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«El nido del águila»
Si Violante había oído hablar de Rodrigo Salazzo, el hombre que había llegado a poner a prueba la paciencia dé Altamura en una época que ella sólo conocía por referencias, ya se había olvidado. Cuando lo vio, no le hizo falta que le dijeran que se trataba de una persona peligrosa. Sus actos ya se lo habían hecho ver.
Oyó los cascos sobre la hierba en el momento en que miraba por debajo de su mano cómo su esmerejón se abatía sobre su presa; a continuación, todavía cegada por el sol, oyó gritos, gruñidos y choques de espadas y sintió que alguien tiraba de la brida de su caballo para darle media vuelta. Fue entonces cuando una persona subió a su grupa y la inmovilizó, aplastándole los brazos contra el cuerpo de modo tal que se vio incapaz de oponer resistencia y se quedó prácticamente sin aliento. Su caballo salió al galope y el alarido que surgió de su garganta se perdió entre las colinas.
No le vio la cara hasta más tarde. A pesar de que el caballo llevaba el doble de carga, habían cabalgado a galope tendido mientras el camino se mantenía practicable y a continuación habían enfilado un sendero escarpado y tortuoso que subía entre rocas y árboles colgantes. Cuando llegaron al lugar al que se dirigían, ella ya estaba agotada de tanto forcejeo inútil, de miedo y de rabia. Ya no servía de nada pedir auxilio: las personas que estaban congregándose para verlos llegar no estaban allí para ayudarla sino para aplaudir y mofarse de ella.
Anteriormente había pensado que si su secuestrador trataba de sofocar sus gritos ella no dudaría en morderle los dedos hasta el hueso. Sin embargo, cuando lo vio comprendió que hacerlo habría sido inútil, y no sólo por el hecho de que llevara unos guanteletes cosidos con oro.
Tenía los ojos oscuros, los párpados caídos y una expresión tan compasiva y humana como la de un halcón. La devoró con la mirada como si buscara algún defecto en su belleza mientras ella se esforzaba por ocultar la conmoción que sentía a causa del viaje que acababa de hacer, la situación en que se encontraba y su presencia en la habitación en que la habían metido de un empujón sin ninguna clase de ceremonia. Prefería pensar que aquella mirada sólo tenía por objeto calcular el valor de las joyas y la ropa que llevaba.
Era un rostro bien parecido, arrogante, de aire melancólico, algo ensimismado y descontento. Cuando se volvió para arrojar su sombrero sobre el arcón, la duquesa vio que tenía la nariz rota y el mentón poderoso. Al igual que a Galeotto, empezaba a escasearle el pelo, y sin su sombrero de terciopelo, lucía una frente amplia y algunas canas en sus oscuros rizos. Sus manos eran grandes, de dedos cortos y curiosamente ásperas. Aún podía sentir la brutal presión que había ejercido con ellas sobre su cuerpo. Encima de una camisa bordada aunque no del todo limpia llevaba, desabrochado, un jubón que, con sus muchos colores, sus abigarradas joyas y su brocado de oro, era tan vistoso que casi resultaba absurdo. Aquello era demasiado llamativo incluso para un príncipe.
—¿Sabéis quién soy? —Aunque se tranquilizó un poco al comprobar que no le temblaba la voz, su enfado aumentó cuando vio que no sólo no respondía de inmediato sino que, con gran calma y aire distraído, empezaba a quitarse los guanteletes y la miraba de hito en hito.
—¿Y qué si os conozco? —dijo él de improviso, con tan poca claridad que se diría que le daba igual articular bien las palabras—. ¿Qué vais a hacer al respecto, excelencia?
—Lo que vos podéis hacer es recordar que mi marido os recompensará si me escoltáis hasta su palacio sana y salva. Y que, en caso contrario, os castigará. —Cuando acabó de hablar, deseó no haber pronunciado la última frase. Con ella sólo había conseguido arrancarle una sonrisa.
—Castigarme… —Alzó una mano de dedos cortos y la movió como si no encontrase las palabras adecuadas. ¿Castigar a Rodrigo Salazzo? —Se volvió hacia las desnudas paredes y la cortina de cuero que tapaba la logia, y se acercó a aquélla para descorrerla—. ¿Veis lo que hay ahí fuera, excelencia? —Rodrigo apoyó un brazo en la pared y se quedó mirando al exterior como si la admiración que sentía por lo que veía fuera a su pesar. La duquesa no se movió—. Mi montaña… Mi gente. —Se volvió entonces hacia ella con expresión interrogativa y, en tono serio, preguntó—: ¿Quién va a venir aquí a castigarme?
La duquesa se acordó del río que habían cruzado y de la pendiente que habían subido. Ni siquiera estaban en Altamura. Por la dirección que habían tomado, cabía la posibilidad de que ni siquiera se encontraran en Borgo, sino en territorio venostano, lo cual significaba que cuando Hipólito averiguara dónde estaba (si es que encontraba la manera de hacerlo), tendría en primer lugar que presentar una reclamación a Vincenzo. ¿Y si éste se enteraba de que había sido ella la causante de la destrucción de su fuerte?
—Soltadme ahora mismo. —Afortunadamente, sus palabras no sonaron a súplica sino a orden. Se echó el pelo hacia atrás y lo miró con verdadera ira, agarrándose la falda con ambas manos como si estuviera dispuesta a volverse y marcharse de inmediato. Él permaneció en su postura de desinterés, apoyado con una mano en la pared, aunque la miró pensativamente, casi como si estuviera considerando su petición.
—¿Ya mismo? —dijo con voz apagada y queda en un tono de mofa que reflejaba la poca convicción con que había respondido—. ¿Antes de que hayamos compartido un poco de vino? ¿Antes de celebrar nuestro encuentro? —Sacudió la cabeza como si se sintiera decepcionado con ella y se apartó de la pared moviéndose con tal brusquedad y lanzando tal grito que la duquesa dio un involuntario paso hacia atrás—. ¡Vino!
La puerta se abrió de inmediato. Un hombre entró apresuradamente en la habitación con una jarra en una mano y dos copas doradas en la otra seguido de otro que acarreaba una bandeja de plata. Aunque la duquesa no se volvió para mirarlo, adivinó por el olor que llevaba confites. Los hombres dejaron el refrigerio sobre un arcón verde que había al pie de la cama, la cual dominaba la habitación con sus verdes visillos, y tras inclinarse ante Rodrigo y mirarla a ella, se retiraron y cerraron las puertas.
—Acercaos, excelencia —dijo mientras llenaba las dos copas—. Brindemos porque pronto nos conozcamos mejor.
Al verlo allí, sonriente, luciendo su brillante y abigarrado jubón en desagradable contraste con el verde oscuro de los visillos, la duquesa Violante pensó en la sensación de seguridad que había tenido al entrar en su ducado y saberse tan cerca de casa, y, desesperada, hizo votos por que Segismundo averiguase dónde se encontraba.
Segismundo había llegado demasiado tarde para servir de ayuda a nadie. Al muchacho se le agotó lo poco que le quedaba de vida pronunciando unas palabras que resultaron casi demasiado débiles para que Segismundo las entendiera acercando el oído a sus labios. Benno y Poggio, agachados en el borde de la garganta, se limitaron a mirar. Biondello, por su parte, se abstuvo de explorar el arroyo para sentarse silenciosamente al lado de su señor e inclinar la cabeza como si tratara de penetrar la tragedia humana.
El susurro del muchacho se extinguió. Segismundo permaneció por un instante a la escucha y luego inclinó la cabeza sobre su pecho para auscultarlo. Se sentó sobre un talón, metió una mano por debajo de los ensangrentados rizos para cogerlo del cuello y soltó un suspiro. Benno y Poggio se quitaron el sombrero y se santiguaron mientras Segismundo inclinaba la cabeza, brillante a la luz del sol, y rezaba una plegaria en latín.
A Benno se le ocurrió que las personas que habían matado al muchacho tal vez estuvieran todavía por los alrededores, pero enseguida se dijo que aquello no era posible, ya que si habían raptado a la duquesa no habrían tardado en alejarse de allí. Segismundo dijo «amén» y, tras tapar el cadáver con la capa del propio muchacho, se echó hacia atrás y miró en torno a sí.
—Seguro que hay más muertos, pero no tenemos tiempo para buscarlos. Habrá que dejarlos para más tarde.
—¿Y si siguen vivos? —En la actitud de Poggio brillaba por su ausencia todo el comedimiento que Benno había aprendido a tener a la hora de hacer preguntas a su señor. Éste meneó la cabeza, salió ágilmente del barranco y cuando se acercaba a su caballo dijo por encima del hombro:
—No hay tiempo que perder. Tenemos que hacer lo que les correspondía hacer a ellos.
Benno metió a Biondello en su jubón y ayudó a Poggio a subir a la grupa de su caballo, tras lo cual echó un vistazo alrededor y vio que no había más cadáveres. ¿Qué habría sido del séquito de la duquesa? ¿Por qué no la habían protegido? ¿Qué le habría dicho aquel desgraciado muchacho a su señor?
—¿Qué os ha dicho?
Bendito Poggio.
Segismundo se había inclinado a un lado sobre su montura para estudiar el terreno y, aun así, respondió.
—No sabía mucho más que tú. —Arreó el caballo y salió en dirección a lo alto de la colina entre unos árboles jóvenes.
Benno ordenó a su caballo que girase para seguirlo. Estaban alejándose de la capital de Altamura. Al cabo de un rato Segismundo señaló el cielo. Un esmerejón volaba por encima de ellos, observándolos.
—Ese animal tampoco tardará en morir…, en cuanto se le enganchen las pihuelas en una rama —dijo Segismundo—. Estamos buscando algo parecido, algo salvaje y con aspecto humano que ataca a los viajeros.
—¿Un ladrón?
Segismundo no respondió y siguió cabalgando con la mirada puesta en el suelo hasta que llegaron a un saliente elevado de la colina y vieron un valle que se extendía hasta el horizonte. Se detuvo y, alzando la vista, señaló una lejana garganta que se distinguía sobre el luminoso cielo como una mancha oscura.
—Allí es adonde nos dirigimos. El nido del águila. Roccanera.
Benno, inclinándose sobre la cerviz de su caballo mientras avanzaban por el saliente, pensó que no le hacía ninguna gracia la idea de encontrarse con aves rapaces con aspecto de hombre e imaginó por un momento una cara de águila de tamaño humano.
Estaban bajando a buen paso en dirección al río. Mientras comprobaba si Poggio estaba bien agarrado. Benno se preguntó qué podían hacer ellos tres ante unos ladrones que habían sido capaces de raptar a la duquesa. Hasta que pasaron varias horas no encontró respuesta a su pregunta. El atardecer ya cubría todo con su oscuro manto. Habían dejado sus fatigados caballos en la orilla de un arroyo y subido a una pequeña hondonada rodeada de rocas al pie de Roccanera. El estómago le hacía ruido, aún no se le había secado la ropa, que se le había mojado al vadear el río, y suspiraba por el momento en que consiguiera dormir un poco. Sin embargo, por lo que estaba diciendo su señor el descanso tendría que esperar. Al menos Segismundo había sacado un pellejo de vino y algo de pan y queso de sus alforjas. Benno rebuscó a su vez en el interior de su camisa y sacó unos rábanos que tenía guardados. Mientras comían, Poggio se frotó las piernas.
Biondello había capturado algo incluso menor que lo que él tenía y que evidentemente no había esperado encontrarse, y estaba masticándolo con gran aplicación a los pies de su señor.
Reanudaron el ascenso.
Cuando aún no habían visto nada que se lo anunciara, el ruido les hizo saber que ya estaban cerca de Roccanera. No todos los días llegaba una duquesa a manos de los habitantes del lugar, de modo que habían organizado una verdadera juerga. Benno se asomó entre las raíces de un pino y una roca cubierta de musgo y vio la luz de una hoguera. Subieron unos cuantos metros más y Segismundo les ordenó con un susurro que se echaran al suelo, tras lo cual desapareció. Cuando por fin los llamó, se encontraba acurrucado sobre un hombre inmóvil en un hueco que había entre unas rocas. La luna ya había salido y se veía una pálida luz roja proveniente de una hoguera. Segismundo levantó un pellejo; el olor a vino explicaba por qué el centinela no se había mostrado lo suficientemente vigilante como para advertir la llegada de un extraño. Benno pensó que, tratándose de Segismundo, tampoco habrían cambiado mucho las cosas si hubiera estado alerta como un perro guardián.
—Ahora, fijaos bien en todo.
Benno y Poggio observaron detenidamente el nido del águila. La luz de la hoguera les permitía ver una especie de poblado: varias cabañas revocadas con ramas y barro, otras más pequeñas hechas con troncos, una hilera de establos cubiertos de paja situada a un lado y, encima del patio, un edificio largo y más alto con un techo de cuatro aguas de teja, balcón en la fachada y una escalera que subía desde el suelo de roca hasta la puerta. Segismundo hizo una seña y dio las órdenes.
Los habitantes del poblado estaban en torno a la hoguera. A excepción de algunos que bailaban, todos estaban sentados o dando tumbos, tocando la flauta y cantando desafinadamente.
Mientras Benno y Poggio descendían por la colina rodeando los establos, Segismundo tomó un camino más largo hacia arriba.
No se encontró con más centinelas. A la vista de la fiesta que los habitantes del poblado estaban celebrando, no habría muchos más, y en lo referente al hombre con que Segismundo había topado, al despertar seguramente se sorprendería de lo poderoso que era el vino que había ingerido. Segismundo bajó lentamente por la pendiente entre unos árboles que afianzaban la tierra que había entre las rocas y se encaramó al techo del edificio principal. Con sumo cuidado, subió lentamente hasta el caballete, se tumbó entre unas siemprevivas y unos líquenes y se asomó. De los establos salían unos caballos meneando la cabeza con aire vacilante, empujados sin duda por la mano de Benno. Detrás de ellos se veía el resplandor de unas llamas, que pronto empezaron a arder débilmente en la paja del techo y luego se elevaron en el aire tumultuosamente, chisporroteando y reventando las vigas. Los caballos relincharon y salieron huyendo en dirección al lugar en que se celebraba la fiesta, donde sembraron con su espantada el terror y la confusión entre los habitantes del pueblo. Los borrachos se pusieron a andar de aquí para allá, cegados por el humo espantoso y tratando de comprender el caos que se había apoderado de su mundo.
Segismundo bajó a gatas por la vertiente delantera del tejado y se agazapó. No tuvo que esperar mucho tiempo. Una figura ataviada con un jubón que parecía el reflejo de las llamas apareció en el balcón e inclinándose empezó a gritar a la muchedumbre. Segismundo se lanzó sobre él.
Rodrigo, alertado por Dios sabe qué sentido, dio media vuelta y sacó un cuchillo en el momento en que era derribado. Los dos hombres forcejearon y pasaron rodando bajo la cortina de cuero enredados en un amasijo de brazos y piernas. Mientras daban vueltas por el entablado, Rodrigo trató de quitarse la mano de Segismundo de la garganta. El ruido de la lucha quedaba prácticamente ahogado por el tumulto del exterior. De pronto, el cuchillo cayó al suelo bañado en sangre. Rodrigo estaba boca arriba y, aunque parecía a punto de soltarse, Segismundo le había rodeado el cuello con un brazo.
La duquesa Violante, que tenía el vestido roto y la melena suelta y despeinada, saltó sobre el cuchillo. Con los labios apretados y los ojos fuera de las órbitas, apuñaló a Rodrigo, a dos manos, en el pecho, y su secuestrador quedó inmóvil en los bravos de Segismundo. La duquesa habría continuado apuñalándolo si hubiera podido sacar el cuchillo, pero el arma había quedado enganchada en los mugrientos pliegues de la camisa. Tras volverle la cabeza y ver que tenía unos profundos arañazos en las mejillas y el cuello y un corte en el labio, Segismundo le quitó el llamativo jubón. Violante, que respiraba entrecortadamente sin poder apartar la mirada del cadáver, permaneció en su sitio con expresión furibunda. Entonces, cuando Segismundo se hubo puesto el jubón, se volvió hacia él y, como si quisiera prepararse para la siguiente acción, empezó a recogerse el pelo.
—Dejadlo, excelencia. Tenemos que huir por ahí —dijo al tiempo que hacía una señal hacia el lugar de donde venía el tumulto—. Aunque va a ser él quien os saque.
No esperó a que la duquesa respondiese. Ya se oían gritos detrás de la puerta y alguien había empezado a golpearla violentamente. Tras coger el sombrero de Rodrigo y ponérselo, Segismundo levantó el cadáver, lo echó sobre la cama y arrojó la lámpara sobre él. El aceite soltó un fogonazo y de inmediato se formó una nube de humo negro; el fuego prendió en los visillos y la cama se convirtió en una pira. Segismundo cogió a la duquesa en brazos, se la echó al hombro y se tapó la cabeza y la cara con su melena. Desatrancó la puerta de la habitación y se abalanzó escaleras abajo dejando atrás a un sirviente frenético que salió corriendo detrás de ellos. Tiró de la puerta principal, que estaba abierta, y salió a la plataforma a la que conducía la escalera exterior.
Los caballos seguían relinchando en el patio, corriendo de aquí para allá entre las cabañas y las chozas. Mientras el suelo se cubría de brasas procedentes de los establos y el humo se arremolinaba y elevaba en volutas, los hombres y mujeres del poblado forcejeaban sumidos en un caos de tropezones y gritos. De pronto, en medio del estrépito, oyeron una fuerte voz en lo alto de la escalera.
—¡Fuera de aquí! ¡Bajad por la pendiente! ¡Vamos! ¡Bajad!
Alzaron la vista y vieron por encima del humo una figura ataviada con un vistoso jubón que llevaba a su preciado trofeo en brazos. Su voz y los gestos que les hizo los puso en movimiento. Mientras descendían en tropel por la pendiente, la figura bajó por la escalera tapado por la melena de su prisionera y desapareció de vista.