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«¡El diablo! ¡El diablo!»

Máximo, espoleado por lo que había oído acerca de Fontecasta, seguía exigiendo a la abstraída gente que le dijera si había visto a dos hombres, incluyendo ahora, tras las experiencias que había tenido y lo que le habían dicho los mendigos, al perrito en la pregunta. No, no y no. Ésa era la respuesta que le daban. Una mujer le había hecho concebir esperanzas al decirle que recordaba haberles visto entrar en la catedral. «Antes del milagro», había añadido.

—¿Qué milagro? —preguntó y siguió adelante. A él sí que le hacía falta un milagro, un milagro que, se temía, sólo Segismundo podría hacer. Trepó al canto de una fuente que había en la calle y oteó la muchedumbre. Ni rastro de la pálida coronilla rapada. En aquel momento se le resbaló una bota. Soltó un juramento y, cual cigüeña, cayó dentro de la fuente sobre un pie. La bota se le empezó a llenar de agua.

—¡Saque su sucio pie de nuestra agua! —lo increpó una mujer, y le atizó un golpe en la cabeza con el extremo de un trapo mojado. Sin esperar a que el oído dejara de zumbarle, Máximo reanudó la búsqueda chapoteando con un pie.

Tenía la impresión de que la gente se mostraba cada vez menos servicial. No se daba cuenta de que aquello era fruto del tono de su voz, que a medida que pasaba el tiempo era más furibundo. Lo que para él era la enésima repetición de una pregunta, para los demás era la primera.

—¿Habéis visto…? —Había llegado casi al final de los soportales. El dueño de un puesto de vino, un hombre orondo que llevaba un delantal con una mancha de color púrpura, se volvió hacia él—. ¿Habéis visto a un par de hombres, uno alto y con la cabeza afeitada y el otro…?

—¿Los del perrito al que le faltaba una oreja?

—¡Sí, sí!

—Claro que los he visto. Se han sentado en aquella mesa de ahí. No han estado mucho tiempo. Acaban de irse.

Máximo se volvió para irse cuando la mano de un hombre acostumbrado a levantar barriles de vino lo cogió por el brazo.

—El hombre de la cabeza afeitada…

—¿Sí?

—Se ha puesto la capucha. —El vinatero imitó con la mano libre el movimiento de echar el brazo hacia atrás y coger la capucha—. Le aconsejo que no continúe siguiendo el rastro de la cabeza.

En cuanto se vio libre del vinatero, Máximo echó a correr a la pata coja entre el gentío. «Una capucha —pensó—. Como la que llevan la mayoría de los hombres de Colleverde. Santa Bernardina, ¿y si hicieras otro milagro? Acaban de irse. No pueden andar muy lejos». Con gesto de determinación, siguió adelante dando saltos con una pierna. En aquel momento oyó unos aplausos que provenían del andamio y a continuación el redoble de un tambor. Un enano que se había subido al improvisado escenario empezó a gritar con las manos abocinadas delante de la boca. Máximo continuó su camino.

Vio a un hombre alto que llevaba una capucha negra, pero cuando le tiró de la manga para llamarle la atención, se dio cuenta de que tenía barba. Un hombre que se encontraba a cierta distancia entre la multitud resultó ser otro desconocido. La muchedumbre aumentaba por momentos, como si estuviera haciendo sitio para dejar paso a algo, y Máximo se vio impelido contra la base del andamio. Como ya le resultaba realmente desagradable andar con aquella bota, se inclinó y se la quitó para secarla en la medida en que fuera posible y estrujarse los dedos del pie. Entonces, al ver que la muchedumbre incrementaba sus empujones en medio de un griterío ensordecedor y el lento redoble de un tambor, volvió a ponérsela. Al observar que había varias personas debajo del andamio, se metió bajo las tablas y se encaramó a un poste para mirar la multitud, sin darse cuenta de que acababa de aparecer como extra en la segunda representación del milagro y de que su escaso pelo estaba siendo peinado por el pie desnudo del ahorcado que se balanceaba sobre su cabeza. Hacía tiempo que el cadáver había quedado descalzo, ya que los colleverdianos tenían costumbre de aprovecharlo todo.

Un aullido saludó la aparición de Máximo, que coincidió con la ascensión de «santa Bernardina», que había venido a salvar al ladrón de los infiernos. Los actores incorporaron su repentina aparición con regocijo y pericia. En el momento en que Máximo se llevaba la mano a los ojos para protegérselos del sol, alguien con voz de falsete gritó:

—Mirad, Satán en busca del pecado se afana por llevarse a los infiernos nuestras almas.

Mientras los espectadores daban a grito limpio su opinión acerca del diablo que había aparecido ante ellos, una piedra fue a estrellarse contra la oreja de Máximo. Perplejo y furioso, hurtó el cuerpo y sintió que lo atenazaban unos desconocidos, lo empujaban por encima de un brasero que había al pie del andamio y le aplastaban medio pastel pisoteado en la cara. Entre gritos y befas, Máximo fue arrojado a la marabunta, que chilló: «¡El diablo! ¡El diablo!», y sufrió un verdadero calvario de golpes y patadas en el cuerpo, algunos de ellos amistosos.

De pronto, se tropezó de forma totalmente inesperada con el cuerpo inclinado de un peregrino y cayó de bruces al suelo lastimándose una ceja. El peregrino se levantó sin dejar de rezar y volvió a tumbarse en dirección a la catedral. No era el primer accidente que sufría. Estaba ofreciendo sus heridas a santa Bernardina; los demás podían hacer lo que les diera la gana con las suyas.

Al cabo de un minuto, a Máximo le habían robado prácticamente todo lo que llevaba encima y lo habían dejado casi desnudo. Por suerte, un amable ciudadano observó el estado en que se encontraba y lo ayudó a ir hasta la fuente. Un hombre fornido que llevaba un delantal con un manchurrón purpúreo se fijó en él mientras lo empapaban de agua y trataba de enderezarse en la fuente.

—¡Alma de Dios! La pareja que andaba buscando debe de haberle dado una buena tunda —dijo—. Mire, póngalo aquí. Puede sentarse en el banco, así…, hasta que se recupere.

—Han empezado a tocar la campana —comentó alguien. Máximo había pensado que el sonido estaba dentro de su cabeza y se sintió aliviado hasta que oyó las siguientes palabras que pronunció la persona que le había recogido:

—Aunque no sea de la ciudad, va a tener que quedarse a pasar la noche, porque ése es el anuncio de que están cerrando las puertas.

Su señor había hecho hincapié en lo urgente que era encontrar a Segismundo. Si no podía dar con él tendría que valerse por sí solo y ponerse en acción.

—¿Por dónde se va al palacio Corio? —preguntó.