Ocho
Emily Tisdale consintió mi visita porque sabía que yo era uno de los empleadores de Martin y estaba persuadida de que podía tener noticias de él, aunque no fuesen directas, y acaso le indicaría su paradero. Como, de hecho, yo tenía depositadas las mismas esperanzas en ella, me tomó apenas unos instantes comprender que la joven sentada frente a mí —con sus inteligentes ojos pardos agrandados por su receptividad hacia las nuevas que yo pudiera traer y la cabeza ligeramente ladeada, en previsión de que fuesen infaustas— no sabía más sobre Martin que la autora de aquellas cartas sin abrir que, en sus sobres azules, se habían clavado por sus esquinas en las cenizas del brasero de Greene Street.
La visité un domingo por la tarde. La habitación en la que me recibió tenía los techos altos y estaba amueblada con butacas cómodas y sofás; sobre los suelos de tablas bien lustradas, unas alfombras deliciosamente gastadas. No había ostentación allí. La brisa hacía que las cortinas rozaran el alféizar y escoltaba, a través de la gran ventana abierta, los sonidos de algún carruaje ocasional y los gritos de los niños en sus juegos. Las casas de Lafayette Place estaban armoniosamente compuestas para acompañarse las unas a las otras, todas en el estilo neoclásico de los yanquis, al que llamábamos federal, y con un pequeño solar delante, cercado por una verja baja de hierro forjado. Los pilares de las entradas no se parapetaban sobre una escalinata, sino que surgían sin más de la calle. Era una parte de la vieja ciudad que todavía no había dado paso al progreso, aunque lo haría pocos años más tarde.
La señorita Tisdale era menuda pero decidida, de modales francos y nada afectados. Aunque no era una belleza, llamaba la atención por los pómulos altos, la tez clara y los ojos ligeramente almendrados y, también, por su voz melodiosa que tendía a quebrarse en el punto más alto de las frases. No parecía interesada en las estrategias usuales de las apariencias femeninas. Lucía un vestido sencillo de color gris oscuro, de corte nítido, con un cuello blanco. Del cuello colgaba un camafeo que recorría las más mínimas distancias cada vez que su pecho subía o bajaba, como una barca en el mar. Llevaba el pelo castaño partido al medio y recogido en la nuca por un broche. Estaba sentada en una butaca de respaldo recto, con las manos recogidas sobre el regazo. Me resultó muy cautivadora. Y, por eso mismo y aunque parezca bastante extraño, sentí que estaba entrometiéndome en la vida privada de Martin Pemberton hasta un punto que él habría juzgado intolerable. Después de todo, Emily Tisdale era suya. ¿O no? Conmigo, ella había ampliado el círculo de inquietud alrededor de Martin, que hasta ese momento sólo la incluía a ella… y así fue que, muy rápido, me hizo su confidente.
—Las cosas no van muy bien entre nosotros. La última vez que lo vi, Martin dijo: «Vivo con esta carga de tu continua espera. Siempre lo mismo: Emily que espera. ¿No ves el infierno al que te enfrentas? Una de dos: o yo estoy loco y tienen que encerrarme, o las generaciones de los Pemberton están destinadas a la perdición». Toda aquella paradoja wagneriana, inflamada… que los Pemberton eran una familia condenada, salida de no sé qué infierno espantoso al que estaban sentenciados a volver… ¿Cómo se responde a eso?
—Había visto a su padre —dije.
—Sí, había visto al difunto señor Pemberton viajando en un ómnibus de los que atraviesan la ciudad de muelle a muelle.
—Querrá decir que lo vio en Broadway —la corregí.
—No, no fue en Broadway. Fue en la calle Cuarenta y dos, cuando él caminaba cerca del arca de agua. Nevaba.
—¿Nevaba? ¿Cuándo ocurrió esto?
—En marzo. Durante la última gran tormenta de nieve.
Para cuando él le hizo la confidencia, la nieve se había derretido y Nueva York había entrado en la primavera; de esto uno se daba cuenta porque en los puestos de flores de Washington Market aparecían a la venta el alazor y la dedalera y los gladiolos y, también, porque la gente de buen tono comenzaba a entrenar sus caballos de trote en las pistas de Harlem. Cuando el clima se hacía más moderado, la gente retomaba la costumbre de hacer visitas, y así ocurrió con Martin, que visitó a Emily en su casa para decirle que podía perder toda esperanza de que alguna vez la pidiese en matrimonio porque… al menos esto fue lo que ella entendió de sus argumentos… Augustus Pemberton andaba suelto entre los vivos.
Ahora les diré que este primer incidente me pareció mucho más ominoso, más inquietante, que el otro. No sé con exactitud porqué. Carecía del horrible detalle del quiste en el cuello del viejo… A la sombra de los muros de la presa, Martin camina en dirección al este por la calle Cuarenta y dos, inclinado hacia adelante para romper el viento, embozado en el cuello de su abrigo. Entre las ráfagas de nieve que soplan sobre la calle, emerge un coche blanco. Se vuelve a mirarlo. Los caballos van al galope y aunque el cochero, envuelto en un abrigo de pieles, los castiga con el látigo para que alcancen mayor velocidad, su paso es silencioso y augusto. El coche se interna en una nebulosa de nieve arremolinada… Y Martin ve, recortado en el marco de la ventanilla, como si se tratase de un aguafuerte, el rostro de su padre, Augustus, que en ese mismo instante se vuelve para echarle una mirada ausente. Un segundo después, el carruaje entero es tragado por la tormenta.
Entonces, sintió un escalofrío. Las botas estaban escarchadas. El sobretodo del ejército de la Unión parecía absorber el aire húmedo. Los copos de nieve tenían un olor metálico, como salidos de una máquina; Martin alzó la vista, vio el cielo opaco, blanquecino, escamoso y lo imaginó… como un proceso industrial. Eso fue lo que contó a la señorita Tisdale.
Emily suspiró y se enderezó en la silla.
Saben que soy un viejo solterón y la verdad sobre los de mi casta es que nos enamoramos con gran facilidad. Y, por supuesto, en silencio y con resignación, hasta que se nos pasa. Creo que me enamoré de Emily ese mismo día. Me hizo concebir una teoría… la idea de que un protestantismo exótico prosperaba de manera inadvertida en América. Quiero decir, que si había voluptuosidad en la virtud, si había una promesa de paraíso carnal en la lealtad casta y constante, estaba allí, en esa muchacha acongojada.
Me descubrí indignado por el tratamiento que recibía a manos de mi colaborador. Me miró con agudeza. Estaba cursando en la Escuela Normal de Señoritas, en la calle Sesenta y ocho, con el propósito de convertirse en maestra de niños en las escuelas públicas.
—Mi padre está bastante escandalizado. En su opinión, la profesión de maestra es para las mujeres de la clase obrera… ¡algo muy poco conveniente para la hija del fundador de las Fraguas Tisdale! Estoy estudiando historia antigua, geografía y latín. Habría podido elegir francés, porque ya sé un poco, pero siento predilección por el latín. El año próximo tomaré las clases de Ética que imparte el profesor Hunter. Lo único malo es que tenemos un examen semanal de gramática y, horror de horrores, otro de aritmética. Los niños se lo pasarán en grande cuando les enseñe aritmética.
En ese momento apareció su padre y Emily nos presentó. El señor Tisdale era bastante mayor; su cabeza estaba orlada de cabellos blancos y mantenía una mano ahuecada detrás de la oreja, con el objeto de oír mejor. Era un viejo yanqui seco y correoso, de esos que viven una eternidad. Como es costumbre entre los ancianos, me informó puntualmente de todo lo que debía saber sobre su vida. En tono estridente, me confió que nunca había vuelto a casarse desde que la madre de Emily muriera de parto, pero se había dedicado con devoción a la educación de la niña. Emily me lanzó una mirada de disculpas.
—Ella es la luz de mis días, el consuelo de mi vida, mi orgullo —continuó su padre, como si Emily no estuviese en la habitación—, pero como es mortal no puedo reclamar la perfección para ella. Ya tiene veinticuatro años y, si se me permite decirlo, es más terca que una mula.
Era una alusión a una propuesta de matrimonio que Emily había rechazado. Y siguió:
—Estaría de acuerdo conmigo, caballero, si le revelase el nombre de la familia del pretendiente.
Su hija se las arregló para excusarnos, no sin elegancia pero con firmeza, sugiriendo que a mí me gustaría conocer el jardín. La seguí a través de un corredor hasta la parte trasera de la casa, donde había un amplio estudio cuyas puertas vidrieras conducían a una terraza de granito. Nos apoyamos en la balaustrada.
Lo que ella había llamado «el jardín» era, en realidad, un parque privado que, escondido tras las casas, se extendía a lo ancho de toda la manzana de Lafayette Place. Un sendero de grava serpenteaba entre los macizos de flores y ofrecía, a los lados, bancos de hierro forjado protegidos por la sombra de los árboles. El lugar era delicioso y apacible: había relojes de sol sobre pedestales y pequeñas fuentes en las que se bañaban los pájaros y un muro desconchado que la hiedra había conquistado tiempo atrás. Aquí y allá, en el muro, había unos nichos de arco de medio punto en los que se veía el busto, ciego y erosionado, de un romano.
—En la puerta de al lado, en el número diez, vivían los Pemberton. Cuando la madre de Martin todavía estaba viva. Entrábamos y salíamos a la carrera de ambas casas, no hacíamos distinciones entre una y otra. Este jardín era el sitio de nuestros juegos —dijo Emily.
Así que era éste el sitio de los principios paradisíacos. Podía mirar hacia el jardín y verlos, a Emily y a su Martin: aquellas almas tiernas impelidas al vuelo; aquellas voces que, constantes como las de los pájaros, llenaban el jardín desde el amanecer hasta que caía la tarde… y pensaba en la condición insuperable de la infancia, cuando se vive el amor sin saber su nombre. El amor que viene luego, ¿puede ser más poderoso? ¿Hay alguien que, en la madurez, no sienta nostalgia por aquél?
—Temo por mi amigo —me confesó—. ¿Qué importa dónde ubique el ómnibus que transporta a su padre… dentro de su cabeza o fuera, en el mundo… si su tormento es el mismo? Le ruego que me haga saber si él le escribe, o si vuelve por la redacción en busca de trabajo. ¿Lo hará?
—Al instante.
—Martin siempre ha sido despreocupado de su bienestar. No es mi intención sugerir que es uno de esos que se dejarían arrollar por un tren. No es distraído. Pero las ideas lo absorben. Sus convicciones se le imponen y es como si tomaran vida propia… mientras otra gente sólo tiene… meras opiniones. Por eso es arrogante y descomedido. Siempre lo ha sido. No era más modesto cuando niño. Se daba cuenta de todo y lo señalaba. A menudo eran cosas graciosas. Cuando éramos chicos, Martin solía ser un magnífico mimo en su sátira de los adultos: imitaba a la cocinera, su acento irlandés, la manera que tenía de secarse las manos en el delantal, asiéndolo por el dobladillo… y al agente de policía que hacía guardia en nuestra calle y caminaba con los pies apuntando hacia afuera y sujetaba el bastón como una espada que colgase de su cinturón y alzaba la barbilla al cielo para impedir que la gorra se le deslizara sobre los ojos.
Ahora, mientras hablaba de su Martin, era feliz y, por unos instantes, fue capaz de tomarlo como tema de conversación de una manera despreocupada… como la gente suele hacer en el dolor.
—De niño, Martin era malicioso. Solía satirizar al señor Pemberton, lo convertía en un animal de una especie u otra… Tenía gracia. Claro que todo esto terminó a medida que fue creciendo y se volvió más melancólico… excepto cuando, ya en la Universidad, vino a verme con una carta que lo desheredaba… ¡y ni siquiera en esas circunstancias había olvidado sus burlas! A mí me pareció una catástrofe, pero allí estaba él, leyendo la carta con el tono gruñón de su padre, reproduciendo las dificultades que habría tenido con aquel texto que, obviamente, había escrito un abogado… se divertía tanto cuando repetía las palabras difíciles, con las cejas arqueadas de furia y el labio inferior abultado como en el morro de un bulldog.
Pues bien, reproduzco una conversación que tuvo lugar muchos años atrás… deben estar avisados de que, a lo largo de todo lo que les cuento, represento asuntos a los que, en apariencia, sólo yo he sobrevivido. Pero estoy honestamente convencido de que fue en esta ocasión cuando entendí que mi malhumorado y regio colaborador no se había alejado por su propia voluntad de su casa y su trabajo… ni de Emily… que era, a pesar de todas las cartas que él había echado al brasero, la compañera deliciosa e inevitable de sus desdichas, ésa a la que se abandona para volver a ella, quien lo conocía, su alma gemela. Y consideré que si la autoridad municipal estuviese en conocimiento de tales circunstancias, podría justificar que Martin Pemberton fuese declarado desaparecido legalmente.