14

El objeto de deseo

—¿Le habéis mentido al príncipe? —preguntó Benno en voz baja. Aunque su señor nunca era innecesariamente generoso con la verdad, podía meterse en un lío si se dedicaba a engañar a los príncipes. Segismundo estaba agradeciendo con una sonrisa las reverencias con que los cortesanos que pasaban por el pasillo estaban demostrando lo veloces que eran cuando se trataba de distinguir a las personas en alza.

—En absoluto. Le he contado lo que podría haber ocurrido, mientras que a la duquesa le he contado lo que creo que ocurrió realmente. —Segismundo alzó la manos y las abrió—. La verdad es un pez difícil de pescar. Tendremos que emplear una red para capturarla.

A Benno le vino a la cabeza la imagen de una mujer ahogada a la que sacaban a la superficie en una red, mezclada con otra en que la Verdad aparecía en el fondo de un pozo. Por desgracia, su imaginación sólo le permitió ver la cara de la princesa estrangulada.

—¿Qué le habéis dicho a la duquesa entonces?

Segismundo bajó por la escalera que llevaba al patio del palacio a una velocidad de vértigo. Benno sujetó a Biondello en su pechera y echó a correr dando un tropezón. Su señor estaba de un humor excelente.

—A su excelencia le he dicho que alguien de la corte estaba confabulado con el asesino y que alguien le dio un somnífero a la princesa para que no surgieran dificultades al matarla. —Cuando llegaron a la fuente central, Segismundo se lavó la cara. El agua resplandecía a la luz del sol. Se sacudió las gotas de su rasurada cabeza y luego acarició la cabeza del león de mármol de cuya boca brotaba el agua—. También le he dicho que alguien le hizo una señal al estrangulador para indicarle que la princesa estaba dormida y que no había peligro.

Biondello sacó de pronto la cabeza del jubón de Benno y trató de dar una lametada al agua. Benno le acercó al canto de la taza y se volvió hacia Segismundo.

—Pero entonces la persona que lo hizo puede llegar a enterarse de que lo sabéis y, si está confabulado con el asesino, lo más probable es que se lo diga y que éste os venga a buscar, ¿no? —balbuceó consternado.

Segismundo se sentó en el escalón y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—¿Y de qué otra manera voy a encontrarlo? Si todavía se encuentra en la ciudad, pronto le llegará el rumor de que un entrometido está cavando su propia tumba. Tal vez no venga por iniciativa propia, ya que realmente no tiene motivo para hacerlo, pero la persona que llevó la pócima al pabellón y dio la señal tratará de acabar conmigo antes de que yo los descubra.

Benno guardó silencio. Biondello, que había sumergido su hocico en el agua con demasiado entusiasmo, estornudó sobre ellos y a punto estuvo de resbalar y caer en la taza llevado por su vehemencia. Benno lo puso en el suelo y luego se sentó lentamente. Aunque la garganta de Segismundo era grande y fuerte, él había oído decir que los estranguladores sabían moverse sigilosamente, echar rápidamente una soga con pesos alrededor del cuello de su víctima y tirar de ella antes de que uno se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.

De todos modos, si el hombre que podía amenazar de muerte a Segismundo era un profesional, su señor también lo era.

Y aun así, daba miedo pensar que Segismundo se hubiera puesto por voluntad propia a tiro del asesino. En aquel lugar, el patio de palacio, estarían a salvo al menos por el momento. Las únicas personas que allí había eran los sirvientes de palacio, que iban de aquí para allá absortos en sus quehaceres, llevando platos, mensajes, caballetes… Dos de ellos acarreaban un pesado cofre pintado. Todos parecían estar demasiado ocupados como para preocuparse de hacer otra cosa que no fuera dirigir una mirada a los hombres que había sentados en el escalón de la fuente.

De pronto se oyó un clamor de voces y risas proveniente de un grupo de damas que se dirigía al ala sur. Por un momento habían interrumpido el respetuoso silencio que en teoría tenían que guardar las personas que estaban de luto por la princesa; aunque iban de negro, violeta y gris, llevaban una redecilla dorada en el pelo y listas de plata en las mangas.

—¡Señor Segismundo!

Las damas no estaban tan absortas como para dejar de fijarse en lo que sucedía alrededor, por lo que cuando el hombre de la cabeza rapada se levantó y echó a andar, todas sus miradas se fijaron en él. La que había pronunciado su nombre estaba acercándose a él acompañada de un susurro de faldas. Se trataba de la señora Leonora, la misma cuya presencia había sido requerida la noche anterior para consolar al príncipe Galeotto. Benno se quedó mirando, impaciente por oírla. Su señor escuchó, hizo una reverencia y regresó a la fuente. Estaba sonriendo.

—¿Qué os ha dicho?

—Quiere que vaya esta noche a su casa de la ciudad, Benno. Dice que aquí no puede hablar, que sería demasiado peligroso…, para los dos.

¡Peligroso! Aquella noche, mientras seguía a su señor por las calles de Borgo, Benno no sabía qué prefería: que la luna brillara con mayor intensidad para que los asesinos no pudieran ocultarse en las sombras o que la oscuridad fuera absoluta para que todos, incluidos los posibles asesinos, se encontraran en una situación igualmente desfavorable. Afortunadamente, la casa de la dama no estaba lejos del palacio y de la abadía, en cuyas celdas se alojaban gracias a la amabilidad y hospitalidad del abad.

—Fíjate, el escudo de armas de Botardo y la sedería… Veamos ahora en qué consiste ese secreto.

En el momento en que Segismundo levantaba la mano para llamar a la puerta, ésta se abrió misteriosamente y una sirvienta apareció en el umbral con una antorcha en la mano. Encorvada y desdentada como una bruja, dijo unas palabras entre dientes y les hizo una señal de que la siguieran por las escaleras al piano nobile.

Segismundo dejó a Benno sentado en un banco del oscuro y vacío corredor de la casa, por cuya ventana entraba el aire de la noche, y fue conducido a una pequeña habitación que había enfrente de la entrada de la logia y que estaba igualmente a oscuras. La estancia, en la que se respiraba un aire perfumado, estaba decorada con madera dorada y unas cortinas de algodón de color añil y adornadas con estrellas de oro que la suave brisa apenas lograba agitar.

—Mi señora está aquí dentro.

La mujer cerró la puerta y Segismundo se quedó mirando por un instante la lujosa habitación, que estaba amueblada con una cama cubierta de cojines adornados con bordados de oro, varios taburetes forrados de brocado y diversos arcones. Todo estaba decorado con brillantes faraceas de nácar. Si bien aquel dormitorio no era como las habitaciones del recibo al uso, lo habitual era recibir a los invitados y las visitas en él. Los frescos que cubrían sus paredes no eran como los tranquilos paisajes que decoraban el de la señora Zima. En una de ellas se había pintado a Venus y Marte abrazados bajo la atenta mirada de una multitud de amorcillos, algunos de ellos volando, otros jugando con la abandonada armadura de Marte. Al lado de la cama se veía a Leda flotando sobre unas nubes y envuelta en las alas del cisne cuyas suaves plumas acariciaban su piel perlina. Mostrando un aspecto más frío que el suyo, se erguía sobre un pedestal una estatua de Venus que estaba despojándose de una túnica de mármol.

Las cortinas de la cama, que eran de una seda de verano, ligera y rosácea, estaban sujetas de una corona colgada del techo y caían como si fuesen un par de brazos que se abrieran acogedoramente para mostrar el lecho.

Un suave sonido anunció la llegada de la señora Leonora. Se volvió para cerrar la puerta y se acercó a Segismundo con un susurro de satén. Se había deshecho el peinado que lucía en palacio y ahora llevaba el pelo recogido en un sencillo moño. El susurro de satén lo había producido con la holgada bata de color bronce que llevaba.

Dio la mano a Segismundo para que se la besara y, cuando éste se inclinó a hacerlo, se acercó a él cerrando los dedos sobre los suyos y envolviéndolo en una espesa vaharada de frangipani. A continuación lo condujo hasta una silla que había entre el Venus de mármol y la cama y, sin mediar palabra, empezó a servir vino. Las copas y la jarra estaban sobre el estante de la cabecera, por lo que no había mucha distancia entre ellos.

—¿Qué es lo que tenéis que decirme, señora? —Segismundo no había aceptado su invitación para que se sentara. Ella alzó la vista y le ofreció una copa de vino. Tenía la boca pequeña, la nariz algo respingona y unos párpados que le daban un cierto aire cansino. La sonrisa era de seguridad. Se acomodó en los cojines que cubrían el escalón de la cama y él se sentó en la silla.

—Sí —dijo ella—. Se trata de un asunto serio. —Por su tono de voz se diría que lamentaba tener que tratar un tema serio con seriedad—. Pero quería decirle algo más; por ejemplo: no creo que pueda sacarse la conclusión de que el príncipe es culpable del hecho de que sus botones estuvieran enganchados en la pulsera de su alteza. La princesa la había llevado puesta todo el día, de modo que pudieron darse multitud de ocasiones para que los botones se quedaran prendidos en ella. —Apoyó un codo sobre la cama y el broncíneo satén se deslizó por su brazo dejando al descubierto su hombro y todo el pecho que puede permitir ver una bata de corte—. No, cuando los vi me quedé sorprendida, pero luego pensé en la interpretación que cualquier persona podría dar a aquella circunstancia, y como conozco al príncipe… —Bebió un trago de vino y se pasó la copa por la otra mano. Su voz, en la intimidad de su habitación, era suave, desprovista de énfasis—. La princesa era joven y testaruda. Es cierto que su comportamiento… —Su mano parecía moverse con independencia de lo que estaba diciendo. La extendió, abrió el broche de metal de la capa que llevaba Segismundo, se la quitó y la dejó sobre el respaldo de la silla. Él la miró con ojos sombríos, haciendo oscilar la copa de vino debajo de la nariz para percibir su aroma. Ella prosiguió—: Si no hubiera muerto, habría aprendido las costumbres de la corte y seguramente… Pero esta extraordinaria tragedia… —Su mano recorrió sin ninguna prisa el pecho de Segismundo hasta llegar a la hebilla de su cinturón, sobre el que sus dedos parecieron moverse por voluntad propia—. Nadie acierta a comprender lo sucedido… Evidentemente, la princesa tenía enemigos que la seguían desde el lugar en que vivía antes, porque aquí no hay nadie que tenga motivos para… La posición de una esposa es inatacable. Ella habría acabado viendo que no cabe ofenderse con una persona de categoría inferior cuya posición depende del capricho del príncipe. —La hebilla se abrió y el cinturón quedó suelto. La espada fue a caer entre los pliegues de la capa que envolvía la silla.

Segismundo la miraba con atención, pero al igual que ella, inexpresivamente. Parecía observar el movimiento de sus labios, la manera que tenían de unirse y separarse, de subir y bajar. La señora Leonora apoyó la mano en la suya y le acercó la copa a los labios. Segismundo sonrió, la inclinó considerablemente, bebió y la dejó sobre el pedestal de Venus. Ella se levantó lentamente mientras él se limpiaba la boca y se deshizo asimismo de su copa. Entonces se volvió hacia él, extendió las manos y, sin cambiar el tono de voz, dijo:

—Creo que vos y yo tenemos mejores cosas que hacer que pasarnos toda la noche hablando sobre desgracias.

Él se levantó y sonrió.

—Mmm… Tenéis razón. —En lugar de cogerle las manos que le ofrecía, Segismundo avanzó, obligándola a aceptar su cercanía o a retirarse. Ella no se movió salvo para levantar la cara y mirarle la boca; cuando vio que él inclinaba la cabeza, separó los labios.

Deslizó los brazos en torno a él y dejó escapar un suspiro, tras lo cual retrocedió y subió a la plataforma de la cama mientras la bata se le caía sin llegar a dejar al descubierto su dorada desnudez. Detrás de ella, Segismundo oyó un leve sonido y se apoyó en el suelo sobre una rodilla como si quisiera rendir homenaje a su belleza. Un extraño runruneo invadió la habitación como si un pájaro invisible estuviera volando por ella y, de pronto, la cabeza de Venus soltó un chasquido y cayó al suelo.

Segismundo se había apartado de un salto con el cuchillo de su bota en la mano para enfrentarse al hombre que había surgido de entre las sombras para abalanzarse sobre él. Arrojó un cojín que había cogido de la cama y el cuchillo que acababa de dibujar un fulgurante arco en el aire tras ser lanzado por el desconocido salió volando y derribó a su paso una siseante vela. En un instante, un segundo cuchillo apareció en su mano. Segismundo se había puesto detrás de la silla, había cogido la capa y se la había enrollado en torno al brazo izquierdo. A continuación sólo se oyó el sofocado jadeo de la mujer que se apretaba contra los cojines y el deslizamiento sobre el suelo de los pies de los hombres, que habían empezado a moverse el uno en torno al otro para medirse las fuerzas y encontrar la ocasión de lanzar la mano y hundir la hoja en la garganta o el corazón del adversario. Segismundo saltó para evitar lo que resultó ser una finta del desconocido, y entonces vio su cara. Se trataba de una cara curtida, de facciones angulosas, bien parecidas, con un lunar al lado de la gran boca. Estaba tranquilo, concentrado; ni un gesto de nerviosismo. Aquél era el profesional que había estado buscando, el hombre que había tratado de acabar con él lanzándole unas bolas y un cuchillo. Si era tan hábil como Segismundo suponía, aprovecharía la primera ocasión que se le ofreciese para terminar su trabajo.

En un lance Segismundo vio cómo su brazo empezaba a empapar de sangre su capa; acto seguido el desconocido recibió un golpe en el muslo y dio un traspiés, pese a lo cual logró zafarse de la cuchillada de su contrario.

«Oh, ella es la más bella, el objeto del deseo…».

Al son de los tañidos de un laúd alguien había comenzado a cantar con voz desafinada en el jardín.

«Que abrasa al tiempo que consume mi fuego».

La voz era inconfundible; el príncipe Galeotto se hallaba en el jardín. Las personas que estaban en la habitación se quedaron quietas, incluso contuvieron la respiración por un instante. La situación pareció echar marcha atrás. El desconocido retrocedió rápidamente sin hacer ruido ni dejar de mirar a Segismundo en ningún momento hasta que desapareció entre las sombras que envolvían los visillos de la logia, que parecieron suspirar acariciadas por la brisa.

Sin detenerse siquiera a mirar a Leonora, que seguía acurrucada sobre la cama, Segismundo recogió el cinturón de su espada y, con otro rápido movimiento de mano, el cuchillo y las bolas que el desconocido le había lanzado. El cerrojo de la puerta estaba echado; lo descorrió, salió de la habitación, fue a buscar a Benno y bajó por las escaleras.

En el jardín, el príncipe Galeotto comenzaba la segunda estrofa de su canción.