Capítulo 19

" La amante del amor"

Era una de esas tardes con el cielo de un color azul oscuro, transparente, casi como si estuviera iluminado desde dentro. Llevaba bigote. Y una capa negra de ópera.

Se sentía bastante atractivo, como si fuera un espía. O un amante ilícito. Había pensado mucho en aquella noche y sabía exactamente qué iba a ocurrir. Imogen, en realidad, no deseaba entrar en intimidades secretas con Gabe. Se trataba simplemente de un vuelo desenfrenado, como cuando intentó tentar a Mayne para cometer una imprudencia. Estaba dispuesto a apostar la mitad de su fortuna a que ella cambiaría de parecer cuando llegara el momento. Podría llevarla de vuelta a casa y jamás se enteraría de que Gabe no había asistido a la cita aquella noche.

La luna era tan brillante que las hojas de la acacia mantenían un ligero brillo dorado, como si hubieran conservado algún vestigio de sol. Había llegado temprano y se había acomodado apoyándose en las piedras redondeadas y cubiertas de musgo de la pared del huerto. La vieja acacia continuaba arrojándole sus hojas, hermosos óvalos dorados que caían por el aire como si estuvieran bailando el vals con un ritmo particularmente vigoroso y solitario. Se enderezó cuando escuchó el ruido de una capa deslizarse sobre las hojas. Le resultaba casi imposible que Imogen no le pudiera reconocer. Seguro que una mirada a su rostro bastaría para que ella se diera cuenta de inmediato. Habían intercambiado muchas miradas duras.

Rafe, ciertamente, la reconocería entre cien mujeres. Ninguna otra mujer tenía un labio inferior tan grueso y unas cejas tan deslumbrantes. Por supuesto que no… y tampoco ninguna tenía la ingeniosa ironía que constantemente descargaba sobre él.

Un momento después se desdijo. Decir que se la veía alegre habría sido un cumplido; una mujerzuela era una descripción más acorde. Nunca la habría reconocido.

—¡Imogen! —exclamó, olvidando por un momento que era Gabe, y Gabe se dirigía a Imogen como lady Maitland.

—¿Puedo llamarle Gabriel? —preguntó mostrando sus hoyuelos y poniéndole una mano en el brazo.

—Estás… estás…

—Estoy absolutamente indecente —completó con satisfacción—. Cuando terminé de disfrazarme, mi doncella sufrió lo que ella llamó un «espasmo muy desagradable» ante la sola idea de que alguien me viera así. Pero le aseguré que nadie podría adivinarlo de ninguna manera.

Rafe observó, mudo. Llevaba los labios pintados de color carmesí brillante y los ojos delineados de negro. Se había cubierto el rostro con una especie de polvos, y una gran cantidad de bucles muy rubios se escapaban de su capucha en todas las direcciones.

—Creo que tiene razón suponiendo eso —admitió él. Era la mujerzuela más hermosa que jamás había visto.

—¿Vamos? —preguntó Imogen.

—¿Dónde ha encontrado esa peluca? —quiso saber Rafe, recomponiéndose y cogiéndola del brazo para salir del huerto.

—Estaba en una de las cajas de utilería que enviaron de Londres, por supuesto —respondió, levantando la cabeza para mirarlo—. ¿Acaso no ayudó usted a Griselda a catalogar su contenido?

—¡Por supuesto! —se apresuró a decir Rafe—. No la reconocí sobre su cabeza.

—Creo que fue diseñada para una reina —replicó Imogen riéndose—. Tiene una altura alarmante. Creí que a Daisy le daría otro espasmo cuando conseguirnos colocarla en su lugar finalmente. ¿Es éste su carruaje?

—No —explicó Rafe con seriedad, adoptando el acostumbrado tono serio de Gabe—. He alquilado uno. Creo que así será más difícil que nos reconozcan.

—¡Qué buena idea! Parece que sabe usted manejar perfectamente esta clase de asuntos.

Rafe levantó una ceja ante aquella demostración de la opinión que tenía Imogen de la pericia de su hermano para organizar encuentros ilícitos, y subió al carruaje detrás de ella.

Una vez sentados el uno frente al otro, Imogen respiró profundamente.

—Seguramente tendremos una cierta sensación de desconcierto al principio de una salida como ésta —advirtió.

Rafe pensó que llevaba razón. El nunca había realizado un viaje secreto a Silchester en su vida y estaba empezando a divertirse muchísimo.

—¿Qué lleva puesto debajo de la capa? —preguntó.

—El vestido de la señora Loveit. Es un poco chillón, de raso amarillo adornado con lentejuelas, bordado en plata. Sólo puedo suponer que se verá bien en el escenario, porque le aseguro que es demasiado vulgar como para lucirlo en un salón. —Rafe no pudo ver nada que brillara en la oscuridad del carruaje, pero se lo imaginó—. Deseo hablar con usted, señor Spenser —comentó Imogen—. Quizá éste no sea un momento incómodo para usted, ya que tiene tanta experiencia. Pero…

—Dijo que iba a llamarme Gabriel… —interrumpió Rafe.

—Sí, por supuesto. —Imogen estaba jugueteando con su pañuelo y Rafe era consciente de que estaba disfrutando cada momento: siempre había sido una persona que adoraba los momentos exquisitamente ridículos, y salvo que se equivocara mucho, su pupila estaba a punto de confesar al hombre a quien había forzado a aquella excursión que deseaba que su amistad fuera platónica.

—Verá… —comenzó Imogen en tono vacilante.

Rafe sonrió para sus adentros. Podía sacarla del apuro… pero, ¿por qué iba a hacerlo? Por supuesto, Imogen no tenía realmente la intención de acostarse con Gabe. Era una dama.

—Mi experiencia es limitada con el sexo masculino —aseguró Imogen.

«Y yo tengo la intención de que eso no cambie», pensó Rafe con un cierto toque de humor sombrío.

Imogen se inclinó hacia adelante y le tocó ligeramente en la rodilla.

—Probablemente se reirá, pero le aseguro que para mí es totalmente novedosa esta sensación de estar embarcándome en una relación de esta naturaleza. —Rafe no sintió la menor tentación de reírse. Entornó los ojos. El libreto no se estaba desarrollando tal como había pronosticado—. Usted pensará que soy muy audaz —continuó—. Efectivamente, estoy siendo audaz, y tal vez inmoral. Pero mi marido murió hace ya más de un año, y estuvimos casados sólo un par de semanas. —Le miró de manera muy atractiva. Rafe se las arregló para asentir con la cabeza—. En realidad, no soy una mujer inmoral —explicó—. Es decir, supongo que soy una mujer inmoral porque… porque estoy aquí. Sin embargo, señor Spenser… digo, Gabriel… no deseo casarme otra vez. No hasta que comprenda mejor a los hombres.

—¿A los hombres? —preguntó Rafe con voz ronca y hueca.

—En realidad no sé nada del sexo masculino. Conocí a mi padre, y lo quise, pero era algo irresponsable. Luego me casé con Draven, y me temo que era muy similar a mi padre. A decir verdad, visto desde ahora, actuaban exactamente de la misma manera. Y ahora… ahora me gustaría…

Su voz se perdió.

—Usted conoce a Rafe —intervino Rafe impulsado por sus mejores sentimientos.

—Sí, claro. —Pero cerró la boca y no dijo nada más.

—Su reputación quedaría arruinada si alguien descubriera esta pequeña excursión —señaló Rafe, manejando la voz cuidadosamente para que tuviera la profundidad solemne de su hermano.

—¡Oh…! ¡Nadie nos descubrirá! Eso no me preocupa. Pero he estado bastante incómoda toda la tarde por…

Llegaba lo que él estaba esperando. Por supuesto, Imogen no podía seguir adelante con una cita secreta ilícita con un hombre al que apenas conocía. Pero Gabe era un hombre apuesto. Y ella una dama de buen gusto y… Y pasión.

—He pensado muchas veces en la conversación que mantuvimos en el pasillo, ¿sabe? Y no me puedo quitar de la cabeza la idea de que usted, en realidad, no quería acompañarme a la biblioteca, ni a Silchester, señor Spenser.

—Gabe —corrigió Rafe rápidamente—. Por supuesto que deseaba acompañarla, de otro modo no estaría aquí.

Un repentino brillo se filtró en el carruaje e iluminó las manos de Imogen, que seguía retorciendo el pañuelo en su regazo.

—Seré completamente sincera con usted —aseguró con voz baja pero firme—. Me persigue la idea de que mi marido no estaba… tan entusiasmado acerca de nuestra fuga como yo.

Rafe recordó justo a tiempo que su hermano no había conocido nunca al marido de Imogen y difícilmente podía decir algo mordaz acerca de la débil virilidad de Maitland.

—Estoy completamente seguro de que eso no puede haber sido así.

La luz de la luna comenzó a entrar a raudales por la ventana mientras el carruaje daba tumbos en el despejado camino hacia Silchester. La pequeña y dolorosa sonrisa de la joven hizo que Rafe deseara que Maitland resucitara sólo para poder matarlo definitivamente por no haber deseado a Imogen.

—Usted no conoció a lord Maitland —observó Imogen, bajando la vista y concentrándose en doblar su pañuelo en un cuadrado pequeño—. Mi marido estaba más dedicado a sus caballos que a cualquier persona. Yo le amaba —hizo una pausa—, mucho más de lo que él me amaba a mí. Naturalmente, saber eso fue doloroso para mí, pero he llegado a comprender que la vida no es siempre equitativamente equilibrada en estos asuntos.

—En general, puede que tenga razón —replicó Rafe en tono severo—. Pero me resulta inconcebible que lord Maitland no la valorara a usted exactamente en lo que vale.

—¿Debo suponer que usted quiere decir que valgo más que un caballo? —preguntó Imogen, mirándole con un humor pícaro que hizo que Rafe deseara sonreír a su vez. Pero Gabe no era del tipo de persona que sonreía con facilidad, no cuando se trataba de asuntos serios.

—Mucho más que un caballo, y también que otras mujeres.

—Gracias —respondió. Y añadió—: Eso es algo difícil de saber.

—Cualquier cosa que usted me diga no saldrá nunca de este carruaje —aseguró Rafe, consiguiendo el tono solemne de Gabe sin pensarlo siquiera.

—La verdad es que el año pasado pensé en tener una aventura, justo cuando hacía apenas seis meses que el pobre Draven había muerto. Usted pensará lo peor de mí… Creo que estaba más bien enloquecida por la pena.

—Lo entiendo —repuso Rafe, pensando en sí mismo después de la muerte de su hermano Peter.

—Gracias —musitó Imogen, casi atragantándose—. La mayoría de las personas lleva su tristeza mejor que yo… Fui tan… no puedo decirlo.

Rafe se inclinó hacia adelante, sin importarle la luz de la luna y la posibilidad de que pudiera reconocerle, y entrelazó sus dedos con los de ella.

—Puede sincerarse conmigo —aseguró Rafe con firmeza.

—Intenté con todas mis fuerzas tener un amante —explicó Imogen apresuradamente—. Lord Mayne. Usted no lo conoce, pero es un verdadero libertino, se lo aseguro. Y él no…

—No se aprovechó de su estado de aflicción… —completó Rafe, prometiéndose a sí mismo que se disculparía con Mayne por haber dudado de él alguna vez.

—Me gustaría imaginar que sufrió un ataque repentino de virtud, pero me temo que no es verdad. Sencillamente no se sentía atraído por mí —siguió Imogen.

—No lo creo.

—Usted no le conoce —repuso Imogen con un pequeño suspiro que fue a parar directamente al corazón de Rafe—. Pero le aseguro que me dijo cara a cara que no estaba interesado. Eso nos lleva otra vez a mi asunto. Mire, señor Spenser, cuanto más pienso en nuestro encuentro en el corredor, más segura estoy de que usted está aquí, en este carruaje, por una suerte de gesto de caballerosidad. Como un verdadero caballero, usted no permitiría que yo sufriera vergüenza alguna, pero eso no quiere decir que usted desee realmente estar aquí.

Imogen pensaba que Gabe no quería estar con ella, y tenía razón. Rafe se prometió que haría todo lo posible para que ella ignorara que Gabe pertenecía al mismo grupo que Draven y Mayne, hombres que eran inexplicablemente ciegos ante sus encantos, incapaces de distinguir un diamante de un canto rodado.

—Deduzco que usted está preocupada porque tal vez yo no la deseo —comentó Rafe y su voz salió como un gruñido profundo.

Imogen se estremeció un poco.

—Supongo que se podría decir así.

Rafe cerró las cortinas. Sin la luz de la luna, el carruaje se convirtió en un lugar oscuro y acogedor. Podía apreciar la rasgada belleza de sus ojos, absolutamente delineados de negro.

Sin más preámbulos, Rafe la cogió y la acomodó en su regazo. Lo primero que hizo fue frotarle el pañuelo en los labios, mientras, Imogen le miraba fijamente con un ligero sobresalto. Quería quitarle aquel ungüento. Frotó de nuevo y se encontró atrapado por la profunda curva de su labio inferior. Imogen le observaba, no se estaba peleando con él, sólo le miraba.

Bueno… si lo que quería Imogen era encontrar señales de deseo, estaba sentada directamente sobre una bastante potente. Un instante después dejó de pensar. La joven se humedeció el labio cuando Rafe terminó de frotárselo. Cogió el pañuelo de nuevo y se lo frotó otra vez. Imogen, mientras le miraba, tocó con su pequeña lengua rosada su propio labio.

Rafe arrojó el pañuelo al suelo y le cogió el rostro con las manos. Sus ojos apenas eran visibles en el oscuro carruaje. Lentamente frotó el pulgar en aquel carnoso labio inferior.

Y sin decir una palabra y mirándolo directamente a los ojos, Imogen le tocó el dedo con la lengua.

Aquel fue el momento. Se apoderó de la boca de la joven con todo el deseo que había estado acumulando durante semanas, mientras la observaba revolotear por la casa y lanzar miradas seductoras a Gabe, miradas que no eran de ninguna manera indiferentes.

Imogen no abrió la boca, así que Rafe le mordió el labio y después entró en su boca. Por supuesto, él nunca se hubiera comportado así con su pupila.

Pero no era su pupila, porque él era Gabe, e Imogen una seductora lanzada a la aventura, y él… él no podía dejar de besar sus labios, ese labio inferior que le encendía las entrañas con el deseo de devorarla.

El carruaje se estaba meciendo al detenerse.

—Deberíamos… —empezó a decir Rafe, horrorizado por la densidad de su voz. Y puso a Imogen de nuevo en su asiento.

La sofisticada Imogen, la joven que había sorprendido —y deleitado— a la sociedad haciendo alarde de su supuesto amorío con Mayne, se quedó sentada con el aspecto de haberle caído un rayo.

El conductor del coche de alquiler abrió la puerta. Rafe la ayudó a bajar y se volvió al hombre.

—Pase a buscarnos por aquí en una hora —ordenó mientras le entregaba un soberano.

—Sí, señor —respondió el conductor, mirando al hombre de la capa con renovado respeto. Estaba claro que tenía más de dos peniques para derrochar. Por supuesto, esa moneda liviana que acababa de adquirir desaparecería muy pronto. No había nada como una muchacha rubia cuando uno está dispuesto a gastar el dinero, por lo menos eso pensaba él.

Imogen bajó del carruaje y Snug, el conductor, abrió los ojos desmesuradamente. «Vaya si esto no es un bollo untado con mantequilla», se dijo a sí mismo. Hasta parecía limpia. Tal vez era una de aquellas mujeres que costaban doscientas libras la noche. Su primo Burt juraba que existían mujeres así en Londres.

Estaban entrando en El Cisne Negro. Tal vez sólo quisieran escuchar a Cristobel, aunque era raro llevar a una mujer a verla. O… tal vez pensaran en utilizar alguna cama de la posada… Si era así, el caballero había escogido el lugar equivocado, porque Hynde, el posadero, no aceptaba que las muchachas llevaran clientes allí.

Con un suspiro, Snug subió al pescante y chasqueó los labios para que los caballos se movieran.

Había carruajes estacionados por todas partes junto a los robles de la entrada. Uno tras otro, iban llegando y los caballeros salían envueltos en sus capas, dando órdenes a gritos a sus conductores. Imogen y Rafe se abrieron paso entre los vehículos y se dirigieron hacia la posada.

—Hay mucha gente —observó Imogen, mirando a cuatro hombres más que se abrían paso para entrar. De la posada salía luz y una oleada de ruidos.

—Todo esto es por Cristobel —explicó su acompañante. Había un ligero tono divertido en su voz.

—¿Usted la ha visto antes?

—Una vez. Es una atracción notable. Supongo que habrán venido hombres de varios condados.

Imogen escuchó la palabra «hombres» con un pequeño escalofrío de sorpresa. Pero ella quería disfrutar de una noche interesante… ¿no? Aquello era mucho mejor que sentarse a coser y escuchar a Griselda quejarse de la inconveniencia de la obra de teatro que habían elegido. Seguro que Cristobel no era exactamente una dama. A decir verdad, pensaba que quizá se tratara de una especie de ave del paraíso. Parecía la etiqueta adecuada para alguien que se llamaba Cristobel.

Entró en El Cisne Negro aferrada al brazo de su acompañante porque, a decir verdad, le temblaban las rodillas. Hasta ese momento, aunque la joven miraba discretamente a Gabriel, éste no la había mirado desde que habían abandonado el carruaje. Debía de haber sido el beso lo que hacía que le contemplara de manera tan diferente. Siempre le había parecido apuesto, pero en aquel momento las luces de la posada le iluminaban los pómulos y los ojos con sombras, y parecía, más que apuesto, peligroso. Imogen no podía dejar de mirarle los labios. Eran carnosos y profundos, pura seducción. Y las palabras de la obra de teatro que describían a Dorimant no se le iban de la cabeza. Gabriel Spenser, aquella noche, parecía tener «algo de ángel todavía en él».

—Me gustaría que no se quitara la capucha —comentó Rafe mirándola de soslayo.

Imogen asintió con la cabeza, consciente de que sus mejillas eran de un llamativo color rosa candente por los polvos que se había puesto. Entraron en una sala muy grande, iluminada por varias velas precariamente colgadas en la pared. En un extremo había una chimenea, seguramente la encenderían durante el día, pero ahora estaba bloqueada por el escenario. El resto de la sala estaba llena de cuerpos masculinos que hablaban a gritos y alzaban jarras de cerveza.

—No veo cómo se va a poder escuchar aquí a ninguna cantante —observó Imogen con un débil chillido.

Su acompañante la miró.

—Oh, cerrarán la boca en cuanto aparezca Cristobel.

«Parece que Cristobel es una mujer un tanto especial», pensó Imogen, sintiendo una repentina punzada de celos. ¿Con cuánta frecuencia un profesor de teología viajaba a Londres para disfrutar de un sórdido espectáculo?

El posadero, un hombre bajo con la cara llena de marcas de viruela, se abrió paso hacia ellos como pudo entre la gente.

—¿Qué puedo servirles? —gritó por encima del ruido. Miró sin ningún disimulo los rizos amarillos de Imogen y añadió—: No hay habitaciones disponibles esta noche. Se permite la entrada a las mujeres, pero —hizo un movimiento con la cabeza hacia la sala—, como usted puede ver, no hay muchas que deseen ver a Cristobel.

Rafe se quedó con las ganas de abofetear a aquel hombre.

—Una botella de vino —pidió. Y bajó la cara hasta que se encontró con la del pequeño posadero regordete—. No me gustaría que mi amiga y yo nos viéramos envueltos en alguna refriega, posadero.

—Mi nombre es Joseph Hynde —se presentó el posadero, dando un paso hacia atrás—. No hay razón alguna para que un elegante caballero como usted se preocupe por ninguna refriega… No en El Cisne Negro de Hynde.

—En ese caso —comentó Rafe en tono bastante amistoso—, me gustaría que nos diera una mesa al fondo, junto a la pared, con vistas al escenario.

—Me parece que pide demasiado, señor —respondió Hynde—. Sepa usted que la posada lleva llena todo el día con gente esperando esta actuación. Ya había gente en la puerta cuando me he lavado la cara esta mañana. Y usted me pide una mesa desde la que se vea el escenario, ¿no? ¡Todo el mundo quiere lo mismo!

Rafe no se molestó en responderle y le puso dos soberanos en la mano a Hynde. Éste se dio media vuelta.

—Por acá —dijo por encima de sus hombros—. Tiene usted suerte de estar aquí, señor. Cristobel ha sido la atracción más grande de Whitefriars en los últimos meses, y ésta es la primera vez que actúa fuera de Londres desde hace un año. —Hynde se abrió paso a través de la multitud con el simple método de pegar a cualquiera que diera la coincidencia de que estuviera en una silla en su camino.

Un momento después Imogen se vio detrás de una mesa redonda, de espaldas a la pared. Su acompañante empujó una silla hacia delante para protegerla de la multitud. Advirtió en aquel momento que la sala en la que se encontraban era bastante interesante, estaba cubierta de mapas, espejos y retratos viejos, y parecía haber sido pensada para un destino más elegante que el que le había tocado en suerte. Incluso se veía una polvorienta arpa vieja en un rincón. Todo daba muestras de decrepitud: las resquebrajaduras del espejo brillaban con intensidad a la luz de dos velas torpemente atornilladas en el marco. Uno de los faroles de su derecha se había caído del gancho de la pared y estaba en el suelo, en medio de un montón de cristales rotos a los que el posadero apenas había prestado atención.

Al principio Imogen pensó que sólo había hombres entre el numeroso público. Pero en cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra vio a algunas mujeres. Los hombres no eran muy diferentes de aquellos que había conocido en la cuadra de su padre, aunque mucho menos sobrios. Pero las mujeres… nunca había visto mujeres así.

Se acercó a Rafe.

—¿Qué está haciendo esa mujer en el escenario? —susurró, en el mismo momento en que Hynde apoyó con fuerza una botella de vino y dos copas en la mesa.

Rafe miró por encima de su hombro. Habían puesto una silla en el escenario y una mujer sumamente bien dotada parecía haberse congelado en una pose como si estuviera poniéndose las medias. Llevaba una camisa que le dejaba el pecho al descubierto y tenía un vestido al lado, como si estuviera vistiéndose. O, tal vez, desvistiéndose. La mayoría de los hombres de la posada estaban más interesados en sus conversaciones y en sus cartas que en prestarle atención a ella.

—Está adoptando poses —explicó Rafe—. Es el número anterior al de Cristobel. —Acababa de hacer un molesto descubrimiento. Sólo había vino, y nada más que vino, para beber. Y si bien podía beber una cierta cantidad de vino, o por lo menos eso se dijo a sí mismo, no tenía ninguna intención de poner a prueba su valentía con el brebaje de Hynde. Pero seguramente Imogen se daría cuenta de que no bebía. Y en ese caso descubriría de inmediato que el hombre que había detrás del bigote era Rafe y no Gabe.

Rafe se estremeció ante aquel pensamiento. Era a Gabe a quien Imogen había besado tan apasionadamente, no a él. Sin pensárselo dos veces, tiró al suelo con disimulo su vaso de vino.

Imogen ni siquiera se dio cuenta. Estaba mirando con mucha atención a la mujer de las poses, que se levantaba las enaguas cada vez más arriba por encima de los muslos.

—¿Es un lunar postizo lo que tiene en el pecho? —preguntó.

Rafe volvió a mirar. La mujer lucía un admirable pecho blanco, con un lunar pintado delicadamente sobre una de sus curvas. Casi compensaba el hecho de que tuviera una botella de ginebra detrás de las faldas de la que ocasionalmente tomaba un trago cuando no estaba haciendo una pose. Imogen tenía la barbilla apoyada en la mano y miraba atentamente, embelesada, a la prostituta.

—Se pintan lunares para ocultar cicatrices —explicó—. ¿Ve los cuatro que tiene en la mejilla?

—Fascinante —comentó Imogen sin quitar los ojos de la actriz.

Rafe hizo una seña al posadero.

—¿Qué tienen para cenar?

—Corazón de ternera relleno —informó el posadero—, hígado encebollado, pastel de pichón… ¡Eh, tú! —Se volvió y dio un golpe a un joven que estaba detrás de él—. Enfunda esa espada o te tornarás la cerveza en el callejón como que me llamo John Hynde. Y si te echo, te perderás la oportunidad de ver a Cristobel, ¿te enteras? —Con gesto hosco, el joven guardó la espada y Hynde ni siquiera se detuvo para respirar antes de continuar—: Pierna de carnero, guisantes…

—Tráiganos pastel de pichón —ordenó Rafe— y limonada para mi acompañante.

—¡Vamos! —gritó Hynde, sin molestarse en responder—. ¿Os creéis que esto es un prostíbulo? —Y un segundo después cogió a dos hombres por la cabeza, los golpeó entre sí y arrojó a uno de ellos al otro extremo de la posada.

—¡Dios mío…! —exclamó Imogen bebiendo un poco de vino— Tiene mucha fuerza para ser tan pequeño.

—Lanzar gente de un extremo a otro es un excelente ejercicio.

—¿Cree que nuestra actriz habrá conseguido ya un amigo?

Rafe empujó la silla hacia atrás hasta que se quedó a la misma altura que Imogen.

—Vaya… ¡parece que sí! —señaló cuando vio que la actriz saltaba directamente del escenario a los brazos de un joven que la levantó por los aires y después la llevó afuera con gesto triunfal.

—¿Dónde van? —quiso saber Imogen, pero se detuvo.

—Se han retirado para pasar la noche juntos. —Rafe no podía adivinar si el rubor de Imogen se debía a su teatral maquillaje o no—. Por descontado —añadió—, jamás le diría una cosa semejante a una dama como Griselda. —Imogen sonrió tontamente. Le miró de soslayo y después se rió con ganas—. ¿Qué? —preguntó Rafe, inclinándose para estar más cerca de ella. Su boca quedó exactamente junto a aquellos rizos amarillos tan poco naturales.

—No he dicho nada.

Su voz era impúdica, pero Rafe tenía puesta toda su atención en la curva de su oreja. Apenas podía verla a través de sus rizos amarillos.

—Usted es una mujer muy diferente de Griselda —le susurró al oído. Escuchó el vibrante tono de su propia voz con cierto asombro. Un segundo después tocó con la lengua aquella delicada piel rosada. Imogen dio un salto—. Sabe usted muy bien… —dijo—. Dulce y femenina, por más que se empeñe en aparentar que quiere tener la experiencia de una mujerzuela.

—¡Habla usted como Rafe! —exclamó Imogen, apartándose y mirándolo con el ceño fruncido—. No tengo el menor deseo de convertirme en la amante mantenida de ningún hombre. ¿Usted sabe qué es lo que debe de hacer esa pobre mujer para mantenerse?

—Sí —murmuró Rafe, inclinándose hacia ella otra vez.

Los ojos de Imogen brillaban como sólo sus ojos podían hacerlo.

—En este país, a muchas mujeres les fuerzan a hacer cosas muy poco agradables para poder comer pan cada día —le informó.

Solamente había una forma de hacerla callar.

Pero ni siquiera eso funcionó. La joven trató de decir algo y le dio un golpecito en el hombro con su delicado puño. Pero a Rafe no le importó lo más mínimo.

No había vuelto a besar a una mujer —besarla realmente— desde antes de que su hermano muriera y comenzara a beber, cuando todos los placeres de la vida sencillamente se disiparon y desaparecieron con el whisky. En aquel momento pudo sentir cada temblor de su suave y enfurruñado labio inferior. Era demasiado carnoso como para lucir una bella simetría, y demasiado delicado como para ser otra cosa que perfecto.

Imogen ya no protestaba. Sus blancos y delgados brazos rodeaban el cuello de Rafe y en ese momento él dejó de sentir el olor de la ginebra derramada y el humo de las pipas de la posada. Sólo sentía el olor de mujer inocente, de la joven que, aunque se lo había propuesto, jamás había tenido un amante. Al menos hasta ahora.

Se oyó el ruido de un plato golpeando en su mesa.

—¡Soy yo quien paga a los que hacen poses! —espetó Hynde—. Ustedes se están comportando de una manera que no es la que yo espero de mis clientes.

Rafe apartó a Imogen y se puso de pie lentamente. Miró a Hynde con los ojos encolerizados.

—¿Su descortés comentario va dirigido a esta joven dama? —preguntó. Su voz no era fuerte, pero se produjo un silencio en aquella parte de la sala—. Señor Hynde, ¿ha sido usted quien ha proferido ese impertinente comentario?

—No-no-no… —tartamudeó Hynde, con una expresión muy diferente a la del fornido luchador que había echado a aquel cliente directamente por la puerta—. ¡No he dicho nada…! ¡Nada!

—Bien —aseveró Rafe, sentándose de nuevo. Hynde desapareció rápidamente.

—¡Santo cielo! —susurró Imogen—. Gabriel, ¡todo el mundo nos está mirando!

—Beba —replicó Rafe—. Volverán a sus cosas dentro de un momento. —Miró a Imogen—. Supongo que están fascinados con su pelo. Esa peluca parece un cruce entre un sacacorchos y el brillo de un relámpago.

Había perdido las horquillas y los rizos estaban sueltos.

—Una Medusa muy rubia —señaló divertido Rafe. Los ojos de Imogen brillaban y no de emoción. Aquello era deseo. Su mirada estremeció a Rafe como si fuera un adolescente con su primera novia. El corazón le latía con fuerza inusitada. «Desea a Gabe, no a mí», se dijo. Imogen se estaba quitando los guantes—. ¿Qué está haciendo? —preguntó con voz ronca.

—Me quito los guantes para poder comer un poco de este excelente pastel de pichón que ha pedido. —Los hombres que había a su alrededor estaban otra vez concentrados en sus jarras de cerveza, peleándose y pegándose, comportándose como los brutos que eran. Terminó de quitarse los guantes y buscó los cubiertos. Rafe le alcanzó un tenedor—. ¿Dónde lo ha encontrado?

—En un lugar como éste, uno debe traer sus propios cubiertos. —Afortunadamente, en aquel momento sonó una trompeta solitaria. Afortunadamente porque Rafe no estaba demasiado seguro de poder observarla comer sin ponerla en su regazo y alimentarla él mismo—. Ésa debe de ser Cristobel —explicó innecesariamente.

—En realidad, según el cartel que hay en la puerta, se llama «la amante del amor» —repuso Imogen con una sonrisa juguetona en la boca.

Rafe le cogió la mano y se la llevó a los labios.

—Seguramente usted podría competir con ella —replicó con voz pausada y profunda.

Imogen se ruborizó. A pesar de lo empolvado que tenía el rostro, Rafe se dio cuenta.

El público gritaba. Todos se habían puesto de pie y empujaban con fuerza hacia delante, tratando desesperadamente de dejar a suficientes personas fuera de su lado para tener una mejor vista del escenario.

Un aumento de intensidad del aullido general indicó que Cristobel había llegado.

—Si todos se ponen de pie, no podremos ver nada —objetó Imogen.

—Dudo que se sienten —comentó Rafe, pero de todas maneras gritó—: ¡Siéntense los de delante! —El mar de hombres que había delante parecía no tener la menor intención de sentarse. Avanzaban en montones hacia el escenario, sólo contenidos por cinco o seis forzudos que custodiaban el lugar.

Imogen estaba de puntillas.

—¿Cómo es? ¿No dijo usted que ya la había visto antes?

—¿Cristobel? Créame, lleva el pelo más abultado que usted. —No importaba que Imogen fuera cien veces más hermosa que Cristobel. No necesitaba que elogiaran sus facciones.

—¿Se pinta algún lunar?

Pero Rafe no respondió porque Cristobel había empezado a cantar.

—«Vengan todas las mozas libertinas» —canturreó—, «que desean estar en el negocio». —Tenía una voz generosa, oscura, ronca y erótica, una promesa convertida en canción, el canto de una sirena. En un segundo los hombres de delante dejaron de gritar y empujar, y simplemente se quedaron mirándola.

—Tiene una voz encantadora —murmuró Imogen casi sin aliento—. Oh, Gabriel, quiero verla. ¡Esto es tan frustrante!

—«Ven y aprende de mí, amante del amor, a protegerte del hastío» —cantó Cristobel.

—¿Qué está haciendo? —quiso saber Imogen—. ¿Cree que alguien se dará cuenta si me subo a la silla?

En opinión de Rafe nadie se daría cuenta de nada a menos que Imogen se quitara la ropa. Cristobel los tenía cautivados.

—«Al principio no te muestres ni demasiado agradable ni demasiado tímida, cuando seas cortejada por un jugador».

Con un rápido movimiento, Rafe empujó un barril de vino contra la pared.

—Aquí —indicó—. Nadie se dará cuenta.

—¿Dónde? —preguntó Imogen mirando a su alrededor.

La cogió de la cintura para ayudarla a subir al barril, pero Imogen le miró con una expresión adorablemente perpleja y antes de que supiera qué estaba ocurriendo bajó su boca otra vez hacia la suya. La voz de Cristobel sonó como miel áspera.

—«No dejes que tu gesto exterior revele tu pasión interna».

A Rafe le quedaba todavía suficiente conciencia como para darse cuenta de que ciertamente estaba revelando su pasión. Pero no tenía tiempo de considerar este hecho: Imogen estaba temblando y en aquel momento le había cogido la cara entre sus manos. Rafe la mantenía apretada contra la áspera pared, protegiéndola de la mirada de los desconocidos. Y, por supuesto, no había permitido que sus cuerpos se tocaran.

Por supuesto.

Pero no pudo evitarlo: allí dentro, con el calor, el olor a ginebra y el envolvente tono sensual de la voz de Cristobel, acabaron por juntarse y Rafe se estremeció ante la suavidad de Imogen.

—Gabe —susurró, con la voz casi dominada por el deseo.

Se quedó paralizado. La cogió sin decir nada y la alzó sobre el barril de vino.

Imogen respiró con fuerza y se aferró a su hombro. Rafe se giró para estar delante de ella y que pudiera sujetarse en sus hombros en caso de que perdiera el equilibrio. Nadie les había prestado la menor atención. Imogen estaba sobre un barril de vino y se la veía desde cualquier parte de la posada, pero ¿quién iba a mirar hacia otro lado estando Cristobel en el escenario?

Una vez que Rafe estuvo de pie, pudo ver bien el escenario. Había visto a Cristobel sólo una vez, hacía más o menos un año, pero no era una mujer de quien uno se pudiera olvidar. Durante aquel año apenas había adquirido una pátina ligeramente exótica. Estaba sentada en la misma vieja silla que había utilizado la mujer de las poses, sosteniendo un pequeño instrumento de cuerdas, y eso bastaba para que todos los hombres estuvieran hipnotizados. La última vez que la había visto, lucía un montón de rizos rojos oscuros en la coronilla. En aquel momento llevaba el pelo suelto y algunos rizos le caían salvajemente por la espalda, como si acabara de salir de la cama.

No cabía duda de que eso era exactamente lo que todos estaban pensando. Era la clase de mujer que obliga a pensar a uno en mantequilla dulce y nata más dulce todavía. No tenía huesos angulosos que sobresalieran de su vestido semitransparente, algo que gustaba mucho a la sociedad elegante, sino curvas tan dulces que parecían pedir ser acariciadas. Estaba cantando una canción acerca de un hombre y una joven doncella «dominados por la locura del amor en lo mejor del verano». Más que cantarla, la estaba susurrando. Ni siquiera parecía haberse preocupado mucho por el maquillaje, se había contentado con un lunar en un pómulo y pintalabios de color carmesí.

Entonces se puso de pie, dejó de lado su instrumento y comenzó a balancearse. Mientras cantaba recorrió la sala con la mirada, comiéndose con los ojos los cuerpos de los hombres. Rafe miraba con expresión divertida cómo los cautivaba sin ningún esfuerzo.

Sus ojos bailaban de un hombre a otro, asegurándose de que cada uno de ellos creyera que era él solamente el elegido en medio de la multitud. Y continuó con la canción.

—«Llegó al hueco que él deseaba. El sendero era directo, no había ido demasiado lejos…» —canturreó y miró al fondo de la sala.

Cristobel le reconoció. En el fondo de sus ojos brillaba una mirada lujuriosa, una especie de cálido saludo que provocó que la mayoría de las cabezas se volvieran hacia donde estaban Rafe e Imogen. Pero la mujer era una artista consumada e inmediatamente sus ojos se posaron un instante en Imogen y sus rizos amarillos como sacacorchos y después sobre el montón de hombres que había a su derecha, quienes, con respiración agitada, observaban cómo se balanceaban las caderas de Cristobel.

—Gabriel —susurró Imogen, inclinándose para poder hablarle al oído—, creo que Cristobel le conoce.

—¡No! —aseguró Rafe.

—¿Por qué no? Usted ya la ha visto en otras ocasiones, ¿no?

Rafe alzó la vista y la mirada divertida de la joven le atravesó como un rayo. ¿Llegaría a comprender a Imogen alguna vez? Le divertía el hecho de que le hubiera reconocido una prostituta… y no una cualquiera, sino Cristobel. No podía imaginar que existiera una mujer que se alegrara de que su acompañante fuera reconocido por Cristobel…

—Es imposible que me reconozca —objetó, recordando cambiar la voz para que adquiriera los tonos académicos de su hermano—. Tengo puesto el bigote, ¿no se acuerda?

—¡Cómo no me voy a acordar! —susurró Imogen como respuesta—. Tengo la mejilla irritada por culpa de ese bigote.

Rafe le sonrió con algo parecido a una mueca y le cogió de la barbilla para examinarle el rostro.

—No veo nada… —Sus labios casi tocaban los de la joven.

—Puede vernos alguien… —murmuró Imogen.

—No le interesamos a nadie —razonó Rafe mientras le acariciaba la boca con los labios.

Imogen se retiró y le empujó.

—Dese la vuelta —ordenó.

Así lo hizo. Se dio la vuelta y esperó con los brazos cruzados a que Imogen hubiera visto lo suficiente para bajarla del barril de vino. A decir verdad, estaba ya planeando el movimiento. La alzaría y la dejaría caer contra su cuerpo, lentamente… muy lentamente…

De repente se dio cuenta de que Cristobel estaba bailando hacia los escalones que conducían al escenario. A su alrededor los hombres se movían y se empujaban. Bajó por las escaleras y se acercó, como la promesa de un demonio, haciendo realidad la fantasía salvaje de cualquier hombre perverso. Todos los hombres se esforzaban por acercarse a ella. Lo único que la protegía eran los cuerpos de los cinco fornidos que le abrían paso. Por el camino Cristobel bailaba, se ponía enfrente de algún hombre, tocaba rápidamente el cuello de otro y lanzaba un beso a un tercero.

Cristobel era sensual, genuinamente sensual. Cada hombre que había en la sala sentía el calor de sus ojos, un código secreto que le aseguraba que él era el elegido.

Cada centímetro del cuerpo de Rafe era consciente de que el cariñoso cuerpo de Imogen estaba justo encima del suyo en el barril de vino. Pero no podía ignorar que Cristobel seguía lanzando miradas en su dirección. No se movía por la sala sin rumbo fijo. Recorrió todos los rincones, excepto donde estaban ellos. Una mesa volcó cuando un mozalbete saltó hacia delante con la esperanza de que le sonriera. Cristobel le regaló una noche de dulces sueños cuando besó su dedo y se lo puso al joven en los labios.

Pero la mujer seguía avanzando sin detenerse en dirección a Rafe. ¡Maldición!

—¿Qué está haciendo? —preguntó Imogen por encima de él.

—Cantando —respondió Rafe mientras miraba a Cristobel de la misma manera en que se mira a un oso para asegurarse de que no se acerca demasiado.

Cristobel había empezado una nueva canción y canturreaba sobre un ave fénix que resucitaba una y otra vez. Imogen se estaba riendo.

—Es asombrosa. Pero, ¿por qué…?

Se detuvo. Rafe supuso que Imogen acababa de darse cuenta de que Cristobel había estado recorriendo la sala y quería saber por qué. Volvió la cabeza.

—Siempre escoge a un hombre.

Imogen se quedó boquiabierta en un gesto poco elegante.

—¿Un hombre? ¿Cada vez uno? —Rafe asintió con la cabeza—. ¿Todas las noches?

—Sí, todas las noche y solamente uno.

—¡Por algo vienen hombres de tres condados! —susurró Imogen, mostrándose, para alivio de Rafe, más interesada que escandalizada. Entornó los ojos—. Viene hacia aquí —señaló.

Rafe era consciente de ello. Es más: tenía la impresión de que todos los hombres de la sala sabían perfectamente que Cristobel estaba a punto de escoger al cliente de aquella prostituta de pelo amarillo.

—«Nuestra gran dama Eva antes de la caída» —cantaba—, «iba desnuda sin sentir la menor vergüenza».

—¡Me bajo de aquí! —exclamó Imogen de repente.

—¡Espere! —balbuceó Rafe. Pero en ese momento, Cristobel y su escolta de fornidos se acercaron. Los hombres formaron un círculo a su alrededor. Y Cristobel miró fijamente a Rafe con una sonrisita juguetona en la boca.

Rafe se dio cuenta de pronto de que si Cristobel le había reconocido con el bigote, y ciertamente parecía que así era, estaría a punto de pronunciar su nombre. Pero en su lugar, se acercó hasta él como si estuviera a punto de darle uno de los besitos que había repartido tan generosamente.

Sólo que le arrastró de un golpe hasta el barril de vino.

—¡Oh, no…! ¡Creo que no voy a esperar…! —exclamó Imogen. Estaba sonriente, pero se adivinaba cierto resquemor en su mirada.

Con uno de sus esbeltos brazos le rodeó el cuello a Rafe y apoyó su mejilla en el pelo del joven.

—Como puede usted ver… —le dijo a Cristobel con un suave tono persuasivo que nada tenía que ver con su vestimenta—, mi amigo está ocupado esta noche.

La multitud estaba en completo silencio. Cristobel no parecía ni siquiera haber escuchado a Imogen. Se acercó un poco más, y Rafe pudo ver que aunque todavía era hermosa, se la veía cansada. Era encantadora, probablemente sería encantadora siempre, si no contraía la sífilis y perdía la nariz. Lo que más sorprendía de Cristobel cuando estaba cerca no era el hecho de que fuera hermosa, sino la fuerza de su lánguida sexualidad. Más allá de cualquier otra cosa que expresaran sus ojos, cuando éstos se posaban en los rostros de los hombres mostraban una auténtica invitación.

En aquel momento esa invitación estaba obviamente dirigida a Rafe.

—Me acuerdo de usted… —observó con su áspera voz.

—Eso está muy bien… —escuchó Rafe decir a un joven campesino a la derecha—. Nunca escoge el mismo hombre dos veces.

—Creo que no… —comenzó a decir Rafe con voz inexpresiva.

—¡Ah, sí…! ¡Sí, sí me acuerdo! Usted y su amigo… un hombre encantador. ¿Cómo se llamaba? —Rafe la miró a los ojos con una secreta advertencia—. Era conde… —continuó—. ¡Qué noche pasé con él! Su amigo es un verdadero hombre. —Le dirigió una sonrisa sugerente—. Un hombre digno de conocer.

—Se lo haremos saber —repuso Imogen.

Cristobel miró a Imogen y esta vez no desvió la mirada.

—¡Ajá…! —dijo dulcemente—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un pequeño canario? Querida, usted tiene un aspecto demasiado delicado para parecer mercancía común.

Rafe estaba pensando desesperadamente qué hacer. Estaban rodeados por cinco de los hombres más grandes y más fornidos que jamás había visto. El camino entre la puerta y el rincón en el que se encontraban aparecía bloqueado por al menos cincuenta clientes. En cualquier momento Imogen podía desmayarse. Una prostituta se le estaba insultando. Por el amor de Dios… No era el tipo de situación en la que podía verse envuelta una dama joven correctamente educada. Una pupila. Una pupila de un duque.

—Y usted parece demasiado común para ser una muñeca de la feria de Bartholomew —musitó Imogen suavemente—. Pero las apariencias engañan, y ahora que estamos más cerca puedo ver… —dejó que su voz se desvaneciera.

Cristobel entornó los ojos.

—No soy una muñeca de feria, jovencita, aunque dudo mucho que usted sepa el significado de esa palabra.

—¡Oh… caramba! Quizá debí usar otra expresión… ¿No te parece, Gabriel? —Se volvió hace Rafe y éste se dio cuenta con una punzada de profunda sorpresa de que Imogen se estaba divirtiendo a lo grande. Le brillaban los ojos. Nadie en su sano juicio podía pensar que era una cualquiera, ni siquiera con aquellos rizos desordenados que le caían alrededor de la cabeza. Tampoco con aquellos ojos, que no paraban de brillar, incluso parecía que le estaba sonriendo a Cristobel, quien, para sorpresa de Rafe cuando lo descubrió, le estaba devolviendo la sonrisa.

—Intente très coquette —sugirió Cristobel con un deslumbrante acento francés. Se volvió hacia uno de sus guardaespaldas—. Querido, ¿puedes hacerme un favor? —Antes de que Rafe se diera cuenta de qué estaba ocurriendo, uno de los hombres fornidos había subido a Cristobel directamente al barril de vino al lado de Imogen. Ésta se sorprendió y se enderezó, dejando automáticamente más espacio para la cantante. Cristobel sonrió a la multitud—. ¿Acaso no somos las damas más hermosas en varias leguas a la redonda?

El público rugió.

Rafe miró a Imogen, calculando cuánto tardaría en poder sacarla de allí y huir. Si era necesario, se enfrentaría a los guardaespaldas. Si Cristobel decía algo indecente…

—Pero mi joven amiga no tiene tanta experiencia en el negocio como yo —aseguró Cristobel. Todo el mundo escuchaba.

Rafe maldijo por lo bajo. Imogen no parecía asustada. Tenía una mano apoyada en la cadera y lucía una gran sonrisa. Aunque llevaba peluca y un vestido de raso tan chillón como la pluma de un loro, no había comparación posible entre ambas mujeres.

Imogen era hermosísima y deslumbrante, poseía una risa y una sensualidad de las que ningún hombre podría llegar a cansarse en toda su vida.

La risa de Cristobel era más dura; era una risa, sí, pero más profunda, premeditada, hastiada de la vida.

—¡En honor de mi joven amiga! —gritó Cristobel. La sala se calmó un instante. Rodeó a Imogen con un brazo, adoptó una pose pícara y comenzó a cantar—: «Un puritano últimamente, y también una hermana sagrada… ».

En ese momento Rafe recibió la sorpresa más grande de toda la noche: Imogen se agitó la falda y con una sonrisa, insolente para su gusto, unió su voz clara de soprano al tono ronco de contralto de Cristobel.

—«¡Ella, una criatura de la Gracia, un hijo de la Reforma, él, pensaba que besar era una desgracia!»

Los hombres estaban fuera de sí. Las dos mujeres permanecían de pie, una junto a la otra, en el barril, ambas con una mano en la cadera y la otra abrazada al hombro de la compañera, riéndose mientras cantaban. «Tan pronto como termine esta canción», pensaba Rafe, «bajará y nos iremos, antes de que alguien decida desafiarme esta noche».

Imogen y Cristobel estaban cantando otro verso en ese momento.

—«Él la acostó en el suelo» —cantaba la voz clara de soprano de Imogen—, «con mucha energía se dedicó a consolarla».

«Ni siquiera sabe lo que significa consolar», pensó Rafe. Pero los hombres que había allí sí lo sabían, y todos y cada uno de ellos ansiaban ser el puritano de la hermana sagrada. Las dos mujeres se balanceaban a la vez cuando comenzaron la última estrofa. Rafe vio que Hynde se abría paso con dificultad desde el otro extremo de la sala, frunciendo el ceño. A este ritmo, tendrían suerte si no llamaba a la guardia nocturna. Se volvió para agarrar a Imogen en el mismo momento en que la última palabra abandonaba sus labios.

Y exactamente en ese momento, cuando terminaban el último verso, hubo un fuerte ruido, como si un mástil se rompiera en el mar.

Alcanzó a ver la cara de Imogen, su boca en forma de una pequeña «o». Después, una marea de vino tinto saltó por un extremo del barril cuando la tapa se rompió y sólo se oyeron gritos y más gritos. Cristobel e Imogen se cayeron dentro del barril. El vino les llegaba hasta la cintura.

Hubo un momento de silencio y sorpresa. Empapado, Rafe extendió la mano para sacar a Imogen del barril, que se balanceaba. Se estaba riendo, tenía la respiración entrecortada y olía a vino tinto barato. La alzó en el aire y la apoyó sobre sí, aunque sólo fuera para evitar que todos los hombres siguieran deleitándose con su pecho. El traje de raso estaba completamente mojado y parecía haber encogido. Sintió deseos de lamerle el vino del cuerpo, y no precisamente por el alcohol.

Cristobel todavía estaba dentro del barril, apoyada en el borde y riéndose. La rodearon unos brazos fuertes para rescatarla. Con decisión, la mujer se inclinó de repente hacia adelante y escogió a un joven robusto que llevaba una camisa blanca muy gastada. Parecía limpio, musculoso y sus ojos eran de un hermoso color verde, como advirtió Imogen.

—Te elijo a ti —sentenció Cristobel mientras le cogía la cabeza y la atraía hacia la suya.

Imogen se quedó boquiabierta. Nunca había visto besar así. El joven estaba devorando a Cristobel. La tenía apoyada en su musculoso pecho y no hizo caso de las salpicaduras de vino tinto que le mancharon inmediatamente la camisa. La mujer se apoyó en su brazo, con su largo pelo rojo casi arrastrándose en la superficie del vino. La sacó del barril y sin decir palabra se la llevó.

Los hombres se fueron marchando cuando el joven se dirigió a zancadas hacia la puerta. Cristobel lucía una sonrisa somnolienta y lánguida que prometía que el joven iba a pasar una noche como nunca antes en su vida.

De repente, Imogen tembló.

—¿Nos retiramos a nuestro carruaje? —sugirió Rafe. Los hombres se estaban riendo, dándose palmadas y cada uno diciendo que la próxima vez él sería el escogido por Cristobel. Sin esperar a que Imogen respondiera, la arrastró hacia la puerta. Los comentarios que se escuchaban habrían bastado para que una joven se desmayara, pero, naturalmente, Imogen no daba muestras del comportamiento propio de una dama.

Hynde sostenía la puerta abierta con una expresión en su cara que no dejaba lugar a dudas de que quería que alguien le pagara su barril de vino.

—¿Quién era el hombre que ha elegido Cristobel? —preguntó Imogen repentinamente—. No era un simple campesino, ¿verdad?

Se oyó un tintineo cuando la mano de Rafe chocó con la de Hynde e inmediatamente después arrastró a Imogen hacia la noche, negra como el terciopelo, para buscar su carruaje. Estaba junto a un grupo de árboles.

—¿Quién era? —repitió.

—Creo que es su marido. Tiene la habilidad de un actor disfrazándose. Cuando le vi actuar en Londres, llevaba la ropa de un estudiante de leyes.

—¿Está seguro? ¿Qué ocurrió?

Rafe abrió la puerta del carruaje de alquiler y sacudió al conductor para despertarlo.

—¿Qué cree usted que ocurrió?

Imogen le sonrió.

—A menos que Cristobel sea ciega, le escogió a usted.

—¿Y eso no le hubiera molestado? —preguntó Rafe.

La sonrisa de Imogen no vaciló.

—¿Por qué habría de molestarme?

¿Por qué, efectivamente? El suyo era simplemente un amorío pasajero después de todo.