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¿Su propia víctima?

Asombrado, Benno se había vuelto al igual que los demás al ver cómo los fuegos artificiales iluminaban el cielo y teñían el pabellón y sus ocupantes de oro, rojo y verde. Sin embargo, sabía aprovechar una oportunidad cuando se le presentaba. En cuanto advirtió que la presión sobre el cuello de su jubón disminuía, se agachó y echó a correr esquivando al maestro, quien cayó hacia adelante, de tal suerte que la lámpara salió volando por la espaldera, quemó unas hojas a su paso y fue a extinguirse en el arroyo tras producir una pequeña hoguera flotante. Benno bajó a toda prisa por las escaleras y desapareció entre las sombras, donde no se extrañó de encontrar una sombra más grande y oscura que las demás, la cual le lanzó un temblequeante y silencioso perrillo lanudo al pecho.

Segismundo se dirigió hacia el cenador en forma de túnel, acaso el único camino a salvo de la errática iluminación de los fuegos artificiales. Benno, lanzando rápidamente una mirada a lo que estaba perdiéndose (era un enamorado de los fuegos artificiales), se metió a Biondello en el interior del jubón y echó a correr detrás de su señor.

Atrás habían dejado a los sirvientes, que habían recogido sin la ayuda de la lámpara las copas, la mesa, la cubierta de seda y el montón de cojines y estaban llevándolos al palacio por las terrazas del jardín iluminados por los precarios destellos que surgían de la isla. Mientras uno de ellos se había quedado hechizado con los fuegos y andaba de lado tropezando con todos los setos que había en el jardín, el otro pensaba que alguien capaz de estrangular a una princesa no dudaría en lanzarse sobre su garganta de plebeyo. El maestro se alegró de llegar al palacio con las copas intactas, pues se le había pasado por la cabeza que la persona que había estrangulado a la princesa tal vez fuera un vulgar ladrón. ¿Y si el repugnante bicho que acababa de escapar se hubiera colado en el pabellón y, tras despertar a la princesa, la hubiese estrangulado para acallarla? Tal vez ahora, en cuanto cesara aquel jaleo, volviera sigilosamente al lugar del crimen para llevar a cabo su robo. Había demasiadas sombras en los jardines. En cualquier momento aquel gañán podía saltar desde atrás de los cipreses y arrebatarle sus frágiles joyas, sin pensar siquiera que podía agrietarlas o incluso hacerlas añicos. El vistazo que el maestro había logrado echarle a Benno no lo había convencido de que tuviera la costumbre de pensar mucho.

Ignorando que estaban calumniándolo, trotando apresuradamente por el cenador en forma de túnel, iluminado por los tentadores destellos de los fuegos artificiales al pasar por debajo de los arcos cubiertos de hojas, Benno recorrió el camino que lo separaba del palacio. Había llegado pisándole los talones a Segismundo y bastante antes que el maestro di casa, los sirvientes y su cargamento. Los guardias de palacio no les impidieron pasar, ya que todo el mundo había estado presente cuando el príncipe había apoyado la mano sobre el brazo del desconocido vestido de negro y le había pedido encarecidamente que encontrara al asesino. Si bien la aparición de Benno les hizo concebir esperanzas de que ya había cumplido el encargo, enseguida recordaron que los asesinos rara vez siguen por voluntad propia a quienes los capturan. Benno obtuvo permiso para seguir a su señor tras recibir un simple golpe en el pecho a causa de la cara de bobo que tenía, golpe que le valió al guardia que se lo había dado un inexplicable mordisco en el dedo. Biondello aún no se había recuperado de la impresión que le habían causado los fuegos artificiales.

Sin embargo, Benno no obtuvo permiso para entrar en los aposentos de la princesa, lo cual no le sorprendió, y se quedó mirando cómo los guardias dejaban pasar a Segismundo. El príncipe había acudido a ver cómo amortajaban a su esposa. Cuando todo estuviera preparado, la llevarían a la capilla privada para la celebración de la misa de réquiem.

Segismundo aguardó con la cabeza ligeramente inclinada en señal de respeto, mientras el príncipe Galeotto, que estaba arrodillado al lado de la cama de la princesa, gemía y lloraba espasmódicamente. Al pie del lecho había dos médicos, reconocibles por los sombreros y túnicas que llevaban, con cara de sabios e incapaces de hacer absolutamente nada. Nadie ha descubierto todavía un remedio para el estrangulamiento.

Mucho más útil en aquel momento resultaba el abad, que estaba arrodillado delante del príncipe rezando en silencio con las manos juntas. La duquesa Violante se había arrodillado más atrás, entre las sombras, donde rezaba con las manos unidas delante de la cara. La señora Leonora, elegantemente vestida de luto, y una mujer que no dejaba de llorar e iba ataviada con un delantal bordado y un vestido de algodón que la distinguían como una sirvienta de categoría superior estaban arrodilladas todavía más atrás.

No había habido manera de mejorar sustancialmente el aspecto de la princesa. Su roja melena, suelta como correspondía tratándose de una recién casada, estaba extendida sobre las almohadas de satén. El collar de perlas había sido colocado de manera tal que ocultaba la línea que cruzaba su garganta. Aunque le habían cambiado el vestido de cuentas de oro, que estaba cubierto de señales que revelaban la causa de su muerte, por uno de terciopelo azul marino adornado con bandas de lamé de plata, nada podía ocultar las manchas de color púrpura que moteaban su blanca piel. Sus hinchados ojos se mantenían cerrados gracias al par de monedas que les habían puesto encima y la lengua perdió la rigidez que en un principio había impedido que volvieran a metérsela en la boca, aunque, pese a la cinta que le habían puesto en torno a la mandíbula, la punta seguía siendo visible, como si la princesa esperase que le dieran un confite. Allí, sobre un colchón de lana chipriota, sobre una cama de madera de ciprés con paneles de nogal y el escudo de armas de Borgo dorado sobre tafetán escarlata, yacía la muchacha que había hecho que el príncipe de Borgo enviudase por segunda vez con una rapidez inesperada.

Nadie había aseado al príncipe. Había dejado el sombrero en el suelo, al lado de sus guantes de seda, y tenía el pelo revuelto, de forma que el sonrosado cuero cabelludo era visible entre los bermejos cabellos. La piel que llevaba al cuello estaba apelmazada, como si el armiño que la había donado no hubiera disfrutado de muy buena salud. Incluso las mangas de terciopelo, adornadas con bandas de lamé de oro y botones de ónix, parecían, para alguien observador como Segismundo, caídas y harapientas.

—Alteza.

La palabra, pese a haber sido proferida en una voz queda y sosegada, se abrió paso entre los sollozos de la sirvienta, las oraciones del abad e incluso los sordos gemidos del príncipe. Galeotto se volvió y se apresuró a ponerse de pie apoyándose pesadamente sobre la cama.

—¿Tenéis alguna noticia? ¿Lo habéis cogido? Ordenaré que lo descuarticen, que lo desuellen vivo, que lo quemen en la hoguera… —Enardecido por aquel plan, dio un traspié y se agarró a una cortina. Saltaba a la vista que había ahogado sus penas con esmero—. ¡Amada mía! —Se lanzó tambaleándose sobre la princesa y tras tropezar con la plataforma de la cama, fue a derrumbarse sobre la difunta, cuyo cuerpo dio un respingo a modo de respuesta. Aprovechando que estaba encima de ella, le cogió las manos, que tenía cruzadas sobre el pecho, y se las besó fervorosamente, quitándole de paso los guantes de terciopelo. En sus muñecas apareció entonces su regalo de bodas, las pulseras que nadie había considerado conveniente quitarle. Aquello lo llenó nuevamente de pesar, por lo que dio renovadas fuerzas a sus alaridos, hasta el punto de que el abad tuvo que reconvenirle: la energía que estaba demostrando debería dedicarla a las oraciones. Las personas que mueren tan repentinamente están muy necesitadas de oraciones.

Las mujeres se mostraron más comprensivas. La duquesa y la señora Leonora intentaron poner al príncipe, si no de rodillas, como era el deseo del abad, al menos de pie. Mientras tiraban de él, que volvía a desplomarse sobre la cama, logrando así que el cadáver diera un nuevo respingo y perdiera sus zapatos, la señora Leonora exclamó:

—¡Alteza! ¡Tened cuidado! ¿No veis que os habéis desgarrado la manga? —Y a continuación cogió al príncipe del brazo y le señaló la abombada manga de terciopelo y lamé.

El príncipe, que daba una gran importancia a su ropa, se olvidó por un momento de sus muestras de dolor, dejó de llorar y, sorbiendo por la nariz, examinó su manga.

—No se ha desgarrado —dijo—. Le faltan los botones.

La señora Leonora se apresuró a ponerle a la princesa las manos nuevamente sobre el pecho y a bajarle las pulseras hasta las muñecas. Entonces, mientras sostenía una muñeca inerte en su mano, se quedó quieta y exclamó:

—¡Pero bueno! ¡Qué cosa más rara! Los botones están aquí, alteza, enganchados en la pulsera.

No se equivocaba. Cogidos en las retorcidas curvas que formaban los zarcillos de oro y encajados con tal fuerza que el príncipe y la señora Leonora a punto estuvieron de no poder sacarlos a pesar de tirar de ellos conjuntamente, se hallaban los dos relucientes botones de la manga del príncipe. Sin embargo, lo que resultaba realmente inequívoco, incluso para los observadores más perplejos, era que, a pesar de todos los aspavientos que había realizado el príncipe segundos antes, de ninguna manera hubiera podido sujetar los botones de su manga en la pulsera con tal firmeza.

A todos los presentes les vino involuntariamente a la cabeza la imagen de otra clase de forcejeo, el que hace con las manos una muchacha al intentar zafarse de un estrangulados. ¿Cabría la posibilidad, por remota que fuese, de que el príncipe estuviera llorando la muerte de su propia víctima?