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Salsa para el banquete
El alguacil le había prometido al duque que tenía tres prisioneros. Sin embargo, cuando fue a sus dependencias para recogerlos y llevarlos al palacio a fin de interrogarlos (con la seguridad de que el hombre que trabajaba para la princesa Corio no se entrometería en aquella ocasión en su labor), se enteró muy a su pesar de que sólo le quedaban dos.
Stefano Delmonte no había amasado la fortuna que tenía a fuerza de estupideces, y aunque sabía que su hijo no había conseguido heredar su inteligencia, no veía razón por la que éste tuviera que languidecer en las mazmorras del alguacil sólo porque se sospechaba que estaba relacionado con el asesinato del cardenal Petrucci. En cuanto le comunicaron la noticia de que los asesinos no sólo habían sido capturados, sino que habían sido colgados del balcón del palacio, se dio prisa en llegar a las dependencias del alguacil y, al enterarse de que éste se encontraba en el palacio, persuadió al capitán de su guardia de que su superior aplaudiría la decisión de liberar a Tomaso.
El alguacil estaba orgulloso de su fama de incorruptible. El capitán de su guardia, en cambio, pensaba que era algo absolutamente correcto aceptar un regalito por realizar una acción tan venturosa como la que suponía reunir a un hijo con su padre.
Al abandonar la mazmorra donde había pasado la peor noche de su vida (pese a que la paja que le habían dado era limpia), Tomaso se había mostrado furioso con todo y con todos. Tras fulminar con la mirada a su padre y evitar sus abrazos, había salido huyendo rechazando de plano la idea de volver a casa al estilo del hijo pródigo y se había perdido entre la festiva muchedumbre que llenaba la plaza. Stefano Delmonte había vuelto a casa solo consolándose con la idea de que su hijo al menos estaba libre y de que, en caso de que tuviera que localizarlo, el muchacho andaría, sin duda, rondando la casa de aquella desgraciada cortesana.
Cuando el alguacil hubo acabado de censurar a su capitán, se puso a pensar de dónde podría sacar un tercer prisionero y se acordó del judío. Si bien era cierto que le habían dicho que el duque Grifone normalmente incumplía sus deberes como cristiano y se dedicaba a proteger a sus judíos, le resultaba difícil de creer que no le apeteciera mandar a la hoguera a un judío después de todo lo ocurrido, de la misma manera que uno encendería una vela ante un altar en acción de gracias por haber sido librado del mal. Ordenó a su capitán que fuera a buscar al judío en cuestión y lo condujera al palacio junto con Giacomo y Máximo, y a su verdugo que cogiera los instrumentos menos aparatosos que tuviese y lo acompañara. Si estos no servían, siempre podía improvisar. Además, se decía que al duque no solían faltarle las ideas.
Cuando el duque regresó al palacio del obispo no andaba tan carente de ideas como falto de fuerzas. Empezaba a entender por qué su médico había tratado de impedirle que montara a caballo y le había pedido encarecidamente que reposara. Había tenido que pagar un precio más elevado del previsto por tener la gentileza de ir al palacio Corio para luego acompañar a la princesa al palacio del obispo. Aunque no había perdido mucha sangre gracias al rápido tratamiento al que lo había sometido una vieja bruja a quien no debía olvidarse de recompensar, el sobresalto que supuso para él vencer a un enemigo totalmente inesperado y sobrevivir a una conspiración contra su vida comenzaba a hacer mella en su cuerpo. El duque se puso a darle vueltas a la idea de los estragos del tiempo; las heridas nunca lo habían afectado tanto como en aquella ocasión. En su interior empezaba a cobrar fuerza la impresión de que ya no era tan joven.
No estaba de humor como para soportar durante mucho tiempo a los prisioneros que el alguacil iba a traerle.
El obispo se había ofrecido a acogerlo en su palacio al informarle de la muerte del cardenal. A quien debería haber correspondido darle alojamiento a él y a su séquito y agasajar a todo el mundo después de la boda era a la princesa Corio, pero la muerte de su hermano lo había impedido. No obstante, al obispo no le hacía mucha gracia recibir al alguacil y a sus prisioneros y verdugos. Había tenido un día agotador: en primer lugar se había visto obligado a exorcizar una villa y una tumba que sin duda lo necesitaban; luego había tenido que regresar a Colleverde para dar la bienvenida al duque y se había encontrado con el violentísimo espectáculo que tenía lugar en su palacio (aún no había podido agradecer a los santos que hubieran tenido la merced de salvarlo de lo peor permitiendo que lo arrojaran al suelo repetidas veces durante la refriega); a continuación, se había dedicado a confesar y consolar a los moribundos como el hombre compasivo que era y ahora, cuando se disponía a decir sus oraciones y echar una cabezada para recuperar fuerzas, se enteraba de que el infatigable duque requería su presencia en el interrogatorio de los prisioneros. No le hacía ninguna ilusión, pues sabía que carecía del rigor que mostraba el duque con los malhechores. De todos modos, el diablo, cuyas obras habían sido espantosamente patentes, no había logrado salir victorioso. El obispo dio las gracias a Dios, Su Madre y santa Bernardina, cuyas reliquias (y el resto de los heterogéneos artículos que había traído el cardenal), sin lugar a dudas habían protegido al duque.
Con todo, cuando ocupó su lugar en la silla labrada que había al lado de la del duque y vio entrar a su presuntuoso alguacil, sintió un cierto pesar por la muerte del cardenal Petrucci. Aunque no le había resultado sencillo trabajar con él, el cardenal poseía toda la severidad que a él le faltaba y disfrutaba precisamente realizando aquella clase de tareas. Él se habría encargado de todo y habría mostrado la misma implacable simpatía al tratar con el duque, la princesa y los prisioneros. Él sólo habría tenido que sentarse cerca de él, decir que sí a todo y hacer girar los pulgares.
Claro que si el cardenal no hubiera muerto tal vez nada de aquello habría ocurrido. El duque no era la única persona que estaba segura de que el cardenal podría haber resuelto la situación en que había desembocado el intento de asesinato, aunque había de admitir que no sabía cómo lo habría hecho.
Benno y Segismundo llegaron en el preciso instante en que el alguacil, con gesto victorioso, mostraba el judío al duque.
—Excelencia, este desgraciado está sin duda confabulado con Satán en este asunto. ¿Acaso no ocurrió todo la víspera de su maldito sabbath?
El obispo hizo en aquel momento un ademán. Como estudioso sabía algo que probablemente los demás ignorasen: que el sabbath comenzaba al atardecer. Aquel dato, empero, sólo podía resultar contraproducente. Tal vez debiera decir simplemente que el judío no habría podido encender un fuego de ninguna manera durante aquellas horas, ni siquiera debajo de un cardenal. El duque interrumpió su indecisión.
—¿Es ésa la única prueba que tenéis, alguacil? ¿Vuestra convicción en su culpabilidad? ¿Estaba este hombre cerca del lugar de los hechos cuando se cometió el asesinato?
—Nadie lo vio allí, excelencia. —Para el alguacil aquello era una muestra de astucia más que una prueba de inocencia—. El cardenal le había dicho que iba a entregarle una gran suma de dinero. Es muy probable que fuera a recogerla.
—¿Y lo hizo?
«Imposible en sábado», pensó el obispo.
—No, excelencia. Según la información que me han dado, el muy villano se olvidó de cogerlo debido a las prisas con que salió huyendo.
El duque apoyó una mano sobre la herida, que había empezado a molestarle.
—¿Según la información que os han dado? ¿Quién os ha dado esa información?
—Yo, excelencia. Estaba presente. —Segismundo se acercó al duque e hizo una reverencia con aquella flexibilidad de espalda que tanto le había agradado a Petrucci—. La princesa Corio me pidió que me encargara de la investigación. —Hizo una nueva reverencia, esta vez en dirección a la figura de negro que estaba sentada en un nivel inferior al del duque.
Ella inclinó la cabeza para confirmar sus palabras.
—Este hombre prestó un gran servicio a su excelencia el señor de Rocca cuando murió su duquesa. Es cierto que sobre el escritorio de mi hermano había un cofre lleno de monedas de oro que no se encontraba allí antes. Mi hermano no me había dicho nada acerca de él y nunca me ocultaba nada —dijo en tono confiado y melancólico.
—¿Y tú, judío, qué tienes que decir?
El judío se encogió de hombros y extendió las manos. Acarreaba las cadenas que le habían puesto en las muñecas tan dignamente como llevaba la gruesa cadena de oro que adornaba su fina túnica de color canela.
—¿Qué puedo deciros, excelencia? No estaba allí. ¿Por qué habría de acabar con alguien que se había dignado a emplear mis servicios y arriesgarme a que mi gente y yo sufriéramos un terrible castigo?
El duque guardó silencio y lo miró fijamente mientras tomaba una decisión. Entonces le dijo al alguacil:
—Soltadlo. Lo que dice tiene sentido y… —Sin añadir lo que estaba pensando el obispo: «Ninguno lo que vos habéis dicho», agregó—: No hay pruebas en su contra. No permitiré que se persiga a ningún inocente en Nemora.
Al alguacil le resultaba incomprensible que un judío pudiera ser inocente, pero había que obedecer al duque. En cuanto se vio libre de las esposas, el judío hizo una reverencia y se marchó. Benno se preguntó qué habría ocurrido si el duque no le hubiera creído. Siempre había oído decir que cuando ocurría alguna desgracia casi era una costumbre mandar a la hoguera a los judíos, del mismo modo que un ama de casa quemaría un colchón infestado de pulgas para dar inicio a la limpieza de primavera.
—¿Y los demás sospechosos, alguacil? —Por el tono con que hizo la pregunta estaba claro que, por el bien del alguacil, el duque esperaba que valieran más la pena que el primero. Aquél, sin embargo, aunque estaba resentido por haber tenido que soltar al judío y no comprendía la manera que tenía el duque de interpretar las pruebas, estaba convencido del éxito de lo que ofrecería a continuación.
Giacomo fue conducido a rastras a la presencia del duque. Llevaba grillos y tenía aspecto de haber pasado la noche soportando las correrías de varias ratas sobre su cuerpo. Además, parecía estar asustado y confuso, lo que lo convertía en un excelente candidato para el balcón. El capitán de la guardia del alguacil dio un tirón a las cadenas que llevaba en las muñecas para obligarlo a que se pusiera de rodillas.
—Este villano, excelencia —dijo el alguacil—, ha confesado que estaba almacenando aceite y madera con la intención de quemar a su eminencia. Uno de los rebeldes que desafiaron a Su Excelencia el año pasado en San Sevino…
—Este hombre no estaba allí. —La afirmación de Segismundo, pese a la discreción con que la hizo, llegó a los oídos del duque, que se volvió hacia él y exclamó:
—¿Que no estaba allí? ¿Significa eso que no es uno de los rebeldes?
Segismundo negó con la cabeza y, mientras el alguacil trataba de interrumpirlo con gestos y palabras, dijo:
—Es un cantero, excelencia, y estaba fuera de casa cuando su familia huyó a la torre en busca de refugio…
—¡Donde su eminencia puso fin a su traición, excelencia! —El alguacil, a fuerza de ser estridente como un mosquito ante un abejorro, logró hacerse oír—. ¡Acabaron todos convertidos en cenizas!
Giacomo estaba contribuyendo a los sonidos de protesta golpeándose la cabeza contra el suelo de mármol y gruñendo. Una mirada del duque había acabado con cualquier esperanza de clemencia que pudiera abrigar en su alma, pese a lo cual no cejaba en sus gruñidos.
—Excelencia. —La oscura figura de Segismundo se perfiló sobre una de las grandes ventanas que daban al balcón. Sus anchas espaldas y su cabeza rasurada transmitían una impresión de poder que llevaron al duque a apartar la atención del balbuceante alguacil—. Este hombre no mató a su eminencia. Todo lo que puede probarse es que estaba almacenando madera y aceite con ese propósito, pero no que llegara a utilizarlos.
—¡Estaba en la calle! ¡En la calle a la que se sale por la puerta privada de su eminencia! ¡Lo vieron! —El alguacil jadeaba como si fuera un perro deseoso de recibir una recompensa por traer la presa a los pies de su amo—. Tenemos un testigo… —No acabó la frase. De pronto recordó que si el duque le pedía que trajese al testigo, se vería obligado a admitir que lo había perdido.
—¿Qué dices en tu defensa? —Hasta ese momento el duque había logrado contenerse, pero las exasperantes impertinencias y el plañidero tono de voz del alguacil, el dolor de su herida, el estúpido ruido que producía el cantero cada vez que se golpeaba la cabeza contra el suelo de mármol, e incluso el hecho de que la silenciosa atención que le prestaba el hombre de Rocca le parecía más una crítica que otra cosa, estaban sacándolo de quicio. Cualquier cosa podría hacer que estallase en uno de sus célebres arrebatos de ira.
—¿No has oído a su excelencia? —El capitán tiró nuevamente de las cadenas. El alguacil, por su parte, quiso recalcar la importancia de los buenos modales dándole una patada en las costillas. Giacomo, que ya no podía articular palabra, tuvo un acceso de tos, al que siguió una nueva serie de gemidos animales y una visible aceleración de los golpes que se propinaba en la cabeza. Segismundo, silueteado por la luz que entraba por la ventana, avanzó.
—Si vuestra excelencia me lo permite, le mostraré a este hombre la suerte que correrá si no habla —dijo señalando el balcón. «La misma que si habla», pensó Benno, quien se había situado detrás de dos miembros de la guardia del duque y presenciaba el interrogatorio por el hueco que los separaba. Los guardias, que no se habían dado cuenta de su presencia, se preguntaban cuándo se habría lavado su compañero por última vez (Bianca no se había preocupado de lavar la ropa de Benno).
El capitán obligó a Giacomo a ponerse de pie, Segismundo levantó las cadenas, lo cogió del hombro y lo condujo hasta la ventana, que un paje se ocupó de abrir. Giacomo salió al balcón propulsado por un empujón y forcejeando inútilmente, ya que pensaba que iban a arrojarlo al vacío en aquel mismo instante. Aunque el número de espectadores que aguardaban en la plaza había disminuido, la salida de los hombres al balcón dio lugar a una ovación de agradecimiento por la tardía reanudación del espectáculo.
La resonante voz de Segismundo penetró en la ofuscada mente de Giacomo.
—Fíjate bien. ¿Reconoces a alguien?
Giacomo no notó ninguna hostilidad en la actitud del hombre que lo tenía cogido, ni siquiera cuando le puso una mano en el cuello y lo obligó a mirar hacia abajo, por lo que hizo todo lo que pudo por satisfacer sus requerimientos. El maltrecho estado en que estaban los rostros de los hombres colgados no había mejorado con la macedonia que les había aplicado la muchedumbre; además, la expresión que lucían no era precisamente serena. Por otro lado, la posición en que se encontraban obligaba a asomar medio cuerpo para verlos bien. Aterrorizado, Giacomo consideró la posibilidad de que pronto lo forzaran a unirse a ellos, y a punto estuvo de añadir sus propios adornos a la macedonia antes de poder responder. Sin embargo, logró fijar su atención y, golpeando con las esposas la balaustrada de piedra, señaló finalmente a un hombre.
—¡Ése de ahí! Es él. Estaba anoche en la calle, lo juro. Me acuerdo de que cuando se volvió, la luz de la luna le dio en la cara y pensé que era más feo que Picio.
Segismundo se inclinó a su lado y vio el desencajado rostro de Achille Malvezzi, cuyo sombrero de médico había sido reemplazado por un huevo podrido. Segismundo se incorporó y tiró de Giacomo.
—¿Dónde estabas para que no te viera? —Si Malvezzi hubiera visto a Giacomo, podría haberle evitado todo aquel sufrimiento con un rápido movimiento de la mano. Lo que menos desearía en aquel momento sería que hubiera testigos de su presencia cerca de la puerta privada.
—Como oí que se acercaba alguien, trepé a un andamio y me quedé quieto. Cuando se fueron las chicas y ese idiota relamido de la capa de marta, empecé a bajar y entonces vi a los demás. —Señaló el talón de Malvezzi—. No me vieron. La gente no suele mirar hacia arriba. —Giacomo hablaba con la convicción de un cantero que ha pasado mucho tiempo en lugares altos.
—Entonces había otros. ¿Están aquí?
Giacomo volvió a asomarse sin que el estado de su estómago dejara de reflejarse en su rostro.
—No puedo decíroslo. De veras, no puedo. Ése, el que pude ver por la luz de la luna, se volvió porque quería mirar al de la capa, que estaba todo tapado, como si quisiera ocultarse la cara. —Movió la mano para imitar el movimiento de la capa y las cadenas volvieron a sonar—. ¿Veis? Como si quisiera ocultarse la cara. Entonces pensé que me había visto, porque se volvió un poco, miró hacia donde yo estaba y se quedó quieto por un momento, como si estuviera escuchando atentamente. No me atreví a moverme hasta que él volvió a girarse. —Giacomo lo imitó dando una vuelta de noventa grados y deteniéndose en seco. Intentó entonces quedarse quieto, pero un fuerte temblor de miedo sacudió todo su cuerpo. Una persona del público estaba apuntando hacia ellos, por lo que Segismundo profirió un murmullo, cogió a Giacomo y lo condujo al interior, donde el duque los esperaba impacientemente. El obispo había estado hablando sobre los preparativos de una misa de acción de gracias por la salvación del duque y el ducado que iba a celebrarse al día siguiente; la princesa hizo entonces un movimiento brusco bajo sus velos, como si quisiera hacerles saber que ella no estaba dispuesta a dar gracias a nadie por la pérdida que había sufrido. El duque no prestaba atención, pues estaba pensando nuevamente en el cardenal. Ojalá estuviera vivo. Con él, todo habría marchado sobre ruedas, todos los problemas habrían quedado solucionados… Y allí estaba otra vez ese maldito cantero. El suplicio podría comenzar en cualquier momento.
—¿Y bien? ¿Tiene algo que decirnos? —La pregunta del duque había sido violenta. La herida le estaba impidiendo pensar con claridad y ya ni sabía por qué había permitido que el hombre de Rocca sacara al desgraciado cantero al balcón. Lo que sí estaba claro, sin embargo, era el efecto que había tenido en él la salida.
—¡Piedad, excelencia! ¡Piedad! —Giacomo estaba arrastrándose de nuevo—. Yo no maté al cardenal, lo juro por Dios y todos los santos. Lo juro por las reliquias de santa Bernardina; llevadme ante las reliquias y…
—¡Ya basta! —Benno dio un respingo al oír el grito del duque; por lo que pudo ver a continuación, no había sido el único—. Te condeno a muerte. Tal vez no hayas matado al cardenal, pero tenías pensado hacerlo. La intención es lo que cuenta, ¿no es así, obispo? Azotadlo hasta que muera y luego colgadlo con los demás. Nos está haciendo perder el tiempo.
El alguacil se acercó al prisionero, encantado de que por fin se hubiera demostrado que su arresto había sido justificado y hubiesen sacado algo en limpio de todo aquel asunto. Como Giacomo no paraba de gritar y forcejear, tuvo que llamar a dos guardias para levantarlo y mantenerlo en pie. Benno se encogió cuando uno de los guardias que tenía delante fue a ayudar a sus compañeros. Había quedado a la vista de todos. Sin embargo, los presentes no podían fijarse en él, ya que tenían toda su atención puesta en Segismundo, quien había abrazado a Giacomo por los hombros y había logrado detener sus forcejeos apretándolo alegremente contra sí.
—¿Me permitís una sugerencia, Excelencia? ¿No creéis que los azotes podrían servir como salsa en el banquete que va a ofrecerse esta noche para celebrar la boda de la señora Minerva?