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El señuelo

—¡El duque ha muerto! ¡El duque ha sido asesinado!

Las calles estaban inundadas de personas que corrían dando gritos en dirección a la iglesia. Segismundo trataba de abrirse paso entre ellas y Benno lo seguía como buenamente podía pensando que su señor debía de estar realmente furioso. Había tenido que pelearse con el hombre de la biblioteca (¿cómo habría averiguado que estaría allí?) mientras otra persona asesinaba al duque… ¿Estaría lejos aquella iglesia? ¿Quién se habría atrevido a matar al duque en ella? ¿Sería el hombre que había aparecido en la biblioteca un cómplice de los asesinos cuyo fin era mantener a Segismundo alejado de la iglesia? Además, había logrado huir… una vez más.

Benno se reunió con Segismundo al llegar a la entrada de la iglesia, donde tuvo que hacerse a un lado para dejar paso a la guardia de palacio, que salía del templo acarreando a un hombre. «La sangre ensucia —pensó mientras su señor conversaba con un guardia—. Ni siquiera van a dejarle al pobre duque morir en la iglesia». Entonces se fijó en el trato que recibía el hombre, que avanzaba con la cabeza gacha y los brazos colgando inútilmente, y en la manera en que lo arrojaban al suelo. El atuendo que llevaba, aun siendo elegante, no era propia de un duque.

Un sacerdote vestido para celebrar misa apareció en aquel momento y se agachó al lado del hombre. Segismundo había entrado en el templo; Benno sólo pudo seguirlo apretándose fuertemente contra su espalda.

—Excelencia, ¿os encontráis bien?

El duque no tenía el menor aspecto de haber sido asesinado. Estaba pálido, eso sí, y tenía las manos de su esposa entre las suyas, pero, como le dijo a Segismundo, había salido ileso de la agresión.

—Gracias a Nuestra Señora… Pero ¿dónde estabais, Segismundo? ¿Por qué habéis tardado tanto? Di orden de que vinierais aquí. —La cara de los duques era de reproche. «Hace falta valor —pensó Benno—. Salen del palacio cuando les has dicho que es peligroso y luego esperan que hagas de ángel de la guarda y les saques de un lío en el que se han metido ellos solos».

La respuesta de Segismundo no sonó en absoluto a disculpa.

—Será mejor que os conteste cuando estemos más tranquilos, excelencia. ¿Quiénes son los villanos que han intentado asesinaros?

El duque señaló a los tres jóvenes que los guardias habían apresado. Su infortunio parecía haberlos dejado aturdidos. Benno comprobó con consternación que entre ellos se encontraba Tristano Valori, con la expresión de cervato asustado más marcada que nunca, y Honorio, a quien se diría que le habían puesto sin previo aviso un problema de matemáticas de cierta complejidad. El tercer joven era otro alumno de Polidoro Tedesco, su amigo Cara-de-rata. A diferencia de sus compañeros, habían amenazado al duque con un cuchillo y su cara de desolación era un reflejo de sus pensamientos: al fracaso de su intento de asesinato había que añadir las terribles consecuencias que sufriría por ello, consecuencias que, de haber tenido éxito, habría podido arrostrar con mayor heroísmo. Todos los jefes de estado tenían verdugos a su servicio, algunos de ellos muy ingeniosos, y él acababa de ofrecerles la oportunidad de poner en práctica su talento. Atzo Orcagna sabía que su muerte sería pública y espantosa y que acabaría deseándola antes de que se produjera.

¿Hasta qué punto estaban implicados los demás? Tristano Valori y Honorio Scudo habían sido arrestados porque todo el mundo sabía que los jóvenes lo hacían todo juntos. Los mismos verdugos que iban a demostrar su ingenio con sus amigos se encargarían de averiguar en qué medida estaban involucrados en la conspiración. Tal vez Bonifacio Valori pudiera ejercer la influencia necesaria para salvar a su hijo, aunque también era posible que sus enemigos lo acusaran de estar asimismo implicado.

Las personas que habían rodeado al duque, todas ellas miembros de su corte, estaban pidiéndola encarecidamente que se mostrara a la ciudad, que tranquilizase a la gente que vociferaba en las calles, que les permitiera ver que vivía, que ni había muerto ni su vida corría peligro. El capitán de la guardia de palacio no estaba tan convencido dé ello. ¿Quién sabía si no había más cómplices aguardando en el exterior? ¿Tenían aquellos villanos una banda de rebeldes respaldándolos en la ciudad? No podía descartarse ninguna posibilidad.

Aunque la mayoría de los presentes se molestó, nadie se extrañó de que el duque se volviera hacia el hombre de negro y le pidiera su opinión. La profunda voz de Segismundo no mostró la menor vacilación.

—Estoy de acuerdo con el capitán, excelencia. Salir a la ciudad es verdaderamente peligroso en este momento. —A Benno le vino a la cabeza la desagradable imagen de las bolas—. Si regresáis ahora al palacio, la noticia de que estáis bien no tardará en difundirse.

En ese instante intervino un hombre muy corpulento y tez lo bastante morena como para ser moro. Sus hombres, dijo, le habían informado de que no se habían producido revueltas en las calles y que los vigilantes apostados en las torres de la ciudad no habían visto que se acercara ningún ejército a la capital del estado. Si el intento de asesinato formaba parte de un plan urdido por algún ambicioso vecino de Altamura para invadir la ciudad, los encargados de perpetrarlo se habían equivocado de hora. Benno supuso que aquel hombre, que parecía saber de qué estaba hablando, sería el alguacil, cargo con el que nadie conseguía hacerse popular entre la población.

Se pusieron en movimiento. El duque había decidido seguir el consejo de Segismundo. Los guardias formaron un corro en torno a los soberanos y el capitán abrió la marcha con la espada en alto, seguido de Segismundo y el alguacil. Ni siquiera al hombre con la mejor puntería del mundo, fuera con el arco y la flecha, la honda o las bolas, le resultaría fácil encontrar una fisura en aquella piña.

Los cortesanos salieron a continuación entre gritos de enhorabuena y cuchicheos a media voz. Nadie se había dirigido todavía a Bonifacio Valori, a quien no le habían permitido ver a su hijo cuando se habían llevado a los prisioneros. Los habían sacado por la puerta lateral bajo una gran vigilancia; dado el ánimo de la multitud, que aclamaba al duque con un griterío ensordecedor, el peligro al que estaban expuestos era mayor que el que corría la persona que consideraban su tirano.

De ese modo se ahorraron ver a su amigo Cola, que ahora yacía muerto sobre los escalones del pórtico de la catedral. Los guardias no consideraron necesario proteger el cadáver de la multitud y no dieron muestras de inquietud al ver que ésta comenzaba la labor de despedazamiento que le habría correspondido al verdugo. Cuando se encuentran en semejante estado, las masas necesitan algo con que satisfacer sus deseos de venganza, y el cadáver de Cola estaba muy a mano.

Benno chocó con un grupo de altamuranos que, sosteniendo en alto un pedazo del cadáver de Cola, reían espasmódicamente y, con el estómago revuelto, apretó el paso apoyando una mano sobre Biondello, al que llevaba en el interior de su jubón, con el fin de confortarse. Lo tenía perplejo el que los conspiradores hubieran creído que podrían salirse con la suya impunemente. ¿Cómo habrían planeado persuadir a aquel gentío de que era una buena idea matar a su duque?

El duque también necesitaba que le respondieran a algunas preguntas. Cuando llegó a la pequeña sala de audiencias y hubo despedido a todos las personas que lo acompañaban excepto a su esposa y a Segismundo, hizo la primera de ellas, que ya había formulado con anterioridad sin obtener respuesta.

—¿Dónde estabais cuando mandé que os buscaran?

—Me encontraba en la biblioteca, excelencia, y no he recibido ningún mensaje. Estaba allí porque a las once teníais una cita con el señor Tebaldo.

La expresión del duque dejó entrever por un instante que se había olvidado de aquello por completo. A pesar de su condición, seguía siendo humano, y sentirse culpable le molestaba profundamente.

—¿Qué motivo había para que fuerais allí? ¿Acaso necesito que me protejan de un…? —El duque vaciló por un instante—. ¿Del primo de mi esposa?

—Por supuesto que no. —La profunda voz respondió con suavidad—. Fui a la biblioteca porque sabía que la vida de vuestra excelencia estaba en peligro.

Ambos soberanos repasaron mentalmente el contenido de las palabras de Segismundo. Era evidente que con aquello no bastaba. El duque puso cara de impaciencia. La conmoción que le había causado la proximidad de la muerte le había quitado las ganas de resolver misterios.

—¿Cómo iba a correr peligro en la biblioteca si ya me encontraba en peligro en la iglesia?

Segismundo emitió un murmullo largo y cínico, como el zumbido de una abeja a la que el mundo no le merece ninguna opinión.

—Los jóvenes que os han atacado en la iglesia, excelencia, eran aficionados. El hombre que ha ido a la biblioteca a mataros era un profesional.

—¡Tebaldo!

—Su intención no era matar al señor Tebaldo, excelencia.

—¿Así que un hombre ha ido a la biblioteca para matarme? —El duque se inclinó. La duquesa lo imitó involuntariamente y ambos miraron fijamente a Segismundo.

—En efecto. Sabía que ibais a ir y que estaríais a solas, porque al señor Tebaldo le disgusta tener compañía.

—Pero el motivo de mi visita era ver un manuscrito. ¿Quién podía estar enterado de eso?

—Precisamente el hombre que iba a traer el manuscrito.

Hipólito lo miró como si no entendiera nada. Fue Violante quien habló primero, y lo hizo con voz airada.

—¿Estáis acusando a mi primo?

Segismundo hizo una reverencia y alzó las manos en señal de disculpa.

—Nada más lejos de mi intención, excelencia. El señor Tebaldo no podía ni imaginar que el hombre que había traído el manuscrito que su excelencia iba a ver esa un asesino a suelto.

—Y vos ¿cómo vos lo habéis averiguado?

—He sabido de qué manuscrito se trataba cuando el señor Tebaldo me ha hablado de él.

—¿Ya lo habíais visto? Según tengo entendido, el enviado lo consiguió en Alemania.

—En el monasterio de Lübeck, para ser exactos. No lo he visto, excelencia. El príncipe Gioffré, abad de Borgo, me habló de él la semana pasada y me dijo que fue hallado en ese monasterio. Se trata del único Quintiliano completo que se conoce.

Los ambarinos ojos del duque y los azules de su esposa continuaron fijos en el hombre que tenían delante.

—Sigo sin ver qué os hizo pensar que yo podía correr peligro.

—Ese manuscrito, excelencia, que, como os he dicho, es el único Quintiliano completo que se conoce, fue comprado al monasterio de Lübeck hace unos meses. —¿Y?

—La persona que lo encontró se lo llevó al duque Vincenzo, quien lo compró para incluirlo en su colección de Venosta. Por lo que me dijo el príncipe Gioffré, el duque pagó por él varios miles de ducados. Evidentemente, debió de pensar que merecía la pena comprarlo por ese precio si podía servirle como señuelo para acabar con vos.