Capítulo 12
De la vulgaridad de las obras de teatro griegas.
Dos semanas después de su último trago, Rafe estaba tan seco como un hueso y la casa parecía una conejera en abril. A la señorita Pythian-Adams se la esperaba para la cena. Toda la casa retumbaba con los ruidos que procedían del teatro. El salón de baile estaba lleno de mujeres que cosían telones de terciopelo rojo. El gran salón aparecía atestado de sillas para reparar y retapizar. El duque se sentía más un habitante de una tumba que de una conejera.
—¡Todo el mundo desea asistir a nuestro estreno! —comentó Griselda agitando otra carta de aceptación que llevaba en la mano—. ¡Estoy recibiendo cartas de personas a las que no he invitado! Aunque difícilmente puedo atribuirlo a mi estatus… Su señor Spenser es el tema de conversación del momento. ¿Sabía usted que está considerado el hombre más inteligente que se ha graduado en Cambridge en muchos años?
—Hum… —gruñó Rafe. Tenía cierta dificultad en demostrar entusiasmo, seguramente debido al incesante dolor de cabeza con el que estaba tratando de aprender a vivir.
—Muy poco habitual… —continuó Griselda, con un innecesario énfasis, en opinión de Rafe.
—¿Tus amigas echarán a suertes a ver quién va a casarse con él? —preguntó Rafe arrastrando las palabras mientras trataba de lograr un tono que fuera más allá del total desinterés.
—¡Decididamente no!
—¿Por qué no? —quiso saber Rafe al tiempo que inclinaba la cabeza en el respaldo del sofá.
—Usted actúa bajo los mejores pensamientos al recibir en su casa a su hermano, pero la sociedad en general no es tan complaciente. Y este caballero tiene unos antecedentes delicados.
En ese momento Gabe entró tranquilamente en la sala de estar. En los brazos llevaba a una pilluela pelirroja que lucía una gran sonrisa sin ningún diente.
Rafe miró a su hermano. Le dolían los ojos. A decir verdad, se sentía peor sobrio de lo que jamás se había sentido en la más terrible de las mañanas cuando bebía. En primer lugar, antes, cuando podía tomar un whisky o dos, solía dormir por la noche. Desde que había dejado de beber no había vuelto a conciliar el sueño. Y antes solía comer un decente primer plato, o dos. Ahora el estómago se le revolvía ante la sola idea de pensar en comida. El día anterior se las había ingeniado para comer sólo un poco de pan.
Lo único que se interponía entre Rafe y la cómoda neblina del brandy era aquel mismo bebé que agitaba un sonajero ante sus ojos. Bien, ese bebé y su hermano. Y el desprecio con el que Imogen indudablemente lo miraría. Y tal vez, en el fondo de su alma, el deseo de mostrarle al mundo que podía lograrlo.
Mientras tanto, fingía que todo iba muy bien. Se sentaba a la mesa a la hora de las comidas, aunque no comía, y se retiraba a su habitación por la noche para tratar de dormir. Incluso entablaba alguna conversación de vez en cuando.
—¿Dónde está la niñera? —le preguntó a Gabe haciendo amago de conversar. Por más que lo intentaba, no recordaba el nombre de su sobrina en ese momento.
—La he despedido —respondió su hermano—. Era incompetente y poco amable.
—Muy bien —asintió Rafe. Se percató de que quizá hacía falta agregar algo más—. ¿Qué hizo?
—Encontré a Mary llorando otra vez —informó Gabe.
Rafe sabía que su cerebro funcionaba extremadamente lento aquellos días, pero no acababa de entender los arreglos domésticos de Gabe.
—Entonces, ¿quién —comenzó a preguntar formulando con esfuerzo las palabras entre los martillazos que sentía en el cerebro— va a cuidar a la niña?
—Está la nodriza —recordó Gabe—. Y a una de las criadas de arriba se le dan muy bien los niños.
—¡Oh…! —A Rafe la sola idea de pensar en la nodriza le resultó desagradable y se le revolvió el estómago, de modo que abandonó todo intento de conversación.
Brinkley abrió la puerta con tal portazo que podría haberse escuchado en el condado vecino.
—Lady Ancilla Pythian-Adams —anunció—. Y la señorita Pythian-Adams.
Rafe se puso de pie tambaleándose. La madre de la señorita Pythian-Adams, lady Ancilla, era una mujer que sabía que todavía era hermosa y, por lo tanto, aceptaba su madura edad con alegría. Con una mirada, uno se daba cuenta enseguida de que se tomaba en serio a sí misma con ciertas reservas y de que era convencional sin resultar aburrida.
Su hija era una mujer totalmente diferente. Rafe la recordaba muy claramente: una dama joven que no era aburrida y, sin duda alguna, nada convencional. Había que ser un hombre extraordinariamente tonto para pasar por alto los delicados rasgos de la señorita Pythian-Adams y sus labios en forma de arco y para no darse cuenta de que se trataba de una auténtica excéntrica.
Griselda, por descontado, se había acercado a lady Ancilla, de manera que Rafe se inclinó ante la señorita Pythian-Adams. Afortunadamente no se le cayó la cabeza al suelo rodando.
En ese momento, Imogen entró en la sala. Aquél sí que iba a ser un encuentro un tanto difícil: la ex prometida y la viuda. La señorita Pythian-Adams era muy atractiva a su manera, pero no existía mujer en la sociedad que pudiera competir con Imogen. Llevaba el pelo recogido y le caían por los hombros algunos rizos. Rafe no habría sabido describir exactamente lo que la joven llevaba puesto. Era una especie de vestido de mañana, pero en ella producía un efecto diferente al del resto de las mujeres. Su pupila podía llevar un saco de patatas y hacía que pareciera un traje de seda.
Ambas mujeres se estaban haciendo reverencias la una a la otra como si nunca hubieran compartido a un hombre llamado Draven Maitland, un hombre a quien Imogen había atraído provocando que abandonara a Gillian Pythian-Adams y, por tanto, dejándola sin marido.
Rafe sintió que el sudor comenzaba a cubrirle la frente sólo con mirarlas. ¿Cómo se las ingeniaba la gente para pasarse el día sin beber? ¿Qué sentido tenía?
Gabriel Spenser había aprendido desde niño que había muchas cosas en el mundo que él querría y que jamás podría conseguir. Probablemente todo hijo ilegítimo aprendía esa lección en las rodillas de su madre. Afortunadamente, a él nunca le había faltado comida. El viejo duque de Holbrook, en su cariño terco e inesperado por la madre de Gabriel, había cubierto siempre sus necesidades materiales. Pero existían otras cuestiones. Desde el principio supo que las visitas del duque eran acontecimientos especiales.
Primero llegaba un mensajero que anunciaba su inminente llegada, quizá con cinco días de anticipación. A su madre le comenzaban a brillar los ojos. Y pronto la casa también empezaba a brillar. Pasaron muchos años hasta que comprendió las implicaciones de los preparativos de su madre: las visitas del peluquero, las nuevas medias, las flores en el dormitorio.
Gabriel tenía seis años cuando Harry Hunks señaló lo obvio en el patio de la escuela. El pequeño derribó de inmediato a Harry de un golpe. Se lanzó sobre él y le golpeó con los puños. Aunque acabó sangrándole la rodilla, se sintió un tanto victorioso pues Harry pesaba unos cuantos kilos más que él. Aun así, Harry le miró con su ojo derecho hinchándose rápidamente y le espetó:
—¡No me importa…! Tu madre no es más que una mujer ligera… Mi padre siempre lo dice.
Gabe no sabía qué era una mujer ligera, pero se lo imaginaba.
—Mi madre dice que su propia familia no quiere saber nada de ella —agregó Harry—. ¡No tienes abuelos!
Gabe hizo que Harry se pusiera de pie de un empujón y le golpeó con tanta fuerza que le arrancó un diente.
Pero nada de aquello importaba. Harry podría vivir sin dientes y con una voz chillona porque su madre era la esposa de un carnicero y estaba casada. La madre de Gabe era hermosa y de buena familia, la tercera hija de un hacendado, pero también una mujer ligera. Si a Harry le faltaba un diente era porque se lo había buscado, por haber cometido la estupidez de burlarse de él por la situación de su madre.
Antes de eso nunca se había dado cuenta de que no tenía abuelos. Sabía que su madre era la hija de un hacendado, aunque nunca se había preguntado dónde estaría aquel señor. Sí sabía que su padre era un duque que tenía una esposa, pero nunca había pensado en las implicaciones de semejante afirmación.
Hasta que Harry se lo dijo.
Gabe se formó toda la filosofía de su vida en aquel segundo sin aliento en el polvoriento patio de la escuela. Tal vez podría desear que su madre estuviera casada, y de hecho lo deseaba, pero eso no significaría nada. Aceptó los azotes del director con resignación estoica porque se los merecía. No por pegar a Harry, sino por pelearse por algo que nunca podría tener. Eso sí que había sido una estupidez, tanto como que Harry hubiera perdido un diente por la madre de otra persona. Y era peor ser estúpido que ser el hijo de una mujer ligera. Era estúpido meterse en peleas, pero era más tonto querer lo que uno nunca podría tener.
Jamás volvió a pelearse por esa cuestión. De vez en cuando los niños le decían que su madre era una mujerzuela, o peor, una ramera o una cualquiera. Simplemente les miraba y se alejaba. Sabía que podía ser muy desagradable únicamente con la mirada, más que si utilizaba los puños. En general, a los niños se les secaban las palabras en la boca.
Y Gabe se acostumbró a tomar decisiones rápidas. Si quería algo, o a alguien, primero se preguntaba si era posible. Si no era posible, no volvía a pensar en ello. Si era posible, luchaba con uñas y dientes para conseguirlo, siempre y cuando considerara que se trataba de un objetivo inteligente.
Su filosofía se mantuvo de manera excelente hasta el año de Nuestro Señor de 1817, cuando una mañana de octubre alzó la vista y se encontró con los ojos de una tal señorita Pythian-Adams. No fue simplemente atracción lo que inundó su cuerpo. Era deseo puro, deseo absoluto por una mujer que era una dama, una joven contenida, inteligente y exquisita.
No debía desperdiciar ni una sola mirada. Aunque no podía evitar mirarla una y otra vez. Estaba yendo contra todos sus principios más profundamente arraigados. Ella era inalcanzable. No debía dedicarle un solo pensamiento. Tendría que pensar sobre aquello después.
De momento, decidió volverse tan detestable como fuera posible. Después de todo, ella, indudablemente, compartiría la opinión de la mayoría de la gente de buena familia acerca de que un nacimiento irregular se manifiesta en una personalidad desagradable. Y nunca se había sentido más ilegítimo en su vida.
Por su parte, Gillian Pythian-Adams acababa de descubrir que aquella reunión de aficionados al teatro era en realidad una producción en serio y que ella era la directora de escena.
—Ninguno de nosotros sabe lo más mínimo acerca de estas producciones —estaba diciendo el duque de Holbrook—. Dependemos de usted para todo.
—Por lo general, los teatros de aficionados privados son asuntos muy privados —señaló Gillian—. ¿Ha dicho usted que desea invitar a más de cien personas, su señoría?
Holbrook asintió con la cabeza.
—Por lo menos.
—¿Le parece que esto es realmente una función de teatro privada? —preguntó su madre. Parecía que al duque le dolía la cabeza. Se había cubierto los ojos con la mano y sólo mascullaba a la hora de responder—. Estoy totalmente de acuerdo —añadió alegremente—. Invitemos sólo a unas cincuenta personas. O, mejor todavía, invitemos sólo al pueblo y ya está.
—Me temo que éste debe ser un asunto totalmente público —aseguró el señor Spenser con tranquila autoridad.
Gillian le miró con asombró. Parecía que, por alguna razón, quien estaba a cargo de todo era el hombre que llevaba al bebé en brazos.
—¿Puedo preguntar por qué? —quiso saber.
—Así es como se ha preparado —intervino el duque con voz hueca—. Mi madre calculó que el teatro podía acomodar a doscientas personas si era necesario.
Gillian se acordó de repente del entusiasmo que había sentido ante la idea de producir una obra en el famoso teatro de la duquesa de Holbrook, pequeño como un cofrecillo de joyas.
—Lo primero que hay que hacer es decidir qué pieza nos gustaría representar —indicó. Cogió una pila de libros que había a su derecha—. Me he tomado la libertad de traer algunas obras de teatro.
—Ya que usted tiene un volumen de Sófocles en la mano —repuso el duque—, debo decirle que mi madre representó algunas obras de dramaturgos griegos, pero fallaron en el escenario. En realidad, algunas fueron vistas con verdadero desagrado.
—Hay algo extraordinariamente vulgar en algunas obras de teatro griegas —coincidió Gillian. El profesor de teología la miró y la joven sintió que se ruborizaba—. ¿Tal vez deberíamos disfrutar de historias como Edipo? —preguntó, sintiéndose como una mojigata.
—La Biblia tiene momentos de gran vulgaridad —explicó Gabe—, pero aun así conserva su legítimo lugar en el canon de las lecturas.
—Yo sugeriría algo de George Etheridge —propuso Gillian sin ánimo para iniciar una disputa sobre la vulgaridad de los textos sagrados—. El hombre de moda.
—Material liviano —sentenció el profesor torciendo la boca.
Gillian frunció el ceño.
—¿Escuela de escándalo?
—Barroca en su insignificancia.
—Me gusta particularmente esa obra —comentó Gillian.
—No he leído ninguna de las dos —confesó lady Griselda—. ¿Debería hacerlo? ¿Son obras graciosas o pertenecen al género dramático?
—Graciosas —repuso Gillian, al mismo tiempo que el profesor abría la boca.
—Triviales.
—¿Y qué sugiere usted? —quiso saber Gillian.
—Saquearé la biblioteca de Rafe esta noche —respondió el señor Spenser— y encontraré alguna apropiada. Pero no es mi especialidad.
—Siempre podríamos intentar representar una obra de Shakespeare, aunque creo que es muy difícil que saliera bien con aficionados —observó Gillian.
—Shakespeare fue excluido de las primeras colecciones de la Bodleian Library de Oxford, y por buenas razones —comentó el profesor—. El doctor Johnson fue el primero en advertir la extraordinaria vulgaridad de sus obras. Las comedias, en particular, sólo celebran comportamientos impúdicos.
—¿Como el amor? —preguntó lady Griselda—. Mi querido señor Spenser, ¿qué clase de obras de teatro existirían sin la estupidez humana?
Gillian estaba comenzando a sentir una fuerte aversión por el profesor y sus arrogantes opiniones sobre el arte.
—Tal vez lady Maitland y lady Griselda podrían echar un vistazo a mis sugerencias esta noche —propuso—. Ya que el señor Spenser no parece estar presentando una alternativa menos trivial.
—¡Oh, no…! —se apresuró a decir lady Griselda—. No tengo nada que ver con esto. De ninguna manera actuaré. Una actriz profesional representará de buen grado cualquier obra que usted escoja, querida, estoy segura.
—Yo no puedo interpretar ningún papel ante una audiencia tan grande ya que no estoy casada —replicó Gillian—. Dado que mi madre siempre se ha negado firmemente a actuar, tal vez nos veamos forzados a pedirle que interprete algún papel femenino, lady Griselda.
—Estaré encantada de ayudar en otros aspectos. Tal vez si el pueblo fuera nuestra única audiencia… pero dado que hay tanta gente invitada que vendrá de Londres…
—Todas las invitaciones han sido aceptadas —sentenció el duque desde el sofá en el que se había desplomado. Su voz no admitía discusión.
—No entiendo… —manifestó Gillian. Miró los ojos inexpresivos del profesor y después el pálido rostro de su medio hermano, el duque. Entonces dejó la pila de libros que sostenía con un ligero ruido sordo—. Hay algo acerca de esta producción que no entiendo…
—Comprendo su confusión —intervino Imogen—. Todo es un poco inusual ya que Rafe nunca se preocupa por nada.
—¿Cómo puedes decir eso tú —preguntó el duque, con un claro tono cortante en su voz— cuando hay cuatro caballitos de juguete arriba para refutarlo?
«Qué comentario tan raro», pensó Gillian.
—La señorita Pythian-Adams probablemente sepa que usted jamás ha mostrado el más mínimo interés por el teatro —aseguró lady Maitland.
—¡Ese interés acaba de despertarse en mí! —repuso Rafe tercamente.
—Si usted perdona mi escepticismo, su señoría, hay algo más en esto además de su repentino entusiasmo. ¿De dónde ha salido la actriz profesional? ¿Quién es? —Gillian miró directamente al señor Spenser. Si no se equivocaba demasiado, parecía que era él quien manejaba los hilos de aquella función especial de títeres.
—Se trata de la señorita Loretta Hawes.
—¿Y de dónde ha salido la señorita Hawes?
—El señor Spenser la atropelló accidentalmente con su carruaje —explicó Imogen—. Resultó herida y perdió un papel en Covent Garden, de modo que le prometió un papel principal aquí. De ahí el insólito entusiasmo de Rafe por el teatro.
—¿Como una suerte de compensación? —quiso saber Gillian mientras sus ojos se detenían inquisidores en el rostro del señor Spenser.
—Exactamente.
—Así que tenemos a una actriz profesional en el papel principal —confirmó el duque con voz cansada—. ¿Hay alguna otra cosa de la que tengamos que hablar? —Se puso de pie, tambaleándose un poco.
—Debería haberse quedado en la cama —comentó lady Griselda decididamente apenas el duque hubo abandonado la sala—. Tengo una idea para la representación.
—¿Qué sugiere usted, lady Griselda? —preguntó el señor Spenser.
—¿Qué les parecería una pantomima de Navidad? A todo el mundo le encantan las pantomimas, y si la calidad de nuestras actuaciones no es todo lo buena que debería ser, ciertamente no se notará en una pantomima.
—Usted quiere decir una pantomima propiamente dicha, con una farsa y…
—¡Exactamente! Eso es lo que más nos conviene. En general, todos los papeles los representan hombres, pero podemos dar un papel femenino a esta joven de Londres. Puede interpretar a una princesa o algo así. Estoy segura de que estará encantada si le ponemos un traje ostentoso.
Había algo raro en la historia de la actriz atropellada por el carruaje. Gillian tenía la impresión de que el señor Spenser acababa de darse a conocer a su medio hermano. Se veía a todas luces que era un hombre que estaba mucho más cómodo escondido en una polvorienta biblioteca de Cambridge que allí. Había algo ligeramente desesperado en sus ojos cuando había mencionado a la señorita Hawes y eso la hizo sospechar.
Lady Maitland se adelantó y le puso la mano al señor Spenser en el brazo.
—Creo que es encantador lo que está haciendo usted por esta joven —aseguró mirándole fijamente.
La última vez que Gillian había visto a Imogen mirar a un hombre con ese intenso interés, ella se llamaba Imogen Essex y su mirada había estado dirigida a su propio prometido, Draven Maitland. A Gillian le había encantado aquello, ya que le brindaba la oportunidad de romper su compromiso. Esta vez su nombre era Imogen Maitland y su mirada estaba dirigida al hermano del duque.
Pero a Gillian esta vez no le gustó.
De ninguna manera.