Capítulo 18
Una conversación inteligente sobre temas inteligentes.
Gillian Pythian-Adams llevaba dos horas sentada en la biblioteca copiando laboriosamente los papeles de la obra El hombre de moda. En aquel momento estaba transcribiendo el papel de la señora Loveit para enviárselo a la señorita Loretta Hawes. Mientras escribía, Gillian trataba de memorizar el papel. Estaba claro que el director de la obra debía conocer el texto de todos los personajes incluso mejor que los actores.
«Él es un demonio», murmuró Gillian. ¡Qué texto tan estúpido! Si el hombre era un demonio, y todo indicaba que Dorimant lo era, la señora Loveit debía rechazarlo, no andar de un lado a otro por el escenario lamentándose de que «debo amarlo, aunque sea tan perverso». Los hombres perversos estaban para ser detestados. Especialmente el tipo de hombre perverso como Dorimant, que había coqueteado abiertamente con la mitad de las mujeres de Londres.
A decir verdad, Dorimant era más o menos como el señor Spenser. Éste parecía inocente como un ángel —¡un profesor de teología!—, cuando lo cierto era que estaba metiendo a su amante en la familia. Ésa era la confusión a la que Gillian había llegado respecto al sospechoso interés por el bienestar de la señorita Hawes manifestado por Gabe. Y al mismo tiempo, allí estaba Imogen, deseosa de conocer mejor al señor Spenser. Sí, quizá debía proponer que Gabe interpretara a Dorimant y el duque a Medley.
Por alguna razón, todo resultaba un tanto deprimente. Imogen era tan hermosa que el señor Spenser, por descontado, sucumbiría a sus artimañas.
La señora Loveit se quejaba de todos los tontos odiosos de Londres. Bien, ella, Gillian, sabía algo sobre el tema. Después de todo, había estado comprometida con Draven Maitland, ¿no?
—Discúlpeme. —Se oyó una voz profunda.
Levantó la mirada.
—¡Oh…!
—Me preguntaba si podría ayudarla en algo. —¿Cómo es que era tan diabólico cuando parecía tan inocente?
—Es muy amable por su parte —aseguró—. Pero como puede ver, sólo tengo un ejemplar de El hombre de moda y me terno que sólo puede utilizarlo una persona.
El señor Spenser se acercó a la mesa y la miró. Tenía una mandíbula cuadrada encantadora… aunque Gillian no se había fijado especialmente.
—Si me siento a su lado —le propuso—, podría copiar uno de los papeles al mismo tiempo.
—Oh, no se moleste —replicó Gillian, pero él ya estaba colocando una silla junto a ella y acercando papel para escribir.
—¿Por dónde va usted?
—Estoy en el segundo acto —musitó débilmente—. La señora Loveit.
—¿Copio el papel de Dorimant? —preguntó, mirando la hoja de la joven—. Podemos añadir su texto anterior en otro momento.
—No puedo escribir si usted se sienta tan cerca, señor Spenser —protestó. Gabe olía a jabón y a aire libre.
Movió la silla cortésmente hacia la derecha.
—En ese caso, ¿por qué no lee los textos de la señora Loveit en voz alta y yo los escribo?
Gillian le sonrió con delicadeza.
—Muy bien. Empezaré con la entrada de Dorimant. «¿Es ésta la fidelidad que usted juró?».
—¿Ésa es la señora Loveit? —Sus cejas eran encantadoras cuando se unían en ese rápido gesto de perplejidad.
—Sí —respondió Gillian, tragando con esfuerzo—. Por supuesto. Y luego Dorimant dice: «¡Fidelidad a mi edad! No una virtud de esta época; sería lo mismo que esperar que la fruta de primavera madurara en otoño».
—Un tipo encantador —comentó Gabe mientras deslizaba su pluma por el papel.
—Como todos los hombres… —observó Gillian casi sin pensar.
—¿Cree usted que la fidelidad escasea entre los de mi género? ¿Que un hombre honorable es, efectivamente, tan raro como la fruta de otoño en primavera? —Gillian vaciló un momento y después asintió con la cabeza. Normalmente no compartía sus opiniones con los varones, pero seguramente el señor Spenser era una excepción. Podía no tener ningún interés en ella, teniendo a su Loretta y a Imogen, y sólo Dios sabe a cuántas más—. Un juicio severo —señaló el señor Spenser, dando muestras de estar realmente perplejo.
—No creo que lo sea —repuso—. Esta obra y su héroe son solamente una de las muchas celebraciones del héroe libertino. Un libertino, un hombre como Dorimant, ¿se puede venerar o adorar? Dorimant abandona a la señora Loveit, coquetea con Belinda y adula a Harriet. ¿A qué clase de hombre se debe admirar?
—¿Por qué extraña razón escogió usted esta obra? Siempre me ha parecido un pobre entretenimiento, como dije en su momento.
—Pero la única sugerencia que usted propuso fue una traducción del griego antiguo —respondió Gillian, irritada—. No tenemos experiencia para hacer una tragedia solemne; bastante esfuerzo tendrá que hacer el elenco para representar una comedia.
—Una obra de teatro debe corregir los vicios, no celebrarlos. Daría lo mismo que representáramos alguna de esas tontas obras como Love in a Hollow Tree.
—El hombre de moda no celebra el vicio exactamente. Se ríe de las vanidades de los hombres como Dorimant —señaló Gillian—. Uno nunca admira a la persona que es objeto de burla.
—Pero el escritor le da unos textos excelentes —objetó el señor Spenser. Le cogió el libro de las manos y pasó algunas páginas—. Aquí se defiende: «¡Si me hubiera quedado a reposar en la primera posada en la que me hospedé, nunca habría llegado a la felicidad de la que ahora disfruto!».
—¡Eso demuestra lo que quiero decir! —exclamó Gillian en tono triunfal—. No se espera que nadie admire a un hombre como ése. Trata a las mujeres como un descanso en una posada. Y hasta podría decir que la señora Loveit no es nada más que una cama para él. —Gillian se ruborizó.
El señor Spenser la miró. La expresión de sus ojos era divertida.
—Una manera muy descriptiva de expresarlo, señorita Pythian-Adams.
Gillian sintió que se ponía rígida. No iba a permitir que aquel hombre fuera condescendiente con ella, un hombre que era prácticamente peor que el mismo Dorimant. Por libertino que fuera Dorimant, al menos no era profesor de teología.
—Y sin embargo —empezó a decir mirándole directamente a los ojos—, ¿cuándo una mujer significa más que una simple posada momentánea para un hombre? Ustedes, los de su género, deciden casarse con la misma seriedad con la que deciden visitar los baños termales y probar sus aguas. Es más, lo hacen con la misma combinación de indiferencia y despreocupación.
Gabe lucía una sonrisita que podía haber ablandado a una mujer que estuviera más dispuesta a ello que Gillian.
—Contemplarnos el matrimonio de manera muy diferente, señorita Pythian-Adams. Yo lo considero el mejor de los estados.
—¿Por qué extraña razón dice eso? —preguntó Gillian, auténticamente sorprendida.
—El amor puede ser algo fugaz. Pero una vez casados, un hombre y una mujer están destinados a vivir el uno para el otro y no para el placer.
—Dorimant, aunque casado, continuaría viviendo para el placer —acotó Gillian. Por alguna razón el corazón le estaba latiendo con gran rapidez.
—Eso podría ser cierto, por supuesto —aceptó el señor Spenser, en tono pensativo—. Pero creo que Harriet podrá domarle, ¿no le parece?
—Creo que ella aprenderá a tolerarle. Y eso no significa lo mismo que domarle.
—En realidad, lo que Harriet dice es que aprenderá a «soportar» a su marido.
—Ése es el destino de muchas mujeres. —Por alguna razón, lo único en lo que Gillian podía pensar era en lo vacía que estaba la biblioteca y en lo silenciosa que parecía esta la enorme casa. Era como si estuvieran los dos solos en la mansión. Los ojos del señor Spenser eran tan… reflexivos. Era subyugante captar toda su atención.
—¿Realmente cree eso? —La curiosidad de Gabe parecía auténtica.
—¿Cómo alguien puede querer a una criatura como Dorimant? —preguntó Gillian, hablando con una sinceridad como nunca antes lo había hecho—. Usted debe perdonarme si acuso a los de su género, señor, pero los hombres son dictatoriales, frecuentemente aburridos y casi siempre infieles… como ya hemos observado cuando comenzó esta conversación. Los hombres… —Pero entonces, de pronto, le vino a la mente la aterradora idea de que él era el hijo de una unión adúltera y probablemente podía sentirse humillado con aquel tema.
Sin embargo, no daba muestras de ello.
—¿Sí…? —quiso saber Gabe.
—Éste es un tema impropio para una conversación —sentenció Gillian—. Debe perdonarme. —Siguió escribiendo y advirtió con irritación que los dedos le temblaban ligeramente.
—¿Quiere que yo lea? —ofreció el señor Spenser—. Aunque no me gusta demasiado esta obra, hay una escena encantadora entre Harriet y el joven Bellair.
—¿Cuando ella le enseña cómo se corteja?
—Se le marcan a usted lo hoyuelos cuando sonríe —observó el señor Spenser y una mirada casi de horror le atravesó el rostro.
«Por el Amor de Dios», pensó Gillian para sí con cierto enojo. No necesitaba actuar como si fuera la única mujer inaccesible de la casa.
Gabe carraspeó.
—Perdóneme por no haber pensado antes en esto, pero ¿cabe la posibilidad de que su reputación se vea afectada si está a solas conmigo? ¿Quiere que llamemos a su doncella, o a su madre, o a alguna otra persona para que se reúna con nosotros?
—Lo dudo mucho —respondió Gillian.
—Siempre he pensado que las damas jóvenes no deben recibir a caballeros en privado.
—Mi madre es una mujer sumamente sensata —observó—. Por experiencia sé que cuando la reputación de una mujer se ve comprometida sucede con damas que desean fervientemente convertirse en mujeres casadas. Le aseguro que yo no tengo el más mínimo deseo ni la menor necesidad de forzar a un hombre al matrimonio.
—En ese caso, ¿por qué no leo en voz alta esa escena y usted escribe las palabras de Harriet? —Su voz sonaba tan serena como siempre. Gillian preparó obedientemente la pluma—. Éste es el joven Bellair —explicó—: «Veamos ahora un aspecto y los gestos que pueden convencerles de que estoy diciendo todas las cosas apasionadas imaginables».
—¡Oh… conozco esa parte! —señaló Gillian—. Harriet le dice que incline un poco la cabeza a un lado y que dé golpecitos con los dedos del pie.
—«La cabeza un poco más a un lado, apóyese sobre la pierna izquierda, y juegue con su mano derecha».
Gabe estaba furioso. Absolutamente furioso. Cuanto más pensaba en ello, mientras seguía el movimiento de la pluma de la señorita Pythian-Adams sobre el papel, más furioso se sentía. Es cierto: él era ilegítimo. Pero eso no le convertía en un eunuco. Ella tendría que estar preocupada por permanecer en una habitación a solas con él. Tal vez su madre no considerara que aquélla era una situación comprometida, dado que aparentemente él era tan buen partido como un pollo… Pero…
—¿Cómo sigue? —preguntó. Cuando Gabe la miró inquisitivo, aclaró—: Lo que dice Harriet.
—«Ahora ponga la pierna derecha en el suelo, ajústese el cinturón y mire a su alrededor». —Gillian tenía unas manos preciosas, delgadas, exactamente como se esperaba de una dama inteligente como ella.
—«Gire su cara hacia mí, sonría y míreme» —continuó Gabe, mientras seguía observando sus manos. Eran como sus labios: dulces, inocentes y puras.
—Oh, pero no creo que ese texto…
Gabe se apoderó de su rostro, un triángulo dulce propio también de una dama, lo sostuvo entre sus manos y presionó sus labios contra los de la joven. Ésta dio muestras de sobresalto, pero no de indignación, aunque, por supuesto, en un momento, le estaría abofeteando y gritaría. Pero la sorpresa dejó muda a Gillian, y Gabe alargó el momento todo lo que pudo.
La joven tenía el sabor de todo lo que Gabe había deseado alguna vez en la vida. Olía a algo puro y dulce, apenas la sugerencia de algo más… un perfume que olía a duraznos, no como el olor pesado y exuberante de las rosas. Recorrió con la lengua su labio inferior y Gillian dejó escapar un ruidito de sorpresa.
Quizá a la pequeña ave que había atrapado no la habían besado nunca. Gabe notaba todo tipo de sensaciones. Como si él fuera el mismo Dorimant, el libertino al que todos llamaban «el peor hombre que jamás ha existido». Dorimant no vacilaría en besar a una inocente en la biblioteca y aprovecharse de su inexperiencia… La idea se desvaneció porque Gillian no había huido aún. Debía de estar tan sobresaltada que se había quedado inmóvil, como un conejo asustado, temeroso de moverse. Sería tonto si perdiera el tiempo.
De modo que le mordisqueó el labio. Por supuesto, ella no era como Loretta o como las otras mujeres con las que se había acostado, aunque, la verdad, no habían sido muchas. Gillian no sabía lo que quería, de eso estaba seguro. Así que se deslizó en su boca entre una respiración y otra… una dulce y profunda caricia dentro de su boca.
Sintió el asombro de la joven como si fuera suyo. Sin embargo… todavía no había empezado a gritar pidiendo ayuda.
Gabe se estaba comportando de una manera como jamás lo había hecho antes: como un libertino. Era como si Dorimant hubiera saltado de la obra y le estuviera susurrando qué debía hacer. Sin darse cuenta siquiera, cogió a Gillian y acomodó su dulce y pequeño cuerpo en su regazo, sin interrumpir el beso, ese lento beso que no podía terminar.
Gillian dejó escapar otro gritito cuando se sentó en el regazo de Gabe, pero le rodeó el cuello con los brazos y éste se atrevió a mover sus labios y recorrer con ellos su suave mejilla. No estaba maquillada, no tenía ningún sabor amargo de pociones extrañas diseñadas para hacer que el cutis de una mujer fuera más blanco, o más rosado, o más suave. Sólo la piel pura y dulce de Gillian y el mínimo sonido de su respiración y la manera en que respondía cuando Gabe la atraía hacia sí.
Sintió su corsé. Era uno de aquellos que sostienen erguidas a las mujeres, como si estuvieran envueltas en hierro. Paradójicamente, eso aumentó su deseo todavía más salvajemente. Llevaba tres o cuatro capas de ropa y sus dedos temblaron cuando se las fue aflojando. Volvió a concentrar toda su atención en la boca.
En ese momento Gillian le acarició el pelo.
Gabe ahondó en su dulce boca como si estuviera al borde de la muerte, lo cual era cierto, porque en cualquier momento ella recuperaría la cordura y se daría cuenta de quién la estaba besando. Pero, por el momento, él era como Dorimant, que se pavoneaba por las calles de Londres con toda la insolencia y la belleza de un ángel.
—Bésame, querida —le pidió, y su voz salió como oro oscuro y líquido, igual que la de un actor.
—Yo… yo…
La cambió de posición apenas para poder acariciarla con el pulgar en la nuca.
—Tienes el mismo sabor que el durazno —le susurró en su boca—. Gillian…
Y entonces, de repente, Gillian le besó. Su dulzura le volvió loco, y los leves y ásperos sonidos que escuchaba eran tanto suyos como de ella. Se apartó y la miró.
El pelo le caía alrededor de los hombros. Ya no parecía estar sorprendida. Levantó las pestañas como si le pesaran. Sus labios eran de un color carmesí profundo, como si se los hubiera pintado. Gabe se quedó helado, con las manos acariciando la cascada sedosa de su pelo.
¿Qué había hecho?
—No debería… —susurró Gabe con voz entrecortada.
De repente, la pasión desapareció de los ojos de Gillian y le miró con el frío cálculo de una aristócrata.
—Usted… —balbuceó.
—¿Está bien…? —preguntó Gabe con inquietud, mientras recogía una horquilla y se la alcanzaba.
Gillian saltó de su regazo como si la hubiera pinchado con la horquilla.
—¡Usted es un hombre sin principios!
—Está empleando un texto de la obra… —observó Gabe, haciendo una mueca que podía pasar por una sonrisa.
—Me pareció que era útil.
Por extraño que pudiera ser, la joven no empezó a gritar, sino que sólo le miró, mientras se recogía enérgicamente el pelo en un moño que escondía todo aquel deslumbrante color, como si no existiera.
—Bien… supongo que debo darle las gracias —comentó en tono áspero. Era una de las mujeres más extrañas que había conocido. Ni siquiera sabía qué responder a aquello—. Esto me ha enseñado a tener compasión por las mujeres de la obra. Antes pensaba que la señora Loveit y Belinda eran mujeres un poco tontas, de poca inteligencia y presas de sus pasiones.
Gabe se sentía extrañamente distante, como si estuviera mirando la escena desde otra habitación, o incluso desde el lugar del público en un teatro.
—Ella es su amante, ¿no? —preguntó Gillian.
—¿Quién? —inquirió—. Me parece que Medley no tiene ninguna amante.
—Loretta. La señorita Hawes.
—¡No! —Pero él supo interpretar su mirada. La joven lo sabía, y Gabe lo advirtió en sus ojos.
Gillian no se molestó en responder a su negativa.
—Como directora de esta producción, debería insistir en que usted interprete a Dorimant. Hasta donde sé, el duque de Holbrook es puro como la nieve virginal. Sin embargo, usted…
—Le aseguro que mi reputación…
—Por supuesto, la madre de Emilia es la única que realmente comprende a Dorimant —comentó ella, casi para sí misma—. Ella dice que «basta que él le hable a una mujer, para que ella esté perdida». Nunca antes había dado crédito a estas palabras. —Gabe advirtió con suma irritación que no había vestigios de pasión ni en su voz ni en su rostro en aquel momento, sólo una especie de inquisitiva curiosidad.
—Gracias a usted, mi idea de lo que es un libertino ha cambiado mucho, señor Spenser, se lo aseguro.
—Usted hace que me sienta como si fuera un animal al que exhiben —objetó Gabe.
La joven le ignoró.
—Simplemente con un poco de conversación y algunos minutos copiando los papeles, usted ha logrado desviar mi atención totalmente. Ha sido una actuación magistral. —Recogió sus papeles—. Buenas tardes, señor.
Y sin más se dirigió a la puerta y desapareció.