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Llega un enviado
—Podría estar en cualquier parte, buscándoos. Mirándoos incluso.
Benno había estado a punto de perder el apetito a causa del tema de conversación, pero había logrado sobreponerse. El plato de huevos revueltos con queso y hierbas estaba prácticamente vacío. Segismundo, en lugar de comerse su ración, estaba mirando con gesto pensativo el ir y venir de la gente por la calle mientras hacía girar su copa de vino entre los dedos. Los demás clientes que había sentados en los bancos del exterior de la posada estaban ocupados con su comida y un asunto todavía más serio: el alcohol. Aunque no podían permitirse disfrutar del exquisito sabor de un buen vino de crianza, al menos tenían la posibilidad de enturbiar el trabajo de la tarde.
—Pareces un sacerdote cuando te pones a hablar sobre la muerte, Benno. —Segismundo había salido de su ensimismamiento y estaba sonriendo. Benno subrayó lo que acababa de decir con una inclinación de cabeza.
—De eso es precisamente de lo que estoy hablando. ¿No creéis que deberíamos permanecer en el palacio? No creo que pueda entrar… Al fin y al cabo ha tenido que utilizar una flecha…
—Eh, ¿no es una herejía insinuar que la muerte no visita los palacios? Los príncipes se llevarían una alegría si tuvieras razón. No, Benno, no se trata de eso, sino de un problema de elección.
Benno hizo una pausa para pasar un pedazo de pan por la superficie del plato antes de metérselo en la boca. Segismundo había dado su pan a un niño flaco cubierto de andrajos que había estado acurrucado con gesto paciente sobre los adoquines de una esquina de la calle.
—¿De elección? —farfulló finalmente Benno—. ¿Qué significa eso? ¿Qué podéis elegir que no os asesinen? Entonces ¿qué hacemos aquí fuera? El asesino ha estado a punto de mataros.
—Es una elección, Benno. Si elijo permanecer a salvo, lo más probable es que ponga en peligro la vida de las personas a las que he prometido proteger.
«Es decir, la duquesa —pensó Benno, con un cierto resentimiento—. Ya le ha salvado la vida en tres ocasiones. ¿Por qué no la deja en manos de sus guardias? ¿Acaso no estamos en su palacio? Mi señor resultó herido cuando la rescató de la guardia de ese ladrón. No esperarán ahora que vaya a ofrecerse de nuevo como blanco del estrangulador. Si lo matan, de poca ayuda va a servirle a la duquesa…».
Benno volvió a hablar mientras se tragaba lo que le quedaba de pan.
—Me parece que os estáis tomando demasiadas molestias para nada. —Al oír el murmullo interrogativo de Segismundo, añadió—: ¿Creéis que va a hablar si lo cogéis? No va a deciros: «Oh, es fulano de tal quien me ha pagado». —Chasqueó los dedos para llamar a Biondello, que estaba trabando amistad con el niño al que Segismundo había entregado el pan. Un perrillo puede convertirse en todo un banquete para un muerto de hambre—. No sé por qué os molestáis.
Segismundo se echó a reír y se sirvió un poco más de vino.
—Ese es el problema de mi vida. —Bebió generosamente. La luz del atardecer, que doraba las cabezas como si fuera una bendición, tenía en la suya más superficie que iluminar. Benno se fijó en que la herida que le había producido la flecha se había oscurecido y apenas podía verse a la sombra—. Debería ir a más clases de filosofía, a ver si logro encontrarle una solución. Aunque creo que en realidad lo hago para divertirme.
Benno no tuvo que hacer ningún esfuerzo para creerle. Estaba claro que Segismundo no arriesgaba su vida por dinero. Las recompensas que había recibido de duques y príncipes agradecidos le bastarían para vivir con toda clase de lujos si así lo deseara. Por otro lado, la actitud con que su señor solía tomarse los riesgos era alegre y confiada, si bien en aquel momento su estado de ánimo parecía más bien de abatimiento. Benno suponía, o más bien esperaba, que fuese sólo a causa de su herida.
Todo aquel asunto de encontrar al estrangulador resultaba desconcertante. Al fin y al cabo, ¿quién les aseguraba que en ese momento no se encontraba a cien kilómetros de distancia? ¿Y si la princesa había muerto de resultas de la decisión de alguien que, llevado por una enemistad personal, había pagado a un asesino para acabar con ella, como, por ejemplo, el joven Tristano o el señor Tebaldo? ¿Acaso no era posible que alguien deseara vengarse del duque Hipólito de la misma manera que lo habían deseado aquellos exiliados y expertos con la honda, los hermanos Malgardo? Uno de ellos, según Segismundo, podría haberse zafado de sus perseguidores y haber avisado al bandido Rodrigo de la conveniencia de raptar a la duquesa. Tal vez ese hombre estuviera ahora en Altamura tratando de acabar con la persona que había matado a su hermano. Después de todo, Segismundo no había visto en Altamura al hombre de las bolas.
Fuera como fuere, Benno se alegró de ver que su señor llevaba el collar del mastín.
—Debo felicitaros, señoría, por la mejora que ha experimentado vuestra biblioteca desde la última vez que la visité. Los manuscritos que guardáis aquí hacen honor a vuestro saber.
Aquellas halagadoras palabras habían sido pronunciadas con la brusquedad que caracterizaba a Polidoro Tedesco, pese a lo cual no dejaron de sorprender a los jóvenes que se habían agrupado obedientemente en torno a él. Sus alumnos estaban más acostumbrados a las injurias que dirigía a los miembros de la nobleza en su ausencia y al poco respeto que les mostraba cuando estaban presentes, por lo que cabía suponer que el saber, fuera cual fuere el rango del sabio, siempre era merecedor de respeto. Además, el señor lisiado, cuyos ojos evitaban cruzarse con sus miradas como si no deseara ver las opiniones que pudiera encontrar en ellas, difícilmente podía ser considerado objeto de burlas. Todo instinto caballeroso lo impedía. Honorio Scudo, el rubio de aspecto fornido, había intentado incluso ayudar a sentarse al pobre joven, pero un sirviente se lo había impedido. Honorio siempre se mostraba excesivamente generoso con los mendigos y en una ocasión había llegado a arriesgar la vida para salvar a un garito que estaba a punto de ahogarse. Su respetuoso y asombrado elogio de los manuscritos que el ayudante del señor Tebaldo había abierto ante sus ojos fue más un reflejo de su admiración hacia Polidoro que de su comprensión de los textos. Con una sonrisa en los labios, observó cómo Polidoro cogía la lupa que le ofrecía el sirviente y se inclinaba sobre el pergamino mientras el bibliotecario restaba tímidamente importancia al cumplido.
—Todos estos manuscritos hacen honor únicamente al saber y la liberalidad de su excelencia. Yo sólo me ocupo de que sus órdenes sean cumplidas. Sus enviados viajan por toda Europa y yo simplemente decido qué manuscritos de los que traen son dignos del interés y de la biblioteca de su excelencia.
—Su excelencia sabe muy bien qué textos ha de seleccionar. A ver que tenemos aquí… un Estacio, un Marilio, un soberbio Lucrecio… Alguien me ha dicho que tenéis un santo Tomás y un san Alberto Magno completos. ¡Qué joyas! ¿Está su excelencia especializada en alguna rama concreta del saber?
—Polidoro, que estaba inclinado sobre una iluminación, había hablado con un entusiasmo tan evidente que Tebaldo no pudo evitar ruborizarse.
—Los asuntos de estado obligan a su excelencia a dejar buena parte de la selección en mis manos. Al elegir procuro que el campo que abarco sea lo más amplio posible. —Tebaldo señaló unos manuscritos con el codo y acto seguido hizo una mueca de dolor. Había sentido una punzada en un músculo.
—Tenemos varios textos griegos: casi todo lo de Sófocles, Píndaro y Menandro. Algunas obras sobre medicina en latín traducidos del árabe…, Avicena. Dante y Boccaccio, por supuesto… Algunas comedias de Plauto. Estamos continuamente añadiendo nuevos textos.
—¿No teméis que intenten pasaros falsificaciones? He oído decir que es algo muy común, aunque no es de extrañar, con la cantidad de mecenas que hay en la nobleza compitiendo por los textos. —Polidoro acarició la encuadernación de un volumen de Cicerón, De Oratione, mientras lo cerraba.
—Existe el riesgo, pero creo que ya he aprendido a distinguir las obras de origen dudoso. —Tebaldo miró súbita y rápidamente a los jóvenes que tenía alrededor y se quedó desconcertado al ver que conocía uno de ellos, Tristano Valori. Aquél era la clase de persona de su edad con la que le habría gustado trabar amistad si las cosas hubieran sido diferentes. Ariana también se había portado mal con él—. Hay que fijarse en el pergamino, incluso en el hombre que quiere venderlo…
—Qué afortunado es su excelencia al teneros. A algunos príncipes sólo les gustan las novelas de caballerías francesas, y los hay que no están dispuestos a gastarse nada en textos. Y luego está la imprenta. Me temo que va a desvirtuar los libros. He oído decir que el duque de Urbino ha declarado que para él sería una vergüenza poseer un libro impreso.
—Aquí sólo tenemos uno, un Lucrecio impreso en latín. No es más que una curiosidad. Su excelencia tiene cinco copistas que trabajan para él de manera exclusiva, y yo he encontrado a dos scrittori que pueden copiar griego. —Tebaldo, hinchándose con justificado orgullo y creyendo que estaba hablando con personas que sabrían valorar el significado de sus palabras, esbozó una sonrisa que incluyó a Tristano Valori y sintió repentinamente el deseo de que fuera correspondida.
—¿Dos scrittori? —dijo Polidori—. El duque emplea treinta, aunque no es de extrañar, pues según he oído decir ya se ha gastado treinta mil ducados en su colección. El duque de Altamura también podría gastarse esa cantidad, claro está, pero su excelencia nunca ha considerado el conocimiento como una de sus prioridades…
La mayoría de los presentes estaban familiarizados con el tono de ironía de su voz. Tebaldo abrió los ojos desmesuradamente y se preguntó si habría sido su imaginación. Nadie le había dicho (pues pocas eran las personas que llegaban a decirle algo) que Polidoro había tenido el honor de ser preceptor del joven Hipólito antes de que éste accediera al trono. La acritud del comentario, que parecía tener su origen en una experiencia personal, quedó sin explicar. Para romper el incómodo silencio. Tebaldo se volvió con osadía pero no mucha confianza hacia los alumnos del filósofo.
—¿Cuáles son vuestros textos preferidos de estudio? Vuestro maestro me ha dicho que quiere ver el santa Catalina y el Salustio y ya han ido a buscarlos. ¿También sentís predilección por les escritores satíricos?
Aunque estaba mirando a Tristano, fue Atzo Orcagna, el joven a quien Benno había bautizado Cara-de-rata quien contestó:
—Admiramos su postura a favor de la libertad, señoría. Se burlan de aquellos que no ven las cadenas que los tienen sujetos; que piensan que la Iglesia y el estado son madres dispensadoras de afecto; y que no ven a los tiranos y los hipócritas que estos encubren.
Aunque hablaba con estilo, sus compañeros sólo oyeron una repetición de las palabras de su maestro desprovista de la causticidad a que estaban acostumbrados. Honorio Scudo, inducido por la vaga impresión de que era una descortesía hablar de tiranos a un hombre que estaba tan próximo a uno de ellos, ofreció lo que pretendía ser una disculpa.
—No todos los tiranos son malvados, señoría, y algunas personas religiosas son sinceras. Mi confesor, sin ir más lejos. —Inclinó la cabeza en un gesto de seriedad hacia Tebaldo y sus rubios rizos oscilaron sobre sus hombros, momento que Polidoro aprovechó para darle una palmada en la espalda con más fuerza que consideración.
—No hemos venido aquí a perder el tiempo de su señoría con historias de confesionario. Su señoría nos disculpará —dijo al tiempo que señalaba a un sirviente que acababa de depositar cuidadosamente dos manuscritos sobre una mesa cercana a la ventana— si nos concentramos en el estudio de los textos que hemos venido a ver.
Tebaldo sintió ver cómo se alejaban y rodeaban la mesa mientras Polidoro abría el primer libro y, leyendo, comenzaba la explicación en voz baja. Había estado a punto de entablar una conversación con gente de su edad acerca de lo que más le interesaba: las terribles garras con que los tiranos de la Iglesia en este mundo atenazaban a los pobres y los ignorantes y la necesidad de liberar la mente de las ideas preconcebidas que justificaban semejante autoridad. Tal vez se le presentase la ocasión algún otro día de hablar con Tristano Valori. Después de todo, tenía costumbre de aparecer por la corte. La dificultad residía en sí mismo, ya que desde que Giulietta, por instigación de Ariana, lo había convertido en un hazmerreír, no había vuelto a aparecer por allí.
Otra cuestión lo hizo pararse a pensar por un momento: Tristano había declarado su amor a Ariana, de manera que o era un idiota o bien Ariana había estado riéndose de él. Tebaldo prefirió pensar que se trataba de esto último.
Mientras Polidoro explicaba el santa Catalina y los ojos de Honorio se llenaban de lágrimas como consecuencia de los esfuerzos que hacía por no bostezar, un sirviente sacó a Tebaldo de su ensimismamiento cuchicheándole algo al oído. Había llegado un enviado, no uno de los que tenía Hipólito a su servicio, sino un desconocido que deseaba vender un manuscrito de gran valor que había adquirido en el sur de Alemania. ¿Podría recibirlo su señoría?
Mientras Tebaldo, que prefería llevar a cabo tales transacciones en privado, hacía sus prudentes y pausados preparativos para trasladarse a su pequeño estudio, el enviado que estaba aguardando para verlo se entretenía mirando el lugar en que se encontraba. Uno de los scrittori, que se dirigía a hacer sus necesidades, pasó a su lado y consideró normal que aquel hombre mostrara tal curiosidad por la biblioteca. Seguramente no habría visto muchas tan espléndidas como aquélla.