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El lanzamiento de una flecha

La biblioteca del palacio de Altamura había sido construida gracias a la habilitación de dos plantas de aposentos para cortesanos que había llevado a cabo el padre del duque Hipólito y estaba provista de unas estanterías de madera de cedro de cuya construcción se habían encargado los mejores carpinteros de Milán. Sin embargo, Hipólito, pensando en su creciente colección de manuscritos, llevaba tiempo considerado la posibilidad de reformarla y ampliarla.

Como se inclinaba por algo de estilo más clásico, había decidido encargar la obra a Pietro Brunelli, quien, según había oído, se encontraba en aquel momento trabajando en Venosta. Lógicamente, los planes habían quedado arrumbados a causa de la muerte y la Ariana y la enfermedad que había sufrido el duque a continuación; ahora, sin embargo, una vez recuperadas la salud y su esposa, tenía ante sí una oportunidad excepcional en la persona del mismo Brunelli.

Era la misma historia de siempre. Brunelli había estado embelleciendo con gran brío la residencia urbana de Ristoni, sin dejarse desanimar por los accidentes que les había costado la vida a su ayudante y a un ladrón desconocido. Entre sus trabajadores se hablaba de la influencia de un mal de ojo. Sin embargo, el principal obstáculo al que había tenido que hacer frente era de tipo físico: la madre de su contratista. En cuanto terminara el enlucido clásico del exterior y la entrada de la casa, Brunelli planeaba retocar el interior de manera que armonizara simétricamente con el resto. Las habilidades del piano nobile debían ser iguales en número y dimensiones en ambos lados, lo que suponía demoler el tabique que dividía las dos habitaciones en las que vivía la madre de Bono Ristoni.

Madonna Ristoni se había negado en redondo a que lo hiciera.

En vano su hijo había tratado de convencerla hablándole de todo el espacio que ganaría con la modificación y de la dignidad que adquirían sus ahora reducidos aposentos. La anciana vivía en aquellas habitaciones desde el día de su boda. Había alumbrado a todos sus hijos, él incluido, en una de ellas y estaba decidida a morir cómodamente en el mismo lugar. Brunelli, al que imprudentemente se había pedido que tratara de convencerla, acabó por enzarzarse en una apasionada discusión con la viuda y zanjó el asunto haciendo añicos los planos. El arquitecto había abandonado Venosta justo antes de que el duque Vincenzo contratara a un asesino más eficiente para acabar con él.

El duque Hipólito vaciló antes de contratar a Brunelli, aunque no a causa de la reputación que tenía el arquitecto de discutir acaloradamente con sus patronos, por cuanto todo el mundo presume de saber tratar a un artista de carácter mejor que su prójimo, sino porque cualquier obra que se llevara a cabo en la biblioteca molestaría forzosamente al primo de la duquesa, quien pasaba sus días en ella como si la considerara un refugio contra el mundo. Desde que la dama de honor de su prima lo rechazara meses atrás, el señor Tebaldo apenas se había dejado ver en la corte y se decía que no salía de la biblioteca ni de noche ni de día.

Hipólito nunca se sentía tranquilo a su lado. Poggio, al poder reírse de su condición de enano, había convertido su supuesta invalidez en una virtud. Su compañía resultaba agradable. Tebaldo, sin embargo, solía sufrir grandes dolores, como Hipólito bien sabía, y aunque el joven era discapacitado de nacimiento, el duque, por alguna razón, se sentía culpable y molesto por no poder servirle de ayuda.

De ahí que no visitara a Tebaldo excepto cuando alguno de sus enviados (el primo de su esposa trabajaba incansablemente para mejorar la biblioteca, aunque fuese mediante apoderados) le traía un manuscrito nuevo o información acerca de alguno para cuya compra fuese necesaria su aprobación. El duque se sentía muy reacio a darle la noticia de sus planes, puesto que si le decía a Brunelli que se pusiera manos a la obra, la biblioteca se convertiría en un centro de gran actividad, un lugar lleno de ruido, polvo y gente que se asemejaría para el pobre Tebaldo a uno de los círculos del infierno de Dante. No obstante, los esfuerzos que hacía Tebaldo por mejorar la colección del duque se merecían una biblioteca capaz de albergarla dignamente.

Por otro lado, éste no era un problema que Hipólito quisiera consultar con su esposa, por cuanto el médico había recomendado a ésta que descansara y se desentendiera de las preocupaciones de su cargo después de la experiencia que había sufrido a manos de Rodrigo Salazzo, acerca del cual el duque no había querido pedir ninguna clase de detalles. Aquel hombre estaba muerto, le había asegurado Segismundo, por lo que nunca podría jactarse de su villanía, y si sus hombres habían visto algo, Hipólito no tenía poder para acallarlos mientras permanecieran en Venosta. Cualquier miembro de la banda de Salazzo que errando el camino fuera a parar a Altamura perdería la lengua y los ojos antes de ser pasto de los cuervos en la horca. ¡Ojalá Segismundo lograra descubrir al asesino de la pobre Ariana y conjurase la amenaza que se cernía sobre él y su esposa!

Todo esto tenía Hipólito en la cabeza mientras observaba a Brunelli, quien se encontraba ante él con el mismo aspecto robusto, malhumorado y entusiasta de siempre. La idea de reformar la biblioteca le interesaba. Quería empezar de inmediato. Al privarse tan a menudo de la oportunidad de acabar un proyecto, Brunelli tenía unas grandes reservas de energía latente. Altamura le había gustado nada más verla y el duque Hipólito, al ser mucho más joven y guapo que Galeotto o Vincenzo, le resultaba agradable desde un punto de vista estético. Además, esperaba con ilusión ver a la duquesa Violante, de cuya belleza todo el mundo se hacía lenguas. Tal vez hasta le pidieran que pintara su retrato. Sabía que Leone Leconti ya lo había pintado; si aquel insulso idiota los había engañado con sus alardes técnicos, él les enseñaría lo que era una obra de verdadera calidad si lo contrataban. Miró a Hipólito y torció el gesto afablemente.

La mirada surtió efecto. Brunelli, ya contratado, se retiró pensando en el proyecto, mientras Hipólito, por su parte, se quedaba pensando en la manera de fiarle la noticia al primo de su esposa. El duque trató de consolarse: las obras no comenzarían hasta que los planos no fueran dibujados y aprobados, de manera que el señor Tebaldo tendría tiempo para hacerse a la idea. Además, habría que pedir su visto bueno al proyecto, lo cual serviría para apaciguarlo, y siempre podía refugiarse en el pequeño estudio que tenía al lado de la biblioteca, donde pasaba buena parte de su tiempo absorto en sus manuscritos o, según lo que le había dicho Violante en confianza, escribiendo estudios eruditos sobre filosofía. ¿Quién no ha oído hablar de la gran capacidad que tienen los hombres de letras para aislarse del mundo?

Mientras el duque tomaba una decisión, en otra estancia del palacio Benno abría precisamente una ventana al mundo. Su señor lo había despertado con el ruido del agua al lavarse en la jofaina que había en la esquina de la habitación. Mientras bostezaba y se desperezaba, abrió los postigos y los sujetó con sendos pestillos. A Biondello no le habían pedido su opinión sobre cuánto había de durar una siesta, por lo que seguía profundamente dormido con el hocico metido bajo la cola.

Benno se había dado cuenta de que Segismundo estaba descansando más de lo habitual con el fin de dar a su herida tiempo de que sanase y a sí mismo para reponerse. Al fin y al cabo, entre los barriles de pólvora que había tenido que mover y el viaje a Roccanera, hacía tiempo que no tenía ocasión de hacerlo. Pensar en todo aquello le hizo preguntarse qué les reservaría aún el destino. En aquel momento la suave brisa estival le trajo los olores del río e incluso una leve vaharada de pescado podrido. Sin embargo, no fue esto lo que le causó el escalofrío que le recorrió la nuca mientras recordaba que el asesino que había intentado matar a su señor seguía vivo. Benno hizo votos por que se hubiera dado por vencido y no se hubiese movido de Borgo.

Segismundo pasó a su lado con la camisa en la mano y se quedó delante de la ventana para ponérsela. Biondello, percibiendo acaso el olor a pescado u oyendo a Benno vaciar el agua de la jofaina, saltó de la cama y se acercó corriendo a Segismundo para averiguar qué miraba. El alféizar era bajo, por lo que pudo encaramarse a él en dos arriesgados saltos. Benno se volvió y vio que su señor se inclinaba rápidamente para extender una mano y evitar que el perrillo cayera.

En aquel preciso instante se produjo un destello y luego un chasquido; una flecha se clavó con una vibración en el postigo y Segismundo cayó al suelo.