Capítulo 5
Donde Imogen conoce a un hombre inadecuado para el matrimonio… pero sumamente apropiado para otro menesteres.
Griselda e Imogen llegaron a Holbrook Court el jueves por la noche después de la cena. Tras una rápida mirada, el mayordomo de Rafe, Brinkley, comenzó a hablar sobre chimeneas, baños y ponches, y dos minutos más tarde Imogen estaba en el llamado Dormitorio de la Reina.
La joven no sintió ninguna nostalgia cuando entró en la habitación. No era el mismo dormitorio en el que había estado cuando las cuatro hermanas Essex llegaron de Escocia. Tampoco había dormido allí la noche en que vio a Draven Maitland por primera vez en tierras inglesas, ni tampoco su fuga había sido desde esta casa. Por el contrario, sí había cabalgado desde la residencia unos cinco kilómetros al oeste, se había caído deliberadamente del caballo y se había torcido el tobillo, y había acabado pasando una noche en la casa de la familia Maitland antes de que ella y Draven se fugaran.
Antes de aquello, pensó con cierta amargura, le había propuesto a Draven que huyeran juntos. Su dormitorio actual estaba orientado hacia el este, no al oeste. No se veían las tierras de Maitland. Pero no había podido evitar mirar en esa dirección por la ventanilla del carruaje. Las hojas amarillas de los sauces abundaban en las tierras de Draven y en las de Rafe. Había manchones rojizos en el suelo, probablemente frutos de serbal. Los serbales y los sauces le pertenecían, y nada en el mundo podía borrar el hecho de que su joven marido había muerto y su madre también poco después que él.
Curiosamente, a medida que el pesar disminuía, otras emociones desagradables se precipitaban para ocupar el espacio vacío que dejaba el duelo. La sola idea de pensar que Maitland House le pertenecía la llenaba de culpa. ¿Por qué tendría que ser ella la propietaria de un solo arbusto de Maitland? Era prácticamente una desconocida para la familia. El nuevo barón residía en Dorset, ya que Maitland House no estaba ligada al título y, por ello, la había heredado Imogen. La joven ni siquiera había entrado en la casa después de la muerte de la madre de Draven, pero, aun así, sentía su presencia, llena de fantasmas, cuando miraba hacia el oeste.
Se apartó de la ventana con impaciencia. Su criada, Daisy, había deshecho el equipaje y le había preparado un baño, de modo que se sumergió obedientemente en el agua caliente y trató de pensar en asuntos más alegres. Pero, por supuesto, no dio resultado. Escuchó cómo Daisy hablaba consigo misma mientras guardaba la ropa y protestaba por el deterioro que había sufrido en el viaje desde Escocia.
La ropa de Draven estaba en Maitland House. No podía permitir que sus corbatas y pañuelos enmohecieran y terminaran estropeándose. Debía examinar las cosas de lady Clarice y dárselas a los pobres, enviar sus joyas a las damas de la familia y ordenar cubrir con paños los muebles. Tal vez debería vender la casa.
Hasta no hace mucho, cuando se metía en la bañera, el solo hecho de rodearse de agua la hacía llorar. Pero hacía ya muchos días que no lloraba. Su matrimonio de apenas dos semanas estaba comenzando a convertirse en un recuerdo similar a los de la infancia, aquellos que aun siendo vívidos se escapan por entre los dedos, aunque se hagan esfuerzos por recordarlos.
Salió del baño y se dirigió hacia la cama. Daisy le había dejado un camisón de seda rosada, de un tono tan pálido que parecía la piel de un bebé. Esto provocó que Imogen se acordara de que necesitaba pensar en un marido. Tenía más de veintiún años. Annabel iba a tener un bebé y Tess seguramente la seguiría muy pronto.
Se alejó del espejo, negándose a aceptar el dolor que tanto la había angustiado después de la muerte de Draven, cuando se dio cuenta de que no había logrado engendrar un heredero. Había tardado muchos días en reunir el valor suficiente para comunicarle a la madre de Draven que no había ningún heredero en camino, y lady Clarice, simplemente, se había retirado para morir después de enterarse de este último dato. Todas las frivolidades, chismorreos y parloteos se desvanecieron tras la muerte de su hijo. Como si renunciara a su vida con la misma facilidad con que se descarta un pañuelo, se volvió hacia la pared y murió.
Imogen observó su imagen en d espejo del tocador y se subió el escote del camisón. Estaba bien tener un camisón que dejara el pecho al descubierto. Indudablemente, una prenda como aquella podría ser útil en determinadas situaciones, pero el sueño inocente de una viuda no constituía una de ellas.
«Un bebé», pensó, mientras se lo subía otra vez. «Un bebé».
Y en aquel momento, como si fuera una respuesta a sus pensamientos, escuchó algo. Era una risa ahogada, un ruidito con la boca, un sonido que nadie, excepto un niño muy pequeño, podía hacer. Pero aquello era imposible. La casa de Rafe era la residencia por excelencia de un soltero. Sus amigos iban y venían desde las carreras de Silchester o escapando de la compañía femenina, pero… ¿bebés?
Debía de haber escuchado mal. Pero lo oyó otra vez. Y era un ruido de bebé.
Imogen abrió la puerta, salió y de inmediato se chocó con un cuerpo grande. Lo miró. Con la débil luz del corredor se parecía a Rafe. Sólo que… no era Rafe. Era un hombre más delgado, de aspecto más joven y no tan robusto. Pero tenía los ojos del mismo color, una mezcla de gris y azul, y la misma forma almendrada. A Imogen le encantaban los ojos de Rafe. A veces era difícil dejar de mirarle.
Y tampoco era fácil apartar la mirada de aquel hombre que le estaba sonriendo cortésmente mientras ella permanecía inmóvil como una tonta. En sus brazos llevaba una criatura, una preciosa niña que sonrió a Imogen y en su rostro aparecieron unos hoyuelos.
—Mamamam…
Imogen apartó la mirada del caballero.
—Eres una preciosidad, querida… —susurró, ofreciéndole un dedo. La pequeña apretó su mano regordeta alrededor del dedo de Imogen y mostró sus hoyuelos otra vez—. ¡Qué niña tan adorable, señor! Usted debe de ser…
Pero su voz enmudeció. Notaba algo en los ojos del desconocido… la estaba mirando de una manera que en general no se percibe en un primer encuentro… Durante un instante, Imogen apenas pudo parpadear. Entonces, de pronto, se dio cuenta de que el camisón se le había vuelto a bajar y vio cómo su pecho brillaba con la débil luz. Se subió el escote y alzó la cabeza al mismo tiempo.
—Yo… —trató de decir algo. Pero se detuvo. ¿Qué podía decir? En los ojos del joven se adivinaba cierto aire de diversión.
Un segundo después se encontraba detrás de la seguridad de una gruesa puerta de roble maldiciendo en silencio. Aquél debía de ser el hermano ilegítimo de Rafe. No cabía duda. Rafe había descubierto que tenía un hermano el pasado mes de mayo.
Y aquélla tenía que ser su hija, supuso Imogen. Así que el hermano estaba casado…
Este pensamiento le provocó una extraña sensación de decepción. El joven era muy apuesto, tan apuesto como Rafe, pero sin su fiero aspecto. El hermano era una versión civilizada de su tutor. Poseía sus mismos ojos. Había que reconocer que Rafe tenía unos ojos muy hermosos, de color gris azulado. Pero Rafe lucía un aspecto muy poco apropiado para un caballero: llevaba el pelo demasiado largo y siempre mostraba una actitud de total desinterés por todo. Además, sus ojos reflejaban un halo de tristeza oculto en sus profundidades.
Imogen pensaba que la falta de interés que mostraba Rafe era innata. Había ahogado todo deseo en alcohol. No sucedía lo mismo con su hermano: sus ojos reflejaban interés y también diversión.
Pero… estaba casado. Y en los planes de Imogen, cuando decidió que quería mantener un discreto amorío, no entraba la posibilidad de relacionarse con un hombre que tuviera esposa.
De todas maneras, inclinó la cabeza hacia atrás, se recostó en la puerta y sonrió abiertamente. Y no sólo por la vergüenza. Se sintió viva por primera vez en meses. Aquel hermano ilegítimo era alto y vigoroso.
Aquello no le importaba. Si se le aceleraba el pulso con la mirada divertida de aquel joven… también se le aceleraría con la mirada de otros…
Se subió el escote del camisón otra vez.