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«Sería capaz de matar a alguien por ellos»

—Claro, el hecho de que viniera por el arroyo es un dato importante; sin embargo, no sabéis ni quién es ni de dónde vino, ¿cierto? —Benno estaba dando patadas distraídamente al barro que había cerca del agua y arrancando de la tierra guijarros que acababan cayendo al agua y rodando hasta el fondo del lago. Un pájaro revoloteó sobre su cabeza a la espera de que hiciera algo más constructivo, como por ejemplo sacar un pez. Segismundo estaba tumbado en la hierba con sus largas piernas estiradas, relajándose con la contemplación de la pequeña isla desde la que habían sido lanzados los espléndidos fuegos artificiales.

—Tampoco sabemos adónde se fue. Ahora podría estar a kilómetros de distancia —comentó haciendo una señal con la cabeza hacia el punto por el que aparecía el arroyo— o a la vuelta de la esquina.

Benno miró con inquietud el sauce que colgaba sobre la curva por la que se perdía de vista el arroyo.

—¿Estáis seguro de que fue él quien la estranguló? ¿Y si hubiera entrado otra persona en el pabellón antes de que la encontraran? Además, no podemos olvidarnos de la señora Zima. No creo que le hiciera mucha gracia que la princesa le quitara las pulseras y las tirara. ¿No cabe la posibilidad de que la ahogase en un arrebato de ira?

—Mmm. Como dice el abad, ¿quién puede estar seguro de nada en este mundo? ¿Piensas que tal vez alguna otra dama pasó por el pabellón ayer noche?

Benno se rascó la cabeza y empujó un guijarro con la desgastada punta de su bola.

—¿Alguna otra dama? No sé cuál podría ser. Bueno, está la señora Leonora, que fue quien la encontró —dijo al tiempo que daba una patada al guijarro y éste caía al agua con un agradable chapoteo—, aunque no tuvo tiempo de hacerlo, ¿verdad? Dicen que regresó inmediatamente para informarle a la duquesa de lo que pasaba.

—¿Cuánto se tarda en estrangular a una muchacha dormida? ¿Lo mismo que en tratar de despertarla? Por otra parte, ¿sabemos cuándo la estrangularon?

Benno se puso en cuclillas al lado del arroyo, metió una mano en el agua y empezó a moverla para ver cómo le cambiaban de forma los dedos. Biondello dejó de corretear alegremente entre los arbustos y fue a ver qué miraba su señor.

—¿Queréis decir que cuando la niñera la encontró dormida es posible que ya estuviese muerta?

—Ya has oído lo que ha dicho. Ni siquiera intentó despertarla. En la oscuridad, con todo ese pelo sobre la cara y el collar de perlas, nadie se daría cuenta de que la habían estrangulado. —Segismundo había cogido una ramita de lavanda durante el paseo por los jardines y ahora la sostenía debajo de la nariz para olerla, mientras mantenía los ojos cerrados a la luz del sol—. Todo lo que sabemos es que alguien echó un somnífero en la copa de vino que acabó bebiéndose y que poco después, cuando ya no podía ofrecer resistencia, la estranguló con un pañuelo. Quizá sea la misma persona quien hizo las dos cosas.

Benno miró fijamente el agua que corría por delante de él en dirección al lago.

—¿Y si no fue la misma persona…? En tal caso, si el asesino subió por esta cuesta, tendría que saber de antemano que la princesa había tomado un somnífero, ¿no es así? Es decir, estaría confabulado con la persona que se lo dio.

Segismundo profirió un murmullo de satisfacción.

—¡Exacto, Benno! Ahora dime: ¿cómo se enteró esa persona de que la princesa iba a estar en el pabellón? ¿Cómo averiguó que había el somnífero, se había quedado dormida y había llegado el momento de subir?

Benno estaba mirando ahora la isla y lamentándose por no haber podido ver los fuegos artificiales en el momento de mayor esplendor.

—¿Os acordáis de cuándo comenzaron los fuegos artificiales? ¿No fue cuando levantaron la lámpara? Esta mañana se ha comentado que los encargados pensaron que ésa era la señal. ¿No es posible que el estrangulador estuviera esperando una señal parecida, aunque diferente para que no coincidiera con la de los fuegos artificiales?

Segismundo abrió los ojos, cuyas largas pestañas lo protegían del sol.

—Se te empieza a notar la inteligencia, Benno —dijo—. No dejes de poner esa cara de pasmado porque, de lo contrario, alguien acabará por abrirte el cráneo para ver si tienes cerebro. —Estrujó la ramita de lavanda y la tiró al suelo—. Tienes razón. Ahora debemos averiguar quién hizo la señal y quién contrató al asesino.

Benno estaba dejando caer ramas en el agua para ver cómo se las llevaba la corriente y acababan enganchadas en las piedras o desapareciendo de vista. Biondello le llevó la ramita de lavanda y él la arrojó al arroyo. La ramita fue arrastrada por el curso del agua, giró una o dos veces, pasó por encima de una piedra de gran tamaño y quedó atrapada en un pequeño remolino en el que permaneció dando vueltas mientras otras ramas pasaban a su lado balanceándose. «Igual que nosotros —pensó—. No conseguimos avanzar».

—Bueno —dijo lentamente—, el problema es averiguar quién quería quitarla de en medio. Al principio pensé: «No es posible que alguien quiera acabar con ella. Sólo tiene quince años». Pero, claro, luego se ha demostrado que la niñera no le tenía mucho aprecio, ¿verdad? Parece como si la princesa quisiera apartarla de la duquesa, que era para quien realmente trabajaba de niñera…, para sus hijos, quiero decir, y se pasara el día pidiéndole cosas.

—Una persona puede haberse hecho varios enemigos antes de llegar a los quince años. —La voz de Segismundo había adquirido un tono inesperadamente evocador. Benno se volvió para mirarlo, trató de imaginar a su señor con quince años y, al ver que no podía, se limitó a pensar en la posibilidad de que ya en aquel entonces existieran los enemigos.

—Digamos que dos de sus enemigos querían que muriese y el tercero sencillamente que se pusiera enferma…

Biondello se había alejado de la orilla para ladrar a un matorral que parecía haberlo puesto nervioso. Benno se sorprendió, pues rara vez hacía algún ruido que pudiera convertirlo en el centro de atención. Gracias a su natural sentido de la prudencia, a Biondello no se le escapaba que la mayoría de las personas y animales no podía considerarlo amenazador. La sorpresa de Benno disminuyó cuando oyó a Segismundo gritar:

—¡Poggio! Sal a ver a tus viejos amigos. —El matorral dejó paso de mala gana a la persona que había estado escondida detrás de él.

Benno reconoció a Poggio de inmediato. Se habían conocido en Rocca, su pueblo natal, en una ocasión en que Poggio temía por su vida y se había esforzado por causarle una buena impresión a Segismundo. No parecía haber cambiado mucho. Seguramente Biondello se habría atrevido a ladrarle al ver lo pequeño que era. Poggio era un enano; y un bufón, de oficio y por naturaleza. A la vista de su rostro, grande e inteligente, sus brillantes ojos y el gesto risueño de sus labios, difícilmente podría decirse que se tratara de una persona recelosa y, sin embargo, la sonrisa y la reverencia que les dedicó al acercarse no fueron en absoluto una expresión de alegría.

—No quería interrumpiros, señores. Pensaba que estaríais ocupados intentando solucionar el problema.

Segismundo dio unas palmaditas en el suelo para animarlo a acercarse.

—Y no te has equivocado, Poggio. Te agradezco que hayas venido a ayudarnos. Como ya sabes de qué estábamos hablando —prosiguió afablemente mientras Poggio bajaba por la cuesta para sentarse a su lado—, no será necesario que te lo contemos. Todo lo que tienes que hacer es darnos tu opinión.

—¿Sobre qué? —Poggio fijó la vista en el arroyo sin detener la mirada en los ojos de Segismundo—. Mi opinión no puede ser de mucha utilidad. Yo estaba lejos del pabellón.

—Eso es lo que todo el mundo afirma…, al principio —dijo Segismundo con una enorme calidez al tiempo que le daba una palmada en el hombro que a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio y caer pendiente abajo. Benno, que estaba mirándolo, pensó que Poggio podría haber subido inadvertidamente del arroyo a la pendiente sin ningún problema; y en lo referente al estrangulamiento, tenía manos fuertes. Sin embargo, ¿qué motivo podría haberle llevado a hacerlo? Habría que esperar a que Segismundo lo averiguase—. ¿Le parecías gracioso a la princesa Ariana?

Poggio torció el gesto. La pregunta lo había afectado profundamente.

—¿Gracioso? ¿A qué os referís: a si se reía de mis chistes o a si se reía de mí? Pues bien, os lo diré: ni una cosa ni la otra. Era ella quien contaba los chistes. Para ella yo era una gárgola andante, una equivocación de Dios… Cada vez que entraba en su habitación, se desternillaba de risa; luego me pedía que me fuese y que volviera a entrar. Y vuelta a empezar. Me hacía bailar para ella. Era una muchacha con un gran sentido del humor. —Poggio hizo una mueca—. ¿Que si quería que le contara un chiste? ¡Ni hablar! «¿Algún comentario ingenioso de los que le gustan a su excelencia?». Ni me escuchaba. Y si lo hubiera hecho, no los habría entendido. Claro, claro que le parecía gracioso.

—Tampoco sería para tanto, ¿no? Al fin y al cabo, has venido aquí con el séquito de su excelencia. Sólo habrías tenido que aguantarla una semana más.

Poggio levantó los dedos del pie en el interior de sus zapatos de cuero rojo terminados en punta y se quedó con la vista fija en éstos. Quizá estuviera pensando en el poquísimo tiempo que había tenido que soportar a la señora Ariana. Finalmente suspiró.

—Ahí estaba el problema. La princesa le dijo a su excelencia que se moriría de aburrimiento si se quedaba aquí sin nada de que reírse y le preguntó si podía quedarse conmigo. —De pronto, lanzó una mirada risueña a Segismundo y añadió—: Aunque con su marido uno esperaría que, bueno…, —Poggio carraspeó y puso cara de fingida seriedad.

—¿Y qué le contestó su excelencia? —le preguntó Segismundo sin abandonar el tono afable.

—Oh, ya conocéis a la duquesa. No le gustó la idea. Soy de su propiedad —dijo Poggio con satisfacción—, y ella no tiene ningún deseo de deshacerse de mí, ni siquiera con la excusa de la boda de su hijastra. A la princesa, como podéis imaginaros, ya le habían hecho miles de regalos. Tuvieron una buena discusión.

—¿No se llevaban bien?

Poggio puso los ojos en blanco.

—La pregunta correcta sería: ¿había alguien que se llevara bien con ella? Cuando el duque Hipólito mandó que la sacaran del colegio de monjas y comenzó las negociaciones para la boda, la princesa se convirtió en una carga para todos los que vivíamos en la corte. Estoy convencido de que cuando se fue de allí las monjas debieron de entonar un Deo gratias. Su padre no fue el único que se alegró de que se fuera cuando salimos para Borgo. —Poggio movió los dedos del pie, que se convirtieron de inmediato en el centro de atención de Biondello. A lo lejos se oía el intermitente sonido de unas tijeras: por muchas princesas que murieran en el pabellón, no se podía descuidar el laberinto de setos de lavanda, mirto y boj que había en el jardín.

—Podríais haber metido a la niñera en un lío —dijo con tono despreocupado. Como si de un niño se tratara, había cogido una brizna de hierba y estaba sujetándola entre los pulgares para hacer un pito.

Poggio se había quedado extrañado.

—¿La niñera? Yo no me meto en los asuntos de la niñera. ¿Por qué pensáis que lo haría? Esa mujer me cortaría la cabeza si pudiera.

—Me refiero a la ruda. A la ruda que pusiste en el preparado que le dejó a la princesa en la mesa del pabellón. Podrían haberle echado la culpa de eso.

Poggio alzó los brazos y, si Segismundo no llega a cogerlo por el cinturón, habría caído por la pendiente. Cuando hubo recuperado el equilibrio, miró con gesto ceñudo alrededor para ver si a alguien le había parecido gracioso el percance que acababa de sufrir, pero Benno estaba distraído, sencillamente, y Segismundo no parecía haberle dado importancia.

—Fui un imprudente. Sólo me asomé. Como no se oía ningún ruido, me pregunté si la princesa se habría levantado y se habría ido. Siempre quería saber dónde estaba para mantenerme alejado de ella. Pues bien, estaba dormida —se volvió agarrándose a una mata de hierba y miró la espaldera y la bóveda del pabellón, que se erguía encima de ellos—, tumbada en ese sillón de ahí. Sobre la mesa había unas copas; una de ellas contenía una pócima. Entré sigilosamente —Benno imaginó a Poggio entrando de rodillas—, lo olí y pensé: «Seguro que si le echo un poco de ruda aquí no lo nota». La idea me vino a la cabeza enseguida, —dijo señalando el paisaje que los rodeaba—: hay ruda por todas partes y esta clase de trastadas son habituales en la corte. Una vez me destrocé el estómago vomitando un preparado de vino y leche. —El recuerdo obligó a Poggio a hacer una mueca—. Así que fue fácil: salí un momento, cogí unas hojas de ruda, las desmenucé y las metí en la maloliente pócima que había en la mesa. Si le supo peor de lo habitual, seguro que pensó que sería el doble de eficaz. Confiaba en la niñera; para ella era insustituible.

Segismundo sopló sobre la brizna de hierba y se oyó un ruidillo como el que produciría un mosquito al quejarse.

—¿Y cómo pensaba arreglárselas la princesa cuando la niñera volviera a la corte con su excelencia?

—¿Quién os ha dicho que iba a volver a la corte? Seguro que la princesa recurrió a sus mañas de siempre para que la niñera se quedara aquí como regalo de bodas. «Pide y se te dará», esa era su técnica. Reaccionaba como una bruja cuando no se cumplían sus deseos; así conseguía lo que quería. —Poggio ahuyentó de su cara una abeja impertinente—. Las monjas no consiguieron enseñarle el significado de la palabra codicia. Ni el de gula. Casi siempre comía en exceso, supongo que porque en el convento no le habrían dado muy bien de comer. En la corte le tenía sin cuidado su peso; además, no tardó en enterarse de que la niñera podía arreglarle los problemas de estómago con facilidad. Luego había ocasiones en que se ponía como loca y se ponía a bailar, juguetear y gastar bromas, y la niñera también tenía que prepararle un remedio para eso. —El bufón se inclinó, apoyó las manos en las rodillas y miró a Segismundo de soslayo—. He oído decir que anoche tomó un somnífero. ¿Se lo dio la niñera?

—Ella dice que no.

—Si estaba dormida cuando la niñera volvió con el digestivo… —Poggio juntó los puños bajo la barbilla, los separó vigorosamente moviéndolos hacia las orejas y sonrió—. Si dejó el preparado y la princesa no lo bebió, ¿quién podría sospechar de ella?

—¿Crees que la niñera sería capaz de hacerlo para impedir que la dejaran aquí? Me parece una medida un tanto desesperada, Poggio.

—Incluso vos os desesperaríais si supieseis que ibais a estar sometido a la voluntad de la señora Ariana. Además, no hay que olvidar que la niñera tiene a sus queridos niños en Altamura.

—¿Tiene hijos?

—Sus hijos son los de su excelencia. Los adora. Son sus niñitos, sus criaturas… Sería capaz de matar por ellos. Os lo aseguro.

—¿Y lo único que querías era que la princesa se pusiera enferma?

La boca de Poggio estaba hecha para reír e, inevitablemente, se dibujó en ella una sonrisa.

—¡Imaginaos que vomita encima del príncipe! ¡Habría sido la monda! —exclamó dándose una palmada en el muslo. Biondello, desprevenido, empezó a ladrar; al oírlo, Benno se alarmó y pensó: «Espero que no coja la costumbre a hacer esta clase de cosas. No puedo ir por ahí con una camisa que le ladra a la gente. Me echarían de todas partes con más rapidez de lo habitual. Los enanos de aspecto amenazador no le sientan nada bien a este perro».

—¡Señor Segismundo! Por fin os encuentro. —Detrás del pequeño muro que se alzaba en lo alto de la pendiente había un paje, jadeante y con cara de preocupación, y vestido con la librea del príncipe—. Su alteza desea veros ahora mismo.

No había que tener mucha imaginación para adivinar por qué. Mientras Poggio se perdía entre los matorrales, Benno siguió a Segismundo y se preguntó qué diría su señor cuando el príncipe le preguntara si había encontrado al asesino de su esposa. Vaya malcriada. Si la princesa no hubiera muerto y hubiese seguido comportándose de la manera que la niñera y Poggio habían descrito, al príncipe tal vez no le habría quedado otro remedio que contratar a un asesino.

¿Y si hubiera sido eso precisamente lo que había hecho?