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Plegarias para una tía
El duque Vincenzo no estaba acostumbrado a perder en sus juegos de intriga, y la destrucción de su fuerte había sido un duro golpe. Para colmo, acababan de darle la noticia de que no sólo Brunelli seguía con vida, sino que el hombre que había enviado para matarlo había muerto. La ciudad había corrido con los gastos del entierro de un hombre desconocido, presumiblemente uno de los ladrones que solían merodear por las obras tratando de robar lo que podían. El duque no estaba nada contento y lo que menos le apetecía era mostrarse cortés con el enviado de Altamura. Si el duque Hipólito consideraba un agravio el hecho de que el ataque del que había sido objeto su duquesa (a quien, en muy buena hora, le habían evitado sufrir daño alguno) hubiera tenido lugar en Venosta, él también consideraba un agravio el que el agente secreto que había destruido su fuerte hubiera actuado obedeciendo órdenes de la mismísima duquesa.
El enviado, mostrando una enorme educación, indicó que, en primer lugar, el fuerte no pintaba nada en aquel lugar. El territorio era, sin lugar a dudas, altamurano. Además, ¿qué motivo tenía el duque para creer que la duquesa Violante estaba relacionado con aquel asunto?
El duque, con una voz de cristal arañado que inducía a adoptar una actitud conciliadora, rogó al enviado que tuviera en cuenta que lo que él denominaba territorio altamurano había pasado a ser, por causas de fuerza mayor, territorio venostano.
Con suma delicadeza, el enviado sugirió que el fuerte, que había sido construido con suma rapidez antes de que la soberanía del territorio hubiese sido debidamente debatida, tal vez hubiera sido destruido por lo que igualmente podía considerarse causas de fuerza mayor. Mientras que al hablar de agentes secretos quizá se estuviera intentando realizar imputaciones cuando no había posibilidad de comprobar ninguna, en el caso de la duquesa, por desgracia, no cabía ninguna duda de que se había cometido un rapto, en terreno altamurano y con pérdida de vidas altamuranas, y de que al villano responsable del crimen se le había permitido establecer su guarida en Venosta.
La necesidad de una actitud conciliadora se hizo todavía más acuciante cuando, empleando nuevamente aquella voz que daba dentera, el duque replicó que según le había informado el arquitecto de su fuerte, un tal Segismundo, que regresaba a Borgo como miembro del séquito de la duquesa, había visitado la construcción con engaños, haciéndose pasar por el ingeniero del duque de Venosta, y había averiguado dónde se encontraba el polvorín que más tarde explotaría misteriosamente cuando no había nadie cerca. ¿Quién, preguntó el duque, tenía la autoridad para dirigir semejante acción? ¿No era lícito (en aquel momento el duque estiró el brazo y cogió la mano de su duquesa, quien estaba sentada a su lado muy rígida y con aire adusto) pensar que así como marido y mujer son una misma carne tal es su voluntad? Si la duquesa Violante había ordenado la destrucción del fuerte, era porque sabía que su marido habría hecho lo mismo. Aquel hombre, Segismundo, formaba parte de su séquito. Debía de haber sido ella quien le había dado la orden. Si no, ¿qué provecho podía sacar un hombre de la agresión a un estado soberano?
A aquello, el enviado de Altamura, de una manera elegantemente indirecta, respondió recordándole al duque que la historia de que el tal Segismundo había visitado las obras era únicamente la versión que le había dado un arquitecto que, de no decir aquello, tendría que asumir la responsabilidad de la destrucción del fuerte. No existía absolutamente ninguna prueba de que aquel hombre estuviera implicado en el asunto. Más aún, el tal Segismundo, un hombre sumamente capaz y digno de toda confianza que había prestado sus servicios a los duques de Rocca y Nemora, al príncipe de Viverra y seguramente a otros muchos más, era quien había salvado a la duquesa Violante de las garras de un despreciable bandido a quien se le había permitido hacerse fuerte en Venosta.
¡Vaya con el bandido! La voz del duque sonó como el susurro producido por una víbora al deslizarse sobre la seda. ¿Tenía su excelencia el duque de Altamura la menor idea de la dificultad que suponía deshacerse de una banda de ladrones que había establecido su guarida entre las gargantas de una montaña y podía hacer frente impunemente a cualquier ataque?
La mano de la duquesa se crispó bajo la de su esposo. No había sido una buena idea hacer aquella pregunta y la respuesta del enviado se lo confirmó: ¿acaso su excelencia no había sido informada de que el padre del duque Hipólito había conseguido desterrar a aquel mismo bandido y que, por lo tanto, había sido posible, gracias a su gran determinación, librar a Altamura de aquel desgraciado, quien entonces había buscado, y encontrado, refugio en Venosta? Además, la inexpugnabilidad de aquella guarida de ladrones resultaba muy dudosa si el señor Segismundo había logrado entrar en ella y rescatar a la duquesa.
El duque guardó silencio por un instante y luego pidió vino. El enviado se lo tomó como un descanso en el juego y bebió con sumo agrado. A pesar de los rumores según los cuales el duque Vincenzo solía envenenar a las personas que discrepaban de él, el enviado estaba seguro de que a él no le haría nada, ya que tenía que transmitir sus quejas a su señor. Además, el vino de Venosta era excelente.
Había llegado el momento de que hablara la duquesa, lo cual le permitiría a su marido disfrutar de un respiro antes de llevar a cabo el siguiente movimiento. La Duquesa Dorotea deseaba, por un lado, expresar su pésame al duque Hipólito por la espantosa muerte de su hija y, por otro, su pesar a la duquesa Violante por la terrible experiencia que había sufrido a manos de Rodrigo Salazzo. Como si los diferentes movimientos que se habían dado en la partida de ajedrez que habían estado jugando el enviado y su marido hasta aquel momento no hubieran ido con ella, la duquesa formulaba ahora lo que podría denominarse el punto de vista femenino, ofreciendo sus condolencias tanto al padre afligido (algo que había insinuado con una delicadeza que seguramente habría llevado a Vincenzo a sentirse orgulloso de ella) como a la esposa ultrajada.
El duque entregó su copa a un paje y expresó su conformidad con su esposa. ¡Qué final más cruel! ¡Y qué misterioso!
—¿Qué dice el príncipe Galeotto acerca de la tragedia de su esposa? —El tono de su voz no ocultaba el verdadero significado de sus palabras. El misterio podría quedar resuelto si el príncipe Galeotto se decidiera a hablar.
El enviado utilizó un imperceptible tono de sorpresa e interrogación en su respuesta.
—El príncipe está tan conmocionado como mi señor, naturalmente.
—Con todas estas tragedias —dijo pensativamente el duque Vincenzo—, parece como si la familia del duque Hipólito estuviera sufriendo una maldición. ¿Su hermana no murió asesinada? Y la primera esposa de su padre, Beatriz de Borgo, ¿no murió también violentamente?
Había sido un movimiento genial, por lo que esta vez fue el enviado quien tuvo que beber un poco de vino poniendo cara de estar más interesado en su sabor que en la respuesta, la cual, cuando llegó, en lugar de contestar a la pregunta que había formulado el duque, hizo referencia al quid de la cuestión.
—Esta semana se ratificará el tratado de alianza entre Borgo y Altamura. Ambos soberanos han estampado su sello en él y los documentos serán intercambiados.
El duque consideró aquellas palabras sin perder la fingida expresión de dolor que había puesto al aludir a la princesa Beatriz.
—Me alegro sinceramente de que la relación entre el príncipe y su excelencia no se haya deteriorado. Sería una desgracia que las sospechas enturbiaran su alianza. —Con gesto amable, se inclinó y preguntó—: ¿Se sabe quién pagó al estrangulador?
—Por deseo de su excelencia el duque, el señor Segismundo se ha encargado de la investigación. No me cabe duda de que se mostrará tan capaz en este asunto como en los demás servicios que ha prestado.
El duque Vincenzo pareció igualmente convencido, y con su respuesta dio a entender que un hombre que había logrado destruir su fuerte era capaz de cualquier cosa.
Cuando el enviado salió para Altamura portando diversos mensajes para el duque, una caja con los mejores vinos de Venosta para sí mismo y varios metros de un precioso brocado negro para la duquesa Violante de parte de la duquesa Dorotea (quien al parecer quería evitar que le faltase ropa de luto), tanto él como el duque estaban satisfechos con la manera en que se había desarrollado la negociación. Ninguna de las dos partes había hecho concesiones y ambas habían presentado convincentemente las razones para demostrar el serio agravio del que habían sido objeto. Ahora le tocaba mover al duque Hipólito.
Entretanto, el príncipe Galeotto, ignorante de que en Venosta se habían lanzado calumnias sobre su honradez, estaba sentado con gesto sombrío en la capilla del palacio de Borgo oyendo una nueva misa por el alma de su difunta esposa. Su enviado a Altamura había recibido órdenes de informar al duque de que la memoria de la princesa Ariana era objeto de una atención continua y la necesidad de mantener las apariencias había obligado a Galeotto a restringir seriamente las actividades con que acostumbraba divertirse. La caza había quedado descartada desde el principio y sus perros sufrían la falta del ejercicio necesario. Guerrero, cuyo collar de clavos seguía sin aparecer, se había vuelto tan violento que había llegado a morder al maestro perrero, quien, al ser menos importante que Guerrero, no había obtenido ninguna satisfacción por ello. Los halcones se mostraban inquietos y no dejaban de batir las alas. Y ahí no acababa la cosa: la muerte de la señora Leonora a manos del mismo estrangulador que había asesinado a la princesa (noticia esta última que había causado miedo y espanto) había sido interpretada por sus cortesanos como una prueba de que tanto el príncipe como las personas más próximas a él eran el blanco de un perverso enemigo del principado. Como consecuencia de sus protestas, el soberano apenas se aventuraba a salir del palacio y llevaba, a pesar del calor estival, una cota de malla bajo su jubón, lo cual añadía un peso físico al mental, que era el que todo el mundo podía ver. Tras la desaparición de Leonora, había decidido recurrir a su sustituta, pero, con gran consternación, se había enterado de que ésta, la señora Zima, profundamente alarmada por la teoría dominante de que el estrangulador estaba acercándose lentamente al príncipe dejando en el camino a sus personas más allegadas, había cerrado su pequeña villa y buscado la seguridad de un convento, donde en aquel momento estaba volviendo locas a las monjas exigiéndoles que le proporcionaran unos aposentos mejores y una dieta de lujo. Por otra parte, las demás damas de la corte, que normalmente consideraban a todos los príncipes atractivos, habían empezado a demostrar una inexplicable fidelidad hacia sus maridos. Galeotto ya no esperaba poder llevarse a nadie a la cama hasta que alguien, daba igual quién, fuese acusado públicamente de ser el estrangulador y recibiera un castigo espectacular. Lo único que convencería a Zima de su seguridad era que se clavaran sobre las puertas de Borgo las manos del estrangulador o, al menos, pensaba Galeotto, un par de manos que tuvieran aspecto convincente.
Cuando la misa estaba a punto de concluir, Galeotto, incómodo con su cota de malla, cambió de postura y decidió que debía encontrar un estrangulador cuanto antes. Aunque tenía delante la lápida de pórfido bajo la cual yacía la difunta princesa de Borgo, soberana durante menos de un día, su mirada descansaba sobre una placa de mármol pulido que había en la pared, recuerdo de una princesa de Borgo que había muerto como duquesa de Altamura. Debería ordenar que se rezaran unas plegarias especiales por la tía Beatriz. Estaba seguro que estaría observándolo desde el purgatorio.