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Un Quintiliano completo
—Es una alegría —dijo el príncipe Gioffré, abad de Borgo, al tiempo que alzaba su anillo para recibir un beso— saber que sigues con vida después de todo lo que ha ocurrido en Altamura desde la última vez que te vi. —Cuando Segismundo se levantó, lo miró fijamente a la cara. «Qué pálido está», pensó. No era ninguna exageración lo que se decía sobre su herida—. He oído que gracias a ti varias personas continúan aún entre nosotros. Su alteza me ha enseñado las cartas en que el duque Hipólito se refiere a ti como el salvador de su vida y su estado.
—Ilustrísima —dijo Segismundo con tono risueño mientras se encogía de hombros—, como sabéis, nada es tan sencillo como lo pintan. Yo diría que su excelencia salvó la vida gracias en primer lugar a un joven que se quedó dormido durante sus oraciones y luego a las ratas de su palacio. Lo que yo he hecho se debe a la gracia de Dios y de Nuestra Señora.
—El abad se santiguó y dijo:
—Gratias agimus Deo… —El calor del día había disminuido y del patio venía un rumor de conversaciones en voz baja acompañado del chirrido de las cigarras.
—Has sido realmente afortunado, Segismundo. Lo que has conseguido tiene mucho mérito. El príncipe Galeotto está sumamente satisfecho de que ya no exista ninguna posibilidad de culparlo por la terrible muerte de la princesa. Es el duque Vincenzo quien ahora deberá responder por sus pecados en el juicio divino. El diablo está en todas partes, incluso en los palacios.
«Sobre todo en los palacios», pensó Benno. Le habían permitido amablemente entrar en la habitación y permanecer al lado de la puerta mientras el abad recibía a su señor. «En mi opinión, ese duque se sentirá en el infierno como si estuviera en su casa». Benno se rozó de pronto una herida que tenía en el trasero con el marco de la puerta. Al final, Brunelli había conseguido dar con él y lo había sorprendido mientras esperaba fuera de la sala de audiencias de Altamura. Aunque ahora sabía que había peleado en el bando equivocado durante la refriega de la biblioteca, el arquitecto no era de la clase de hombres que olvidan una ofensa. Por suerte para Benno, la patada que había recibido lo había mandado a brazos de Segismundo, quien salía en aquel momento de la sala de audiencias luciendo la cadena de oro que acababan de obsequiarle. Su señor había concedido a Brunelli el tiempo suficiente para que le diera una explicación, absteniéndose de decir que si no hubiera descubierto la emboscada que le había preparado a Pirro, todo el mundo, incluido éste, se habría ahorrado muchos problemas. Al final, el encuentro había acabado en una taberna de Altamura con un brindis por la reforma de la biblioteca, la cual al parecer iba a ser uno de los pocos encargos que Brunelli iba a conseguir acabar.
Cuando Benno volvió a dirigir su atención al presente, advirtió que Segismundo y el abad estaban hablando del infierno.
—¡Qué mal aconsejados estaban esos jóvenes! ¡Qué blasfemia atacar al duque en el interior de la iglesia! ¡Y durante la elevación de la hostia! Me temo que van a recibir un castigo espantoso, tanto en este mundo como en el siguiente. Dante pone a todos los traidores junto a Judas en el noveno círculo del infierno.
—Tal vez obtengan el perdón antes que su maestro —dijo Segismundo—. Polidoro Tedesco ha confesado ser quien les animó a ello.
—¿Qué motivo podría tener para cometer semejante maldad? —De pronto se oyeron en el jardín voces más altas de lo normal. El abad se acercó a la ventana y se asomó con las manos metidas en las mangas de su hábito. Inmediatamente las voces enmudecieron. Se volvió y regresó al lado de Segismundo con pasos inaudibles sobre el suelo embaldosado—. Un hombre culto, que seguramente conocía las escrituras y las obras de los grandes sabios…
Segismundo profirió un largo, sonoro y desdeñoso murmullo.
—Se tenía por un Sócrates que debía enseñar a los jóvenes a venerar la verdad. En realidad, se trataba de un hombre amargado que, al igual que el duque Vincenzo, quería vengarse por una cuestión personal.
Benno aguzó el oído. Aquello era algo que ignoraba. El abad se acercó al taburete de madera que había detrás de su escritorio y señaló un banco cubierto de cojines invitando a Segismundo a sentarse en él. Éste aceptó la invitación y prosiguió:
—Cuando le comunicaron que Tedesco se había suicidado, su excelencia el duque me dijo que el filósofo había sido su preceptor durante su juventud. Yo ya lo sabía, aunque ignoraba que el filósofo hubiera ordenado que lo azotaran salvajemente por sus errores y que, al subir al trono, el duque hubiese ordenado a su vez que azotaran a Tedesco para que pagara por el imperdonable perjuicio que había causado en su orgullo.
El abad alzó brevemente la vista al cielo y sacudió la cabeza.
—Oh, hijo mío, qué gran falta de caridad trae consigo el orgullo. Una crueldad engendra otra y ésta otra más, y al final el proceso se hace imparable. Por algo se nos dice que Lucifer cayó por un pecado de orgullo… ¿De manera que enseñaba a sus alumnos a odiar a los tiranos cuando él en realidad sólo odiaba al hombre que lo había humillado?
—Mmm, mmm. No es difícil confundir los motivos que llevan a uno a hacer algo. —Segismundo observó cómo el abad extendía una mano y abría un pequeño armario que tenía detrás de sí entre los paneles que revestían la pared—. Se puede hacer mucho daño aun teniendo las mejores intenciones.
El abad, que estaba sonriendo, sirvió el vino en unas sencillas copas de peltre y ofreció una a Segismundo.
—¡La filosofía…! Cuando fui tu maestro en París; eras uno de los jóvenes más inteligentes de tu generación. Pero ya entonces buscabas otra clase de soluciones para los enigmas de la vida.
Benno, las aletas de cuya nariz se habían dilatado para oler el delicioso aroma del vino, habría escuchado de buena gana una conversación acerca del misterioso pasado de su señor. Sin embargo, éste no parecía estar dispuesto a mantenerla. Envueltos por un acogedor silencio, Segismundo y el abad bebieron.
—Según he oído, el príncipe Galeotto está de enhorabuena —dijo Segismundo—. ¿Dónde va a celebrarse la ceremonia? ¿Aquí o en Venosta?
—Su excelencia me ha pedido que oficie las nupcias en la catedral de Venosta cuando llegue el momento. No quiere ofender al duque Hipólito celebrando la boda cuando ha pasado tan poco tiempo desde la triste muerte de su esposa.
Los dos hombres volvieron a enmudecer. El patio permanecía prácticamente en silencio, pues las voces habían desaparecido y sólo se oía el sonido de las azadas al abrir la tierra y los chirridos de las cigarras. La proposición de matrimonio del príncipe Galeotto a la duquesa Dorotea, viuda del duque Vincenzo, había cogido a todo el mundo por sorpresa, a pesar de que la unión resultaba sumamente ventajosa para ambos. El príncipe quería un heredero y la duquesa aún era joven y había demostrado ser una mujer fértil dándole al duque Vincenzo varios hijos. Si bien era cierto que sólo habían sobrevivido las hijas, cabía la posibilidad de que los hijos de Galeotto no se desanimasen tan fácilmente al ver a su padre por primera vez. Además, la necesidad que tenía éste de un heredero era menos urgente que antes, por cuanto Venosta estaba virtualmente en su poder.
Pocas personas sabían que había sido la duquesa Dorotea quien, con la majestuosidad que la caracterizaba, había tomado la iniciativa. Ella no había abrigado ninguna de las esperanzas de recuperación que posiblemente había acariciado su marido en los últimos momentos. Tras una larga consulta con el maestro Valentino, había iniciado una correspondencia secreta con el príncipe Galeotto. El marido que iba a tener ahora sería mucho más fácil de controlar y con la boda obtendría lo que Vincenzo no había podido conseguir al ofrecer su hija a Galeotto. Si Venosta iba a ser su dote, Borgo sería su regalo de bodas. Con tales ideas en la cabeza, había ordenado que se celebrasen las misas por la muerte de Vincenzo y se había puesto tranquilamente a terminar su tapiz del desollamiento de Marsias. Sería su regalo para el novio.
—¿Se ha recuperado ya la duquesa Violante?
Segismundo sonrió cordialmente.
—El maestro Valentino dice que nunca ha estado mejor de salud. —No hizo referencia a la cadena de oro y rubíes, obra de un maestro joyero, que la duquesa le había puesto al cuello ni al beso que le había dado en la mejilla. La mirada con que también lo había obsequiado podría haber despertado fácilmente los celos de Hipólito si éste hubiera llegado a verla.
El abad se inclinó para llenar de nuevo la copa de Segismundo.
—También he oído que hay quien culpa al maestro Valentino de haber acelerado la muerte del duque Vincenzo por instigación de la duquesa.
—Cualquier médico que sirva a un gran señor y no pueda curarlo debe esperar que la gente haga esa clase de comentarios. Y las esposas también. Hay médicos que deciden dejar los casos que no pueden curar. —Segismundo bebió y agregó—: Al volver a Altamura el maestro Valentino me dijo en confianza que el día siguiente a la muerte del duque Vincenzo abrió su puerta y se encontró con unas flores enviadas por ciudadanos de Venosta agradecidos.
El abad soltó una inesperada carcajada. Hizo girar la copa de vino con sus finos dedos y miró al hombre que tenía delante. El rostro y porte de Segismundo eran serenos. No parecía que los acontecimientos que habían sucedido desde la última vez que se habían visto lo hubieran afectado.
—¿Y el asesino…? ¿Pirro decías que se llamaba? Debía de ser un hombre capaz de helarle el corazón a cualquiera. La descripción que has hecho de su entrada en el estudio me recuerda aquellas palabras de Virgilio…
Vestibulum ante ipsum primoque in limine Pyrrhus exsultat, telis et luce coruscus aena —recitó Segismundo, tras lo cual sacudió la cabeza maravillado—. Podría haberme acordado de ellas y haberlas considerado una señal. Apareció en el umbral, en efecto, y brillando…
—Qualis Coluber… —añadió el abad.
—Exactamente como una culebra. Aunque las escamas de esta culebra en concreto las había hecho Missaglia en Milán. Conozco su trabajo. Le salvaron la vida…, aunque no por mucho tiempo. —El murmullo que siguió a aquellas palabras fue una despedida, casi un lamento, como el que un profesional dirige al saludar a otro—. He encargado una misa por su alma… Tuvo la mala suerte de no enterarse a tiempo de que la persona que le había pagado había muerto y de que ya no había falta que llevara a cabo su misión.
El abad soltó un suspiro.
—Mataba por dinero. Le harán falta muchas plegarias en el purgatorio. Y decidme, ¿ha hecho el duque justicia con esos jóvenes necios a quienes su maestro indujo al pecado?
—Uno murió, como sabéis, a manos de la duquesa, que no se acobarda ante ningún hombre. —Acordándose de Rodrigo Salazzo, Benno hizo votos por que la duquesa no le hubiera cogido gusto al cuchillo—. Y el otro que estaba implicado en la conspiración fue ahorcado ante el palacio de Altamura ayer mismo. Los demás, Tristano Valori y Honorio Scudo, han sido declarados inocentes y el duque los ha dejado en libertad. Bonifacio Valori ha recuperado su cargo de primer consejero.
—Era inconcebible que un hombre como él fuese desleal al duque —dijo el abad—, y aunque en innumerables ocasiones se ha descubierto que lo inconcebible es cierto, es una alegría que tanto el hijo como el padre hayan sido exculpados.
Segismundo inclinó la cabeza en señal de asentimiento y, de pronto, chasqueó los dedos. El abad enarcó las cejas y Benno se acercó rápidamente para entregarle el cartapacio que había estado guardando. A una seña de su señor, lo dejó sobre la mesa delante de él, hizo una reverencia y volvió a su puesto de observación al lado de la puerta.
—¿Qué es esto, hijo mío? —El abad miró el cartapacio y se inclinó en un educado gesto de interés.
—El duque Hipólito desea expresar su gratitud a Dios por haberle permitido escapar de la muerte, ilustrísima. Éste es el manuscrito del que me hablasteis, el que el duque Vincenzo adquirió para Venosta. Fue una causalidad, pero gracias a lo que me dijisteis sobre él el duque finalmente consiguió salvar su vida. Logré sorprender al asesino haciéndole creer que el duque iría a examinarlo. —Segismundo extendió las manos y se echó a reír—. Debería sentirme agradecido por la educación que he recibido. Pirro estaba escondido encima de la habitación del señor Tebaldo y oía todo lo que sucedía debajo. Como no podía pedirle al señor Tebaldo en voz alta que fingiera que el duque Hipólito iría a su estudio para ver el manuscrito, le envié un mensaje en griego para que su sirviente no pudiera leerlo. Pirro tragó el anzuelo e hizo lo que yo esperaba que hiciera: bajó por las cuerdas del techo hasta el montacargas del señor Tebaldo y de ahí al estudio, que era donde yo estaba esperándolo. —Segismundo sonrió y empujó el cartapacio—. Su excelencia desea que lo aceptéis y lo incorporéis a la biblioteca de Borgo como recuerdo de la princesa Ariana.
Con expresión reverente, el abad abrió el cartapacio y fijó la mirada en el Quintiliano. La tapa, que era de vitela y llevaba inscritas unas bellísimas letras de oro, tenía una marca que parecía la cicatriz de una herida: la sangre de Pirro, que se había filtrado por el escritorio, la había manchado. Para limpiarla habían tenido que raspar la vitela.
El abad abrió el libro y cuando ya estaba concentrado leyendo la primera página, un discreto golpe en la puerta anunció la llegada de un monje que traía un mensaje. Había un hombre abajo que preguntaba urgentemente por el señor Segismundo. Había recorrido más de mil quinientos kilómetros para verlo y no podía comunicar su mensaje a nadie más que a él.
El abad se quedó en su habitación ajeno a cualquier ajetreo y Benno siguió a Segismundo preguntándose a qué lugar irían ahora y qué encontrarían cuando llegaran a él. Ojalá no tuviera que ver más asesinos y bibliotecas. Aunque hasta aquel momento no había tenido mucho trato con los libros, empezaba a sospechar que eran objetos peligrosos.
Cogió a Biondello, que apenas podía moverse tras el festín que se había dado en la cocina de la abadía, y se puso alegremente en camino hacia su futuro.