Capítulo 27

Donde Imogen aprende algo sobre camas de matrimonio… y otras camas.

—No puedo creerlo —siguió diciendo Imogen mientras se reía abiertamente—. Sencillamente… no puedo creerlo.

—Mmmm… —musitó Rafe, conduciéndola fuera del teatro.

Imogen medio corría medio trotaba detrás de él, con su vestido salpicado de gotitas de nata.

—¡No puedo llegar a casa de esta manera! —exclamó.

—Ni tampoco subir al carruaje —precisó el conductor, que estaba delante del coche—. Eso es pastel, sí, señor. —Rafe le dio un soberano. El conductor lo aceptó, pero de todas maneras sacudió la cabeza—. Se estropearán los asientos. Y seguro que se queda el olor. Llevan leche. Y la leche se pudre. —Rafe le dio otra moneda—. Les llevaré hasta la posada El Caballo y el Mozo —asintió el hombre de mala gana—. Pero no les llevaré más allá de Silchester. Allí podrán lavarse en una bomba.

Imogen le cogió del brazo a Rafe mientras esperaban a que el quejoso conductor extendiera una manta. La joven se había llevado la peor parte del pastel, que se le había desparramado por el hombro izquierdo.

Rafe subió y estiró los brazos.

—Tendrá que sentarse en mi regazo —informó.

Imogen vaciló un instante y subió. Por supuesto que se sentaría en su regazo. Por supuesto que él iría esa noche a sus aposentos. Sentía que aquello era inevitable y más delicioso que cualquier otra cosa que le hubiera pasado en su vida.

Un momento después se acomodó en sus rodillas. Rafe no dijo nada.

—¿Dónde está la posada de El Caballo y el Mozo?

—No lo sé.

—Nunca me he lavado en una bomba, ¿y usted? —No pudo evitar la sensación de estar a punto de reírse.

—Sí, alguna vez. El agua estará muy fría. —Hizo una pausa—. Por supuesto, podemos alquilar una habitación.

—¡Una habitación!

Rafe la sostenía con fuerza con sus brazos.

—No durante toda la noche, por supuesto. Pero podría darse un baño, si lo desea.

Imogen vacilaba.

—¿Gabriel? —Su voz se oyó suave y un poco temblorosa.

Rafe inclinó la cabeza esperando que Imogen terminara lo que estaba diciendo, pero no sabía cómo expresarlo. La salvó de la incómoda situación.

—Podría lavarse el pelo —le sugirió.

—¡No! —respondió Imogen instintivamente. No podría sentirse cómoda si un hombre la viera totalmente desnuda.

El carruaje se detuvo y la puerta se abrió de golpe.

—¡Fuera de mi carruaje ahora mismo! —ordenó el conductor, con un tono bien calibrado entre el desagrado y el agradecimiento por los soberanos que se alojaban en su bolsillo—. ¿Les tengo que esperar? —preguntó con una sonrisa forzada.

—No —contestó Rafe con una voz tan fría que Imogen casi tembló—. Ya encontraremos a alguien de mejor humor.

El conductor se encogió de hombros. La posada de El Caballo y el Mozo era un establecimiento pequeño que atendía principalmente a los agricultores que venían al pueblo a vender sus productos en el mercado. La puerta era tan baja que a Imogen le dio la sensación de que tenía que agacharse o se daría con la cabeza en el dintel.

—Mi esposa y yo deseamos una habitación y un baño caliente de inmediato. Hemos sufrido un accidente en la farsa.

El posadero miró la nata desparramada en el oscuro pelo de Imogen e hizo una reverencia mientras silbaba.

—Ya veo, señor. Esos actores de farsas son muy peligrosos. No tienen ningún respeto por la gente. Por aquí, señor.

Dos minutos después les dejó en una habitación agradable de techo bajo, con la promesa de enviar de inmediato agua caliente.

El agua, como había prometido, llegó enseguida.

Imogen estaba pensando en Griselda y en todos los amoríos que había mantenido sin que nadie, incluyendo a su hermano, sospechara nada.

—Gabriel —dijo, una vez que el robusto criado vertió abundante agua caliente en la bañera.

—Imogen —respondió Rafe mirándola pícaramente.

El techo de la habitación, una hilera de grandes vigas, estaba apenas por encima de su cabeza. La pequeña ventana emplomada se abría tímidamente.

—Ésta es mi primera aventura de esta naturaleza…

—Y la última —completó con absoluta claridad.

Imogen se sorprendió.

—Bueno, tal vez sea así. Ciertamente, yo no planeo hacer… yo no… —vaciló y se quedó en silencio—. Me gustaría darme un baño. A solas —añadió—. Luego le veré… —se detuvo otra vez.

—¿Por qué no descansa un poco? —preguntó tal y como haría el más cortés de los mayordomos.

Imogen asintió con bruscos movimientos de cabeza.

Y así fue como de repente se encontró con que estaba vestida sólo con su camisola y con el pelo completamente húmedo envuelto en toallas.

A punto de convertirse en una mujer inmoral.

Cabe suponer que toda ave del paraíso pasa por ese momento en su vida: hay un antes y un después. Siempre puede existir un leve titubeo antes de zambullirse por primera vez en el pecado, un ligero temblor antes de convertirse en una mujer ligera, en una mujerzuela.

Rafe entró silenciosamente. Imogen estaba sentada en la cama… no acostada. Eso le hizo recordar de manera desagradable su noche de bodas. Se había arropado con una manta y había dejado la ropa a un lado.

Estaba decidida a todo.

Nada hacía sugerir que Imogen Maitland, una vez embarcada en una vida de pecado, se comportaría con la docilidad o la timidez de una doncella.

Rafe atravesó la habitación y apagó una de las velas con un pequeño cono de estaño.

¿Acaso él no tenía prisa, como le sucedía a ella? A Imogen se le desbocó el corazón.

Rafe la miró, algo en sus ojos, apenas vislumbrado en la penumbra, le infundió valor. Se acercó a la repisa de la chimenea y apagó la vela que había allí, dejando tan sólo una encendida, la que se encontraba en la mesa junto a la ventana. La pequeña luz jugueteó de manera irregular con el brillo pálido de la luna que atravesaba los pequeños paneles de vidrio emplomados.

La miró de nuevo y apagó la última vela.

—Si usted me perdona una tontería… —comentó con su académica voz—. Los bigotes de teatro dejan marca… Tengo mis vanidades, como puede comprobar.

Imogen no pudo evitar reírse: la risa característica y acogedora de una mujer perdida. Era consciente de que carecía de cierta moralidad. Estaba palpitando de placer. Aquella cita en una habitación extraña de una posada con un hombre apuesto y delgado que la cubriría de besos no le provocaba ningún reparo. En su lugar, el placer y la expectativa fluían por sus venas como fuego líquido.

La idea de que era clara y realmente una mujer perdida revoloteó en su mente y luego desapareció. Estaba mucho más interesada en el contorno masculino del caballero, que se inclinó para quitarse una bota. Aquella pierna dura y musculosa era exquisita.

La habitación estaba tan oscura que ni siquiera podía distinguir sus facciones. Imogen tembló de excitación. No le sorprendía que las mujeres cometieran adulterio, la emoción que aquello producía era oro puro líquido. La segunda bota chocó contra el suelo y después siguió con la ropa. Su cuerpo era sólo una sombra en la oscuridad, el cuerpo de un demonio.

Rafe se giró. Los blancos hombros de Imogen brillaron cuando la opaca manta marrón se deslizó descubriéndolos. Se soltó el pelo, que cayó como una cascada de agua oscura a un lado.

—¡Dios mío, eres hermosísima! —exclamó Rafe, mientras se sentaba en la cama y le acariciaba la mejilla.

Aquel momento significaría la gloria o la ruina de la noche: ¿le miraría a la cara y saldría corriendo y gritando de la habitación? Pero Imogen cerró los ojos cuando le tocó la mano y Rafe se inclinó más cerca y la saboreó… un mordisco en el carnoso labio inferior y un asalto feroz en respuesta a su leve jadeo. Aquél era el momento en el que se suponía que ella le miraría a la cara y le reconocería, pero no le miró, y él continuó besándola mientras le apartaba la manta.

Allí estaba Imogen, tan hermosa como alguna vez él había soñado. Parpadeó y Rafe le dio otro beso feroz, con la boca abierta. Se dejó caer suavemente sobre el cuerpo blando de la joven, diciéndose a sí mismo que debía memorizar aquella primera vez en que sentía a Imogen debajo de él. Estaba mareado de puro placer.

Pero la sensación de que ella podía abrir los ojos en cualquier momento y darse cuenta de quién era él…

—¿No abría los ojos mientras hacía el amor con Draven? —le preguntó. El sonido de su voz resonó en el oído de Imogen. Había usado deliberadamente el nombre de pila de Maitland.

Deslizó una mano hacia abajo, un movimiento suave en el terciopelo de su cuello, sobre el suave e irregular peso de su pecho, hacia la curva delicada de sus costillas.

—Yo… —jadeó Imogen, volviendo la cabeza.

—¿Hacía el amor en la oscuridad, bajo las mantas? —gruñó Rafe.

Imogen tenía los ojos abiertos, pero Rafe sabía que no podía verle porque le estaba acariciando el pecho con la boca, en rápidos movimientos.

—Sí —respondió casi ahogándose.

—Cierra los ojos —le pidió con voz ronca—. Cierra los ojos, Imogen. Quédate quieta.

Empezó a acariciarle el pecho con la lengua y la joven se replegó en la oscuridad, lanzándose a ciegas con sus manos sobre el pelo de Rafe mientras su cuerpo vibraba.

Un poco después Imogen descubrió que hacer el amor con un amante que no la dejaba abrir los ojos, que la desnudaba en el aire de la noche, que la mordía y la lamía por todas partes… no tenía nada que ver con hacer el amor con un marido. Nada. Imogen intentaba coger aire, trataba de detener los pequeños temblores, hacer caso omiso del hormigueo que sentía entre las piernas. Porque él le había dicho… que mantuviera los ojos cerrados. Y que no se moviera.

Movió la cabeza de un lado a otro. Rafe le había atrapado un pezón con la boca y se estaba volviendo loca, estaba a punto de delirar. Pero junto con las abrasadoras oleadas de ardiente delirio apareció también un leve resentimiento. Draven y ella habían hecho el amor en la oscuridad. Draven había sido el amor de su vida, el novio de su juventud, y su máximo anhelo había sido hacerle feliz. Cuando él parecía querer que no se moviera, se quedaba tan inmóvil como podía, haciendo que su cuerpo se convirtiera en una cuna para el cuerpo de Draven, tratando de todas las maneras posibles de mostrarle cuánto le quería y valoraba. Todo había ocurrido en la oscuridad, bajo las mantas, y pronto aprendió que a Draven no le gustaba que ella empujara contra él. Una vez lo había hecho instintivamente. Arqueó las caderas y Draven le dijo: «Por el amor de Dios, Imogen, déjame hacer el trabajo de un hombre por una vez en mi vida, por favor».

Pero en ese momento estaba en una habitación alquilada y su amante no era su marido. Que la maldijeran si tenía la intención de permanecer allí como una dócil esposa mientras él disfrutaba de su cuerpo, con los ojos cerrados y la inmovilidad de ella.

En cuanto la idea cristalizó, Imogen saltó fuera de la cama con tal rapidez que casi dio a Rafe en la entrepierna.

—¿Qué…? —exclamó Rafe poniéndose de rodillas.

Durante un momento Imogen simplemente le miró el cuerpo a la pálida luz. La cama era grande, una cama antigua con dosel, fabricada para sobrevivir a los movimientos impulsivos y robustos de los agricultores y sus esposas mientras pasaban las vacaciones en el pueblo, así como también, muy probablemente, a los movimientos de mujeres de vida alegre y sus diabólicos amantes. Rafe estaba de rodillas, una magra figura musculosa que partía de sus hombros cincelados y continuaba a través de su pecho, cubierto de un vello que continuaba hacia abajo… Se tomó su tiempo para mirar y sintió su sonrisa como si se estuviera mirando a sí misma. No se había equivocado aquella vez cuando alcanzó a ver el instrumento de Rafe. Aparentemente, los hombres venían en todos los tamaños, y los hermanos figuraban entre los más afortunados del reparto.

No dejaba de pensar en el comentario que había hecho Rafe acerca de que apostaba cualquier cosa a que Draven hacía el amor bajo las mantas y no le mostraba su instrumento a su esposa, sólo a las mujeres de vida alegre. Pues bien, ella era una mujer de vida alegre y no se iba a tapar los ojos.

Rafe sonreía. Su cara permanecía en la sombra, pero Imogen advirtió el brillo de sus blancos dientes y el perezoso placer de su voz al estirarse.

Imogen escuchó un breve jadeo que salía de su propia boca. La cerró de golpe. Estaba de pie, desnuda en el centro de una habitación, con un hombre igualmente desnudo delante. Movió la cadera hacia delante y se puso una mano en la cintura.

—No quiero tener los ojos cerrados —replicó con un tono que no toleraba la menor objeción. Rafe asintió con la cabeza—. No somos un matrimonio que tenga que esconderse bajo las sábanas.

—¿Puedo pedirle que regrese a la cama, oh mujer que no es mi esposa?

Imogen avanzó y se detuvo.

—Me gustaría preguntarle algo primero.

Rafe se rió: una risa áspera y llena de alegría que hizo que se sintiera más segura.

—¿Qué se supone que debo hacer cuando usted está sobre mí?

—Lo que usted quiera. —Lo dijo con bastante rapidez, pero no fue la respuesta que Imogen quería.

—¿Debo comportarme como un ave del paraíso?

—Ésa es una expresión pasada de moda para alguien tan sofisticada como usted —observó Rafe, mostrándose divertido—. Un ave del paraíso haría exactamente lo que hiciera más feliz a su pareja, y eso incluiría una viva demostración de entusiasmo.

—¡Oh…! —Aquello no era demasiado específico.

—Pero quizá usted esté más interesada en saber qué haría una mujer que quiere divertirse y no una prostituta. Porque una muchacha audaz, una muchacha pícara, una mujer que estuviera en este lecho por placer y no por dinero se aseguraría de hacer exactamente lo que quisiera para aumentar su propio placer.

—¡Oh…!

—Le debería importar un bledo su acompañante. Que él se ocupe de sí mismo. —Imogen sonrió un poco. ¿Acaso ella no decía que quería tener una aventura amorosa para conocer mejor a los hombres? Porque, en realidad, parecía que quizá lo que ella quería decir realmente era que deseaba conocerse a sí misma—. Bien… jovencita pícara. —Su voz se oyó como un lento almíbar profundo y dulce—. Estoy pensando en si lady Maitland acaba de decidir que deja de ser una dama para convertirse en algo muy distinto.

Apenas si podía verlo, sólo un reflejo de todo aquel pelo marrón desordenado. Volvió a la cama con un cierto contoneo. Con un movimiento rápido, Rafe la arrastró hacia él.

—No soy una dama —suspiró.

Por la rapidez con que su cuerpo se encendió con el contacto del suyo aquello fue como arrojar un pedazo de papel al fuego. Apoyó la espalda contra su pecho, su redondo trasero contra él. Rafe siguió jugando con las manos en su pecho.

Dejó caer la cabeza hacia atrás para apoyarse en el hombro de Rafe, y él se inclinó sobre su boca, disfrutando de su sabor de niña pícara, del gusto de la muchacha audaz que era: lady Maitland en estado salvaje.

—¿Le gusta esto? —preguntó Rafe en voz baja todavía con las manos en su pecho, acariciándola, tocándola con fuerza y después con suavidad hasta que su cuerpo comenzó a temblar.

—Sí… —respondió y su voz no sonó con un tono de niña mala, sino somnolienta y perezosa.

Y entonces una mano comenzó a deslizarse hacia abajo, por su abdomen, e Imogen ni siquiera intentó evitar mover su cuerpo. Bailaba al ritmo de una danza que sólo ella podía escuchar, una contorsión seductora que decía: «Tócame, tócame».

Él parecía también escucharla porque una mano continuaba atormentándole el pecho y la otra le estaba acariciando el abdomen y luego se iba deslizando hacia la suave piel de sus muslos, haciendo círculos con sus caricias…

Imogen arqueó las caderas.

—¡Por favor! —gruñó.

—Imogen… —La voz de Rafe fue un suspiro, un suspiro de hombre, la clase de suspiro que un hombre profiere cuando tiene sus manos llenas exactamente con aquello que más le gusta y se toma su tiempo para ello.

Pero Imogen daba la impresión de estar poniéndose más caprichosa, de modo que Rafe dejó que sus dedos se deslizaran por su piel, suave como el raso, y no pudo esperar para saborearla allí, era la mata de pelo más dulce que jamás había tenido bajo las puntas de sus dedos. La joven estaba gimiendo en ese momento placenteramente. Aquel sonido era mejor que el del whisky cayendo en un vaso. Mejor que cualquier sonido que hubiera escuchado en toda su vida. Así que le dio lo que quería.

Rafe le daría siempre exactamente lo que ella quisiera, aun cuando todavía Imogen no lo supiera.

Se apoderó de su boca y sus dedos se hundieron profundamente. Atrapó su grito y Rafe no la decepcionó. La retuvo allí, la atrajo contra su cuerpo, que quedó apretado justo en la curva blanda de su trasero, logrando maravillas con sus manos, apoderándose de su boca en un torbellino húmedo y caliente que la llevaba cada vez más alto, más alto…

Imogen comenzó a retorcerse y Rafe le dio la vuelta para tenerla más cerca. Enterró su cara en el pecho de la joven y comenzó a recordar su vida antes de que comenzara a beber. Rafe Jourdain jamás había dejado a una mujer insatisfecha.

Aunque, para ser sinceros, Imogen no representaba un gran desafío.

Gritó tan fuerte que estaba segura de que la habrían oído en el salón. Rafe tendría que sacarla por la puerta trasera, ya no le quedaba nada de maquillaje en el rostro y cualquiera que viera a una mujer tan hermosa no podría olvidarse de ella.

Imogen gritó contra su pecho y una oleada de orgullo apartó de la mente de Rafe sus propios problemas. ¿Se acostaría con Imogen antes de casarse con ella?

La depositó suavemente en las sábanas y no tuvo que preocuparse de que pudiera verlo, tenía los ojos cerrados en aquel momento y daba la impresión de que estaba intentando recuperar la respiración.

—¿Ha sido la primera vez? —preguntó Rafe besándole el hombro. Se sentía como si no hubiera estado dentro de una mujer en muchos años. Imogen volvió en sí. Le estaba acariciando el pelo, arrastrándolo hacia ella. Como no había respondido, repitió la pregunta—: ¿Ha sido su primera vez? —Y comenzó a besarla en el pecho.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Imogen. Daba la impresión de que estaba a punto de reírse—. Por supuesto que no, tonto. Venga aquí.

Antes de que Rafe pudiera siquiera pensar en el hecho de que aparentemente Draven se había guardado algún truco en la manga, Imogen hizo que se moviera hasta que se quedó de espaldas y con su sensual pelo negro le acarició el cuerpo como un fuego… o tal vez era su dulce lengua.

Rafe trató de empujarla hacia arriba, pero Imogen le mantuvo abajo y lo que estaba haciendo le resultaba muy placentero…

—¿Qué está haciendo?

—Le estoy saboreando —respondió—. Como todas esas otras mujeres audaces con las que ha estado usted. Gabriel… usted sabe bien de lo que hablo…

Rafe le tenía que haber dicho que aquellas mujeres audaces sólo eran generosas hasta cierto punto, y que para determinada suerte de generosidad, por lo general había que pagar, pero no pudo encontrar las palabras. Ella le estaba diciendo algunas cosas que eran enormemente halagadoras, y se iba a acordar de todas para poder hacer después una buena comparación entre él y Maitland.

Imogen había recorrido con la boca el camino de su abdomen y no daba muestras de repugnancia, todo lo contrario, estaba jugando con él y su cadera estaba a punto de salirse de la cama. Rafe trataba con esfuerzo de recordar que jamás perdía el control. Ni siquiera cuando bebía. Incluso cuando había estado borracho como una cuba seguía moviéndose hasta que la mujer con la que estaba encontraba su satisfacción. Nunca se había avergonzado de sí mismo…

Pero hay mujeres que son más potentes que el whisky.

Toda una lección… capaz de poner a un hombre como el duque de Holbrook en su lugar.

Porque Imogen estaba jugueteando con él, tocándole… De repente, una boca tibia y húmeda se apoderó de él. Y no se trataba de la boca de una mujerzuela, sino de Imogen… le tocaba, le miraba con sus hermosos ojos, le acariciaba… tenía el pelo salvajemente alborotado y los ojos más salvajes todavía, y…

Algunas mujeres son más poderosas que el whisky, más potentes que el vino, controlan a los hombres y los deshacen en el viento.