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«Necesito tiempo para pensar»

Aunque al caer al suelo Segismundo se había llevado por delante a Biondello, éste, gracias a las cuatro patas que poseía, fue el primero en levantarse. Segismundo lo siguió de inmediato, alzando un brazo para cerrar el postigo. Cuando Benno llegó a su lado, va estaba de pie detrás de él y tenía el antebrazo sobre la cabeza. Tras lanzar una mirada a la flecha y otra al lugar del que había venido, entornó el otro postigo y se asomó a la rendija para mirar primero nacía abajo y luego a la izquierda.

—¿Es él? —Benno había recogido a Biondello y lo agarraba con fuerza, como si quisiera expresarle el alivio que sentía. Segismundo había salvado, de nuevo, la vida. La flecha, que era la primera que Benno oía de cerca, había producido un ruido horrible.

—¿Él? Alcánzame esa servilleta.

Benno cogió la servilleta que habían traído junto con el agua caliente.

—El hombre de Borgo. Debe de estar aquí, siguiéndoos todavía los pasos.

Segismundo apartó el brazo de la cabeza y puso en su lugar la servilleta. La sangre ya le había llegado al cuello. Benno sabía que las heridas en la cabeza siempre manan mucha sangre, y aun así tenía la sensación de que su señor se había visto obligado a perder una cantidad excesiva últimamente. Lo que podría haber ocurrido si Segismundo no se hubiese inclinado para evitar que Biondello cayera al río, prefirió no pensarlo. Tal vez debería sugerirle a su señor que volviese a ponerse el collar de mastín. El médico del duque había dicho que Segismundo era un hombre de suerte. Menos mal que era cierto. De pronto, Benno se quedó pensativo y preguntó:

—¿Cómo es posible que sepa que os alojáis en esta habitación? Debe de estar vigilando la ventana. ¿Habéis visto de dónde ha salido la flecha?

A pesar de la escasa luz, Benno veía que su señor estaba pálido y enfadado. Escapar por los pelos a la muerte puede resultar estimulante, o exasperante si uno sabe que lo único que puede hacer al respecto es aguardar con los brazos cruzados su próxima visita.

—Ya van dos preguntas, Benno. Dos preguntas. —Retiró la servilleta de las heridas y la miró. Estaba empapada. Sonrió sombríamente y añadió—: Aunque es más fácil ocuparse de ellas que de otras cosas. Empezaremos por la última: no, no sé con certeza de dónde ha venido. Todo lo que puedo decir es que la han lanzado desde la otra orilla, de alguna casa río abajo. Por lo que respecta a la habitación, cualquier persona de palacio puede habérselo dicho. ¿Quién se ha asomado esta mañana a la ventana a plena vista?

—¿El doctor? ¿Pensáis acaso que…?

—¿Quién sabe quién es inocente y quién es culpable? Dios solamente. El doctor tiene acceso a toda clase de secretos, por lo que podría ser un espía sumamente eficaz. La persona que ofreció dinero a la señora Leonora para que espiara en Borgo sentiría una gran satisfacción si consiguiese que el médico del duque espiara en Altamura para él.

—Pero ¿cómo es posible que un médico trabaje para un asesino? Podría hacer lo que quisiera, como por ejemplo envenenar al duque y a la duquesa.

—Claro que podría. Pero entonces, ¿para qué querría a un asesino?

—Para mataros a vos. —Benno hizo memoria—. El doctor os ha dado una poción. Podría haberos envenenado.

Segismundo emitió un murmullo.

—Ya sentiría los efectos, y creo que habría notado algo en el sabor. Además, cualquier sirviente puede haberle indicado la ventana mientras estábamos fuera o haberle dicho dónde íbamos a alojarnos. Sea como sea, debemos averiguar más cosas sobre este doctor. Échame una mano. —Segismundo había cogido su jubón.

—¿No queréis vuestra bolsa de hierbas para la cabeza? ¿Y si la flecha estaba envenenada? —Benno no se había recuperado todavía del sobresalto y tenía la cabeza llena de ideas desagradables. Segismundo se echó a reír mientras intentaba a un mismo tiempo meter el brazo vendado por la manga y restañar la sangre que manaba de su cabeza.

—El objetivo de esa flecha no era envenenarme, sino atravesarme un ojo. Y no te preocupes por las hierbas: pienso ir a un profesional para que me vea la herida.

Mientras trotaba detrás de Segismundo con Biondello bajo el brazo, Benno se preguntó a quién demonios querría ver su señor. No estaría pensando en el doctor… Aunque, conociéndolo, tampoco sería de extrañar: Segismundo era muy capaz de meterse en la boca del lobo y decirle que quería verle los dientes.

Finalmente resultó que a quien quería consultar era a la niñera, que se encontraba en un cuarto contiguo a la habitación de los niños doblando ropa.

—Me dijisteis que no todo el mundo sabe de hierbas. Vos, sin embargo, sí que sabéis. ¿A qué otra persona podía acudir sino a vos? —Segismundo dirigió una cálida sonrisa a los ojos de la niñera y se quitó la servilleta para mostrarle la herida.

Benno, que aún no sabía que permitir que una persona se diese cuenta de que se la estaba adulando era en realidad una forma de adulación, hizo votos por que la niñera estuviera de buen humor. No se había mostrado muy de acuerdo con Segismundo la última vez que había hablado con él, cuando había tenido que contestarle a una pregunta acerca del preparado que le había llevado a la princesa.

—¡Santa Madre de Dios! Estáis sangrando como un cerdo, señor Segismundo. ¿Cómo os habéis hecho esto? —La niñera estaba examinando cuidadosamente la raspadura de la flecha con los dedos de una mano mientras sujetaba la servilleta con la otra.

Segismundo lanzó una mirada al brazo vendado con un parpadeo propio de una muchacha coqueta.

—La herida que sufrí en Roccanera me ha quitado reflejos. Ando torpe… En realidad no es más que un golpe que me he dado con un postigo, pero como se me ha desgarrado la piel…, he pensado que podríais ayudarme. —Su voz era un suave ronroneo. Benno se temió por un instante que su señor fuera a recibir un cachete, sin pararse a pensar que el tono halagador que estaba empleando era algo que aquella mujer comprendía y sabía valorar. Emitiendo un gruñido de desaprobación y poniendo un gesto que hizo aparecer un par de hoyuelos en sus mejillas, la niñera devolvió la servilleta a Segismundo, volvió a examinar la herida y corrió con una sonrisa en los labios a una esquina del cuarto. Tras rebuscar por un momento en un estante, regresó a su lado con expresión triunfal.

—Ya lo tengo. Las telarañas detendrán la sangre. —Segismundo se inclinó y apartó la servilleta. La niñera extendió la gris telaraña sobre la fea herida, soltó una risilla y dijo—: ¡Cómo son los hombres! Tienen los remedios que necesitan delante de las narices y ni siquiera lo saben. Si hubierais ido al doctor de su excelencia, habría dejado que os desangraseis mientras pensaba cuándo sería conveniente que tomarais una de sus repugnantes pócimas. ¿Veis? Ya ha dejado de sangrar.

—Benno estiró el cuello y no se extrañó de ver que la herida, al contacto con el aire y cubierta de pegajosas telarañas, se hubiera secado. Él también utilizaba siempre telarañas. Lo que le extrañaba era que para recibir semejante tratamiento su señor hubiera acudido a la niñera. Ésta estaba ahora revolviendo en el interior de una caja en busca de algo. Un olor rancio inundó el cuarto mientras ella escarbaba y Segismundo le hacía preguntas acerca del médico en tono despreocupado. Estaba claro que a la niñera no le impresionaban en absoluto sus muchos títulos.

—Se le da mejor tratar a los libros que a las personas. La sabiduría no se adquiere leyendo. El maestro Valentino ha estudiado en Padua, Salerno y varios lugares en el extranjero de los que nadie ha oído hablar, y aun así sus pacientes acaban muriéndose como los de cualquier otro.

—¿Dónde estaba antes de que entrara en el servicio de su excelencia? ¿En alguno de esos lugares del extranjero?

La niñera murmuraba algo acerca de un papel que tenía que llevar a la gran sala que servía de habitación de los niños. En ésta se encontraba la ama de cría, que estaba sentada al lado de la ventana alimentando al señor Andrea. Una voz de niña proveniente de la logia les indicó dónde estaba jugando la señora Camila. La niñera llenó una copa de vino, acercó el papel a la llama que ardía ante una imagen de la Virgen que había en un nicho y puso debajo la copa para recoger las cenizas.

—Como ya os he dicho, ha estado en todas partes: Castelnuovo, Borgo, Venosta… Lo extraño es que no se quede en ningún sitio. Supongo —dijo mientras le ofrecía la copa a Segismundo y un olor acre a papel quemado llenaba el ambiente— que cada vez que llega a su cupo de muertos se traslada a otro lugar. —La niñera volvió a soltar una risilla. Benno pensó que desde que había regresado a casa y se había vuelto a hacer cargo de sus queridos niños estaba de mucho mejor humor. Lo que le preocupaba, sin embargo, era que el doctor fuera la persona que estaba desempeñando el papel de espía (si es que realmente había uno en Altamura) que la señora Leonora había desempeñado en Borgo al servicio del asesino. Si el médico supiese cómo había acabado ésta, tal vez reconsiderara su situación.

Su señor se había bebido el vino con las cenizas del hechizo sin siquiera pestañear.

—Esto que me habéis preparado me vendrá de perlas —dijo Segismundo. Al oír su ronroneo la niñera sacudió la cabeza y puso de nuevo un gesto que hizo aparecer un par de hoyuelos en sus mejillas—. A partir de ahora ya sabré adonde acudir cada vez que sufra una herida. —Le cogió la mano y se la besó.

Mientras regresaban a la habitación que les habían asignado en el palacio, Benno comentó:

—La niñera está ahora de vuestro lado, pero no sé si os ha servido de gran ayuda. Ese doctor ha viajado mucho, por lo que podría estar trabajando para cualquiera, ¿verdad? ¿No cabe la posibilidad de que sea él el espía que está trabajando para el asesino en Altamura, de la misma manera que la señora Leonora lo fue en Borgo?

Benno percibió un insólito dejo de impaciencia en la voz de Segismundo.

—¿Qué sentido tiene pagar a una persona para que trabaje de espía cuando se le puede pagar para que cometa un asesinato? Los médicos disponen de métodos más eficaces que unas bolas o una flecha para matar a alguien. —La sangre se había coagulado en la parte de su cabeza cubierta de telarañas y la gente que pasaba a su lado se volvía para mirarlo. ¿Acaso el héroe del momento, el salvador de la duquesa, habría entrado de nuevo en acción?

—Bueno, en tal caso el duque y la duquesa ya estarían muertos, ¿verdad? Y todo el mundo lo consideraría de lo más natural. La niñera ha dicho que cada vez que llega a su cupo de muertos se marcha a otro sitio. —De pronto, Benno sofocó un grito—. Pero el duque ha estado enfermo, ¿no? ¿No habrá sido por culpa del médico?

Se había olvidado de mantener la voz baja. Segismundo se volvió hacia él y le propinó un cachete en la cabeza que hizo que le zumbaran los oídos y un sobresaltado Biondello emitiera un imperceptible aullido. El semblante de Segismundo, a diferencia de la expresión risueña que la niñera había visto, era sombrío.

—Ya basta, Benno. Necesito tiempo para pensar.

Mientras subían por los desgastados escalones de mármol que llevaban a la planta en que estaba su habitación, Benno pensó que no debía resultar agradable ser el blanco de nadie. Segismundo estaría impaciente por salir a la ciudad y ponerse a buscar el rastro del hombre que tanto empeño estaba poniendo en matarlo. Sin embargo, y aunque ya sabía el aspecto que tenía, tratar de hallarlo en Altamura sería como buscar una aguja en un pajar. Además, no podía lanzarse sin más en pos de una venganza personal; el duque había confiado en él para que protegiera a la duquesa y encontrara al asesino de su hija, lo cual significaba que tenía que averiguar quién era la persona que le había pagado. Benno ni siquiera veía cómo su señor iba a conseguir tal información del asesino, pues éste no parecía la clase de criminal que se viene abajo con sólo menearle un cuchillo delante de la cara. Había sido el propio Segismundo quien lo había llevado a pensar que aquel hombre, fuera quien fuese, podía tratarlo prácticamente de igual a igual. Benno, sin embargo, se negaba a pensar que alguien pudiera enfrentarse con su señor de aquella manera. Una persona de tales características podría matarlo.

A propósito de muertes, no sería muy inteligente de parte de Segismundo enfrentarse con aquel hombre herido como estaba. Benno se acordó de la flecha clavada en el postigo y pensó que quizá lo más conveniente fuera rezar a san Sebastián para evitar que su señor sufriera daño alguno, dado que, al parecer, lo único que éste podía hacer era esperar a que se desarrollaran los acontecimientos.

En silencio, pero moviendo los labios, Benno empezó a rezar.