Veinticinco
Poco después de llegar a Manhattan, el capitán Donne dio con un juez a través de la comisaría local y se procuró un mandato judicial para que Sartorius fuera trasladado, en observación, al Asilo de Insanos de Bloomingdale, en la intersección de la calle Ciento diecisiete y la Decimoprimera avenida. El resto de la procesión se internó en la ciudad con dirección al sur, pero a Donne y a mí nos llevaron en coche a la Estación Central de Nueva York, en Inwood, cerca de Spuyten Duyvil, y allí tomamos un tren que nos llevaría a Tarrytown, unos cincuenta kilómetros al norte sobre la ribera del Hudson. Nos habíamos levantado antes del alba, pero Donne no daba signos de fatiga. De hecho, apenas si podía estarse quieto. Recorrió el tren de punta a punta varias veces hasta que, por fin, se detuvo a descansar en una de las plataformas abiertas entre dos vagones, donde podía inhalar el viento húmedo.
No sabía qué significaba una captura para un policía. Mi propia percepción de este asunto era que habíamos batido el monte y dado con la presa… Es una paradoja, pero la innegable inteligencia del doctor Sartorius, su brillantez, hacía que lo imaginara como un animal salvaje, un producto de la naturaleza, puro e irracional. Pero Donne no parecía dedicar ni un pensamiento a Sartorius. No hablaba de la faena de aquella mañana. Había decidido que conocía el lugar donde Simmons había llevado al moribundo Augustus Pemberton. Estaba sumamente seguro, como si pensase que no le cabía el error. Dijo:
—Hasta ellos tienen sentimientos. Sus sentimientos parodian los de una persona normal… pero supongo que, después de todo, allí reside su humanidad.
Me sentía abatido por la tristeza. Después de haber visto el interior de la cabecera del embalse, Martin Pemberton me afligía… Sartorius se le había impuesto y luego lo había repelido… y luego lo habían sometido a una muerte lenta por inanición en la soledad y la penumbra… que él había interpretado como una penitencia. Me preguntaba si no era un error esperar de él algo más que un estado de conmoción ininterrumpido y profundo.
Era media tarde y, para entonces, había dejado de llover pero las nubes seguían con nosotros; negras, cargadas, bajas, parecía que marchasen a la velocidad de la locomotora en su viaje hacia las fuentes del Hudson. En Tarrytown, subimos a bordo de un ferry rumbo a Sneeden’s Landing, donde alquilamos un coche abierto y pedimos instrucciones al chico de las caballerizas… y, en un abrir y cerrar de ojos, nos pusimos en camino, cuesta arriba, atravesando el sendero poblado de árboles, para luego avanzar a lo largo de los acantilados de la orilla izquierda del río, hacia Ravenwood.
En este paraje, el Hudson es un río ancho, plateado, magnífico… y mientras recorríamos sus ásperos acantilados, con el paisaje de las aguas al sur y el cielo enorme y agitado que se precipitaba sobre nosotros desde Manhattan, pensé que aquél no era el terruño de Augustus Pemberton. En cambio, pensé en Tweed: sentí que aquellas correrías extramuros trazaban el comienzo de las campañas de Tweed contra la nación entera.
Se llegaba a Ravenwood apartándose del camino, por un ancho sendero de grava que se extendía unos cuatrocientos metros bajo un monte alto que, aquella tarde, era oscurísimo, como el interior de una caverna… se dejaban atrás unas dependencias sombrías… y se salía a una entrada para carruajes que se curvaba y encerraba unos setos vivos gigantescos… hasta llegar a las escaleras al pie del pórtico. Entonces, cuando se frenó el caballo, que se detuvo con un suave estremecimiento, y ya no oíamos el sonido de sus cascos ni el crujido de las ruedas sobre la grava, la presencia silenciosa de la mansión victoriana e italianizante se hizo sentir. Estaba a oscuras. Todas las ventanas selladas. La gran extensión de césped que llevaba al río estaba invadida de hierbajos que se desmayaban por su propio peso. La luz era escasa: no nos proporcionaba ningún detalle de la casa, sólo su extensión, el largo de sus galerías e… indiferente a nuestras prisas por apearnos del coche, donde seguíamos sentados… una sensación de opulencia convincente.
Imaginé a Sarah Pemberton y a Noah en aquella residencia. Los vi aparecer en una ventana de los salones iluminados… y un instante después, en otra.
Acaso Donne pensase algo similar… no podía ignorar la energía de su búsqueda… que estaba ligada a Sarah. Era un verdadero romance el que se habían construido con esta materia impía… y vi en ello un espíritu intrépido, supongo que la resistencia de lo humano ante la oscuridad más diabólica, esa manera en que la gente aúna sus fuerzas, a través de los sentimientos, aunque tengo serias dudas de que la conciencia de sus sentimientos, por entonces, se hubiese expresado en muchas palabras o hubiese incluido una declaración de intenciones.
Donne se había puesto en movimiento y ahora andaba y desandaba la profunda galería. Oí sus forcejeos en la puerta principal. Oí sus pasos. Anochecía deprisa. Me apeé del coche del lado del río y vi, al final de la pendiente extensa y oscura, la singular insinuación de un río en la franja de claridad que lucía el cielo entre la orilla y los acantilados más lejanos. Pero entonces me pareció que había algo sobre la hierba, un poco antes de que terminara el declive.
Minutos más tarde, tenía los pantalones empapados. Las lluvias habían vuelto cenagoso el terreno. Fue algo así como un consuelo que, después de haber chapoteado hasta allí, encontrase el cuerpo de Augustus Pemberton apoyado en una tumbona de ratán que dominaba el río. Él, o eso, también estaba empapado; sus piernas huesudas sobresalían como una cresta en los pantalones; descalzos los pies grandes y azulados, con los dedos apuntando al cielo; las manos juntas, entrelazadas… un hombre en paz… que había vivido en el limbo de la ciencia y el dinero. Tenía la cabeza reclinada hacia un costado, como si hubiese caído por su propio peso, y pude ver el quiste de su cuello que, en apariencia, se había mantenido sano en medio del desmoronamiento general. No me causó repulsión, sólo curiosidad y en la luz desfalleciente, pude observar que la estructura ósea de su cráneo había atesado la piel hasta forzarla… y estaba tan amoratada… que aquello ya no era un rostro humano imbuido de carácter… y no podía creer que semejante cosa hubiese provocado ninguna clase de afecto en el corazón de una mujer de la distinción de Sarah Pemberton… ni una fascinación obsesiva en el corazón del joven Martin Pemberton. Traté de captar la voluntad tiránica en estos restos, pero no estaba allí, una parte más de la herencia desaparecida.
Con la intrusión de la oscuridad, se levantó el viento. Llamé a Donne. Bajó a mi encuentro y se arrodilló al lado del cadáver, volvió a levantarse y oteó alrededor como si echase a faltar una pertenencia de Augustus Pemberton que habría debido estar allí. El viento parecía soplar la noche sobre nosotros.
—Necesitamos luz —dijo, y subió a grandes trancos por la pendiente.
Me quedé al lado del cadáver en su tumbona, como si eso fuese mi referencia en aquel… desierto. Mi campamento, mi base. Siempre había distinguido entre lo que era Naturaleza y lo que era… Ciudad. Pero tal distinción ya no tenía asidero, ¿verdad? La distinción entre la provisión perpetua y total de Dios… y la sala de redacción. Ahora añoraba estar de vuelta en mi sala de redacción, enviando la historia a los linotipistas. No en este yermo… yo no estaba hecho para el yermo.
Sentí una admiración perversa por el señor Pemberton… y por los cofrades de la hermandad fúnebre: Wanderweigh, Carleton, Wells, Brown, Prine. Para mí, a pesar de sus magníficas proezas, Sartorius no era más que… su sirviente. No había sido él sino ellos; ellos habían cabalgado por Broadway con la nueva… de que no había vida, de que tampoco había muerte… sino algo que era un punto de intersección entre ambas.
De hecho, durante la audiencia en la que se decidía si la suerte de Sartorius sería el confinamiento permanente en un asilo para, lunáticos o un juicio en toda regla, esta misma idea, su servidumbre a la riqueza, fue expuesta por el doctor Sumner Hamilton, uno de los tres alienistas de la Comissio de Lunatico Inquirendo. Pero ya volveré a ello. Donne regresó a la carrera con una lámpara de queroseno que había encontrado en la caseta del jardinero, cuya puerta había forzado. A la luz de la lámpara vi el pelo gris de Augustus, que se retiraba de la parte anterior del cráneo pero formaba una onda abultada en la coronilla.
—Alguien tiene que haberle cerrado los ojos —dijo Donne, y alzando la lámpara por encima de su cabeza, caminó hasta el borde del prado.
Pues bien, como ya he dicho, había un tajo oblicuo que se abría a un andamiaje de madera, con baldas de tablones y una barandilla, que hacía las veces de escalera y descendía el equivalente de varios pisos por el acantilado desnudo hasta la playa. En aquella luz deficiente, desde lo alto de la plataforma, al principio no vimos que la barandilla estaba rota en la mitad inferior. Lo que vimos fue que el viento mecía un esquife fondeado a algunos metros de la orilla y su vela desplegada que flotaba en el agua.
Mientras yo esperaba allí, Donne bajó las escaleras. Observé el descenso de la luz, que se volvía más definida y brillante pero que, a cada paso de Donne, irradiaba menos claridad en mi propio provecho. Entonces me llamó y, con la recomendación de que pisara con cautela siempre apoyado en la pared del risco, me ordenó que bajara yo también… cosa que hice. Habíamos bajado dos tercios del camino hacia la playa cuando nos detuvimos en un descansillo: aquí, la barandilla había desaparecido por completo y continuaba, astillada, en la última mitad del siguiente tramo de escalones.
Bajamos hasta la playa y encontramos un hombre de espaldas, con la cabeza semihundida en un banco de arena, junto a un cofre de marinero al que, sin embargo, seguía abrazado como quien se abraza al objeto de amor. Sin ceremonias, Donne dijo que aquél era Tace Simmons. Había una buena cantidad de sangre y humores alrededor de la cabeza, que se había golpeado contra el canto de una roca sepultada en la arena. Uno de los ojos había saltado de la órbita. Cuando le arrancamos el cofre de los brazos rígidos, las aldabillas, que no tenían cerrojo, se abrieron con un tintineo metálico. Donne levantó la tapa, que quedó pendiente de los goznes… y de bote a bote rezumaban fajos de billetes, bonos del estado de toda laya pero con garantía en oro… y hasta calderilla y notas de crédito por valores inferiores a un dólar. Donne subrayó que, en apariencia, no toda la fortuna del señor Pemberton había ido a dar a la empresa de la vida perpetua.
—Artero hasta el final —dijo, a manera de encomio fúnebre, pero no supe si se refería a Simmons, el factótum, o al anciano que descansaba en lo alto del risco.