Capítulo 3
Lecciones sobre el arte de la viudedad.
14 de septiembre de 1817
De viaje por Escocia
Hay personas a las que les gusta viajar: recorren largos trayectos con alegría y valentía, viendo pasar interminables leguas por la ventana con tranquilidad. Imogen no era una de ellas. Sentarse en un carruaje significaba que tendría demasiado tiempo para pensar, y el hecho de pensar tendía a convertirla en un alma melancólica. ¿Debía volver a casarse? Había pasado tantos años anhelando a Draven que se sentía mucho más liberada de lo que se suponía que debía estar después del final de su matrimonio de dos semanas. No era solamente un matrimonio de dos semanas. Estaban los cinco años de adoración que habían precedido a su matrimonio. Los cientos de ocasiones que había escrito el nombre de lady Imogen Maitland en pedazos de papel, y las miles de veces que les había asegurado a sus hermanas que se casaría con Draven… algún día.
La cuestión era que había trazado toda su vida adulta alrededor de Draven Maitland. Y ahora que no estaba, a veces tenía la sensación de que no podía existir sin él.
¿Casarse? ¿Casarse con quién? Y ¿por qué?
Hacía ya un año que Draven había fallecido y no había sido hasta aquel momento cuando había comenzado a plantearse esas preguntas, sin el freno del pesar que la había quemado por dentro y que la había mantenido llorando y furiosa durante los últimos doce meses.
Pero el malestar de sentirse a merced de sus propios pensamientos no era nada comparado con la desazón que sufría su pobre dama de compañía, lady Griselda Willoughby.
Griselda había subido al carruaje en Escocia con sus rizos encrespados bajo una pequeña y hermosa cofia. Era una dama almidonada, rolliza y encantadora. Pero en aquel momento, quince días después, ya no parecía almidonada, su figura estaba mucho más delgada y el encanto era escaso.
—Sencillamente, no entiendo qué le ocurre en el estómago —dijo Imogen, haciendo sonar la campana para que el cochero se detuviera por segunda vez aquella mañana.
—Siempre he tenido estos problemas… —musitó Griselda. Estaba apoyada en uno de los lados del carruaje y su cara mostraba un delicado color verde. «El color de las hojas que acaban de brotar en primavera», decidió Imogen—. ¿Cuánto tiempo más nos queda por este bendito camino?
—Sólo un día más —respondió Imogen, colocando una manta sobre las rodillas de Griselda.
—Sólo mírame —gimió Griselda—. He perdido totalmente la figura.
—Bueno… —comentó Imogen tímidamente—, hay muchas personas que encuentran deseable una figura delgada, dada la moda actual de trajes estilizados.
—Sólo las mujeres tontas —refunfuñó Griselda—. A los hombres les gustan las curvas y siempre les van a gustar. Trato de adelgazar a veces… ¡pero no de esta manera tan drástica!
—Pero, Griselda… —interrumpió Imogen, buscando una manera de expresar su pregunta con delicadeza—: ¿Le interesa a usted… lo que piensan los hombres?
—Todavía no me han tomado las medidas para el ataúd… —respondió Griselda sin abrir los ojos.
—¡Por supuesto que no! —Según los cálculos de Imogen, su dama de compañía rondaría los treinta años. No era ya una jovencita, pero tampoco se trataba de una señora mayor. Y, ciertamente, tenía edad para volver a casarse—. Pero usted no ha mostrado ningún interés en el matrimonio, hasta este momento. Su marido falleció hace ya bastante tiempo, ¿no?
—Hace más de diez años —informó Griselda—. Y estoy considerando la posibilidad del matrimonio.
—¿Tiene usted a alguien en mente? —quiso saber Imogen.
—No. —Griselda se acurrucó con un aspecto tan miserable como un gorrión con un ala rota—. Me ocuparé del asunto apenas comience la temporada.
Imogen pensó un momento en los encantos del matrimonio. Había estado casada, sí, pero sólo dos semanas, de modo que se podía decir que su experiencia era insignificante.
—¿Cuánto tiempo estuvo casada? —preguntó.
—Un año. ¿Tenía yo un perro pequeño cuando llegaste de Escocia?
Imogen recordó los días anteriores a su boda con Draven, cuando ella, Tess, Annabel y Josie habían llegado a la casa de Rafe con poco más que las ropas que llevaban puestas.
—No —respondió—. No tenía ningún perro. Me acordaría de ello.
Griselda había entrado en el salón de Rafe llevando uno de los vestidos más exquisitos que Imogen jamás había visto. Aquella noche, Annabel había dicho en tono soñador que no podría existir nada mejor en la vida que ser una viuda rica, con todo el dinero del mundo para gastar y sin un marido con quien compartirlo.
Y allí estaba Imogen: una viuda rica. Era curioso lo desagradable que podían ser los deseos ajenos cuando se viven en carne propia.
—Durante un breve tiempo tuve un perro —continuó Griselda—. Se llamaba Milo. Era uno de esos perros pequeños de color marrón. Pero empezó a comer y a comer, y a crecer y a crecer… —Abrió los ojos y miró fijamente a Imogen—. Antes de que me diera cuenta era tan alto que me llegaba a las rodillas. Sólo pensaba en comer. Era un hermoso perro, a su manera, pero desesperado por comer en cualquier momento del día.
—Hummm… —murmuró Imogen mientras se preguntaba si debería tener un perro. Por lo menos tendría compañía.
—Willoughby, mi marido, era exactamente como ese perro —aseguró Griselda, cerrando los ojos otra vez—. Ambos pensaban en la comida por encima de todas las cosas, y ambos tenían una mirada dolorosamente ansiosa en los ojos y sufrían un ligero temblor premonitorio en el cuerpo cuando llegaba el momento de la comida.
—¡Santo cielo! —exclamó Imogen.
—La única diferencia fue que no esperé a descubrir si Milo moriría por comer demasiado, como le ocurrió a Willoughby. A Milo lo regalé.
—De modo que tenemos que encontrar un hombre muy delgado para que se case con usted.
—Mejor uno que no muestre interés por la comida —aclaró Griselda con firmeza.
—¿Por qué ha decidido casarse después de tanto tiempo?
—Estoy cansada de estar sola. Desempeñar el papel de dama de compañía de tus hermanas ha sido muy instructivo en ese sentido.
Imogen pensó en lo perdidamente enamorada de su marido que estaba su hermana Annabel. Y también en Tess, cuyos ojos brillaban apenas veía a su esposo.
—Entiendo lo que quiere decir —asintió con un suspiro—. Mis hermanas son felices en sus matrimonios.
—Eso hace que una piense… —apuntó Griselda. Se anudó delicadamente un pañuelo de encaje alrededor del cuello—. Mi matrimonio fue muy distinto, como comprenderás.
—También el mío —confesó Imogen mientras sentía una leve sensación de deslealtad.
Los ojos de Griselda no manifestaron sorpresa alguna.
—Maitland era un hombre muy apuesto —comentó tranquilamente—. Por mi experiencia en la sociedad, he descubierto que la belleza es una gran desventaja en un hombre. Frecuentemente parece ir acompañada de la petulancia y de un desafortunado grado de arrogancia.
Imogen abrió la boca para defender a su Draven… pero la cerró. Draven había sido arrogante. Y también petulante, quejándose siempre del estricto control que su madre ejercía sobre su dinero. Pero su peor defecto había sido la imprudencia: saltaba sobre el lomo de cualquier caballo para ganar una apuesta. Sencillamente, no podía soportar el hecho de perder.
—Por supuesto, Maitland podría haberse convertido en una persona más dócil con el paso de los años —observó Griselda.
En los labios de Imogen se dibujó una pequeña sonrisa.
—O no…
—Resulta muy conveniente observar el pasado con optimismo. Es importante que recuerdes que no estaba en tus manos lograr que tu matrimonio fuera un éxito o mantener a Maitland con vida.
Imogen suspiró. Opinaba casi de la misma manera que Griselda. Al principio no pudo soportar el dolor de su propia culpa. Después comenzó a criticarse a sí misma. Y en aquel momento, finalmente, estaba empezando a aceptar el hecho de que no hubiera podido impedir que Draven se lanzara a la carrera hacia su muerte. Era como un potro sin domar, y ella no era una mujer lo suficientemente fuerte como para ponerle las bridas.
—No estoy preparada para casarme de nuevo —comentó de pronto—. Casi toda mi vida soñé con estar casada con Draven. Ahora me gustaría ser simplemente Imogen durante un tiempo.
—Una ambición loable —observó Griselda—. A mí me encantaría no tener que ser Griselda, por lo menos hasta que esté fuera de este carruaje y el estómago se me haya calmado.
—Esto puede sorprenderla —anunció Imogen, mordiéndose un labio.
—Lo dudo —respondió Griselda—. Tengo cierta dificultad en alcanzar tales excesos de emoción cuando estoy dominada por las náuseas. Además, sé perfectamente lo que estás planeando. —Imogen levantó una ceja—. El año pasado —explicó— deseabas tener un pequeño amorío… aunque por razones equivocadas: estabas enfadada con tu marido porque había muerto.
—Estaba enfadada conmigo misma por haberle fallado —corrigió Imogen en voz muy baja.
—Ahora has decidido hacer lo mismo… pero por razones diferentes.
—¡Lo dice usted con mucha tranquilidad…! No tendrá la intención de darme una lección acerca de los males que acarrean las relaciones ilícitas, ¿no?
—No, en absoluto. Estoy segura de que sabes muy bien cuáles serían las desagradables consecuencias si la sociedad llegara a descubrir tus intenciones. Y he llegado a la conclusión de que un pequeño desliz ocasional que no haga daño a nadie puede ser bueno para alegrar el espíritu.
Imogen la miró con asombro.
—¿Me está queriendo decir que usted se ha permitido algún desliz, Griselda? ¿Usted?
Griselda frunció el ceño.
—Como ya te he dicho, no me han tomado todavía las medidas para el ataúd. Y el hecho de que haya decidido no entregarme al matrimonio no significa que no haya disfrutado, de manera ocasional y muy discretamente, de los placeres de estar acompañada.
Imogen miró fijamente y con fascinación a su dama de compañía, célebre en la sociedad por ser una de las viudas más castas y virtuosas de Londres.
—¿Mayne lo sabe?
—¿Por qué remota razón iba yo a compartir semejante detalle con un hermano? Créeme, jovencita… se debe aprender desde muy pronto que permitir que un hombre sea un confidente sólo puede traer problemas, y los hombres de la propia familia son los peores de todos. —Imogen pensó en ello—. A propósito de mi hermano… —continuó Griselda—. Preferiría que no lo eligieras para tus… futuras aventuras… Creo que ya es hora de que se case.
—¿En serio? —A Imogen le resultaba sumamente difícil imaginar al conde de Mayne, que cabalgaba junto al carruaje, al abrigo de las faldas de una mujer.
—Además, es mucho mejor que estos pequeños flirteos se desarrollen lejos de la mirada pública. Todo el mundo disfrutaría mucho observándoos a Mayne y a ti… especialmente teniendo en cuenta lo mucho que dieron que hablar vuestros coqueteos el año pasado.
—Pero no ocurrió nada —se apresuró a explicar Imogen.
—Lo sé. Pero si os siguen viendo juntos la próxima temporada, os convertiréis en la comidilla de la sociedad, dada la obvia incapacidad de mi hermano para mantener una relación con una mujer más allá de algunas semanas.
—En realidad no estoy pensando en Mayne… —aclaró Imogen. Por no mencionar el hecho de que el joven no mostraba ningún interés por ella. En todo caso, Mayne no era lo que tenía en mente: era demasiado imprevisible, demasiado sofisticado y, decididamente, demasiado incómodo—. Pensaba en tener una amistad con alguien desconocido en sociedad.
—Ésa es una idea excelente —aprobó Griselda—. Un caballero, por supuesto, pero que sea muy reservado. Tal vez Rafe tenga algún amigo en el campo que pueda interesarte durante un breve tiempo. Debes encontrar a alguien que no sea de ninguna manera apto como marido.
Imogen sacudió la cabeza.
—Me deja realmente sin palabras, Griselda.
—Perdóname, querida, por lo que te voy a decir. Durante muchos años has estado a merced de tus sentimientos y emociones. Y la emoción es mala consejera a la hora de elegir pretendientes. Encuentro muy provechoso observar a los hombres con objetividad en la medida de lo posible. Poseen grandes cualidades y encanto. Sin embargo, ese encanto se debe disfrutar sólo en situaciones en las que una dama cuente con ventaja en todo momento. —Acomodó la manta con la que se arropaba—. Los hombres ocasionan problemas en nuestra dignidad y en nuestra paz interior. Ten esto en mente y elige un hombre que no tenga la menor intención de proponerte matrimonio.
—Estoy asombrada… —musitó Imogen—. Asombrada…
Griselda levantó una ceja.
—El asombro comporta sofisticación, querida. Permíteme añadir que si sientes la necesidad de tener un amigo, que sea sólo durante una noche o, como mucho, dos. Cuando las mujeres intimamos demasiado corremos el riesgo de enamorarnos. He visto cientos de veces cómo les ha ocurrido eso a mis amigas… —Imogen abrió la boca, pero Griselda alzó su delicada mano—. Sé muy bien que ya has sufrido por amor. Indudablemente, eso te ha curado del deseo de repetir la experiencia, pero ¡ten cuidado! Ten mucho cuidado. —Imogen asintió con la cabeza. Griselda describía el amor con el mismo horror con que podría explicar una enfermedad contagiosa. Se trataba de algo instructivo—. Una noche, o quizá dos, si el caballero en cuestión es particularmente amistoso. Por supuesto, debes evitar tener un niño. Puedo darte algunas instrucciones acerca de ese tema.
—No me quedé embarazada durante mi matrimonio… —se lamentó Imogen con tristeza—. No creo que sea un tema del cual deba preocuparme…
—Sólo estuviste casada un par de semanas… Yo estuve casada un año, pero la verdad es que el pobre Willoughby era demasiado corpulento para estar cómodo en determinadas circunstancias. Mi amiga lady Feddrington me contó que su marido sufre de una incomodidad similar. —Hizo una pausa—. Termina el asunto de manera enérgica y sin dejar la más leve posibilidad de duda —continuó Griselda—. Le puedes decir al caballero que, si bien estás agradecida por el delicioso tiempo que has pasado en su grata compañía, has descubierto el error de tu conducta y deseas llevar una vida célibe. Si lo deseas, puedes añadir algunos elogios, como que te brindó un placer que nunca antes habías experimentado. —Imogen asintió con la cabeza, deseando tener la libreta de Josie para tomar notas—. En ocasiones, un hombre que hasta ese momento se ha mostrado razonable, puede actuar de un modo totalmente inesperado cuando le informes de tu deseo de terminar la relación. En general, yo suelo poner como excusa que, si bien no estoy traicionando al pobre Willoughby, está muerto, después de todo, he decidido, pensándolo bien, que me estoy traicionando a mí misma. Se quedan sin respuesta ante ese razonamiento y una se puede despedir con buenas maneras. Si mi estómago me dejara, podría pensar en más soluciones… Ah, hay algo más…
—¿Todas las viudas tienen en cuenta estas cuestiones? —quiso saber Imogen, fascinada por el panorama de la vida de Griselda.
—En realidad, no… De otra manera no se puede entender cómo tantas mujeres tontas echan a perder su reputación. La regla más importante es que nunca se debe recurrir a los criados. Tengo que decirte, querida, que hay muchas damas que han elegido criados como acompañantes… —Abrió los ojos como si hubiera visto un espectro—. ¡Incluso jardineros!
Imogen y sus hermanas habían analizado con minuciosidad durante su infancia en Escocia toda revista de Londres que llegaba hasta allí, y conocían muy bien los ocasionales y sorprendentes comentarios sobre la condesa de Tal o de Cual que se había fugado a Francia en compañía de un miembro de su servidumbre.
—La viudedad puede ser un estado solitario y triste, Imogen. Pero sólo… —Griselda esbozó una sonrisa—, sólo si una decide vivirla de esa manera. —Imogen asintió con la cabeza—. Preveo una feliz viudedad para ti, querida —observó Griselda—. ¿Podrías tocar esa campana otra vez? Me temo que es un asunto de cierta urgencia.