Catorce
La historia, tal como Harry la había contado, era sin duda de las que disparan la venta de los periódicos y Donne supuso que me bullía la sangre. Cuando abandonamos el estudio del artista, sugirió que almorzáramos en una cervecería de los alrededores. Conocía a los de mi profesión: sabía que el periodista es un mamífero carnicero… que vuelve con la noticia en las fauces para depositarla a los pies de su editor. Y como los animales no tienen discernimiento ni pueden actuar contra su propia naturaleza, quería inculcarme la necesidad de moderación. No me ofendí. Después de todo, lo había hecho mi socio en esta empresa. En las asociaciones provechosas, se supone que cada uno salva al otro de sus peores instintos. No podía imaginar cuáles serían los suyos, pero confiaba en que los reconocería cuando aparecieran. Al mismo tiempo, quería asegurarme de nuestro mutuo entendimiento.
—¿Cómo hará la policía municipal para desenterrar un cuerpo sin que se entere toda la ciudad? —le pregunté.
—No puedo ordenar una exhumación sin permiso de la familia del difunto.
—De Sarah Pemberton, dirá.
—Sí. Y no puedo hacer esta petición a la señora Pemberton sobre la única base de las afirmaciones del señor Wheelwright.
—Yo le creo, mentiroso como es.
—Yo también le creo. Pero quisiera dirigirme a la viuda con algo más.
—¿Qué más?
—Ése es el meollo. Verá usted, tenemos que encontrar más cosas, corroboraciones. Estos asuntos se desarrollan así: uno necesita la evidencia de lo que ya sabe. Según Wheelwright, el niño estaba en un ataúd de tamaño normal, lo que sugiere… la intención de engaño. Pero no podemos fiarnos de lo que vio. Estaba borracho y la luz era deficiente. Todavía debemos asegurarnos de que el cementerio no cometió un error. Necesito ver el registro de inhumaciones de ese año. Que no haya sido una confusión de identidades… y dos cuerpos cuyos funerales debían celebrarse el mismo día se hayan colocado en las sepulturas equivocadas.
—Es muy poco probable.
—Paso a paso, señor McIlvaine, de manera sistemática. Con disciplina… empezando por lo menos probable. Necesito comprobar el certificado de defunción del señor Pemberton. Llevará la firma de un médico. Me gustaría tener la ocasión de hablar con ese médico…
Y también, en el Registro Mercantil, querremos repasar las escrituras y los contratos… a fin de saber en qué transacciones se comprometió el señor Pemberton durante el año, digamos, precedente a la fecha oficial de su muerte… y así siguiendo.
—¿Puede hacer todo esto sin que la jauría despierte?
—Creo que sí.
Hablábamos inclinados sobre la mesa, en voz baja; éramos dos conspiradores más.
—¡Hombre!, usted sabe de qué va el negocio de la prensa. Quiero su palabra… yo le he metido en esto… en el supuesto de que, usted protegería mis intereses.
—Entiendo —dijo, asintiendo con un movimiento de cabeza.
—Esto es una exclusiva. Es mía… no habría ninguna historia si yo no la hubiese descubierto.
—Así es.
—Y cuando se acerque el momento en que usted ya no pueda garantizarme que sea sólo mía… debe ponerme sobreaviso.
—De acuerdo.
Me bullía la sangre, pero también a Donne. Había una luz nueva en esos ojos afligidos y una mancha de color sobre esos pómulos ascéticos. La verdad del asunto es que yo estaba de acuerdo con su plan de investigación y que acaso haya protestado como lo hice porque así se esperaba de mí. Decía lo que él pensaba que diría un periodista. En la atenta compañía de Edmund Donne, de pronto uno deseaba ser como él suponía que uno era. ¿Acaso no era esto lo que le había ocurrido a Harry Wheelwright? Donne había dado por supuesto que él contaría lo que sabía, y así lo hizo.
A esta altura de los acontecimientos, yo creía que Wheelwright merecía mis disculpas. Entendía la arrogancia de esta generación de jóvenes… que se mantenían aparte, como si fuesen la segregada comunidad de los Cuerdos, con gente de su misma edad por únicos vecinos, gente que reconocían a primera vista, que caminaba por las mismas calles. Pero la conducta de Martin había sido un golpe fatal en el corazón de sus pretensiones: los había vuelto tan sospechosos como el resto de la humanidad.
Por eso, sentía benevolencia hacia el artista. Y también gratitud, aunque jamás se la expresaría. Su historia era abrumadora. Pero, si he de ser sincero y ustedes lo piensan con calma, la mejor manera de perder mi exclusiva era darla a conocer demasiado pronto… en emulación de la imprudencia del propio Martin. Como miembro de la profesión periodística, Martin sabía que podría haber aplicado los mismos métodos circunspectos que ahora defendía Donne. En cambio, se los había saltado todos a la torera y, desesperado y excesivo, había profanado la tumba en la noche. Si yo lo seguía, terminaría al borde de la sepultura… y conmigo, todos los reporteros de la ciudad.
No; Martin había extraído de su amigo el juramento del secreto y el secreto se mantendría intacto con nosotros: con Donne y conmigo. Me interesaba tanto mi colaborador como la historia… la historia codiciada en silencio… que, de escribirse, superaría al periodismo. La confesión de Harry era, entre otras cosas, la restitución de una pesquisa inspirada. Para mí fue, por usar las palabras de Donne, una corroboración. La evidencia de lo que ya sabía. Mi colaborador estaba vivo… tan sólo que ahora había desaparecido en aquella región donde la existencia de la gente… o su inexistencia era… indeterminada. Estaba allí junto con su padre… y con el factótum de su padre, Tace Simmons, y quizá también con el médico que supuestamente había tratado a Augustus durante su enfermedad fatal, ese médico espectral, el doctor Sartorius.
Ahora tenía la certeza de saber cuánto Martin Pemberton sabía en el momento de su desaparición. Me parecía que podía proseguir con mi propia pesquisa sin traicionar la grandeza de la suya. Por si acaso, no le había prometido a Donne que no lo haría. No había pasado más de un par de días desde nuestra visita al estudio de Wheelwright, cuando volví a mi trabajo en el Telegram y, de inmediato, envié un cable a nuestro corresponsal político en Albany; le solicitaba que, en alguna pausa tranquila —quizá cuando los reputados legisladores de Nueva York, exhaustos por los esfuerzos a favor de algún proyecto de ley del señor Tweed, se tomaran un descanso recreativo en las mesas de póker— viajase hasta el lago Saranac… a fin de recoger información sobre los logros de la moderna medicina norteamericana para una eventual serie de artículos en el periódico. Quería los nombres de los sanatorios, de los médicos, una descripción de los tratamientos que aplicaban y otras muchas cosas más.
Envió sus apuntes por correo unos días más tarde: había dos pequeños sanatorios para tísicos. La tuberculosis era la única enfermedad tratada. El jefe médico de la mejor de esas instituciones era un tal doctor Edward Trudeau, tísico él también, quien había descubierto los saludables efectos del aire de los Adirondack durante una visita a las montañas en invierno. La relación de los nombres de los terapeutas no incluía el de Sartorius.
No me sorprendió en absoluto, pues estaba persuadido de que cualquier cosa que Augustus Pemberton hubiese dicho a su mujer sería mentira. Pero Sartorius era un nombre inusual… y si era una invención, no le pertenecía a Pemberton ni a su asistente, ninguno de los cuales tenía el ingenio necesario para una invención tan… concreta.
En la balaustrada que separaba mi oficina de la sala de redacción siempre había colaboradores que, sentados, esperaban un encargo. Envié a uno de ellos a la biblioteca de la Asociación de Médicos de Nueva York, en Nassau Street, a buscar el nombre Sartorius en el registro de facultativos de la ciudad. No estaba registrado.
Había reivindicado para mí el territorio de la historia, de hecho, en negociación con la policía por mis derechos sobre él… pero, así y todo, qué espectral… apenas una esperanza de palabras aparecidas sobre una página… palabras insustanciales… nombres espectrales… cuya realidad, cuya verdad, no eran más que gradaciones de lo espectral en la imaginación de otro espectro.
Aun así, les contaré ahora sobre las siete columnas del periódico. En aquellos días, publicábamos las noticias en sentido vertical, una al lado de la otra: un título, un subtítulo y la historia. Si había una de mayor importancia, se publicaba hasta agotar la primera columna y se tomaba de la segunda todo cuanto fuese preciso. Era un periódico vertical, sin disparos de titulares que atravesaran la página, sin columnas dobles, y con pocas ilustraciones… Era un periódico de siete columnas de palabras; cada columna, portante de su propia carga de vida, un soporte, palabra por palabra, de una versión diferente de sus… terrores desvergonzados. Los primeros periódicos fueron folios comerciales con consejos mercantiles, los precios del algodón y las noticias portuarias… folios que podían servirse sobre la bandeja de la cena. Ahora, imprimíamos ocho páginas de siete columnas y sólo con los brazos extendidos se podía mantener el periódico tenso en toda su anchura. Y teníamos lectores en la ciudad que estaban acostumbrados a esto… que escandían nuestras columnas al instante de obtenidas, todavía calientes, de las manos de los niños vendedores de periódicos… como si nuestras historias fuesen proyecciones de las múltiples almas de un hombre… y ningún significado resultase posible de la lectura de una columna si se carecía del sentido de todas las demás… en descenso simultáneo… nuestra vida de terrores desvergonzados que se consumía en palabras constreñidas a siete columnas en descenso simultáneo… ofrecida por manos infantiles a cambio de un penique o dos.
Así pues, en este relato de prensa, aquí, en el mío, en estas… noticias viejas… les advierto: el sentido no está en la columna lineal sino en el conjunto de todas ellas. Claro que no encontraría a ningún doctor Sartorius en las relaciones de los registros médicos… como tampoco había encontrado a Eustace Simmons en las tabernas de las orillas… o a Martin Pemberton escaleras arriba, en su cuarto de Greene Street. El pensamiento lineal no los encontraría. Pero una mañana, mientras buscaba en la gaceta de la policía para elegir los sucesos que publicaría, leí que se había encontrado el cuerpo de un tal Clarence «Knucks» Geary, de edad incierta, flotando en el río, cerca del muelle de South Street; a menos que me equivocara, era el mismo pícaro que había conocido en la oficina de Donne y, por segunda vez, aquel encantador idiota moral me distrajo de aquello en lo que yo habría preferido concentrar mis pensamientos.
Creo que fue aquella misma tarde que fui con Donne a la Casa de los Muertos, en la Primera avenida, un escenario habitual para él que, con rapidez, se me hacía habitual también, y vi el cuerpo de aquel pobre tipo Knucks: los ojos azules e infantiles eran opacos. Unos círculos de sangre coagulada delineaban las fosas de su nariz aplastada de pugilista. Los labios retorcidos le descubrían los dientes, como si hubiese esbozado una sonrisa en el instante de la muerte. Donne le izó la cabeza por los cabellos, bajo la ducha de agua. Le habían roto el cuello.
—Observe el contorno de este cuello —dijo Donne—. Y mire este tórax, estas espaldas. Es un toro. Aunque lo cogieran desprevenido… ¿Imagina la fuerza que se necesitaría para romper un cuello como éste?
No entraba en mis planes que a Donne le provocase una congoja tan terrible. Pero estaba… estaba perturbado, aunque este ánimo sólo se manifestase en una impasividad más… torva. Volvió a dejar la cabeza en su lugar, a mi juicio, con un respeto desmedido, con una urbanidad inadecuada. Qué afectos extraños crecen en esta ciudad… como las malezas que brotan de las hendiduras del pavimento. La muerte de Knucks era el único tema del que parecía dispuesto a hablar. Esperé en vano que llegara el momento de volver a nuestra preocupación común. Me defraudaba ser testigo de la… vulnerabilidad de Donne. No podía sino pensar en el matón, de cuya muerte se sentía responsable. Y, abstraído de cualquier otro pensamiento, se entregó al intento de encontrarle un sentido o una razón a aquella muerte… como si aquel matón patético hubiese sido el personaje más importante de la ciudad.
En cuanto a mí, me sentía abatido porque tampoco yo había avanzado nada: después de las revelaciones de Harry creí que la verdad se precipitaría. Estaba irritado por la facilidad con la que Donne se había distraído de nuestra investigación. No valoré que él era como un periódico ambulante, capaz de incluir varias historias simultáneas en sus descensos paralelos. Me dijo, sin dar explicaciones, que necesitaba hablar con todos los chicos vendedores de periódicos que pudiese encontrar. Recuerdo el sobresalto que me causó. Conmocionado hasta el punto de caer en mi propia impasividad, guié a Donne y a su sargento hasta Spruce Street, a la cafetería Buttercake Dick, donde los niños de los periódicos tomaban su cena después de una noche de trabajo.
La cafetería de Dick era el ateneo de los pregonadores de periódicos: un agujero subterráneo al que se bajaba por tres escalones. Tablones y bancos por todo arreglo. Adelante, la barra donde cada chico compraba su jarra de café y una de las magdalenas negruzcas de Dick, partida al medio y rellena con una bola de mantequilla. Un poco antes había comenzado a llover sobre la ciudad. El sótano, con su techo bajo, apestaba a queroseno, a mantequilla rancia y al olor de la ropa húmeda de treinta o cuarenta chicos mugrientos.
Donne y yo nos sentamos a la entrada… el sargento fue al centro del salón y habló. Los chicos se habían callado, como escolares en presencia del director. Dejaron de comer y escucharon lo que se decía sobre un asunto de cuya seriedad no necesitaban demostración.
Habían conocido a Knucks Geary, tanto como conocían a cualquier otro adulto que les metiese el resuello en el cuerpo. Al parecer, una de las gangas de Knucks en sus años declinantes era trabajar de paquetero para los distribuidores de periódicos. Yo no había tenido noticia de esto, Donne no me había dicho nada… a pesar de que tocaba directamente a mi profesión. Knucks, desde un carro tirado por caballos, lanzaba los paquetes de periódicos en las esquinas asignadas a cada chico, o bien repartía ejemplares en las plataformas de carga de los edificios de los grandes rotativos. Era el intermediario del intermediario. Los distribuidores pagaban un dólar con setenta y cinco centavos por cada cien ejemplares y a los chicos les cobraban dos. Knucks agregaba un sobreprecio para Knucks. Así, este pretendido defensor de la causa de los niños de la calle, a ciertas horas de su día de labor, les había estado robando.
—Que se pudra en el infierno —dijo uno de los niños—. Me alegra que por fin se la hayan dado a él.
—Calma, calma —gritó el sargento.
—¿Verdad que te pegó, Philly?
—Lo digo… Knucks cabronazo.
—Yo también, sargento. Si no le dabas su parte, venía y te la daba.
Había un consenso general; los chicos hablaban todos a un tiempo.
El sargento puso orden a voces.
—Ya, que eso no os importe. Peor para vosotros si el listo que lo asesinó toma su lugar. Ahora nuestro tema es el periódico de ayer. Que hable quien haya visto a Knucks Geary y que diga a qué hora lo vio.
No me sentía a gusto allí, en el extremo más vergonzoso del negocio de la prensa. Los neoyorkinos obtenían diversiones estupendas de las manos de los niños pregoneros, pero si los miraba bajo aquella luz amarillenta, tan amarillenta como la mantequilla de las magdalenas, sólo veía seres esmirriados en cuyos rostros se habían grabado las líneas y las sombras de la servidumbre. Dios sabía donde hacían noche.
Con lentitud, con reticencia, empezaron a dar testimonio. Un chico miraba a sus compañeros, quienes a su vez lo miraban en una especie de asentimiento, y sólo entonces se levantaba a declamar su bolo.
—A mí me trajo los paquetes a las cuatro, al lado de la tienda de conservas Stewart’s, como siempre.
Y otro:
—Los míos me los dejó en Broad Street, donde la Bolsa.
A medida que se iban explicando en voz alta, yo podía reconstruir en mi imaginación el mapa de la última jornada de Knucks: empezó en Printing House Square, bajó al centro por Broadway hasta Wall Street y luego torció a la izquierda, hacia el río, por Fulton y South Street.
Un golfillo pequeño y debilucho se puso en pie y declaró haber visto a Knucks cuando se apeaba de la zaga del carro de reparto en marcha, frente a la taberna Black Horse. Ya era oscuro; las farolas estaban encendidas.
El chico se sentó. El sargento paseó su mirada sobre ellos. Ninguno más habló. El sitio era silencio. Aunque el sargento había hecho las preguntas, la inteligencia de Donne las sostenía. Donne se puso en pie.
—Gracias, compinches —dijo, y agregó—: Tendrán otro café y otro pastel, a cargo de los municipales.
Dejó dos dólares sobre la barra. Y ya estábamos fuera, camino al Black Horse.
Me enorgullecía de mi competencia en materia de tabernas, pero no conocía ésta. Donne nos guió sin vacilaciones. Quedaba en Water Street. Había muy poco que no supiera sobre la ciudad… quizá porque vivía tan ajeno a su normalidad. Había cultivado sus habilidades enfrentado a un empleo acerbo de por vida… acaso esto explicase aquello… el conocimiento que llega con el enajenamiento. Que Dios me desdiga: yo no podía pasar diez minutos siguiéndolo en sus incursiones sin sentirme también ajeno, como si esta ciudad rugiente y rebosante que vibraba con el vapor de los pistones, con los engranajes, con las poleas mecánicas de un millón de propósitos industriales fuese una cultura exótica y absolutamente inexplicable.
El Black Horse era una casa construida con tablones en tiempos de los holandeses, con alero y postigos en las ventanas. Cuando se convirtió en taberna, una de sus esquinas se cortó en chaflán y allí se colocó la entrada con su umbral de piedra, de manera que podía verse tanto desde Water como desde South Street. El sargento esperó afuera; Donne y yo entramos.
Era un lugar callado, oscuro, muerto; el olor rancio y ácido del whiskey se elevaba desde el entablado crujiente del suelo. Algunos parroquianos bebían, sentados a las mesas. También nosotros nos sentamos y aprovechamos para echar un par de tragos. Donne ni tocó su copa. Estaba como ausente, no prestaba atención a las miradas del tabernero y los clientes. Absorto en sus pensamientos. En apariencia, no se fijaba en nada en particular ni hacía el intento de formular preguntas. Respeté su silencio, al que cargué con una intención específica que, como luego se vio, no tenía. Donne simplemente esperaba, como hacen los policías… qué esperaba, ni él lo sabía aunque, como me lo explicaría mucho más tarde, lo reconocería cuando ese algo se presentara.
Y fue entonces que una niña entró por la puerta, una chica de seis o siete años que llevaba una canasta de flores fatigadas… una cosita escuálida. Bajó la cabeza, por timidez o por miedo servil, como si sólo pudiese acercarse a nosotros fingiendo que no era ése su propósito. Tenía la cara tiznada y el labio inferior le colgaba, como a los simplones; el pelo descolorido y lacio, el delantal roto y unos zapatos demasiado grandes que obviamente venían de la pila de las basuras. Enfiló, directa, hacia nosotros y con la más débil de las voces preguntó a Donne si le compraría una flor. De inmediato, el tabernero se puso a gritar y salió de detrás de la barra.
—Oye, tú, Rosie, ¡te he dicho que no te quiero por aquí! ¡Te dije que no te dejaras agarrar por aquí! ¡No te cansas de armar jaleo! Ya verás, ya te enseñaré yo a obedecer —gritaba, o algo parecido con la misma intención.
La niña no hizo ademán de huir, pero se encogió, levantando un hombro con el cual se protegió la cabeza, y revoleó los ojos como si se anticipara al golpe. Huelga decir que Donne interpuso su mano para detener al hombre. Se dirigió a la niña con palabras suaves. La invitó a sentarse y, con gentileza y gran deliberación, sacó de la canasta las tres flores menos lozanas. No sé qué flores eran… eran las flores de la penuria, las flores ajadas y marchitas de la tierra de los huérfanos.
—Me gustaría comprar éstas, Rosie, si te parece bien —dijo, y colocó unas monedas en la palma de la pequeña mano.
Y después, alzó la vista y miró al desventurado tabernero que, de pie detrás de la niña y con la cara enrojecida, retorcía su mandil con movimientos espasmódicos.
—¿Se puede saber qué problemas causó la niña, tabernero? ¿Qué clase de alboroto puede armar una niña en el Black Horse?
Donne llamó al sargento para que entrase y ambos se llevaron al tabernero al cuarto de atrás a fin de interrogarlo. Donne invitó a la niña a quedarse conmigo. Estaba sentada al otro lado de la mesa, los ojos esquivos y los pies en continuo balanceo. Parecía que Donne podía confiar en mí en un momento dado y excluirme en el siguiente. Podíamos ser socios en una empresa y, en otra, éramos el policía y la prensa. En aquel momento yo apenas era consciente de… sombras, de mis propios temores, de un vago sentimiento… aciago. Pero también de mi enfado con Donne, porque había dejado que la muerte de un matón inservible se transformara en una obsesión, o en un remordimiento. Esta aceptación es, de alguna manera, una vergüenza para el director adjunto del Telegram. Oí un caballo y un carruaje que se detenían fuera. No estaba preparado para ver al sargento que entraba acompañado, de entre todas las almas de este mundo, por Harry Wheelwright. Irritado, malhumorado, el artista se mostraba apenas civil.
—¡Otra vez usted, McIlvaine! Supongo que es a usted a quien debo agradecerle el interés del capitán por las artes.
Iba vestido con formalidad y desaliño. Pero, en tanto confeso profanador de tumbas, acaso se sintiera obligado con el hombre que había escuchado su confesión. ¿O es que cuando uno se ha confesado se entrega, sin remedio, a la redención?
Donne había tenido la idea genial de que Wheelwright esbozara un retrato a lápiz del hombre que había reñido con Knucks Geary a partir de la descripción del tabernero. Era algo digno de verse. Harry, para volver aquello inteligible, preguntaba con la precisión que sólo un artista adiestrado podía tener… y luego agregaba los detalles que proporcionaba la niña… Y mientras nosotros mirábamos por encima de su hombro, dibujó y borró y volvió a dibujar a fin de que el resultado se les hiciera reconocible y compuso a partir de una combinación de palabras lo que era, aunque nosotros sólo lo sabríamos mucho más tarde, un retrato asombrosamente fiel… del cochero del ómnibus blanco… con su pasaje de ancianos de negro riguroso… que Martin Pemberton había visto dos veces cuando atravesaba las calles de Manhattan.
Así que, a pesar de todo, estábamos en el caso de mi colaborador. No digo, y lo enfatizo, que lo supiésemos entonces. No miramos el esbozo y supimos que ése era el cochero del doctor Sartorius, su recadero de menudencias: Wrangel. Lo mirábamos y veíamos al asesino estólido y rapado de Knucks Geary. Pero mi alborozo era… inenarrable. Había sido una buena noche de trabajo. Donne condescendió a una genuina sonrisa. Pagó una rueda de licores, una taza de té para la niña, y felicitó a Harry, quien sonreía avergonzado de su propio malhumor y que también pagó una rueda a su turno y le encasquetó su sombrero de copa a la pequeña florista… allí, en el Black Horse.