofos, los historiadores, los botánicos, los biólogos y hasta a los novelistas sin que, en su opinión, las respectivas disciplinas se diferencien. En busca, siempre en busca de aquello que reconocería como verdadero y útil para sí mismo. Algo que lo llevara más allá de aquello que lo había confundido, fuera lo que fuese, más allá de ese escollo en su trabajo donde su propia inteligencia se había… detenido.
»A veces pienso que, en realidad, buscaba una alma gemela. Por cierto, no se rodeaba de personas que fuesen sus pares intelectuales. Vivía en soledad. Cuando recibía, por todo lo que sé, lo hacía bajo la fuerte presión de Eustace Simmons: los invitados solían ser políticos.
»Me guió hasta el ascensor, que nos elevó en una jaula de latón. Él mismo lo manejaba, pero no se daba aires. El piso superior era una serie de cuartos y suites donde residían los clientes: los principales, la hermandad, la asociación funeraria de los ancianos. Había zonas de recreo para ellos, y cuartos de tratamiento con mesas cuyas tapas estaban cubiertas de cuero, y cuartos para las mujeres que los atendían. Más tarde, cuando hubimos acordado los términos de mi cautiverio, tuve libertad de movimientos y llegué a entender y a distinguir lo que ahora les describo. Mi primera impresión se redujo a la de un corredor al que se abrían cuartos envueltos en sombras intensas cuya particularidad era la de estar vacíos. La decoración era sencilla, como la de un monasterio o una misión.
»Pero tan sólo cuando me llevaron hasta el último piso y vi, en toda la humedad de su gloriosa verdura… ¿qué? las comodidades que el doctor Sartorius tenía para… la plutocracia convertida en biología… supe que allí encontraría a mi padre. Quedé tan pasmado que me pregunto si desde entonces no estoy bajo el influjo de la maldición que pesa sobre aquellos que han posado los ojos sobre lo prohibido.
»Ésta era la sede del experimento, el corazón de las investigaciones, el invernáculo que Sartorius se había designado. Tenía el carácter de un gran jardín de invierno, con senderos de grava y macizos y bancos de hierro forjado. Lo encerraba una bóveda de cristal y acero de la que emanaba una luz glauca que se derramaba sobre todas las cosas. El invernáculo se había diseñado con la intención de crear una atmósfera de indulgente armonía y sosiego. El centro lo dominaba una especie de patio cubierto con pavimento de piedra arenisca y, a su alrededor, en terrazas a las que se accedía por un solo escalón, había otras plazoletas adornadas con mesas y sillas de filigrana. De unos inmensos vasos de arcilla brotaba una profusión de frondas y hojas que, decidí a primera vista, no eran autóctonas. Una especie de vapor tibio, o de condensación del aire, sibilaba al salir de unas portillas, o de unas válvulas, abiertas en el suelo que hacían aquel ambiente asfixiante de humedad. A través del suelo se sentían las vibraciones de la dínamo que lo hacía posible. La pieza central del patio de piedra arenisca era una bañera empotrada a ras del suelo, una piscina de agua color ocre sobre la que se cernía una bruma sulfurosa. Un anciano, aterradoramente marchito, tomaba un baño y dos mujeres lo atendían. No he mencionado aún las estatuas que, aquí y allá, unas sobre pedestales, otras lo bastante grandes como para sostenerse por sí solas, abundaban en temas eróticos, en cópulas heroicas, en desnudos de hombres y mujeres en éxtasis y que, a pesar de todo, eran notables por su falta de gracia, por la ausencia de cualquier idealización… tal como nosotros somos… la clase de obra que un artista no mostraría al público sino sólo a sus amigos.
»El efecto que causaba todo esto… era el de un baño romano, a condición de que Roma hubiese sido una civilización industrial. La luz glauca de la bóveda del invernáculo parecía cernirse, tamizarse, moverse, parecía latir. Poco a poco, tuve conciencia de una música. Al principio la experimenté como el pulso del aire… pero cuando me di cuenta de que era música, se apoderó de mí, aumentó de volumen y llenó aquella bóveda… Era como si hubiese dado el paso que me introducía en otro universo, en otra Creación… el anverso de un Edén. La fuente del sonido era un órgano mecánico que, como el de una iglesia, se alzaba contra una de las paredes más lejanas: una caja de música gigantesca cubierta de cristal que hacía surgir de los dientes de su lento disco giratorio los ritmos de una orquesta.
»Tuve una premonición de la verdad lamentable mientras buscaba a Augustus Pemberton entre los ancianos quietos y mimados que habitaban el lugar… estos ociosos y sus acompañantes que escuchaban en silencio, como la gente en los parques, ataviados con sus levitas negras, los sombreros apoyados sobre las mesas.
»Encontré a mi padre en un cenador verdeante, sentado en un banco… desplomado en esta glorieta placentera y neblinosa, en una especie de abatimiento vacuo, o de paciencia confiada e infinita que, como muy pronto comprendería, era inalterable… como lo era para los demás respetables que lo rodeaban en aquella residencia… a pesar de las terapias vivificadoras a que los sometían, por fuera y por dentro.
»Mi padre rústico… abrupto y poderoso en su egoísmo… estúpido, intransigente, con sus apetitos groseros y su gusto craso y su garbosa mendacidad… a quien traté de hablar y frente a quien lloré y por quien rogué porque hubiese sido restaurado en todas sus fuerzas… y no transformado en esta alma menguante que levantaba los ojos para mirarme, sin chispa de reconocimiento, ante el apremio del doctor Sartorius: “¿Augustus? ¿Sabes quién es? ¿No le dirás los buenos días a tu hijo?”.