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Un asesino para la novia

—¡Estrangulada! —La palabra sonó como el chillido de un murciélago. La señora Zima se incorporó en la cama y se llevó las manos a la garganta como si creyera hallarse en peligro—. ¿La princesa? —Ahora estaba tan pálida como una estatua de mármol y miraba la pulsera como si temiera que fuese a saltar de la mano de Segismundo para clavarse en su cuello.

Benno no tenía ni idea de cuál sería la opinión de Segismundo al respecto, pero sabía qué la señora Zima no era tan inteligente como para fingir tales muestras de sorpresa en el caso de que supiese que la princesa estaba muerta. Si era verdad que había estado en el palacio, se habría marchado antes de que encontraran el cadáver de la princesa. Había empezado a hacer unos ruidos sumamente extraños, como si tuviera dificultades para respirar.

—¿Qué os ha dicho la princesa cuando os habéis encontrado en el pabellón? —Segismundo se había guardado la pulsera y había cogido a la señora Zima por la muñeca apartándole la mano de la garganta, a la que parecía sentirse fatalmente atraída.

—No lo sé, no la he llegado a ver… —Los ruidos que hacía al respirar habían degenerado hasta convertirse en verdaderos jadeos. De pronto, puso los ojos en blanco, los cerró y se hundió lánguidamente entre los cojines.

Segismundo le soltó la muñeca y con un ágil movimiento cogió una jarra de cristal labrado que había sobre la plataforma de la cama y derramó su contenido sobre la cabeza de la señora Zima.

El efecto fue milagroso. Moviéndose con la misma rapidez, ella se sentó en la cama y empezó a toser y a escupir. El contenido de la jarra era vino, que ahora corría por su cara y caía sobre su bata de brocado blanco como si fuera sangre. Segismundo no se había movido de su sitio.

—¿Qué os ha dicho la princesa en el pabellón?

—¡En mi pabellón! ¡Me ha golpeado! Y luego me ha arrancado las pulseras y las ha tirado al suelo. —La señora Zima rompió ruidosamente a llorar.

—¿Las pulseras que os regaló el príncipe?

—¡El príncipe me quiere! Y ella no es más que su esposa —dijo entrecortadamente a causa de los jadeos y los gimoteos—. El príncipe me regaló las pulseras porque ése era su deseo…

—¿Quién estaba en el pabellón cuando la princesa os las arrancó?

Ella sacudió la cabeza salpicando vino en torno a sí. El olor inundó la habitación.

—Nadie. Absolutamente nadie. —Por el tono de voz, parecía querer insinuar que tal circunstancia no hacía sino aumentar el dramatismo de su situación. Evidentemente no le hacía ninguna gracia el que no hubiera ningún testigo de sus actos. ¿Sería capaz una mujer de matar por una pulsera?, se preguntó Benno. ¿Por dos? ¿Por dos pulseras y un pabellón? Allí, sentada en la cama, bañada en vino y lágrimas, la señora Zima tenía aspecto inofensivo. Sin embargo, las pulseras y el pabellón eran símbolos de posición social. ¿Qué sería capaz de hacer esa mujer por ello?—. Me ha…, me ha dicho que no estaba dispuesta a compartir sus…, sus pulseras…, con nadie.

Benno, que no estaba al corriente de la existencia del par de pulseras de la princesa, no le encontraba a aquello el menor sentido, pero no se sorprendió al ver que Segismundo hacía un gesto de asentimiento.

—¿Las ha arrojado fuera del pabellón?

—Las ha arrojado por encima del hombro, como si no fueran más que basura.

«Vaya manera de despilfarrar el dinero», se dijo Benno, espantado. No había andado muy descaminado al pensar que Segismundo estaba buscando diamantes en la pendiente que bajaba desde el pabellón. Y no le extrañaría que lo que en realidad había estado buscando fuera el par de pulseras.

Segismundo emitió un murmullo, cogió una toalla de algodón bordado de una ordenada pila que había sobre la plataforma de la cama y se la dio a la señora Zima para que se secara la cara y el cuello.

—¿Habéis visto entrar a alguien en el pabellón al marcharos?

Ella hizo un gesto de negación con la cabeza y luego se quedó quieta sosteniendo la toalla con las manos para secarse el pelo. Entonces miró fijamente a Segismundo como si después de haber recordado la angustiosa situación que se había creado en torno a las pulseras empezara por fin a comprender el significado de todo lo que aquel hombre había estado diciéndole.

—¿Que la han estrangulado? ¿Quién lo ha hecho? ¿El príncipe?

Benno imaginó la interesante situación (el príncipe llega al pabellón, se entera de que su nueva esposa ha insultado a su querida amante y le ha arrebatado las pulseras y decide regalarle un collar para que se tranquilice definitivamente) y se acordó de varias historias en las que un príncipe acusaba a su esposa de adulterio y la envenenaba. ¿Asesinaría a su esposa un príncipe acusado de adulterio? Todas las lágrimas que le había visto derramar al príncipe aquella noche podrían ser de arrepentimiento por haber perdido la paciencia y, de paso, a su esposa y la alianza con el duque Hipólito.

—¿Visteis al príncipe después de vuestro encuentro con la princesa?

Si la señora Zima había conseguido que Galeotto se encolerizara con su esposa, la idea de que irrumpiera en el pabellón y la ahogara no era tan descabellada. Tal vez fuese verdad que estaba locamente enamorado de su amante. Ella, sin embargo, fue tajante al contestar.

—No vi a nadie. Me marché y punto. ¿Qué iba a hacer? No era más que una cría de quince años… Salí a toda prisa del palacio y regresé a casa. Estaba destrozada.

—¿Qué camino tomasteis para salir de los jardines?

—¡No lo sé! ¡No lo sé…! Bueno, sí, por el cenador en forma de túnel. No quería que me viera nadie.

Al parecer, la señora Zima había accedido a verse con la princesa sin pensar siquiera en que pudiese estar enfadada por culpa de las pulseras. Sin embargo, ésta debía de saber que ella tenía unas pulseras iguales que las suyas. ¿Por qué si no habría de querer verla? Tal vez la amante del príncipe se las había puesto para acudir a la cita pensando que podía enfrentarse a una «cría de quince años» sin ningún problema y acaso convencida del amor de Galeotto hasta el punto de pensar que los sentimientos de su esposa no tendrían importancia, pese a tratarse de la hija de un duque soberano.

Todo eso en caso de que estuviera diciendo la verdad, naturalmente.

Segismundo pareció despejar aquella incógnita en el acto. De pronto sonrió de oreja a oreja y se inclinó para llevarse la mano de la señora Zima a los labios en tanto ella sostenía la toalla con la otra.

—Os dejaremos descansar, señora. Estoy seguro de que el príncipe querrá veros mañana.

En el momento en que Segismundo daba media vuelta ella le espetó:

—¡El príncipe va a enterarse de cómo me habéis tratado!

Segismundo se volvió y le hizo una reverencia. Ella se quedó mirando cómo se marchaban, con la bata manchada y el pelo ensortijado a causa del vino. Tras dar un codazo a un sirviente en estado comatoso para que les abriera las puertas, salieron y se detuvieron debajo del pequeño frontón, bañados por la luz de una luna baja. Cuando Benno se disponía a hablar, Segismundo se llevó un dedo a los labios y ladeó la cabeza como si estuviera escuchando algo. Alarmado, Benno miró alrededor en busca de alguna sombra en la que pudiera estar escondido un asaltante. Entonces alzó la vista y vio que Segismundo sonreía.

—Es un ruiseñor, Benno. Dudo que quiera hacerte daño.

Se diría que era la mismísima luna la que cantaba, y Segismundo no parecía tener prisa. Pensando en la posibilidad de que su señor tuviera intención de interrumpir el sueño de todas las damas de la corte tal como acababa de interrumpir el descanso de la señora Zima, Benno se preguntó si lograrían dormir algo aquella noche. Seguramente no quedaría otro remedio, ya que, tal como le había dicho Segismundo al príncipe Galeotto, un rastro es más fácil de seguir cuando es reciente.

—¿Creéis que la señora Zima irá a quejarse al príncipe? Cuando le echasteis el vino encima parecía dispuesta a hacer cualquier cosa.

—No habría dudado ni un segundo en ponerse a gritar, pero merecía la pena correr el riesgo. Tal vez vaya a quejarse al príncipe, pero no creo que él le haga mucho caso. Tiene demasiados problemas como para preocuparse ahora por los de ella.

Estaban cruzando el parque por un sendero de tierra. Aún podían oír con claridad el canto del ruiseñor, así como los ruidos producidos por los animalillos que correteaban entre los arbustos y los matorrales que la luna teñía con un color plateado parecido al de la escarcha. Biondello, que cuando habían llegado a la villa se había quedado dormido silenciosamente en el interior del jubón de Benno, había recibido permiso para salir y ahora corría alegremente de un lado a otro soñando con algún conejo. En una de las casas cercanas, un perro soltó un fuerte ladrido.

—¿Qué va a decirle el príncipe al duque Hipólito? «Lamento lo ocurrido con tu hija, ¿podrías mandarme otra?». A propósito, ¿tiene otra hija el duque?

Segismundo profirió un murmullo de aprecio.

—Tiene otra, la de la duquesa Violante, pero sólo tiene un año o poco más. Si el príncipe Galeotto ha rechazado a la hija de ocho años del duque de Venosta porque le urge tener un heredero, no creo que vaya a pedir la mano de la hija de la duquesa. El problema al que ahora se enfrenta es convencer al duque Hipólito de que él no es en absoluto responsable de la muerte de la princesa.

Biondello, que se había asustado al encontrar un animal más grande que él bajo unos arbustos que crecían al final del sendero, había regresado a escape a donde ellos estaban en busca de protección. Benno lo recogió y preguntó:

—¿No creéis entonces que ha sido el príncipe?

—Mmm, mmm. No digo que no haya sido él, pero como la señora Leonora ha encontrado los botones de su manga en la pulsera de su alteza, la corte tiene motivos para sospechar que es el culpable.

—¿Es ésa la señora con la que estabais hablando antes y a la que el príncipe hizo llamar? ¿Es también su amante, como la señora Zima?

—Aunque la Iglesia nos dice que no podemos tener más de una esposa a la vez, no he oído decir que exista una norma que limite el número de amantes que puede tener un hombre.

Benno pensó que si Galeotto no hubiera sido príncipe habría tenido unas dificultades enormes para conseguir siquiera una amante. Pero, claro, el hecho de tener pulseras y villas que regalar facilitaba mucho las cosas a alguien con pinta de cerdo como él.

Ya habían salido del parque y estaban cruzando una zona de huertas y casas dispersas. Se encontraban en las afueras de la ciudad. Sin detenerse, Benno arrancó un rábano y le dio un mordisco con aire pensativo.

—¿Se atreverían entonces sus amantes a matar a la princesa?

—Quizá no planearan hacerlo, pero nadie puede prever hasta qué extremos es capaz de llegar un ser humano en un arrebato de ira.

Segismundo había contestado esta vez en tono sombrío. Benno lo miró de soslayo. ¿Habría hecho su señor algo terrible en un arrebato de ira? Aquélla era una pregunta que jamás podría hacerle, por lo que decidió cambiar de tema.

—¿Vamos a hablar entonces con la tal señora Leonora?

—Otro día, Benno. No suelo molestar a los príncipes a menos que sea estrictamente necesario.

Habían llegado al centro de la ciudad. La luz de la luna no llegaba a la estrecha calle de escalones por la que subían. Segismundo avanzaba a grandes zancadas, por lo que Benno, que tenía las piernas más cortas, debía apretar el paso para no rezagarse. La oscuridad hizo que volviese a sentir miedo. La persona que había matado a la princesa podía encontrarse en cualquier parte, de modo que si la gente estaba al corriente de que su señor estaba buscándolo, ¿qué le impedía al asesino estar a su vez buscándolo a él? Por alguna razón, no imaginaba a la señora Zima surgiendo de las sombras con una soga de estrangulador en las manos. Era absurdo. Empezaba a tener la sensación de que aquel asunto era más siniestro de lo que parecía y pronto iba a enterarse de que Segismundo también la tenía. Cuando cruzaron la plaza y llegaron a la escalera del palacio, su señor le dijo:

—Has logrado aguantarte las ganas de preguntarme qué más he encontrado en la pendiente del pabellón. —Se volvió para mirarlo—. Pues bien, la hierba y la tierra estaban revueltas, por descontado, ya que es ahí donde fue a caer la princesa y por donde pasaron todos los que bajaron a recogerla. Descendí un poco más, hasta el agua. Alguien había dejado una barca justo debajo del pabellón. Vi unas marcas en el barro de la orilla y varias piedras movidas. Con la música de baile, las risas y las voces, no creo que esa persona haya tenido muchas dificultades para subir por la cuesta sin que la princesa lo oyese. Habría podido hacerlo incluso en el caso de que ella hubiera estado despierta, pero, como ya sabemos, la princesa se había tomado un somnífero.

Benno había dejado de masticar el rábano y lo miraba boquiabierto.

—Entonces…

—Ha sido un profesional, Benno. Cualquiera puede pagar a un asesino.