11
Brunelli abandona el palacio
—¿Y decís que la han estrangulado? —El duque Vincenzo se interrumpió y sacudió la cabeza—. Qué horror. Expresadle al príncipe Galeotto mi más sentido pésame así como mi esperanza en que el autor del crimen sea capturado con presteza y reciba su castigo. ¡Qué malvado es el mundo! Una niña en el umbral de la vida, que podría haber dado herederos a Borgo…
Su voz se fue extinguiendo hasta desaparecer.
El mensajero del príncipe Galeotto comprendió que la intención del duque era que pensara en su hija de ocho años, Agusta, que había sido rechazada con grandes muestras de diplomacia debido a que, de aceptarla, el príncipe habría tenido que esperar varios años a tener un heredero. Sin embargo, las niñas de ocho años tienen muchas más posibilidades de perpetuarse en sus hijos que los cadáveres. Obligado como estaba a comunicarle al duque la noticia de la pérdida que había sufrido el príncipe, el mensajero no tenía ninguna ilusión de que la expresión de pésame con la que sería recibida fuese sincera. Sin embargo, resultaba difícil averiguar cuáles eran los verdaderos sentimientos del duque a partir de su comportamiento o el tono de su voz. Dijera lo que dijese, ambos podían transmitir fácilmente una impresión de profunda falsedad. En aquel momento el duque miraba al mensajero con la cabeza ligeramente ladeada y una repugnante expresión de compasión. A su lado estaba sentada la duquesa Dorotea, tiesa como un poste y tratando de no alterar en modo alguno sus perfectas facciones. Su pálida cara, el tono oscuro de sus ojos y su peinado y el vestido de terciopelo rojo burdeos que llevaba le conferían un aire dramático.
—Transmitiré a su alteza el pésame de su excelencia. Será un consuelo para él.
El duque Vincenzo inclinó graciosamente la cabeza, ante lo cual el mensajero hizo una reverencia y se retiró.
—Estrangulada. Una manera terrible de morir. ¿Crees que habrá sido Galeotto?
La duquesa examinó sus anillos. Todo el mundo coincidía en que era la esposa perfecta para un duque.
—Es posible. Tiene un genio muy vivo, según dicen. —Miró a su marido, de quien nadie había dicho aquello. Vincenzo no se dejaba llevar por los impulsos. Corrió el comentario de que intrigaba incluso para acostarse y levantarse de la cama—. Ahora tendrá que buscar nuevamente esposa.
—Las negociaciones le llevarán tanto tiempo como si hubiera aceptado a Agusta.
—¿Crees que ahora podría pedir su mano?
El duque arqueó imperceptiblemente las finas cejas.
—No si encuentra a una muchacha de mayor edad en alguna parte. —En sus labios se dibujó una terrible sonrisilla que ahondó las arrugas que surcaban su rostro—. Las negociaciones que empiezan de cero suelen alargarse mucho. Pobre Galeotto.
—Pobre Hipólito —respondió su esposa—. Se ha quedado sin hija y sin alianza.
—Pobre Hipólito —reconoció el duque con cierto tono de satisfacción—. Lo cual me recuerda… —Sin acabar la frase, se levantó y bajó del estrado arrastrando su capa de terciopelo púrpura forrada de piel. Los duques se visten para causar impresión, haga el tiempo que haga. Sin embargo, como el mensajero ya se había marchado, Vincenzo no tuvo inconveniente en ponerse cómodo. Señaló con un gesto su broche de oro (dos preciosas serpientes entrelazadas) y sus pajes se plantaron a su lado de un salto, uno para soltárselo y el otro para coger la masa de terciopelo que olía a alcanfor. El duque siguió andando y entró en su estudio. La duquesa, consciente de que su presencia ya no era necesaria, salió de la sala para ocuparse de sus quehaceres, en aquel caso el meticuloso bordado de un tapiz en el que quería representar el desollamiento de Marsias a manos del dios Apolo.
Las cosas que el duque tenía que hacer en el estudio eran igual de interesantes, aunque a diferencia del desollamiento de Marsias, no demostraban directamente los peligros que entraña la ambición. Desentendiéndose por una vez de su colección de joyas grabadas, Vincenzo se acercó a una gran mesa taraceada con diversas clases de mármol y, apoyando las manos sobre el borde como si fueran un par de tiendas, extendió su mirada por lo que había sobre ella.
Era una maqueta de madera, hecha con elegancia y lujo de detalles, de un fuerte. El sol entraba por la larga ventana del estudio y atravesaba la delgada madera de pino, que proyectaba sombras con forma de almena sobre las elevaciones moldeadas y pintadas de marrón y verde que representaban el terreno sobre el que el fuerte estaba siendo construido. Un sinuoso río, de un azul brillante pero poco convincente, dibujaba un gran meandro en torno al fuerte y servía de borde para la maqueta.
Vincenzo la miró como si esperase que detrás de las almenas aparecieran unos hombrecillos que izasen una banderita con las serpientes entrelazadas de Venosta.
Al cabo de un buen rato, dio una palmada. Un paje apartó la cortina de la puerta, se acercó a él e hizo una reverencia.
—Vete a buscar a Brunelli —dijo Vincenzo. Se sentó, volvió la cara hacia el sol y, mientras esperaba a que apareciera Brunelli, imaginó que oía el toque de una trompeta en las almenas del fuerte.
—Vuestra excelencia me ha hecho llamar.
No era una afirmación sino una queja, proferida con tono renegón. Brunelli era un hombre de baja estatura, grueso y provisto de una mandíbula que habría resultado útil en la caza de un jabalí. La túnica que llevaba era de frisa tosca y estaba cubierta de un polvo que parecía de yeso, como si acabara de salir de entre los escombros de un edificio que acabara de derrumbarse. Miró al duque con unos ojos oscuros y salvajes y le dedicó una reverencia lo suficientemente desganada como para resultar insultante. El duque, sin embargo, se levantó de su silla con una sonrisa tan benevolente como la que le había concedido al mensajero de Borgo y dijo:
—Quiero que pienses en el fuerte, Brunelli. En el fuerte. ¿Está esta maqueta terminada según…?
—¿Terminada? —El bufido de Brunelli difícilmente podría haber quedado mejor si le hubiera salido fuego por la nariz—. Lo que no está terminado ni creo que vaya a estarlo nunca si se me sigue interrumpiendo es la fundición de vuestra estatua. Como no vuelva antes de media hora, se echará a perder.
—Que se ocupe de ello vuestro ayudante.
El segundo bufido no desmereció en nada al primero.
—¿Pretendéis acaso que mis ayudantes construyan mis maquetas? ¿Que pinten mis frescos? Si me hicisteis llamar, fue porque queríais al mejor que hubiera disponible.
Brunelli había decidido olvidar que Vincenzo no lo había hecho llamar. Había ido a Venosta en busca de trabajo proveniente de Borgo, donde, entre otras cosas, había proyectado y supervisado la construcción del pabellón del príncipe Galeotto en el que había muerto su esposa. Para el duque había supuesto una gran satisfacción contratar los servicios de Brunelli. Aquel hombre era conocido como un artista genial que dominaba las disciplinas de la ingeniería, la pintura, la escultura y el bronce. Lo que nadie le había explicado a Vincenzo antes de que lo contratara era que, por temperamento, los genios suelen suponer muchos inconvenientes. Brunelli era un perfeccionista cuya principal prioridad era su trabajo.
—Vos sois el mejor, desde luego. —Vincenzo esbozó una especie de sonrisa y mostró por un momento los dientes—. Por eso, porque sois el mejor, quiero que vayáis a la frontera a supervisar la construcción de mi fuerte… Hoy mismo.
—¿Y la estatua?
El duque sacudió la mano como para restar importancia a aquel asunto.
—La estatua puede esperar a vuestro regreso.
Brunelli respiró hondo, puso los ojos en blanco y respondió al duque como si fuese un maestro que tratara de enseñarle algo a un niño que estuviese haciéndose el tonto.
—El metal se está calentando ahora. Si no se vierte a la temperatura exacta y a la velocidad exacta, habrá que comenzar de nuevo todo el proceso.
—Sí, claro, eso es trabajo de artesanos. Que vuestros ayudantes…, supongo que serán personas preparadas…, que vuestros ayudantes se encarguen de ello. El fuerte…
—Eso es trabajo de artesanos. —Brunelli se había acercado a la mesa y señalaba la maqueta con una mano temblorosa—. El proyecto ya está terminado. Vuestros ingenieros no son estúpidos y pueden construir el fuerte por sí solos. La estatua, sin embargo…
—Olvidaos de la estatua. Ahora es preciso que os concentréis en el fuerte.
Brunelli se puso rojo como la grana. La cara parecía habérsele hinchado. Levantó un brazo y descargó un puñetazo sobre la maqueta con una fuerza descomunal. Las tablillas de madera de pino se desgajaron y el fuerte quedó reducido a un montón de astillas. A continuación cogió la base de escayola, la volcó y lanzó los pedazos a una esquina del estudio a patadas.
—Esto por lo del fuerte. Os estoy haciendo una obra de arte gracias a la cual vuestro nombre quedará escrito en las páginas de la posteridad durante siglos y vos no hacéis otra cosa que…
El duque, que había tocado una campanilla que había sobre su escritorio, dio al paje que había acudido a la llamada una orden fría y tajante. Brunelli amenazaba ahora al duque con el puño, uno de cuyos dedos estaba extendido en un gesto claramente ofensivo.
—Y esto también por lo del fuerte —dijo—. Una escaramuza, un poquito de gloria en la frontera, eso es lo que queréis, cuando yo os estoy ofreciendo…
El paje descorrió ruidosamente la cortina de la puerta y dos guardias fornidos aparecieron en el estudio. Atendiendo a la señal y la orden del duque, cogieron a Brunelli y lo llevaron codo con codo hacia la puerta. Brunelli, sin dejar de hacer comparaciones entre la sensibilidad artística del duque y la de un cerdo (en las que éste era el que salía mejor parado), apoyó los pies en las jambas de la puerta para impedir que lo sacaran, aunque lo único que consiguió fue que le dieran media vuelta y lo sacaran de espaldas. Levantó la voz en el pasillo y volvió a subirla cuando llegaron a la escalera; sin embargo, uno de los guardias le dio un par de golpes contra la curva de la baranda y a partir de aquel momento sólo se oyeron los pasos de dos pares de botas y el golpeteo de unos talones al bajar por los escalones. Cuando hubieron dejado atrás unos frescos de Brunelli, cruzaron el entresuelo, bajaron por las escaleras inferiores (cuyas paredes también iban a ser decoradas por el arquitecto, como se podía ver por los esbozos para frescos que las cubrían) y llegaron a un gran vestíbulo de mármol negro. La puerta se abrió con un chirrido y una voz malhumorada dijo:
—Los pies, amigo. ¿Preparado? Adelante entonces: uno, dos, y… tres.
Brunelli fue a dar contra las losas de la calle. La puerta del palacio se cerró con un nuevo chirrido.
Un perro abandonado que había echado a correr ante la repentina llegada de Brunelli, se detuvo y se volvió para investigar. La basura del palacio siempre había sido de la mejor calidad.
Aquella no lo era. El arquitecto se puso de pie como buenamente pudo, le dio una patada al perro y, mientras se frotaba el trasero con una mano, amenazó con un puño a un grupo de pilluelos que no paraban de reír. La estatua ya se habría estropeado… ¡Pero bastante le importaba aquello al duque! El trabajo de varias semanas se había echado a perder. Brunelli lanzó un escupitajo al suelo de Venosta. ¿Por qué serían tan estúpidos los nobles? El príncipe Galeotto se había portado igual. ¡Le había pedido que pintara al fresco las paredes de toda una habitación en una sola noche! Para sorprender a su amante, le había dicho. Brunelli se enorgullecía de haber hecho algo que los había dejado realmente sorprendidos, a pesar de que a causa de ello había tenido que abandonar Borgo a toda prisa.
Ahora sería Venosta el lugar que tendría que abandonar a toda prisa. Qué más le daba. Para un genio, todos los caminos son iguales, y, además, si todo salía mal, podía ir a Roma, donde le habían dicho que el Papa tenía una capilla que quería decorar.
Mientras unos sirvientes se movían discretamente alrededor de su persona limpiando el estudio, el duque de Vincenzo desenrolló los planos del fuerte con los que había sido construida la maqueta. Debería haber ordenado que azotaran a Brunelli por su insolencia, pero al fin y al cabo se trataba de un artista y no veía el mundo como el resto de la gente. Además, si se difundía el rumor de que Vincenzo de Venosta había dado una paliza al famoso Brunelli, la gente pasaría a considerarlo un bárbaro y no el soberano culto y tolerante que él sabía que era.
Ahora debía encontrar a un hombre que supiera realmente qué estaba haciendo para organizar la construcción del fuerte. La rapidez era de vital importancia. Le gustaría ir personalmente, ya que ningún trabajador gandulearía bajo su vigilancia; sin embargo, tenía que quedarse en la ciudad para cuando llegara la reclamación formal del duque Hipólito. Vincenzo sonrió. Qué importante era saber sacar provecho de cualquier desgracia que pudieran sufrir los vecinos de uno… Si Hipólito pensaba que tenía un problema, ya podía ir preparándose para lo que el destino le deparaba.