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Una petición de mano
El duque Grifone había sobrevivido en su puesto gracias a la rapidez de sus reacciones. Levantó una mano para detener la ejecución a fin de oír mejor y, dejando a Giacomo desplomado sobre la columna, exclamó:
—Que se acerque.
Al oír aquellas palabras, el mayordomo se retiró y el alguacil tuvo que renunciar a su deseo de abalanzarse sobre los recién llegados. Segismundo acompañó a la litera hasta el estrado. Curiosamente, Minerva y la princesa habían hecho el mismo gesto al ver la procesión: ambas habían juntado las manos y se las habían llevado a la boca. Cabría suponer, por tanto, que las dos tuvieran los mismos sentimientos, los cuales, en el caso de Minerva, eran tanto de alegría como de sorpresa.
Segismundo ordenó a los sirvientes que dejaran la litera en posición longitudinal con respecto al estrado de manera que el duque Grifone pudiera ver al hombre que yacía en su interior; él, mientras tanto, se hizo a un lado y se inclinó en una profunda reverencia. El duque, ante el inexplicable hecho de que le trajeran a un moribundo de postre, se olvidó de Mirandola e, inclinándose, preguntó:
—¿Quién es este hombre? ¿Por qué lo habéis traído? —El duque estaba empezando a creer que el hombre de Rocca, con quien ya había contraído una gran deuda, tenía tantas sorpresas por revelar como un conspirador. ¿Le habría traído a otro asesino frustrado del leal Petrucci? Por el color de su semblante no parecía que aquel hombre fuera a vivir el tiempo necesario para que lo castigaran.
—Excelencia, este hombre es el capitán de la guardia de su difunta eminencia. Tiene algo que confesaros.
Astorre notó a su lado un repentino revuelo de seda. La princesa se disponía a hablar.
—Este hombre tiene fiebre. No deberían haberlo traído. No está en condiciones de…
—Silencio. —El duque acababa de hacerle el segundo desaire a una mujer que consideraba demasiado aficionada a entrometerse en sus asuntos—. Dejad que hable si puede. Lo escucharemos.
En la sala no se oía ningún ruido excepto el chisporroteo de las antorchas. El hombre se esforzó por hablar. Segismundo se arrodilló para ayudarlo a incorporarse apoyándolo sobre su fuerte brazo. Las palabras salieron de su boca como si no consiguiera reunir la energía necesaria para articularlas.
—Su eminencia… me dio órdenes… de ayudar al príncipe Livio.
—¡Al príncipe Livio! —El duque se había puesto en pie, había bajado del estrado y se había inclinado sobre el hombre—. ¿Petrucci os dijo que lo ayudarais a luchar contra mí?
Detrás de él se encontraba la princesa, de pie, con la cara blanca y los ojos desorbitados, la encarnación del escándalo y la rabia. Benno, que se las había apañado para formar parte de la procesión ocupándose de llevar la capa de Segismundo y siguiendo a la litera de cerca, se preguntó si la princesa se arrojaría sobre el capitán y lo estrangularía con sus propias manos. A la vista del estado en que éste se encontraba y del enorme anillo que ella llevaba (con el que bien podría atravesarle la yugular), el capitán no tendría muchas oportunidades de volver a difamar a su querido hermano. El duque ya lo tenía en sus manos y estaba intentando arrancarle más palabras.
—¿Petrucci? ¿Conspiró con Livio contra mí? ¿Lo juráis por vuestra esperanza de salvación? —El duque miró alrededor, vio al obispo, retrocedió hasta el estrado, cogió la cruz pectoral de amatista y oro que el clérigo llevaba colgada de una cadena y tiró arrastrando con ella a su portador, hasta llegar al hombre de la litera. Si Segismundo no hubiera tenido una mano libre con la que ayudarlo, el obispo habría tropezado en el escalón—. Jurad.
El obispo se vio obligado a inclinarse sobre el capitán cuanto éste se encontró con la cruz sobre los labios. La preocupación eclesiástica que reflejaba su cara y la capa de damasco púrpura que llevaba parecieron dar un soplo de vida al militar. Las palabras que pronunció a continuación sonaron más claras.
—Por la esperanza que tengo en la salvación eterna, juro que lo que he dicho es cierto.
Un aullido sirvió de colofón al testimonio. La princesa echó a andar, abandonó apresuradamente el estrado y, apartando al obispo para hincarle al capitán el dedo repetidas veces en el costado, exclamó:
—¡Mentiroso! ¡Perjuro! ¡Mi hermano jamás fue un traidor! ¡Jamás! ¡Matadlo por sus mentiras!
Por toda respuesta, y sin siquiera mirarla, el duque lanzó el brazo hacia atrás, golpeándola en el abdomen y haciéndole perder el equilibrio. Benno pensó que se iba a caer, pero Astorre se lanzó hacia adelante en el momento en que la princesa daba con el talón contra el escalón del estrado y la ayudó a sentarse en una silla. Allí se quedó, con la mirada fija en el capitán, como si, a pesar de la distancia que los separaba, pudiera abrasarlo y matarlo con los ojos.
El obispo, una vez que hubo dejado su cruz en manos del duque, tomó sorprendentemente la decisión de intervenir. Mientras le hablaba en voz baja al duque, requirió la presencia del capellán, que se encontraba entre los expectantes comensales, levantando la mirada y haciéndole una señal con el dedo, y a continuación indicó a los portadores de la litera que fueran a la habitación contigua, la sala de audiencias. Mientras el capellán se marchaba en busca de la estola y lo santos óleos del obispo, éste siguió a la litera con aire solemne. Benno se preguntó por qué el duque no le habría ordenado que dejara al traidor sin absolución.
El duque regresó lentamente a su sillón, que se encontraba bajo el baldaquino de brocado negro adornado con dos grifos de plata, se sentó y miró a Segismundo fijamente con gesto casi acusador. La sala se había llenado de los irreprimibles susurros que producían al cuchichear los asombrados invitados. ¿Era el gran cardenal, el leal consejero, el amigo asesinado del duque, cuya muerte estaba siendo vengada sin ninguna muestra de piedad, un traidor? ¿Había estado confabulado con el príncipe Livio, quien ese mismo día había intentado matar a su duque y arrebatarle su poder? Aquello era difícil de aceptar; lo cambiaba todo; arrojaba una nueva y reveladora luz sobre el conjunto de acontecimientos que habían tenido lugar hasta ese momento. No era de extrañar que la enlutada princesa se hubiera quedado inmóvil, destrozada, incrédula ante la traición de su hermano.
—¿Cómo habéis averiguado esto? —El tono de voz del duque era mesurado, tranquilo, el propio de un soberano que tiene derecho a saber. Segismundo, por su parte, se mostró respetuoso pero confiado, como un hombre que está en posesión de la verdad pero no busca alabanzas.
—Lo he visto esta mañana arremeter deliberadamente contra uno de los hombres de vuestra excelencia antes de atacarlo yo.
—Pero yo he visto con mis propios ojos cómo sus hombres atacaban a los de Livio.
—Lo han hecho después de que vos matarais al príncipe, excelencia. Sólo un estúpido pelea por un hombre muerto. —El murmullo de desaprobación de Segismundo provocó una risilla liberadora de tensión entre los comensales, la cual, sin embargo, no tardó en desaparecer cuando se vio que el duque mantenía su expresión de severidad.
—Y sólo un estúpido le obedece. ¿Por qué ha seguido el capitán obedeciendo sus órdenes? Petrucci murió anoche.
La lógica del comentario pareció quedar refrendada por la sorda exclamación que profirió la princesa. El ciego harapiento seguía a la derecha del duque, escuchando con sosegada atención.
Segismundo inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo con el razonamiento del duque.
—Su eminencia murió, excelencia, pero sus órdenes han seguido cumpliéndose. —Segismundo guardó silencio. El duque giró en su silla para seguir la dirección de sus oscuros ojos—. El capitán me ha informado que la princesa Corio le ha dicho esta mañana que había que seguir adelante con todo tal como su hermano lo había planeado, y que el príncipe Livio y ella misma lo recompensarían cumplidamente por sus servicios.
La princesa había vuelto a ponerse de pie. Estaba retorciéndose la falda con las manos y, más que hablar, parecía escupir.
—¡Mentira! ¡Mentira! Excelencia, este hombre es un desconocido, un enviado de Rocca. Es él quien ha estado conspirando contra vos. Vuestra excelencia sabe que mi hermano os hizo un gran servicio. Este villano está tratando de conseguir que deis la espalda a aquellas personas que os son leales. ¿Por qué habríais de creerle?
—¿Por qué habría de creeros? —El duque transmitió la pregunta a Segismundo sin inmutarse.
—Por esto, excelencia. —Segismundo sacó de su jubón de cuero negro un rollo de pergamino aplastado que Benno, que seguía atento a todo, reconoció enseguida—. ¿Os importaría leerlo, excelencia? —preguntó al tiempo que avanzaba, ponía la carta fuera del alcance de la princesa, quien se había abalanzado sobre él a la desesperada, y la depositaba en la mano abierta del duque—. En esta carta encontraréis una petición de mano dirigida a la princesa.
El duque desenrolló el pergamino y lo leyó.
—¡Está firmado por el príncipe Livio!
—Vuestra excelencia comprenderá… —Segismundo cogió hábilmente a la princesa por las muñecas en el momento en que ésta intentaba arrebatarle la carta al duque de las manos—… Vuestra excelencia comprenderá ahora por qué la princesa tenía interés en que se siguieran cumpliendo las órdenes de su hermano. Si la conspiración hubiera tenido éxito, la princesa de Montenero habría pasado a ser la duquesa de Nemora.
Nada detuvo esta vez el rumor que se levantó en la sala. La princesa nunca había sido una figura muy popular en Colleverde y el hecho de ver cómo sus ambiciones se iban al traste en el preciso instante en que se revelaba la verdadera audacia de éstas no podía producir más que una intensa satisfacción. Se revolvió como una serpiente entre las manos de Segismundo y cuando se disponía a agacharse para clavar sus dientes en ellas, él la soltó inesperadamente y se apartó. Benno se preguntaría más tarde si su señor había adivinado lo que se proponía y la había soltado a propósito.
El duque ya había indicado a sus guardias que se acercaran, pero la princesa aprovechó la oportunidad que le quedaba antes de que pudieran cogerla. A Benno le pareció que repetía la acción que no había podido completar hacía un segundo, con la diferencia de que esta vez era su propia mano lo que buscaba. Sólo cuando la princesa echó hacia atrás la cabeza advirtió Benno que lo que había mordido no era su mano sino su anillo. Ya había oído hablar de anillos provistos de un depósito oculto lleno de veneno; ahora ya no le quedaba ninguna duda sobre su existencia. La princesa se llevó una mano a la garganta y luego al corazón, como si estuviera siguiendo el recorrido del tósigo, mientras sus ojos observaban algún terrible paisaje localizado en su mente en lugar del sitio en que se encontraba. Benno tuvo tiempo para pensar lo espantoso que era que muriera como su hermano, sin recibir la absolución. Se reuniría con él en el infierno, algo que sin duda complacería al duque. La princesa tuvo una convulsión y, más que caer, se derrumbó como si fuera una marioneta cuyos hilos hubieran sido cortados, formando un ovillo de seda negra a los pies del duque.