Capítulo 4

Donde se descubre que el matrimonio es el mayor de muchos males.

Wintersall Estate,
Somerset

Gillian Pythian-Adams estaba aburrida. No se trataba de una sensación nueva, pero resultaba indudablemente desagradable.

—Señor Wintersall —comenzó a decir mientras se recordaba a sí misma concienzudamente que en asuntos de gran importancia la sinceridad no es importante—. Le respeto enormemente. Yo…

—Mi madre está muy entusiasmada ante la osadía con la que le aseguré que usted es la esposa de mi elección —apuntó el señor Wintersall—. Apenas necesito decirle que, en términos generales, sigo el consejo de mi madre en todos los aspectos. Es más, me ha pedido particularmente que le garantice esta cuestión a usted. No soy un hombre que se niegue a aceptar el consejo de una mujer.

—Me conmueve su… osadía —observó Gillian—. Pero…

—Señorita Pythian-Adams… —interrumpió el señor Wintersall. Parecía que interrumpir era algo innato en él.

—¿Sí?

—Me parece que usted puede estar sufriendo un… malentendido…

Gillian se contempló a sí misma en el espejo que había en el extremo opuesto del salón: sus ojos verdes, el pelo rojo, el óvalo delgado idéntico al rostro de su madre. Su vestido era, si tuviera que calificarlo, exquisito. La imagen de una perfecta dama. ¿Por qué entonces era tan diferente de las otras damas jóvenes que conocía? ¿Por qué era la única que pensaba que era una tortura escuchar las tonterías y estupideces de los caballeros, las propuestas pomposas y arrogantes de hombres inmaduros que esperaban que ella respondiera con gratitud o adulación ciega? Su padre se reía y comentaba que aquello era el castigo por leer demasiadas piezas dramáticas. Su madre parecía preocupada y decía que ya aparecería algún hombre que no fuera tonto.

Durante unos años, Gillian la creyó. Al principio había asistido puntillosamente a cada baile al que era invitada, esperando el momento en que un futuro marido poco tonto se presentara ante ella. Cuando esa esperanza se desvaneció, se comprometió con un tonto, Draven Maitland, con la idea de que salvar la fortuna de su familia era una alternativa aceptable en lugar de la soledad. Pero después Draven se había fugado con una dama y ella volvió a estar disponible para todo tipo de propuestas de matrimonio.

Lo peor de aquella situación era que estaba empezando a sentir desagrado por todos sus pretendientes. Cuando conocía a algún caballero, ya no tenía esperanzas de que le resultara diferente. Simplemente le observaba, impasible, mientras la criatura soltaba su parloteo absurdo y su vacua palabrería. Desde el punto de vista de Gillian, todos los hombres, incluido el señor William Wintersall, eran primitivos, directos y mortales (por tomar prestada una frase de una obra de teatro de segunda fila[1]) cuando querían conseguir algo. Deseaba poder fingir que se trataba de lograr una seductora mirada, o incluso compañía en el dormitorio. Pero hasta donde ella podía darse cuenta, el tema de la dote superaba lo anterior.

El señor Wintersall constituía un ejemplo excelente de pura ansia de lucro que superaba su obvia falta de interés en su persona. Por fin había prescindido de las opiniones de su madre acerca del matrimonio y se había embarcado en un himno de alabanza a sí mismo. Gillian no tenía ninguna duda de que si fuera tan tonta como para aceptarle en matrimonio, aquel himno en particular se convertiría en un coro cotidiano al que sería obligada a unirse. Sintió un escalofrío ante aquel pensamiento.

—Señor Wintersall —dijo firmemente—: no puedo casarme con usted.

—Oh, pero… —comenzó a decir el caballero, vacilando ante un discurso tan trivial que no pudo encontrar la manera de concluirlo.

—Nunca modifico mi opinión sobre asuntos de semejante naturaleza. —El señor Wintersall la miró con asombro—. En cuestiones de matrimonio… —aclaró. Y dio unos golpecitos con la mano sobre el asiento que tenía al lado—. Debe decirle a su madre que usted, en realidad, desea casarse con la señorita Hazeleigh.

El espanto se apoderó de los insulsos ojos azules del caballero.

—¡Pero yo no quiero…! ¡Deseo casarme con usted…! —Se cayó casi de rodillas, en parte obligado por su peso, y se hundió en el asiento junto a la joven. .

—Usted no desea casarse conmigo —objetó Gillian con tranquilidad—. Su madre le dijo que se casara conmigo. Lo que usted desea es casarse con Lettice Hazeleigh. Y creo que existe… —se detuvo un momento— una posibilidad razonable de que ella pudiera corresponder a su afecto.

—Oh, pero yo no podría… quiero decir… no deseo…

—Reconozco que su falta de dote puede ser vista en algunos ambientes como un impedimento. Pero usted, señor Wintersall, no me parece que sea un hombre cuya alma se detenga en semejantes preocupaciones materiales. —El caballero la miró boquiabierto—. Si bien, naturalmente, se puede confiar en la opinión de una madre —explicó—, eso no significa que se deba seguir su consejo en todos los aspectos. En la búsqueda de la mujer a quien se ama —continuó Gillian en tono reflexivo—, me doy cuenta de que usted, señor Wintersall, es totalmente diferente a todos los hombres tontos de la sociedad. No… ¡Me da la impresión de que usted es un hombre capaz de ser primitivo, directo y mortal a la hora de buscar a la mujer que deba ocupar su corazón! —El señor Wintersall cerró la boca. Gillian se felicitó por la eficacia de sus palabras. Afortunadamente, parte del diálogo era de alguna manera intercambiable—. Dígale a su madre que piensa casarse con Lettice —sugirió Gillian. El señor Wintersall frunció el ceño. Y añadió—: Un hombre de su clase no debe permitir que su madre elija a su esposa.

—Pero mi madre no desea que yo me case con usted —espetó el señor Wintersall—. Cree que usted es demasiado mayor y que será difícil de dominar.

Gillian reflexionó un segundo y después asintió con la cabeza.

—Tiene razón.

—Yo… yo quisiera casarme con usted de todos modos —repuso el señor Wintersall. Se acomodó en el sofá y presionó con sus labios la mano de Gillian, con cierto esfuerzo, subiendo la boca unos pocos centímetros con cada beso.

«A esta velocidad», pensó Gillian, «llegará al codo el próximo martes». Aparentemente, cuando decidió que el señor Wintersall sentía cierta atracción por Lettice, se trataba de una fantasía. Pero Lettice necesitaba un marido y el señor Wintersall era adecuado para ella.

Los labios del joven estaban llegando al borde del guante y en cualquier momento seguirían por la piel, de modo que Gillian retiró la mano.

—Señor Wintersall —dijo, poniéndose de pie con un decidido movimiento—, debo disculparme. Tengo una cita importante y no puedo seguir atendiéndole. —Lo pensó en ese momento—. Mañana por la mañana mi madre y yo nos vamos de viaje para responder a una invitación de varios días. El duque de Holbrook me ha pedido ayuda para abrir su teatro privado.

El señor Wintersall entornó los ojos ligeramente.

—Mi madre piensa que los teatros privados de aficionados son algo atrevidos… Es más, sería una imprudencia que una dama joven se involucrara en ellos.

Gillian pensó en sonreír, pero decidió no hacer el esfuerzo.

—Su madre está ligeramente pasada de moda —objetó—. Toda la sociedad, desde lady Hardwicke hasta la duquesa de Bedford, se muestra interesada en teatros privados de aficionados en estos momentos. Y además, hasta que falleció, la misma duquesa de Holbrook sentía pasión por el teatro. Según se cuenta, el teatro de Holbrook Court está inspirado en el de la duquesa de Marlborough, y usted sabe bien que se considera el más elegante fuera de Londres.

Hasta aquel momento, Gillian tenía en mente rechazar la invitación del duque de Holbrook, pero se lo había pensado mejor.

—Si estuviéramos casados —señaló el señor Wintersall—, nadie criticaría su interés por el teatro de aficionados. ¡Jamás se ha cuestionado la virtud de ninguna señora Wintersall! —Se le hinchó el pecho de orgullo. Gillian recordó la cara amarga y virtuosa de su madre y estuvo de acuerdo. El joven saltó a sus pies con renovado entusiasmo—. ¡Usted no me ha dado la oportunidad de explicar lo que siento!

—No hay necesidad de que se preocupe por ello. Yo…

—Seguramente ningún teatro puede competir con mis sentimientos hacia usted…

William la abrazó tan repentina como inesperadamente. Apretó sus labios contra los de la joven y lo mismo hizo con su cuerpo.

—¡Mmmm! —protestó Gillian, luchando por apartar su boca.

—¡Señorita Pythian-Adams! —exclamó William un poco agitado cuando ella se las ingenió para retirar la cabeza—. ¡Usted tiene razón acerca de mí! ¡Primitivo y directo es exactamente como soy!

Y antes de que la joven pudiera moverse, la atrajo contra su cuerpo otra vez. En la confusión resultante, Gillian abrió la boca sin querer para gritarle, lo cual condujo a intimidades nauseabundas que la incitaron a la violencia.

—¡Ay! —gritó William, con un tono de voz que desmentía su franqueza oscura y primitiva—. Usted… ¡usted me ha dado una patada…!

Gillian se estiró el corpiño del vestido.

—¡Porque usted me ha atacado! —Estaba tan enfadada que ni siquiera podía hablar con claridad—. ¡Usted… payaso impertinente…!

El señor Wintersall entornó los ojos.

—No debería haber descortesía entre nosotros…

—Si considera que su ataque a mi persona no es descortés —replicó Gillian—, entonces es usted exactamente tan tonto como parece.

—¡Mi madre no sólo dijo que usted sería difícil de dominar…! —masculló William. Se le había puesto la cara tan roja que hacía juego con el tapizado—. También señaló que su perfil no es distinguido y que su mentón indica una lamentable falta de principios. Expresó serios recelos acerca de su carácter, dado su evidente interés por el teatro.

Gillian hizo una mueca.

—¡Ah…! De modo que la señora Wintersall…

El señor Wintersall le interrumpió, naturalmente.

—Obviamente, su afición por los escenarios indica una lamentable inestabilidad. Cabría preguntarse qué otras ideas tontas puede usted estar abrigando.

—Si considera estúpido no querer casarse con un hombre de su empobrecida inteligencia… ¡entonces soy, efectivamente, estúpida!

—Lamento confirmar, señorita Pythian-Adams, que estoy de acuerdo con mi madre —repuso William.

Gillian hizo la más leve de las reverencias.

—Le estaré muy agradecida…

—Nadie en mi familia alberga la menor duda de que lord Maitland estaba tan deseoso de poner fin a su compromiso con usted que huyó para casarse de manera impúdica. Me enfrenté a todos por defenderla, señorita Pythian-Adams. ¡Lo hice!

—Sólo las personas particularmente maleducadas hablan mal de los muertos —espetó Gillian.

El señor Wintersall se estiró el chaleco, excesivamente bordado.

—En realidad, yo estaba simplemente aplaudiendo la inteligencia y la previsión de lord Maitland.

Touché.

Gillian escogió la salida del cobarde y cerró con un golpe la puerta tras de sí.


[1]En realidad estas palabras no pertenecen a una obra de la época en la que se desarrolla la novela, sino a John Barleycorn: las memorias alcohólicas, de Jack London, publicado por primera vez en 1913. Véase la nota de la autora al final del libro. (N. de la E.)