22
La suerte en la caza
Un número considerable de súbditos del duque Vincenzo de Venosta pensaba que cuando llegaba la noche su soberano se transformaba en hombre lobo, satisfacía su capricho de vagar por los cementerios y daba rienda suelta a otros impulsos que la gente prefería no imaginar. Incluso los venostanos que no daban crédito a estos rumores trataban de evitar encontrarse con él después del toque de queda. A los hombres que había contratado para construir su fuerte en el depósito de aluvión formado por el río Larno les desagradaba verlo incluso de día.
No obstante, estaban contentos de trabajar bajo la supervisión del arquitecto Marietti, quien disfrutaba a su vez de una libertad que no sería posible si tuviera que sufrir las fastidiosas exigencias de ese perfeccionista llamado Brunelli. En cuanto el arquitecto había sido expulsado del palacio maldiciendo los frescos y la estatua (tal como había profetizado, ésta se había echado a perder durante la fundición como consecuencia de una inexperta estimación de la temperatura del bronce en el momento del vertido) que dejaba sin terminar, Marietti había recibido la orden de trasladarse a la frontera con el deber de hacer lo antes posible el fuerte tan inexpugnable como pudiera.
De todos modos, Brunelli no era la única persona que desconfiaba de los trabajadores. Al poco tiempo de la partida de aquél, Vincenzo montó en su caballo para hacer una visita sorpresa a su último juguete bélico. Aunque llegó de día y por lo tanto no cabía la posibilidad de confundir su identidad, el recibimiento que se le dispensó fue parecido al que habría tenido de ser un hombre lobo.
Bajo la mirada del duque, los trabajadores, que estaban transportando piedras en cestos de mimbre al hombro o sobre la cabeza, tuvieron que acelerar el paso, perdiendo así el ritmo prudencial que exigía su trabajo. Uno de ellos subió ágilmente por una escalera con un cesto lleno y, al llegar a lo alto del andamio, se encontró de pronto delante del duque y casi todo su cargamento fue a caer sobre los compañeros que se encontraban abajo. Afortunadamente, ninguno de ellos sufrió roturas.
Vincenzo ni insultaba ni amenazaba y apenas levantaba su estridente voz. Aun así, Marietti se preguntaba si acabaría dándose cuenta de que con su presencia la obra estaba yendo en realidad más lenta. Los trabajadores cometían errores y daban traspiés y más de uno trataba de evitar la mirada del duque escondiéndose allí donde no pudiera llamarlo.
De hecho, había momentos en que Marietti deseaba que Brunelli no se hubiera ido.
Todo el mundo sabía perfectamente por qué al duque le urgía tanto que las obras del fuerte concluyeran. A Marietti le había advertido que se mantuviera alerta ante las posibles visitas de expediciones procedentes de Altamura, pese a que no esperaba que se produjera ninguna todavía, ya que, en teoría, el duque Hipólito estaba ocupado llorando la muerte de su hija. De ahí que no quisiera perder el tiempo. Cuando finalmente los altamuranos se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo, presentarían en primer lugar una reclamación de carácter diplomático. Venosta recibiría a los enviados con las cartas de protesta y mandaría a los suyos con las cartas de justificación. Los duques empezarían entonces a hacer los movimientos propios de un juego al que ya estaban acostumbrados: el del poder. La apresurada construcción de aquel fuerte en el terreno que el río había entregado a Venosta no era sino el movimiento más osado que había hecho el duque Vincenzo hasta aquel momento. Cuando Hipólito se recuperara de la pérdida de su hija o cuando le comunicaran la noticia de la construcción de aquel «hongo» militar, los fuegos artificiales darían comienzo.
De regreso en su ciudad y su palacio, el duque Vincenzo, satisfecho de haber logrado animar a todo el mundo a trabajar al ritmo que deseaba, no podía ni imaginar lo poco que tardarían los fuegos artificiales en dar comienzo.
El trabajo diario no podía considerarse concluido mientras no acabase el día mismo. La insistencia del duque en la premura de tiempo había servido para convencer a los trabajadores de que el fuerte tenía que estar terminado para cuando él volviera a aparecer, idea en que se confirmaron tras la segunda visita que recibió aquel mismo día Mario Marietti poco después de que el duque se hubiera marchado.
Un desconocido había llegado al fuerte proveniente de la ciudad de Venosta cabalgando a gran velocidad y sin guardia. Se trataba de un hombre de aire imponente y modales autoritarios, hasta el punto de que el arquitecto lo confundió en un principio por un general del pequeño ejército permanente del duque que venía a evaluar el potencial bélico del fuerte. El visitante era menos importante de lo que Marietti había imaginado, ya que no era más que un ingeniero que el duque había enviado para hacer un informe acerca de la construcción. Cuando el arquitecto le dijo que le sorprendía que no se hubiera cruzado con el duque, el ingeniero le explicó que no venía de la ciudad sino de una pequeña granja situada al oeste y que, por lo tanto, era normal que no lo hubiera visto. Marietti no se extrañó de que el duque considerase insuficiente una visita personal y quisiera contar con la opinión de un profesional.
Cual no sería su sorpresa al advertir que el ingeniero se mostraba más propenso a alabar que a criticar y a escuchar que a hacer comentarios pomposos. Como consecuencia, no tardó en entusiasmarse con sus propias disquisiciones, las cuales fueron recibidas por el ingeniero con seriedad y muestras de aprobación. Aquel hombre tenía ojos para todo y conocía el tema, hacía preguntas acerca de cada uno de los proyectos (como, por ejemplo, la estructura de las murallas, que debían soportar el vibrante rebufo de la artillería y aún estaban vacías a la espera de que las llenaran de cascotes, o la plataforma que cubriría la torre) y mostraba una gran agilidad trepando por las escaleras para examinar cualquiera de los aspectos del proceso de construcción. En concreto, se interesó por el cañón que el duque había enviado, el cual había sido transportado hasta el fuerte con una reata de mulas de arrastre. Los últimos rayos del sol brillaron sobre la cabeza rapada del ingeniero cuando se inclinó para examinar el cascabel y pasó la mano suavemente sobre el lomo de la mole de metal. Marietti se preguntó cómo era posible que una cabeza tan desnuda como aquella tuviera un aspecto tan poco vulnerable. Se parecía más a la de un soldado que a la de un ingeniero.
—¿Dónde está la pólvora de este cañón? El duque quiere tener la seguridad de que su almacenamiento no supone peligro para nadie. ¿Dónde comen y duermen sus hombres?
Marietti no relacionó de manera inmediata el lugar en que se alojaban los hombres del duque y el peligro que podía entrañar la pólvora. Sin embargo, al cabo de unos segundos señaló el campamento, que se encontraba a cierta distancia de la elevación en que se alzaba el fuerte. Luego mostró al ingeniero los barriles de pólvora, que estaban tapados con un alquitranado, y se alegró de oír que el lugar era aceptable. Aunque la presencia del cañón en el fuerte fuera una cuestión más relacionada con la estética y la política que con la guerra debido a que su utilización podría constituir una verdadera agresión contra un vecino que aún se consideraba amigo, había que asegurarse de que el arma estaba en condiciones de ser empleada. Al duque le gustaba que sus juguetes funcionaran.
Cuando el ingeniero se marchó del fuerte, ya se estaba poniendo el sol. A juzgar por su comportamiento y los comentarios que había hecho, Marietti estaba convencido de que el informe que recibiría el duque no contendría objeciones a las medidas que él había adoptado y sería, además, claro y preciso.
Al menos así se lo pareció a Benno y Poggio, que estaban sentados entre unos matorrales que había debajo del fuerte, cuando Segismundo se reunió con ellos. Ninguno de los dos había perdido el tiempo en su ausencia. Emitiendo un gruñido de satisfacción, Segismundo cogió el resultado de su trabajo y le dio varias vueltas alrededor de la cintura por debajo de su jubón. «Eh, una buena manera de engordar sin necesidad de comer». Aunque no podía ver la expresión de su rostro, por su tono de voz se notaba que estaba de buen humor. Entonces se sentó con ellos y aguardaron.
Marietti y los suyos no tardaron en conciliar el sueño. El vino de la región era bueno y habían acabado el día sedientos y cansados. Las hogueras para cocinar se extinguieron. Tapados con capas o mantas, al raso o al abrigo de unas tiendas improvisadas, durmieron como duermen los que se ganan la vida trabajando duro: como troncos. No tenían motivo para mostrarse cautelosos. Ni su espíritu era lo bastante castrense ni su actitud lo suficientemente suspicaz como para mantener a alguien de guardia toda la noche.
Marietti soñó que el impresionante ingeniero leía en alto un informe en que lo elogiaba personalmente en presencia de una persona sentada en un trono que guardaba un desagradable parecido con un lobo con cabeza de ser humano. Cuando despertó, dio gracias a todos los santos porque sólo hubiera sido su sueño.
Sin embargo, no era ningún sueño lo que estaba sucediendo en aquel momento en el interior del fuerte. Entre la muralla exterior, que estaba inclinada hacia atrás, y la torre perpendicular que se elevaba en el interior había un hueco que, en su mayor parte, aún había que llenar de cascotes. Dentro de la torre abierta tres hombres trabajaban bajo la atenta mirada de un perrillo al que habían atado prudentemente con una cuerda. El más fuerte de ellos había transportado los barriles de pólvora al punto más lejano del campamento y más cercano al río mientras otro desataba las cuerdas de las poleas y se las llevaba. Una nube tapó la luna cuando dos de los hombres empezaron a bajar lentamente al negro abismo que inundaba el hueco de las murallas al tercero y más pequeño de ellos, que se agarraba con expresión de temor a la cuerda que lo sostenía. Antes, sin embargo, había examinado la muralla exterior por la parte de dentro en busca de un lugar que el «ingeniero» había visto durante su visita, una pequeña abertura que agrandaron primero con la punta de un cuchillo y luego con una estaca afilada.
Cuando llegó al fondo del hueco, el hombrecillo colocó a tientas los barriles de pólvora que, atados cuidadosamente, sus compañeros le iban bajando desde arriba. Si poco después alguien se hubiese acercado al otro lado, tal vez se habría asustado al ver a la oscilante luz de la luna una serpiente que, tras vacilar por un instante, empezaba a deslizarse por la muralla exterior del fuerte y bajaba a trompicones por la pendiente hasta que un hombrecillo barbudo la agarraba sin temor y la bañaba en aceite cual deidad pagana o, cuando menos, criatura de algún dios profetizador a modo de sacrificio.
Los tres hombres colocaron las estacas del andamio y los cestos de mimbre en un lugar donde resultaran útiles, manipularon piedra de pedernal, acero y yesca sobre la cabeza de la serpiente, salieron en dirección al río y echaron a correr aguas abajo por la orilla tal como habían hecho al subir.
Cuando el fuerte saltó por los aires, la explosión hizo temblar la tierra hasta en el lugar en que ellos se encontraban y los arrojó a todos al suelo, incluido Segismundo, que se había agachado. Biondello, pese a estar bien agarrado, empezó a temblar y a lanzar aullidos de miedo que nadie logró oír en medio de aquel rugido atronador. Las piedras que salieron despedidas cayeron, gracias a los cálculos que había realizado Segismundo, en los alrededores del río, a gran distancia del campamento de los trabajadores. La explosión, sin embargo, lo iluminó todo por un momento con una intensa luz blanca que pronto se transformó en un resplandor rojo; el andamio se desmoronó y cayó envuelto en llamas, un espectáculo con el que los asombrados trabajadores, que se habían sentado abruptamente o arrastrado de debajo de las tiendas, se sintieron incapaces de disfrutar. Miles de rocas rodaron por el suelo mientras por los aires volaba un sinfín de piedras. Finalmente, el cañón dio una fuerte sacudida, rodó pesadamente muralla abajo, dejó atrás el terraplén y cayó en el río levantando el nuevo lecho y formando la base para un improvisado dique. Los pájaros que tenían sus nidos en varios kilómetros a la redonda se despertaron de golpe; entretanto, multitud de animales se estremecían en sus madrigueras y guaridas y sentían asombrados cómo la tierra se movía alrededor.
Por suerte para la ecuanimidad del duque de Vincenzo, las colinas que había entre la frontera y la capital ocultaron la maleducada erupción a los ojos de las personas que pudieran estar despiertas en la ciudad, si bien hubo varios ciudadanos que creyeron oír una tormenta a lo lejos. Mario Marietti se levantó y se llevó las manos a la cabeza: lo único que sabía era que su futuro acababa de volar por los aires.
Segismundo y Benno se pusieron de pie inmediatamente y encontraron a Poggio acurrucado en el suelo quejándose del oído. Biondello, que tenía la mitad de razones que él para quejarse, sacudió su única oreja vigorosamente y lo miró como si pensara que la estabilidad de aquel lugar dejaba mucho que desear y estuviese dispuesto a irse de él enseguida. Una pálida capa de polvo que caía de las sombras de la noche fue acumulándose sobre su ropa, sus pestañas y la barba de Benno.
Cuando el eco de la explosión se extinguió definitivamente en las colinas y sus oídos se destaponaron, Segismundo dijo:
—Creo que no va a hacer falta que le digamos a su excelencia que la misión ha sido un éxito.
La duquesa y su séquito habían pasado la noche acampados en un pliegue de las colinas que los protegía de las brisas nocturnas. Por la mañana llegarían a la ciudad, de modo que habían decidido que no tenía mucho sentido obligar a los encargados del equipaje y, sobre todo, a las damas a viajar de noche. Además, en el interior de los pabellones disponían de música con la que acompañar la cena y de toda clase de comodidades. Por ser verano el sol salía temprano, así es que antes incluso de que los pabellones fueran recogidos, los viajeros ya lo tenían todo dispuesto para reanudar la marcha. La duquesa estaba impaciente por ver a su marido y practicar en el camino un poco de cetrería.
Todos habían despertado durante la noche a causa de la lejana explosión del fuerte. La duquesa se había puesto a reír y a dar palmas. Las noticias que llevaba al palacio no iban a ser todas malas. Aunque era posible que el duque Hipólito se sintiese preocupado ante la posibilidad de que se descubriera que la responsable de semejante muestra de hostilidad había sido su mujer, lo cierto era, pensó la duquesa, que la existencia del fuerte probaba que quien había dado muestras de hostilidad en primer lugar había sido el duque Vincenzo.
Segismundo y sus acompañantes llegaron al lugar en que habían acompañado la duquesa y su séquito y se encontraron únicamente con la hierba pisoteada, los restos de varias hogueras y una cuerda de laúd. Nada más. Ahora sabían que lo que tenían que hacer era alcanzar a la caravana que había salido rumbo Altamura al amanecer. Lo que ignoraban, sin embargo, cuando arrearon sus caballos, era que la duquesa se había alejado de la caravana con su cetrero, los esmerejones, un par de sirvientes y un paje para seguir un sendero directo entre las colinas y disfrutar así de su deporte favorito antes de reunirse con su séquito.
Poggio conocía el sendero y comentó que si iban por él se reunirían antes con la comitiva. Fue Segismundo quien, cuando ya llevaban un rato cabalgando por él, detuvo su caballo abruptamente, levantó una mano a sus compañeros para indicarles que se pararan y ladeó la cabeza para escuchar. Arriba, en el radiante cielo azul, cantaba una alondra en un tono de contagiosa alegría. Benno recordó los ruiseñores de la villa de la señora Zima y se maravilló ante el interés que mostraba su señor por el canto de los pájaros. Entonces él también lo oyó.
El sonido, más próximo a un gemido que a un grito, salía de una quebrada situada a la izquierda del sendero. Segismundo había desmontado y, con el paso seguro de un gato, había empezado a trepar por entre las rocas que flanqueaban la quebrada. Benno se apeó a su vez, ayudó a Poggio a hacer lo propio y los dos se encaramaron a las rocas para ver qué había encontrado Segismundo.
Un muchacho de unos catorce años yacía inerte en los brazos de Segismundo. Tanto el lado derecho de su cara como su ropa estaban cubiertos de sangre, a pesar de lo cual, aún podían distinguirse en ésta los colores de la duquesa Violante.