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«El duque todavía no sabe que quiere verlo»

A Benno no le gustaba tomar decisiones. Tal vez la ventaja de pasarse la vida siendo un criado de categoría inferior consista, precisamente, en que no hay que tomarlas. Sólo hay que obedecer órdenes. Desde que había empezado a trabajar para Segismundo había recibido órdenes, que había obedecido sin titubeos, aunque no sin antes hacer alguna pregunta, ya que tenía una curiosidad insaciable. Ahora, en cambio, se veía forzado a desobedecer. Su señor le había dicho en una ocasión que cuando tuviera que enfrentarse a dos peligros, lo mejor era que hiciese juegos malabares con ellos para ver cuál pesaba menos.

El aliado que tenía Benno en aquella temible rebelión contra las normas era Biondello, que estaba vigilando a Máximo y a Sibila. Lo cogió de las patas traseras y se lo metió en la pechera sin darle tiempo de acabar el trozo de pollo que tenía en la boca. Sibila estaba en aquel momento interesándose por el estado de las quemaduras que Máximo había sufrido en el brazo. Con suerte, pensó Benno mientras se alejaba al trote, ambos se mantendrían ocupados durante un rato. «Espero que Sibila no se rompa el cuello si decide trepar al muro para coger unas siemprevivas del techo para las quemaduras. Yo tengo que encontrar a mi señor».

Segismundo le había dicho que tenía que ir al palacio Corio. Tal vez hubiera allí alguna cosa más escondida aparte las cartas robadas. Benno había cometido el error de preguntarle cuál era el contenido de la carta que había encontrado en el escritorio de Torcuato, ante lo cual Segismundo le había recordado que no le gustaba dar respuestas. Mientras trotaba rápidamente entre las personas que paseaban por la plaza y oía el sonido de unos tragos provenientes de su pechera, se preguntó si su señor estaría tranquilo y dispuesto a responder a sus preguntas o si, por el contrario, reaccionaría poniendo cara de «no voy a abrir la boca, así que tendrás que adivinarlo». La noticia que iba a comunicarle no era exactamente tranquilizadora, pensó.

El guardia del palacio Corio, reconociendo al inconfundible bobo y seguidor del hombre de la cabeza rapada, se dignó a decirle que su señor estaba en el palacio y luego apartó la vista como si pensara que ya había castigado bastante a sus ojos por aquel día.

Una vez dentro, Benno se alegró de encontrar el lugar vacío y sólo se detuvo a pensar por un melancólico momento en el ruido que venía de la cocina. Entonces se inclinó y dejó a Biondello en el suelo.

—Venga, busca. Busca.

Biondello lo miró con una expresión que Benno esperó que fuese de inteligencia, y se puso a olisquear el lugar con el hocico pegado al suelo. De pronto, levantó su única oreja. Echó a correr por el vestíbulo, atravesó un arco y empezó a subir torpemente por las torcidas escaleras. Benno, encantado de que el chucho no se hubiera encaminado directamente hacia la cocina, lo siguió.

Cuando al llegar al dormitorio vio que Biondello estaba olisqueando con interés a un hombre de gran tamaño ataviado con la librea de la guardia del cardenal y tumbado como si tras apoyar la pica en la pared se hubiera tirado al suelo para echarse una siesta, supo que su señor no podía estar muy lejos. Segismundo tenía muy buena mano con los insomnes, sobre todo cuando la descargaba sobre la nuca.

—Mm…, mm…, mmm… Benno, ¿no te he dicho que vigilaras a Máximo?

Benno tuvo dificultades para cerrar la boca y articular palabra; lo primero que había pensado era que Segismundo había asesinado al hombre que estaba tumbado en aquel cuarto maloliente. Luego, apenas hubo visto que estaba terminando de ponerle una venda en el brazo, tuvo que abalanzarse sobre Biondello para impedir que investigara el contenido de la vasija que había en el suelo.

—Os traigo noticias.

—Busca algo de vino. O coñac.

Benno rebuscó entre sus ropas y sacó una botellita que había cogido en el palacio del obispo al ver que nadie la vigilaba con la atención necesaria. Al fin y al cabo, santa Bernardina lo había perdonado dando por supuesta su condición de ladrón penitente. No estaría bien contradecirla. Segismundo cogió la botella y la acercó a los labios del enfermo, a quien había apoyado sobre uno de sus hombros; cuando el hombre despertó y empezó a toser, se volvió hacia Benno y lo miró con sus oscuros ojos.

—¿Qué noticias son ésas? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido?

—Han cogido al señor ciego. He visto cómo el duque lo toqueteaba como si quisiera saber exactamente cuánto daño podría hacerle. Lo ha sentado a su lado en la mesa del banquete.

—¿Y Ángelo?

—He oído decir que alguien va a echar la buenaventura después de la cena. Puede que sea él el encargado de hacerlo, porque también lo han cogido… Pensaba que recurriría a sus cuchillos antes de permitir que cogieran al señor ciego.

—¿Has intentado salir huyendo de alguna parte llevando a un ciego de la mano? —Segismundo no parecía haberse tomado muy en serio el comentario de Benno. Seguía sosteniendo al enfermo sobre su hombro y ayudándolo cuidadosamente a beber de la botella—. Por lo menos Ángelo sigue con vida. Tenemos que darnos prisa si no queremos que Giacomo la pierda. No creo que sea posible conseguir que aplacen su ejecución por más tiempo.

—Oh, lo han dejado para cuando acabe la cena con la excusa de que hay que tener consideración por la digestión de las damas. Los criados deben de estar contentos, porque lo han atado a una columna que está precisamente en el pasillo por el que todos tienen que pasar… Con eso de que él no está muerto y los demás pronto lo estarán, el duque está de un humor estupendo y se comporta con una gran amabilidad. —En aquel momento el enfermo volvió a toser y escupió algo de coñac sobre la mano que sostenía la botella, tras lo cual profirió una retahíla de palabras ininteligibles—. Así que ahora os dedicáis a la medicina, ¿eh? ¿No es éste el hombre con el que os habéis peleado antes?

—En efecto. Es el capitán de la guardia del cardenal.

Al oír aquellas palabras, el hombre pareció reanimarse, abrió completamente los ojos, que a Benno le hicieron pensar en un plato de aceitunas negras decorado con rayas rosas, y volvió la cabeza para mirar a Segismundo. El capitán de la guardia del cardenal… Tal vez se hubiese equivocado, pensó Benno, y no fuera cierto que su señor había atravesado a aquel hombre con la espada, aunque como todo había ocurrido tan deprisa, cualquiera sabía qué había pasado exactamente. Entonces se le ocurrió que quizá su señor hubiera cometido otro error y no fuese conveniente que siguiera haciendo preguntas; quizá había regresado al palacio para ver si el error había sido fatal.

—¡Vos! —Aunque el capitán daba claras muestras de incredulidad, lo cierto era que estaba reanimándose. Segismundo le ayudó a poner los pies en el suelo. Tenía las calzas rotas y manchadas de sangre. Benno sacudió la cabeza; nadie parecía haber prestado mucha atención al capitán después de la pelea, ni siquiera sus hombres. El médico había estado atendiéndolo, como se podía ver por la vasija que había en el suelo, aunque se diría que le había sacado más sangre de la que habría cabido esperar. Se le había ido un poco la mano con la lanceta.

Inclinó la cabeza y Segismundo lo animó con uno de sus murmullos quedas.

—Benno. Necesitamos unos cuantos sirvientes y una litera. La princesa debe de tener hombres que se encarguen de ello.

Benno, que había echado a andar con suma naturalidad, se paró al llegar a la puerta y, cogiendo el picaporte, se volvió.

—¿Y qué digo? ¿Adónde vamos?

—Di que el duque quiere ver al capitán. Inmediatamente.

Al oír el tono en que había respondido su señor, Benno saltó por encima del guardia tumbado y echó a correr por el pasillo seguido de Biondello. ¿Qué interés podía tener el duque en un hombre herido y medio desnudo, cubierto de cicatrices y vendas y más feo que Picio, para que estuviera dispuesto a interrumpir el banquete por él? Benno no alcanzaba a comprenderlo, aunque era consciente de que el duque tenía un concepto bastante singular de la diversión. El hombre no se encontraba en buen estado; por la clase de tos que tenía, era probable que se pusiese a vomitar en cualquier momento. ¿Y cómo pensaba Segismundo salvar al señor ciego? Tal vez él no se hubiera expresado con suficiente claridad: en cuanto acabara el banquete Mirandola iba a sufrir un verdadero calvario.

Cuando la litera entró en la plaza y la gente, al ver los colores de la princesa, empezó a hacerse a un lado para dejarle paso, Benno se atrevió por fin a hacerle la pregunta a su señor.

—¿Por qué el duque quiere ver al capitán?

—Mmm, mmm… El duque todavía no sabe que quiere verlo.