Doce
O acaso quien yo había introducido como protagonista de mi pesquisa traía consigo, como a su propia sombra, a su adversario.
Que admitiera a Edmund Donne en mi secreto ponía todo el asunto de la desaparición de mi colaborador en otro dominio, ya que lo convertía en la empresa de una categoría especial de gente dentro de nuestra sociedad. Piensen, ahora, en la asociación que formábamos: la prensa, la policía, el clero… la familia… y la novia de la infancia a la espera de darle hijos. Todos nosotros contra… todo lo demás. Sin embargo, yo no era demasiado consciente de esto. De hecho, descubrí que pensaba exactamente lo contrario: que la confianza depositada en Donne reducía mis posibilidades de entender la verdad de la situación; que la introducción de un oficial municipal constreñía mi pensamiento al pequeño espacio de… la aplicación de la ley. Él quería que hablásemos de inmediato con Harry Wheelwright, el amigo de Martin. Por supuesto, era el siguiente paso lógico. Pero me sentía raro conduciéndolo hasta allí. Me sentía como si abandonara… mi enunciación… por la suya. Por astuto que fuese, Donne era un policía, ¿o no? ¿Con las simples herramientas de pensamiento de un policía? De alguna manera era como si me hubiese asociado con el doctor Grimshaw… quiero decir, era como si tuviese esa clase de cuerda teológica atada al cuello. Qué perverso de mi parte… que, habiendo solicitado la ayuda de Donne, luego la deplorase.
No se necesitaba una cita para ver a Harry Wheelwright; la suya era una casa de puertas abiertas… supongo que de este modo facilitaba que los coleccionistas se detuvieran por allí. Ocupaba el último piso de uno de esos edificios comerciales con frente de hierro en la calle Catorce Oeste; era el equivalente de un gran salón, con la hilera de ventanas que caracteriza a esas construcciones. Una especie de mugre cristalizada cubría las ventanas, que daban al norte. La luz que pasaba a través era tamizada, una luz uniforme que caía sobre todo… sin discreción. Una cama enorme, apenas cubierta, contra una pared. Al lado, un armario… un fregadero y una fresquera de las que usan hielo a medias escondidos por un biombo… algo así como una litografía o un grabado… muebles dispares cuya función, ya fuera práctica o de utilería, era difícil discernir. Y todo aquello sobre un suelo de madera astillada que, se diría, nadie había barrido jamás.
Cuando llegamos, trabajaba con modelo: un joven infortunado y consumido sentado sobre un cajón tosco, sin camisa pero con los pantalones de color azul oscuro del uniforme del ejército de la Unión. Un par de tirantes colgaba de sus hombros desnudos y, en su cabeza, descansaba una gorra de enrolado. Al pobre desgraciado le habían cortado un brazo por encima del codo; la piel rojiza del muñón cosida semejaba la terminación de un embutido, y me miraba con una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes rotos y manchados, como si disfrutara de la postración que me producía el verlo y que, supongo, se reflejaba en mis facciones.
Pero, cuando presenté a Donne, que iba de paisano, e informé a Harry de su rango en la policía municipal, el modelo se puso en pie con una expresión de absoluto horror y forcejeó para ponerse la camisa.
—¡Espera! ¡Mantén la pose, quédate donde estás! —gritaba el artista mientras se acercaba a él. Hubo un frenesí de objeciones, de insultos… y el manco ya huía escaleras abajo.
Harry nos echó una mirada funesta con sus ojos de besugo, azules e inyectados.
—Hemos venido por lo de Pemberton —dije.
—Ya veo —y lanzó su pincel a través del cuarto—. Es tan propio de Martin arruinar un día de trabajo.
Desapareció detrás del biombo y oí el tintineo del choque de vasos y botellas.
El sitio era una pocilga, pero las paredes exhibían los meticulosos hábitos de observación de la sociedad del artista: pinturas al óleo y bosquejos al óleo. Sus tópicos, además de los veteranos mutilados y desfigurados pintados con minuciosidad impávida, eran retratos más académicos o escenas neoyorkinas de buen tono, pintadas para el mercado. De manera que resultaba muy evidente el mismo espíritu atormentado que yo percibía en Martin: la crítica y la necesidad de ganarse el sustento, codo a codo. Y había bocetos que nunca había visto antes, dibujos sobre papel clavados sin ceremonias por ahí: los intrusos de las viviendas miserables del West Side… gente hurgando en la basura de las gabarras del muelle, donde termina Beach Street… los niños vagabundos de Five Points calentándose en el vapor que emana de las rejillas… la muchedumbre en la Bolsa… el tráfico de Broadway y sus carros, sus coches, sus carrocines, todos ellos empujando hacia adelante bajo una red de cables telegráficos, bajo el sol que iluminaba las marquesinas de los escaparates de las tiendas… En cuadrados y en rectángulos, esbozada y pintada y grabada e impresa… la sensibilidad específica de su era… echaba chispas y salpicaba y se convertía en la civilización que yo reconocía como aquella en la que vivía.
Pero la pieza que más me hirió fue un enorme retrato sin enmarcar, a medias escondido por otros lienzos que se amontonaban contra la pared. Una mujer joven. La había hecho posar en la butaca rota que seguía en pie en medio del cuarto. Lucía un vestido sencillo de color gris, de corte nítido, con un cuello blanco… una joven sentada sin coquetería, en franca ofrenda de su honradez; pero él también había logrado plasmar su genuina virtud, por la manera en que había dejado caer la luz sobre su rostro y sus ojos: la lealtad de su espíritu… y, aún más difícil, lo que yo había percibido en ella cuando la vi por primera vez… el erotismo de la probidad. Y también había captado en su expresión los primeros signos de una vida árida de institutriz, los que yo mismo había notado durante nuestra entrevista, como si un talante más triste la presionase desde el fondo solemne de color siena. Toda la pintura se había realizado en tonos de gris, de negro, de castaño.
—Emily Tisdale —dije.
—Sí, felicidades, Mcllvaine; ésa es la señorita Tisdale, y tanto.
Le expliqué a Donne… que ésta era la joven que todo el mundo, ella incluida, tomaba por la prometida de Martin Pemberton. Detrás de mi cabeza, oí la risotada del artista.
Ahora bien, yo sabía que no había nada especial en el hecho de que quien conociera a Martin también conociese a Emily, pero me sentí golpeado como por una extraordinaria coincidencia. Acaso era un efecto del artificio… había tanta intimidad en ese retrato… pero sentí que había tropezado con la fermentación interior de esta generación… que era tan diferente de la mía… cada uno con su carácter propio, no hay duda, pero con esa común propiedad de abrir brechas en mi entendimiento de sus experiencias, del destino que buscaban para sí mismos… como si me hubiese vuelto un poco duro de oído y no siempre pudiese captar el sentido de sus palabras, aunque las inflexiones fuesen bastante claras.
El artista había reaparecido detrás de nosotros. Había sacado unos vasos cascados y sucios y una botella de brandy. Todavía no era mediodía. Había un leve silbido en su respiración. Era muy fornido este Harry, con grandes manos rollizas, y apestaba a tabaco y a ropa sucia.
—Es bueno, ¿verdad? Advierta que no la hice posar inclinada hacia adelante con la barbilla alzada, los tobillos cruzados y las manos en el regazo, como habría hecho otro pintor. Emily es la dueña de su gracia… no es una gracia adiestrada. La dejé sentarse en esa butaca… y ésa fue la pose que adoptó… los pies por delante, apoyados en el suelo; la falda que forma pliegues sobre sus muslos, como ve, y los brazos en posición de descanso sobre los apoyabrazos de la butaca… y esa mirada de claros ojos pardos siberianos clavada en uno.
—¿Por qué siberianos? —preguntó Donne.
—Los pómulos son altos; fíjese, aquí, ¿ve que dan la impresión de elevar los ojos en el ángulo exterior? No se lo digan al viejo Tisdale, pero en algún lugar de su piadosa estirpe protestante se coló una mujer salvaje de las estepas. Sin embargo, me siento impedido de actuar sobre este rasgo… a causa de la candidez amistosa de la que presumen algunas mujeres… y que interponen como un cinturón de castidad.
Harry era un grosero. La experiencia me ha enseñado que los artistas son groseros sin excepción. Ésa es la paradoja… un Dios misterioso les deja pintar lo que jamás entenderán. Como todos esos florentinos y genoveses y venecianos… que eran una canalla voluptuosa, pero a quienes este Dios confió la tarea de darnos ángeles y santos y hasta al mismísimo Jesucristo por intermedio de sus manos calladas.
—¿Y no se siente impedido a causa de su amistad con Martin Pemberton? —dijo Donne, mientras aún mirábamos la pintura.
—Ah, sí, por eso también. Si insiste. Digamos que he actuado con él como un amigo, aunque a esta altura de las cosas preferiría no ser su amigo. Y soy amigo de Emily, aunque preferiría ser algo más que un amigo. Y ella es la amiga que Martin ha perdido… Sí; creo que es la manera más adecuada de describirlo.
—¿Por qué «perdido»? —preguntó Donne.
—Porque ella porfía en que es así —contestó Harry, triunfante, como si hubiese encontrado la respuesta a un enigma. Nos ofreció unas sillas y nos sirvió una copa a cada uno, aunque no se lo habíamos pedido.
Le había comentado a Donne lo que, en mi criterio, debía saber sobre Harry Wheelwright. Que lo mejor de él colgaba de las paredes. Que era un informal redomado… que mentía por deporte… que no le sacaríamos la verdad aunque la conociera. Donne se sentó en la misma butaca tapizada en la que había posado Emily. Sus rodillas emergieron delante de él; apoyó los codos en los apoyabrazos y juntó las puntas de los dedos de la mano e hizo una o dos preguntas, en un tono de voz que no solicitaba respuesta pero que revelaba una irresistible confianza en que la obtendría. No estoy seguro de que esto haya sido lo determinante, pero logró que Harry hablara.
—No sé dónde diablos pueda estar Pemberton, ni qué está haciendo, ni quiero saberlo. Puede creerme: ya no tengo curiosidad por este asunto. Estoy harto de esa maldita familia.
—Bien, hace varias semanas que falta a su trabajo. Está atrasado con el alquiler. En su opinión, ¿qué le ha podido ocurrir?
—Nada por lo que valga la pena inquietarse. No a Martin Pemberton. Uno sabe que, cuando alguien ha sido víctima de la calamidad, había allí una vulnerabilidad. Pero no es el caso con mi imperioso amigo. No forma parte de su naturaleza que se lo… prive… ni siquiera de una parte de aquello que la vida, aun la vida de las ideas, puede ofrecerle.
—¿Cuándo dijo que lo había visto por última vez?
—Aquí, Martin vino aquí. De hecho, mientras Emily posaba. Irrumpió a los tumbos. Era junio, pero él todavía lucía su maldito abrigo sobre los hombros… y se paseaba arriba y abajo con ese andar tieso que lo caracteriza. Le rompió la concentración. Emily lo seguía con los ojos, movía la cabeza… Las mujeres adoran a Martin; no puedo imaginar porqué… Después de que lo desheredaran, solía llevarlo a casa para la cena… Éramos compañeros de cuarto en Columbia, como sabrá. Entonces, era exactamente igual. Creo que nació a las zancadas, pálido y rumiando pensamientos metafísicos. Desdeñoso con sus compañeros de estudio… odioso con sus profesores… en todos los sentidos soberbio, brillante, insufrible.
—¿Eran buenos amigos?
—Bueno, me resultaba entretenido. Aunque, como sabrá, nunca me interesó verlo sin camisa… con ese pecho blanco y cóncavo que siempre consideré un receptáculo ideal para la tisis. Pero cuando lo llevé a casa, mi madre y mis dos hermanas quedaron encantadas con él. Lo alimentaban y escuchaban sus ideas. Lo adoraban. Quizá porque es demasiado serio para insinuarse con las mujeres o para solicitar su simpatía. Sí, ha de ser esto. Las mujeres confían en un hombre cuando parece no advertirlas en tanto mujeres.
Pero ¿por qué motivo Martin había interrumpido la sesión de pintura?
—No lo sé… sólo por interrumpirla, supongo. Para descargar su mal humor sobre nosotros. La alteró. Discutieron.
—¿Acerca de qué?
—¿Quién lo sabe? Aun cuando uno esté sentado allí escuchando, nunca podrá decir a ciencia cierta por qué discuten los enamorados. No se conocen. Pero el tema aparente era la fidelidad. No la infidelidad, perdone usted. Martin atacaba a Emily a causa de su lealtad.
«¿Es que no lo entiendes?», grita mientras ella sigue sentada en mi butaca y llora. «Cada vez que nos vemos, abuso de tu paciencia y maltrato tu naturaleza. No parece importarte. ¡Esperas hasta la próxima! ¿No ves el infierno al que te enfrentas? ¿Si me entrego a ti en mi presente condición, sin ninguna respuesta, sin que haya entendido nada? Te retorcerás de nostalgia por tu anterior desdicha de esperarme, ansiarás estar de vuelta en aquel maldito jardín de nuestra infancia… con sus fantasías tontas y aniñadas sobre la vida». Y así siguió, sin fin.
—Entonces, Emily estaba al corriente de las… visiones de Martin.
—Ah, claro. Él las compartía generosamente con todo el mundo.
—¿Qué quiso decir con… «sin ninguna respuesta, sin que haya entendido nada»? ¿Usó estas mismas palabras?
Donne había pronunciado estas palabras casi en un susurro, con un interés que, de alguna manera, tuvo como efecto poner de relieve la juventud de Harry. Volví a darme cuenta de cuán jóvenes eran todos ellos. Es más difícil ver la juventud en alguien que es tan fornido y tiene papada, pero Harry aún no había cumplido los treinta. Suspiró. Se sirvió otra medida de brandy y mantuvo la botella en suspenso.
—Esto es muy civilizado… ¿están seguros de que no quieren otra? —Y después nos miró, primero a uno y luego al otro, por turnos—. No hay razón para que todo esto deba ser desagradable, ¿o la hay? En mi opinión, Martin quiso decir que había visto a Augustus Pemberton… y que luego se había llevado un chasco.
—¿Qué quiere decir?
—No puedo decir nada más. Lo he jurado.
Harry asentó su corpulencia en una silla de madera. Nos mantuvimos en silencio mientras se preparaba para romper su juramento. Tenía la mirada clavada en el suelo y dejó escapar un quejido sordo. Entonces, dijo:
—Cuando escriba mis memorias, yo y solo yo seré el tema. No pretendo hundirme como el mero cronista de la familia Pemberton. No lo haré, por nada del mundo. Mis pinturas se exhibirán en los museos. Mi propio destino es otra historia, no ésta. No ésta.