Capítulo 25

Donde el comportamiento vulgar es señalado, juzgado… y castigado.

Por supuesto, Imogen no iría a Silchester aquella noche. ¿Por qué iba a querer ella codearse con mujeres como Cristobel? La última excursión le había devuelto a sus habitaciones oliendo a vino barato y agotada después de haberse expuesto a la vista de la mayoría de los residentes varones del condado.

Ésa debía de ser la razón por la que estaba pintando círculos negros alrededor de sus ojos con pulso inestable. Su mente insistía en seguir enviando pequeños mensajes de consuelo.

¿Por qué no podía ir? El beso de Rafe de aquella tarde no significaba nada. No. Había sido un beso de consuelo, la clase de beso que cualquier hombre podría haber dado a una mujer disponible que de pronto busca refugio para suspirar en su hombro.

Aunque su cuerpo, de manera traicionera, no parecía reconocer esa opinión de sentido común y continuaba sobresaltándose cada vez que pensaba en ello.

Durante la cena había mirado de soslayo a Gabe a los ojos, pero él se mostraba tan desinteresado que aquello casi le hacía temblar. ¿Cómo podía haber besado a alguien así, cuyos ojos claramente no se fijaban en ella? Simplemente es un buen actor, se tranquilizó a sí misma. No se había mostrado indiferente en el carruaje. Sus ojos no le habían parecido desapasionados cuando la había besado.

Sin embargo, había un tono de cierta distancia en su voz durante la cena…

La puerta se abrió.

—¡Im… o… gen! —gritó su hermana menor y cerró rápidamente la puerta en cuanto entró—. ¿Qué demonios estás haciendo?

—Voy a salir —respondió Imogen irritada, deseando que Josie se hubiera quedado en Escocia—. Y cuando quieras entrar en mi habitación, deberías decir a tu doncella que viniera primero y pidiera permiso, Josie.

—Lo habría hecho si hubiera sabido que te iba a sorprender en actividades ilícitas. Supongo que vas a ir a Silchester. Me lo tenía que haber imaginado cuando le dijiste a Griselda que te dolía la cabeza.

—Estás en lo cierto. Voy a ir a Silchester. Me divertí mucho anoche.

—El señor Spenser no está interesado en ti —aseguró Josie con firmeza.

—¿Desde cuándo te has convertido en una experta en estos temas? —reaccionó Imogen. Se había puesto una cantidad exagerada de colorete en las mejillas.

—Desde que empecé a observaros. Y puedo decirte, Imogen, que el señor Spenser no te mira con el debido nivel de atención. Indudablemente, no es un nivel apropiado para que ignores la prudencia. ¿Para qué arriesgarte a arruinar tu reputación por alguien que te mira con el mismo interés que un vicario casado?

—Por si no se te ha ocurrido —replicó Imogen con dignidad—, Gabriel Spenser no muestra sus sentimientos precisamente para proteger mi reputación.

—Si es tan bueno actuando, deberías preguntarte cuántos amoríos como éste ha mantenido —señaló Josie—. Por mucho que sea doctor en teología.

Imogen tuvo que admitir lo acertado de la observación. Gabe tenía que haberse dedicado al teatro. Mirándolo, jamás en la vida habría imaginado que era el mismo hombre que la había sacado riéndose de un barril de vino.

—Como soy viuda, puedo disfrutar de la compañía de un caballero por la noche sin tener que llevar dama de compañía —informó—. Es más, si estuviéramos en Londres, podría llevarme al teatro.

—Ir al teatro a ver una obra perfectamente respetable no es lo mismo que salir a hurtadillas disfrazada para ir a un lugar poco respetable con, seamos francas, Imogen, un acompañante también poco respetable. Y eso lo sabes perfectamente, pues les has dicho a todos que te retirabas a descansar a tus aposentos.

—Tú misma acabas de decir que es doctor en teología. Difícilmente se puede decir que eso es poco respetable.

—No habría dicho que no es respetable si no supiera que se ha escabullido de casa con una de mis hermanas para llevarla a una posada donde ella cantó a dúo con una mujer de mala reputación. —Josie tocó unos restos de polvos pintalabios y se frotó despreocupadamente la boca—. Creo que lo que acabo de decir confirma que es poco respetable, ¿no te parece?

Imogen se miró en el espejo. Por supuesto, Josie tenía razón. Sin embargo, la noche anterior Gabe la había convertido en una mujer que no necesitaba colorete porque lucía un rubor natural en sus mejillas…

Lo peor era que si Gabe había evitado mirarla a los ojos durante la cena, Rafe no había hecho más que mirarla. Era casi como si la estuviera torturando. Estaba sentado en la cabecera de la mesa, repantingado como si estuviera ebrio, con sus dedos rodeando un vaso de agua. No daba muestras de echar de menos el whisky o de querer beber del vino que Brinkley estaba sirviendo a los demás.

Imogen tampoco había tomado vino. Nunca le había gustado demasiado el alcohol y no veía razón alguna para beber algo que su anfitrión no podía compartir con ella. Rafe se dio cuenta. Y había visto un destello en sus ojos, pero no sabía cómo interpretarlo.

Y otra cosa en la mirada de Rafe le advertía que él estaba pensando en aquel beso, algo que provocaba que estuviera inquieta en su silla. Pero, ¿le decía algo a ella? ¿Mostraba acaso el más mínimo gesto o decía la más mínima frase que sugiriera que deseaba besarla otra vez, o… o algo? La respuesta era «no».

Gillian estaba sentada a la izquierda de Rafe, e Imogen a su derecha. Hablaron principalmente de la obra de teatro. Gillian había pasado la tarde copiando partes de los textos y Rafe parecía tener un comentario sobre cada uno que ella mencionaba.

Cuando terminaron de pelearse por una frase que Gillian consideraba «insípida» y Rafe pensaba que era «necesaria» —por supuesto era un párrafo de Dorimant—, Imogen había intervenido en la conversación.

—No entiendo, Rafe. ¿Cómo ha memorizado su texto tan rápidamente?

—Oh, tengo una memoria muy especial —respondió Rafe sin darle importancia.

—¿Qué clase de memoria?

—Una que me permite recordar hasta los detalles más nimios e insignificantes.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Gillian aparentemente fascinada. Imogen advirtió que casi todo lo que decía Rafe fascinaba a Gillian. La joven estaba siempre inclinada hacia él mirándole con sus grandes ojos verdes y tocándole la manga.

—Recuerdo fechas sin sentido.

—¿Por ejemplo?

—Su cumpleaños, 5 de septiembre. 13 de enero de 1786, el día en que tuve mi primer caballo. 2 de febrero de 1800, el día en que fui a Oxford.

—¡Qué curioso! —comentó Gillian—. ¿Está diciendo que usted recuerda la obra entera después de una sola lectura, su señoría?

Rafe sonrió.

—Odio mi título. ¿Cómo puedo convencerla para que se dirija a mí llamándome simplemente Rafe?

—No, no… —replicó Gillian, pero sus ojos brillaban—. Sería muy poco apropiado. Pero trataré de reducir mi uso de su título, su señoría. —Imogen tuvo que admitir que Gillian Pythian-Adams era una joven muy hermosa. Sus ojos eran tan claros como el verde del mar. Era muy probable que hubiera gente que considerara, pensó Imogen con mal humor, que Gillian Pythian-Adams tenía una sonrisa encantadora. Rafe, definitivamente, era una de esas personas.

—Así que estás decidida a hacer esa excursión imprudente a Silchester con el hermano de Rafe, aunque sabes perfectamente que lo más probable es que eches a perder tu reputación si alguien te descubre —señaló Josie, arrancando a Imogen de sus pensamientos acerca de lo que había ocurrido durante la cena.

—Nadie me descubrirá —repuso Imogen tranquilamente.

—¿No te preocupa esa posibilidad?

—No. —Y de verdad no le preocupaba. Pero sí tenía miedo de algo que no podía mencionar a Josie. Tenía miedo de sucumbir a los oscuros besos de Gabe, aunque después de la manera en que había actuado durante todo el día, sabía que no había nada entre ellos que pudiera durar.

—Tengo que admitir —confesó Josie en tono meditabundo— que te envidio. —Imogen resopló—. Eres insensible a la posibilidad del desprecio social —continuó Josie—. Has llamado sin esfuerzo la atención de nuestro tutor, ahora sobrio, y no finjas que no es así, Imogen. No soy ciega. Y hete aquí que te dispones a participar en una excursión que puede ser calificada, en el mejor de los casos, de decadente, si no totalmente libertina, con el hermano de nuestro tutor. Vaya, este asunto es decididamente bíblico.

—Tienes una manera encantadora de decir las cosas. —Imogen se puso de pie y se colocó la capa. Debido al infeliz encuentro con el barril de vino, el vestido dorado de la señora Loveit no estaba disponible esa noche, pero el vestido previsto para Belinda era igualmente chillón y sería un disfraz magnífico. Era de color escarlata y estaba salpicado, de la manera más extraña, con felpilla negra. La faja era también negra y estaba adornada con un dibujo de rollos de pergamino, también de color escarlata, aunque tenía que admitir que, por lo que se veía, la faja solamente existía con el propósito de que pudiera servir de marco para un generoso escote.

—Es una buena idea que yo no pueda participar en la obra —observó Josie—. No cabría en ninguno de esos vestidos.

—Ni siquiera me entran a mí —admitió Imogen mirándose. Tenía el pecho precariamente cubierto por el corpiño, si a ese pedacito de raso se le podía llamar de esa manera.

—Por favor, no dejes que nadie te descubra —imploró Josie cuando Imogen estaba a punto de irse.

Imogen sonrió.

—No te preocupes. Soy una viuda y ésta es una de las ventajas de esa condición.

—Lo sé. Lo digo porque soy muy egoísta.

Había un tono de lamento en la voz de Josie que hizo que Imogen prestara atención.

—¿Por qué?

Parecía que Josie estaba a punto de echarse a llorar.

—Si ocurre algún escándalo, me resultará complicado casarme. Si se descubre que tienes una aventura con el hermano ilegítimo de Rafe, ¿cómo podré encontrar alguna vez a un hombre que me acepte?

Imogen sintió un destello de culpa cegadora.

—Oh, querida, ¡no te preocupes! —Corrió hacia ella para darle un beso—. No volveré a salir con el señor Spenser después de esta noche. No te preocupes por la temporada. De verdad. Eres joven y hermosa.

—Estoy… —Josie se detuvo—. Estoy cansada de pensar siempre en lo mismo.

—Seré completamente prudente —prometió Imogen.

El caballero estaba apoyado en la pared del huerto, esperándola. A pesar de todo lo que había pensado, de la severa reprimenda que se había dado a sí misma mientras bajaba las escaleras, de su coqueteo con Rafe y de la conversación con Josie, a Imogen le latía el corazón a gran velocidad.

Su conciencia estaba elaborando un furioso comentario. «¡Estás actuando peor que una mujerzuela! Besas a un hermano por la tarde y luego…»

El joven se adelantó para recibirla, con su rostro escondido bajo la sombra de los manzanos y un sombrero de ala baja. Imogen no le veía los ojos: ¿serían inexpresivos e indiferentes como durante la cena? Pero él habló y su tono pausado de erudito la conmovió hasta los huesos.

—Lady Maitland. Temía que no apareciera.

—La puntualidad es cortesía de los reyes —sentenció Imogen—. Como no pertenezco a la realeza, sería presuntuoso por mi parte llegar a la hora en punto.

Él se inclinó para besarle la mano.

—Me alegro de verla. Temía que hubiera cambiado de idea.

—Estuve a punto de hacerlo.

Abrió la puerta de huerto.

—¿Dónde iremos esta noche?

—He pensado que deberíamos dejar a la gente de Silchester que se divierta por su cuenta. Hay una farsa navideña en Mortimer.

—¡Una farsa navideña! ¿No es temprano? Apenas estamos en octubre.

El caballero la condujo hacia el carruaje.

—En Londres, las farsas se representan todos los días durante tres meses antes de Navidad. Confieso que me producen un placer infantil.

Imogen se sentó y se arregló la capa de manera que su pecho no se viera tan expuesto. El carruaje arrancó con una sacudida. Imogen sintió un poco de miedo. ¿La besaría de inmediato? Trató de iniciar alguna conversación agradable.

—¿Ha visto usted alguna vez a Joseph Grimaldi?

—¿El payaso? Vi una representación suya el año pasado. Creo que su interpretación no podría jamás competir con la suya y la encantadora Cristobel.

A Imogen no se le ocurría nada que decir y Gabe parecía tener tan pocas ganas de hablar como ella, aunque tampoco mostraba ninguna propensión a saltar al otro lado del carruaje y besarla. Era desconcertante. Ella y Rafe habían hablado con tanta facilidad aquella tarde… ¿Acaso el silencio se debía a que cuando un hombre está interesado en una mujer disponible no hay razones para hablar?

La idea era inquietante.

Pero se sentía animada ante la perspectiva de ir a ver la farsa.

—¿Será Cenicienta? —preguntó—. Mis hermanas y yo leímos la obra cuando vivíamos en Escocia.

—Puede ser —respondió Gabe—. Es la farsa más popular, creo. Yo la vi cuando la representaron en Drury Lane… hace unos diez años.

—¿Le gusta a usted el teatro, aparte de las farsas?

—Me gusta el teatro, aunque nunca he actuado. Admito que no estoy particularmente entusiasmado de actuar en la obra.

—El señor Medley parece bastante respetable. Piense en mí: tengo que hacer el papel de una inocente campesina…

—Una inocente campesina que echa el lazo al peor libertino del mundo —señaló Gabe—. Usted vence a las damas de la ciudad, a Belinda y a la señora Loveit, y se lleva el premio.

—Si es que Dorimant puede ser considerado un premio…

—Mi hermano interpretará bien a Dorimant, ¿no?

—Bueno, él no es ningún libertino —señaló Imogen, sintiendo una extraña necesidad de ponerse a la defensiva.

Gabe se rió.

—Una dama decorosa como usted ni siquiera sabría reconocer las características de un libertino, lady Maitland.

Imogen entornó los ojos.

—Le aseguro —replicó con frialdad— que mi conocimiento sobre su hermano me lleva a la conclusión de que no se parece a Dorimant en absoluto. Quizá, señor, debería cambiar su papel con él e interpretar a Dorimant usted mismo.

Se rió. Era asombroso cómo se parecía a Rafe.

—A mi hermano le complacerá mucho su lealtad.

Imogen respiró profundamente y entró en el Fortune Theater, pasando rápidamente junto al muchacho que sostenía abierta la puerta antes de que pudiera hacer algo más que echar una mirada a su pecho. La antesala del Fortune estaba recubierta de cortinas de terciopelo rojo y gozaba de una opulenta iluminación.

—Parece que tienen iluminación de gas —observó Gabe.

—Éste es uno de los teatros más importantes fuera de Londres —informó el acomodador mientras les conducía a sus asientos—. La flor y nata del condado asiste a nuestras funciones. —Miró de reojo el vestido escarlata de Imogen.

—Pensé que se nos vería demasiado si nos sentábamos en un palco —le susurró Gabe al oído mientras caminaban por el pasillo—. Y no quería estar cerca del escenario.

—¿Por qué no?

—Supongo que usted nunca ha visto una farsa —indicó Gabe, guiándola para que siguiera al acomodador con un ligero toque en la espalda.

—No —admitió Imogen—. Sé que se representaron algunas en Glasgow poco después de que se hicieran tan populares en Inglaterra, pero a mi padre no le gustaba viajar. —«Porque», añadió en silencio, «nunca gastaba dinero que podía invertir en las carreras».

—En ese caso, me siento honrado por traerla por primera vez a ver una farsa, y le aseguro que es mejor no colocarse demasiado cerca del escenario.

Imogen se sentó en la butaca, tapizada de terciopelo rojo. Había palcos en los extremos, totalmente revestidos de terciopelo y cadenas de perlas de yeso.

—Excepcionalmente vulgar —comentó él en voz baja.

—Me gusta —replicó Imogen—. Me recuerda a una pintura de una cuadriga dorada que vi una vez. —Imogen se había hecho a la idea de que las farsas eran algo bastante desenfrenado, con gente pobre gritando. Pero los espectadores que se hallaban a su alrededor eran ciudadanos honestos, carniceros y hacendados.

Justo delante de ellos se encontraba una viuda respetable que llevaba un sombrero de tela morada combinada con terciopelo. Observó a su alrededor, recorriendo con una mirada arrogante toda la fila y después giró bruscamente la cabeza. Hasta su mismo sombrero tembló de indignación.

Imogen se volvió hacia Gabe riéndose.

—Mi traje es excepcionalmente adecuado para este teatro. Pero, aparentemente, está hiriendo algunas sensibilidades.

—No se preocupe —repuso Gabe con su voz profunda de catedrático—. Si usted observa mi traje, comprobará que voy vestido como un marinero. Las personas que se han encargado del vestuario de la obra pensaron erróneamente que había un marinero en El hombre de moda. Creo que podré pasar fácilmente por un marinero con… digamos, ¿una monja de Whitefriars?

—¿Una monja de Whitefriars?

—Un juego de palabras muy popular. Whitefriars, una zona muy poco recomendable de Londres, contaba con un monasterio. Las monjas, por supuesto, hacen voto de castidad para toda la vida…

—Y los habitantes actuales de ese distrito ya no siguen los antiguos patrones de conducta —completó Imogen, riéndose tontamente—. Me siento absolutamente perversa.

—Bueno, luce usted un colorido extraordinario —señaló Gabe—. Cualquier juicio imparcial debería considerarla como un ave del paraíso o igualmente algo lleno de color. —Imogen sonrió—. Tendré que quitarle el pintalabios antes de besarla.

La risa desapareció en la garganta de Imogen y fijó la vista en los ojos almendrados de Gabe. En aquel momento no se mostraban en absoluto indiferentes. El caballero inclinó la cabeza para acercarse a la joven.

—¡Qué pena que el teatro esté tan bien iluminado! —murmuró.

—Sí —logró decir Imogen. Gabe le sostenía una mano. Sintió sus callos, sin duda producidos por las riendas de un brioso caballo.

—Porque debo decirle, lady Maitland, que no he hecho otra cosa que pensar en besarla durante todo el día.

—No lo ha demostrado… —objetó con voz entrecortada.

—Igual que no robaría un banco, tampoco pondría en peligro su reputación.

—¡Oh…! —musitó Imogen algo tontamente. Y añadió—: Es usted un excelente actor.

El teatro se había llenado y todas las butacas estaban ocupadas. El ruido de las voces aumentaba y competía con la música que procedía del foso de la orquesta.

—Está a punto de comenzar. —Gabe seguía sosteniéndole la mano.

¿Había considerado realmente no acudir a la cita? Imogen tenía la sensación de que le ardía la sangre mientras notaba unos escalofríos en la espalda, y los ojos penetrantes de su compañero sabían exactamente lo que le provocaban.

La estaban seduciendo…

Imogen se percató de que lo había sabido todo el tiempo. Por supuesto que lo había sabido. ¿Por qué si no se había dado un baño tan largo? ¿Por qué se había vestido con tanto cuidado, aunque de manera ostentosa? ¿Por qué otra razón si no porque podía ser seducida y su compañero podía permitirse las libertades que se habría tomado la noche anterior si no se hubiera caído en un barril de vino?

Es más, Imogen permitiría que aquello ocurriera. Era una aventura, debía dejar atrás el pesar y la seriedad del año anterior.

«Una sola noche», se dijo a sí misma. Una noche únicamente y volvería a ser una viuda sobria para ocuparse de Josie, para cuidar de su reputación, después de interrumpir aquella aventura desenfrenada.

Mientras tanto, Gabe había comenzado a darle un lento masaje en la mano.

—¡Señor Spenser! —exclamó jadeando.

—Gabe —corrigió.

—¡Gabe! —repitió lentamente.

Gabe se inclinó hacia delante y le susurró al oído.

—Una monja de Whitefriars mantiene relaciones muy íntimas con sus amigos… Imogen.

Imogen se humedeció los labios nerviosamente. La orquesta había comenzado a tocar. Gabe sonrió y su mirada mostraba una expresión tan poco sagrada… que ni una monja, ni una dama y ciertamente tampoco un profesor de teología podrían imaginarla siquiera.

—Creía que usted estudiaba la biblia —observó Imogen.

—Eso es algo que la gente me recuerda con demasiada frecuencia.

En aquel momento, los muchachos que estaban junto a las lámparas de gas en los extremos de la sala bajaron su intensidad. Se produjo un fuerte murmullo en la multitud. Y los labios de Gabriel se apoderaron de los de Imogen. No se parecía en nada al gentil gesto, al sutil humor y a la propuesta afectuosa de Rafe. Fue un beso castigador que le empujó la cabeza hacia atrás y envió una inmediata oleada de calor por todo su cuerpo. Aquello era un roce erótico que no tenía nada que ver con el sabor de la hierba caliente por el sol o las suaves caricias. Aquello era una posesión profunda y despiadada. Y ella…

El telón se levantó de repente y los muchachos de las lámparas de gas volvieron a hacerlas brillar.

Imogen descubrió que tenía las manos enredadas en el pelo de Gabe y que estaban muy cerca. Gabe se apartó y le sonrió.

Desde la fila de delante se escuchó un escandalizado grito.

—¡Qué vergüenza! —Imogen supuso que la viuda del sombrero se había atrevido a mirar hacia atrás.

Dos segundos después, el escenario se llenó con un grupo de actores que gritaban y hacían ruidos, e Imogen se olvidó de su ofendida vecina.

Dos minutos después, se inclinó sobre Gabe.

—¿Todos los papeles de mujeres son interpretados por hombres?

—Oh, no —le susurró al oído—. El protagonista, por lo general, suele interpretarlo una mujer. Mire, ahí está.

Imogen parpadeó mientras miraba el escenario. Una mujer joven estaba escandalosamente vestida con calzones y sus piernas cubiertas con calzas de malla estaban a la vista de todos los espectadores.

—¡Santo cielo! —exclamó—. Lamentaba no haber traído a Josie, pero ahora…

—Es todo una tontería. —Y sus labios depositaron una caricia en su oreja que no tenía nada que ver con la tontería del escenario.

Gradualmente el espectáculo se fue haciendo cada vez más bullicioso. El personaje favorito de Imogen era la viuda Trankey. No hacía más que saltar por el escenario haciendo comentarios sobre los malos modales de Cenicienta y su gran nariz —en verdad, uno no podía decir con toda honestidad que el hombre que interpretaba a Cenicienta tuviera rasgos precisamente delicados.

Cuando la viuda Trankey decidió que las feas hermanastras eran terribles y debían ser castigadas, y ella era la mujer que debía encargarse de ello, dado que la madrastra de Cenicienta había fracasado en la tarea, Imogen se reía sin poder contenerse cada vez que abría la boca.

Finalmente, la viuda Trankey anunció que el público tenía que enterarse de lo que le había pasado la noche anterior, relato que haría cantando.

—«Fui a la cervecería como una mujer decente debe hacer…» —canturreó.

Para asombro de Imogen, todo el público abrió la boca y rugió.

—«¡Cómo debe hacer!».

—«Y un bellaco me siguió, del modo en que ustedes saben que los bellacos hacen…» —continuó, sacudiéndose coquetamente la falda.

—«¡Así lo hacen!» —bramó la audiencia e Imogen gritó también. Estaba actuando exactamente como la mujer fácil que estaba fingiendo ser, gritando los versos con desenfreno.

—«Me metí en la cama como una mujer decente debe hacer…» —siguió cantando la viuda Trankey mientras gesticulaba exageradamente con los dedos y las cejas.

—«¡Cómo debe hacer!» —volvió a gritar la multitud, y en ese momento Imogen vio que la dama del sombrero morado gritaba el estribillo también, y eso le impidió advertir lo que su acompañante estaba haciendo.

Porque él… él…

—«Y el bellaco se metió en la cama, del modo en que ustedes saben que los bellacos hacen…» —relataba la viuda.

—«¡Así lo hacen!» —gritó Imogen con voz moribunda. Porque Gabe le estaba lamiendo la oreja. Sintió que algo cálido se deslizaba por su piel. Juguetón y lento.

Se arriesgó a mirar. La risa de Gabe era ronca y provocativa, no como las divertidas carcajadas que se oían entre el público.

—¡Basta! —le pidió, y volvió a la viuda, que estaba reprendiendo a la perversa madrastra por sus crueldades.

Pero Gabe no se detuvo. Unos segundos después Imogen sintió que unos dientes le mordían la oreja, lo que le produjo una sensación tan extraordinaria que se movió inquieta en su butaca y jadeó.

Afortunadamente nadie la había oído, porque el protagonista había entrado a hurtadillas en el escenario y había robado todos los pasteles que la viuda Trankey pensaba vender en el mercado. La viuda gritaba y corría hasta que de pronto un pastel voló al otro lado del escenario.

Imogen gritó cuando el pastel voló por los aires. En el último segundo, la viuda Trankey se agachó… ¡y el pastel se estrelló contra una de las malvadas hermanastras!

El teatro alternativamente gritaba y gemía mientras los pasteles volaban por el escenario. La mayoría los atrapaban diestramente la viuda, el ladrón y, a veces, Cenicienta. A los pocos minutos, sus vestimentas, sus rostros y el escenario aparecían generosamente adornados con migas y trozos de pastel.

—¡Son excelentes malabaristas! —gritó Imogen volviéndose a su acompañante.

Rafe había visto la farsa unas cien veces antes, pero nunca había contemplado a Imogen Maitland así… como un delicioso pastel de cerezas que no podía esperar para comérselo. Le miró a los ojos, le brillaban, igual que sus hermosos y carnosos labios… y no pudo esperar más.

Se abalanzó sobre ella, absorbiendo su alegría y diversión, convirtiéndola apenas un segundo después en otra cosa.

Nunca había sentido la sensación de dominio que notó cuando Imogen se puso rígida y se sobresaltó en sus brazos, pero un instante después cayó en aquel beso, con los ojos cerrados y la respiración agitada. Era suya, era suya esa noche, y sería suya el resto de su vida. ¡Ah…! Si ella lo supiera… y si él pudiera lograrlo.

—Imogen —susurró.

—Sí —respondió con voz entrecortada.

—Esta noche la llevaré a sus aposentos.

Imogen abrió los ojos y le miró.

—¡Sí…! —suspiró—. ¡Oh… sí!

Rafe miraba el escenario sin ver. Tenía toda la noche para convencerla de que estaban hechos el uno para el otro en la cuestión más importante. Cuando fuera suya de todas las maneras posibles, podría decirle quién era. Una lenta sonrisa cruzó su rostro. Rafe no había practicado mucho durante los últimos años, pero si había una cosa en su vida sobre la que no albergaba ninguna duda, era sobre su habilidad para hacer feliz a una mujer. Mientras pensaba en ello, extendió la mano y atrajo a Imogen más cerca de él, tan cerca como aquellas butacas de terciopelo rojo lo permitían.

Mientras tanto, la farsa continuaba sin pausa. La viuda Trankey había recuperado ya la mayoría de sus pasteles. Decidió que dado que no tenía suficientes como para vender y que, para su disgusto, no parecían tan ricos como antes, los usaría contra la madrastra perversa y sus hijas. Porque, como anunció, el príncipe era un poco lento. El zapatito de cristal llevaba en el palacio uno o dos días, y el muy tonto no parecía tener plan alguno. Debía de estar buscando por todas partes a Cenicienta en un carruaje entero de cristal pero, igual que todos los hombres, era lento. ¡Muy lento!

—«No sabe dónde está lo mejor de su cama…» —cantó.

—«¡Sí!» —bramó el público.

—«Si fuera un hombre con un más nobleza… fuego» —gritó la viuda Trankey.

—«¡Sí!» —respondió la multitud. Rafe ni siquiera escuchaba. La boca de Imogen era tan dulce, tan blanda y tan deliciosa que podría haberse quedado allí toda la noche.

—«Si fuera un hombre que no sintiera vergüenza» —continuó la viuda.

—«¡Sí!» —gritó la gente.

—«No necesitaría que yo le ayudara, ¿no?».

—«¡No!» —estalló la dama del sombrero morado junto con todos los que la rodeaban.

Y entonces, aunque ni Rafe ni Imogen se dieron cuenta, la mirada de la viuda Trankey se posó en una pareja del público: un marinero y su amante, tan ocupados el uno con el otro que realmente tendrían que haber cobrado entrada por dejar que les espiaran.

El nombre verdadero del actor que hacía el papel de la viuda Trankey era Tom, y era un payaso que procedía de una familia de payasos. Para él, ser payaso, con su maquillaje, era su herencia. Las travesuras habían sido su modo de vida desde su infancia y era capaz de descubrir inmediatamente una oportunidad de bromear con el público apenas la veía.

Con un mínimo movimiento de ceja indicó a su amigo Caen, que aquella noche hacía el papel de la madrastra malvada, que había encontrado una buena diversión y cambió el ritmo de la canción un poco para ajustarla a las nuevas circunstancias.

—«En estos tiempos en que la modestia apenas si puede respirar…» —gritó. La multitud lo siguió alegremente—. «Las muchachas jóvenes son hábiles en toda clase de perversión…».

—«¡Perversión!» —bramó la multitud.

—«Incluso cuando se supone que permanecen en sus carruajes de cristal…». —La multitud ratificó la idea. Lentamente, muy lentamente, apuntó con el dedo a toda la sala—. «Y la viuda debe eliminar la perversión en cualquier lugar que se encuentre…».

—«¡Sí!» —gritó la multitud.

Y en aquel momento Tom hizo volar un hermoso pastel de crema, uno de los mejores que había quedado. Le dio un poco de efecto y subió y subió formando un arco.

La multitud se quedó con la boca abierta o gritó, según su proximidad con el pastel.

Sólo Rafe e Imogen no dijeron nada, ni vieron nada, ni escucharon nada.

El pastel voló perezosamente y después —Tom suspiró con alivio pues por un momento temió que el pastel aterrizara sobre una desagradable viuda una fila más adelante… del tipo capaz de responderle con fiereza— descendió, casi con suavidad, sobre los dos amantes abrazados.

Cayó exactamente encima de sus cabezas, con el molde apoyado formando un pequeño techo.

Tom no era un hombre despiadado. Antes de que la pareja pudiera recobrarse, arrojó otros tres pasteles al público, que gritó fervorosamente.