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La promesa

—Vincenzo… —El duque estaba tan sorprendido que pronunció el nombre del duque sin emoción alguna—. Entonces me ha enviado el Quintiliano en manos de un asesino.

—Sus espías deben de haberle dicho que tenéis costumbre de visitar la biblioteca a solas y examinar todos los manuscritos de interés que el señor Tebaldo considera que debéis comprar. Éste en concreto requeriría la clase de desembolso para el que sería necesario la autorización de vuestra excelencia.

—¡Sus espías! Me gustaría saber… ¿Qué ha ocurrido con el asesino? —Los ojos de Violante relampaguearon de la emoción—. ¿Está muerto? ¿Lo habéis matado en la biblioteca?

Segismundo puso gesto sombrío.

—No, excelencia. Ha aprovechado el toque a rebato para escapar. Tiene que estar en la ciudad en estos momentos.

Hipólito golpeó con las manos las rugientes cabezas de león labradas en los brazos de su trono.

—No podrá salir entonces. Las puertas cierran siempre que la campana toca a rebato. Lo buscaremos en todas y cada una de las casas. No dejaremos ni un solo edificio sin registrar. Mi alguacil lo encontrará. Oh, Vincenzo me las pagará por esto.

El duque se volvió en busca de un rostro familiar, el rostro de alguien de cuyos consejos siempre se había fiado, y, al recordar lo ocurrido, torció el gesto. Bonifacio Valori estaba bajo arresto domiciliario a causa de su hijo. Hipólito sintió su ausencia en lo más hondo. Aunque disponía de más consejeros, llevaba demasiado tiempo dependiendo de la sabiduría, prudencia, astucia y experiencia de aquel hombre como para recurrir a ellos. No le cabía en la cabeza que estuviera implicado en el intento de asesinato: Valori siempre había sido fuerte como una roca.

Venosta… El duque concentró su atención en el problema más acuciante que tenía entre manos. ¿Dónde podría encontrar un condottiero que luchase por él si se declaraba la guerra con Venosta?

—Excelencia, si me permitís haceros una sugerencia…

El duque volvió a mirar a Segismundo. Aquel hombre también era fuerte como una roca. Las olas más tempestuosas habían roto sobre él y no le habían dejado marca alguna, pensó Hipólito olvidándose por un instante del informe que le había dado el maestro Valentino sobre las heridas que había sufrido Segismundo y las vendas que ahora ocultaba su jubón. Aquel hombre había salvado a Violante de correr una suerte en la que no quería ni pensar.

—Segismundo, podéis hacer las sugerencias que deseéis.

—No le hagáis saber al duque Vincenzo que estáis al corriente de su enemistad. Comunicadle únicamente que queréis compartir con él la alegría que sentís por haber salido ileso del intento de asesinato de que habéis sida objeto en la iglesia. —En su voz había un leve tono humorístico. Violante se puso a reír y a dar palmas por primera vez en muchos días.

—¡Claro! No se enterará de que lo sabemos hasta que nos hayamos vengado de él. Lo planearemos de tal forma que…

—¿Y el asesinato de mi hija, Ariana…, ha sido también obra de Vincenzo?

Segismundo se puso serio.

—Eso creo, excelencia. El hombre con el que me peleé en Borgo era el mismo que ha venido hoy a la biblioteca.

—Pero ¿por qué? No he causado ningún perjuicio a Vincenzo, y si lo moviera la ambición ahora estaría con un ejército ante las puertas de la ciudad a la espera de recibir la noticia de mi muerte. —Hipólito golpeó nuevamente los brazos de su trono—. ¡Cómo es posible! ¡Pagar a alguien para que mate a mi pobre hija e intente asesinarme no es más que pura perversión!

—Y para que informe a Rodrigo Salazzo de que vuestra excelencia la duquesa iba a pasar cerca de su guarida. Seguro que fue él quien se lo hizo saber, probablemente en cuanto se enteró de la destrucción de su fuerte.

De pronto, Violante se acordó de aquel episodio y se echó a reír. Todavía estaba alterada por la salvación de su marido. Él, sin embargo, tenía el semblante sombrío.

—Mi hija murió antes de que ocurriera eso. No tenía motivos para matarla.

Segismundo se encogió de hombros de manera un tanto ambigua.

—La maldad de algunos hombres es innata. No es difícil conseguir que saquen lo peor que llevan dentro. Vuestra excelencia no debe olvidar que el duque Vincenzo propuso la mano de su hija al príncipe Galeotto y que éste la rechazó porque prefería a vuestra hija Ariana.

—¿Y porqué no se ha vengado en el príncipe Galeotto en lugar de hacerlo en mi hija?

—Mmm… Tal vez le repugne la idea de que Borgo se alíe con Venosta cuando su deseo es que lo haga con Altamura. Además, tengo para mí que su intención era destruir de forma irremediable cualquier posibilidad de nuevas alianzas con Altamura. La señora Leonora, que trabajaba para Ventosa no sólo, se ocupó de que la princesa tomara el somnífero y de que el asesino se enterase de cuándo iba a tener efecto, sino de que, encima, pareciera que el autor del crimen había sido el príncipe.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo hizo eso? No nos habéis contado nada de eso. —El ceño que torcía el hermoso rostro de Hipólito era cada vez más profundo.

—Robando los botones de su manga…, algo que no le resultaría difícil de hacer, al abrazarlo, por ejemplo, y luego, cuando la princesa se quedó dormida, enganchándolos en sus pulseras, de forma que pareciera que los había perdido durante el forcejeo.

—Las mismas pulseras que el príncipe regaló a la señora Zima… —Por su tono de voz, era evidente cómo habría reaccionado Violante a tamaño insulto.

Su marido la cogió de la mano automáticamente, como si quisiera tranquilizarla, y preguntó:

—¿Existe alguna relación entre todo esto que nos contáis y los jóvenes traidores que me han atacado en la iglesia?

El murmullo que profirió Segismundo sonó casi a disculpa.

—Creo, excelencia, que el duque Vincenzo, que seguramente contará con que Pirro, el hombre con quien me he enfrentado en la biblioteca, haya logrado resolver ya este asunto, no sabe ni siquiera quiénes son. Ningún príncipe tiene necesidad de ir muy lejos para topar con un traidor, excelencia, y los jóvenes siempre han tenido poca cabeza. Vuestro comisario ha ordenado que arresten a su maestro. No hay que descartar la posibilidad de que estuviera trabajando a sueldo de Vincenzo.

El ceño de Hipólito era ahora realmente amenazador.

—Todos serán interrogados. Acabaremos averiguando la verdad. —El duque guardó silencio y se halló a sí mismo buscando nuevamente un rostro familiar y un consejo esclarecedor. Entonces, con un repentino gesto de pesar, preguntó—: ¿Cómo es posible que Valori me haya traicionado? Fue él quien me ayudó a sofocar el peligrosísimo levantamiento que sufrimos cuando murió mi padre. Si hay alguien a quien considero leal, ése es él.

—Y probablemente lo sea —dijo Segismundo con calma y convicción—. A pesar de las apariencias, es posible que ni él ni su hijo estén implicados en el intento de asesinato. Permitidme que os ruegue que no os apresuréis en juzgarlo y que ordenéis que todos los detenidos permanezcan en la cárcel sin ser interrogados hasta que el tiempo nos revele más información. La experiencia me ha enseñado que a menudo las personas, al ver que uno no hace nada, acaban haciendo algo que pone todo al descubierto. El gato que aguarda a la entrada de la ratonera siempre consigue capturar al ratón. —Segismundo los miró inexpresivamente. El aire de elegancia que le conferían su cabeza rapada y el brillante cuero negro de su traje hacían que se pareciese al gato paciente que acababa de describir, hasta el punto de que los duques no tuvieron más remedio que sonreír.

—Así será. Mis verdugos pueden esperar. Sus instrumentos no se oxidarán. —Hipólito guardó silencio por un momento y luego dijo—: Me aconsejáis prudencia y calma. No voy a responder a Venosta, ni voy a castigar a quienes han tratado de asesinarme. De acuerdo. Sin embargo, ¿qué conseguimos al volver la otra mejilla de manera tan cristiana? ¿Que el asesino que se os ha escapado regrese para entregarse?

Aunque Hipólito vio que los oscuros ojos de Segismundo lanzaban un destello (¿de enojo tal vez?), el tono de voz que éste respondió fue totalmente inexpresivo.

—Eso es algo, excelencia, que os pido que dejéis en mis manos. Os prometo que antes de que vuelvan a abrirse las puertas de la ciudad, o yo o Pirro estaremos muertos.