6
«Hay una bruja»
La hija de la princesa Oralia estaba tan enfadada que habría sido capaz de escupir. Desagradecida, maleducada acaso, pero habría sido capaz de escupirle a su salvador a la cara, si era realmente cierto que se trataba de su salvador y no de un vulgar ladrón como había pensado en un primer momento. El bobo de su criado acababa de probar que era un bandido. Había sufrido la humillación de verse empapada hasta los huesos por un grupo de campesinos entrometidos mientras él no sólo se quedaba quieto, sino que, además, los animaba. Y por si aquello no fuera suficiente, la había zarandeado, indefensa como estaba entre sus brazos, mientras se lanzaban a toda velocidad por el sendero. El problema era que no podía permitirse adoptar una actitud firme y decirle lo que opinaba de él sentada como iba en una posición dolorosa en el arzón delantero sobre un caballo lanzado al galope y con la cabeza metida en un jubón de cuero. Sin embargo, en cuanto Segismundo aminoró el paso para abandonar el sendero y meterse bajo los árboles y ella abrió la boca para protestar, se encontró ni más ni menos con que el bobo estaba esperándolos con una sonrisa en los labios. Pero ¿era tan idiota como para esperar que le agradecieran lo que había hecho?
—Bien hecho, Benno.
—¿Bien hecho? ¿Bien hecho? —La muchacha oyó que su voz se elevaba hasta convertirse en un chillido. Todos los consejos que le había dado su madre acerca de la moderación en el lenguaje se esfumaron repentinamente de su mente.
—Dadme el vestido. —Segismundo la bajó al suelo, donde, por si no hubiera tenido ya bastante, dio un traspiés. Él desmontó, cogió el vestido y miró alrededor. El vestido se había convertido en una piltrafa arrugada, estaba húmedo y olía mal, circunstancia que quedó explicada cuando el lanudo perro gris apareció en la pechera de Benno y saltó al suelo. Segismundo se alejó unos pasos entre los árboles y arrojó el vestido de terciopelo debajo de la raíz de un árbol que había entre las rocas. Entonces cogió las piedras que había alrededor y tapó el agujero.
—¿Qué estáis haciendo? ¡Ese es mi vestido! ¿Queréis acaso que muera de frío? ¿Es eso lo que habéis planeado? ¿Os habéis olvidado de quién soy? ¡No podéis tratarme de esta manera! —Y cuando se disponía a recordarle quién era, qué título tenía, se acordó de que su padre, la persona a quien debía su posición, la había repudiado—. ¡No podéis tratarme de esta manera! —repitió valientemente tras el momento de titubeo.
—¿No sería mejor que se callara? —preguntó el bobo con inquietud. Segismundo se encogió de hombros.
—Si le oyen, pensarán que está sufriendo un ataque. —Se volvió hacia la muchacha y le habló con un tono cercano a la severidad—. Señora, nuestros actos tienen su explicación. Os dije que debíais cambiaros de ropa.
Benno estaba sacando un bulto arrugado de una alforja. La muchacha observó con asco que se trataba de la ropa de un campesino, lino gris, algodón amarillento, lana basta y encajes rústicos de estambre.
—Tendremos que encontraros o haceros calzado nuevo en cuanto podamos. Hasta que llegue ese momento deberéis conformaros con sus zapatos.
—No pienso llevar eso.
Benno se volvió hacia ella con los ojos desorbitados y la boca abierta y le ofreció la ropa como si no hubiera oído nada.
—Prefiero morir de frío a permitir que esa asquerosidad me toque la piel —dijo ella—. ¿Cómo os atrevéis a pensar que voy a hacerlo? ¿Cómo os atrevéis…?
—Alteza. —La profunda voz de Segismundo la interrumpió sin miramiento—. Vuestra vida está en peligro. Ya no estáis en situación de elegir entre morir de frío o a manos del príncipe Livio. —En la mente de la muchacha resonó el eco del tajo de una espada; el rostro de su hermano la miró fijamente desde el suelo—. Es a mí a quien le corresponde decidir. Poneos la ropa.
Ella lo miró y vio la resolución que se reflejaba en sus oscuros ojos, el gesto de firmeza de su boca y toda la inflexibilidad de su fuerza de voluntad. Al cabo de unos segundos, extendió la mano y Benno le entregó el aborrecible bulto.
Mientras los caballos piafaban y uno de ellos trataba de comerse los primeros capullos de un arbusto, la muchacha sacudió los pingajos sin saber por dónde cogerlos. Entonces exclamó:
—¡Es la ropa de un muchacho!
Segismundo emitió un murmullo. Ella lo miró y se dio cuenta de que sonreía.
—Es un disfraz —le dijo en un tono que sugería aventura y misterio—. Recordad que están buscando a una muchacha.
Ella seguía dudando entre el asco que le producía la ropa y el convencimiento que mostraba el hombre.
—No sé cómo tengo que ponérmela.
Segismundo resultó ser una criada competente e impersonal. La muchacha se ocultó detrás del árbol y, cuando se hubo secado con la camisola húmeda y puesto la camisa, él le indicó cómo tenía que sujetarse las calzas a la camisa y atarse la túnica. Cuando notó el algodón sucio sobre la piel, se le pusieron los pelos de punta; al acabar de ponérselo todo, sin embargo, pensó que al menos el hombre le diría que lo había hecho bien o le expresaría de algún modo su agradecimiento por la sumisión que había mostrado. Él la miró de arriba abajo con sus oscuros ojos y preguntó:
—¿Podéis andar como un muchacho?
La muchacha se imaginó contoneándose como un joven cortesano. Parecería una estúpida.
—No —dijo terminantemente.
Segismundo la subió a su caballo, acortó los estribos y cogió la brida. Ella creía que volvería al sendero, pero lo que hizo fue mirar alrededor, volver la cabeza del caballo a la cima de la colina y emprender la marcha por la ladera. Al principio fueron por un camino flanqueado por rocas; cuando dejaron las matas y los arbustos, entraron en un frondoso bosque de hayas, por el que los caballos avanzaron con paso inseguro sobre una alfombra de hayucos. Un pájaro gorjeó. Sin embargo, el bosque estaba curiosamente tranquilo, hasta el punto de que, cuando un pichón alzó el vuelo, el caballo de Benno corcoveó y la muchacha dio un respingo.
—¿Adónde vamos? —preguntó. Nadie respondió. Espoleó el caballo para que acelerara y Segismundo se viera obligado a reaccionar. Sin embargo, el animal sabía perfectamente que, fuera quien fuere la persona que iba sentada sobre su lomo, su señor seguía delante de él, por lo que no respondió. Siguieron ascendiendo y, acompañados por el sol, fueron atravesando la colina por el mismo camino que habían utilizado para ir, pero a mayor altura.
Cabalgaban ahora entre enebros y cipreses. Vieron un camino, o un lecho de río seco, o ambas cosas, que parecía subir en la dirección que ellos llevaban, y se pusieron a seguirlo. El sendero ascendió hasta un tramo en que quedaba medio cubierto por rocas de extrañas formas, por lo que la muchacha tuvo que echarse sobre el cuello del caballo.
Segismundo se detuvo sin avisar, se inclinó y sacó un cuchillo de una de sus botas. Aguardaron en silencio. Entonces oyeron el ruido de un desprendimiento de guijarros y unos pasos ligeros y, a continuación, vieron aparecer por el sendero una cabra negra y marrón que se detuvo en cuanto advirtió su presencia. Un muchacho se acercó a ella y los miró con la misma desconfianza que mostraba la cabra. Llevaba una vara e iba vestido con una piel de cabra y unos andrajos.
—¿Adónde lleva este camino? —Segismundo guardó el cuchillo e hizo una señal hacia adelante.
—A ningún sitio al que queráis ir —respondió el muchacho con convicción.
—Eso me corresponde a mí decirlo. ¿Adónde lleva?
—Al pueblo. Hay muchos hombres fuertes y perros allí, os aviso. Y está muy lejos. —Evidentemente, los forasteros no eran muy bien recibidos en aquel lugar.
—¿Y qué más?
El muchacho hizo un gesto rápidamente y luego se tocó el pecho con los dedos, como si tuviera un talismán.
—Fontecasta. Os aconsejo que os mantengáis alejados de la villa. —La cabra soltó un balido a modo de siniestra confirmación.
—¿Por qué? ¿Qué hay en la villa?
El muchacho miró por encima del hombro con gesto asustado, como si alguien pudiera estar escuchando.
—Hay una bruja.
—Una bruja. ¿Y?
—Perros que no lo son. Y diablos.
—Mmm, mmm… —respondió Segismundo con aire burlón.
—No es ninguna broma —dijo el muchacho—. Él vive allí.
—¿Él?
—El hombre muerto.