29
«Un buen lío es lo que tienen planeado»
Media hora antes, la gran plaza de Colleverde no estaba tan concurrida como para impedir circular libremente por ella. La gente podía moverse de aquí para allá, charlando y comprando en los puestos, en los que no sólo se vendía comida, sino también figuras de arcilla de santa Bernardina, sellos de Colleverde para los peregrinos de fuera de la ciudad y retratos de la santa. Un comerciante emprendedor se había metido en el negocio de la iluminación con unos pedacitos de cera que juraba que pertenecían a las velas que ardían delante del cuadro de la santa, cuya imagen, milagrosamente, había sonreído a un ladrón y movido la cabeza en señal de clemencia. Un competidor había empezado a vender unos hilos de seda que había pegado sobre pedazos de tela negra para que se vieran bien. Según decía, se trataba de los hilos del estandarte que había detrás del cuadro de la santa. Los compradores hacían caso omiso de los cínicos que les susurraban que el único milagro de verdad era conseguir poner a la venta esos artículos en las propias narices de unos sacerdotes que conocían su valor.
Naturalmente, aquellos cínicos no acudían al adivino que había ocupado un puesto en los soportales de uno de los lados de la plaza y atraía una multitud aún más numerosa que la que había reunido el día anterior gracias al ciego que ahora le sacaba las cartas.
Allí fue donde los encontró Segismundo: Ángelo, con su túnica de color azul y amarillo y un sombrero de terciopelo azul ligeramente desgastado sobre su dorada cabellera, cuya borla le caía en torno al cuello como si fuera el brazo de un amigo; y Mirandola, con su noble rostro levantado a la manera de un ciego y ataviado con su tosca túnica y su sombrero de paja de campesino. Cada vez que sacaba una carta, se convertía en el centro de atención del ansioso público. Los ojos de Ángelo se encendieron cuando vio que Segismundo se acercaba y se ponía al lado de una mujer flaca que llevaba una vara de peregrino.
—Llegáis en buen momento, señor, para que os leamos las cartas. —Ángelo cogió las monedas que le daba un anciano al que acababa de adivinar el futuro y las hizo desaparecer de la vista sin dejar de mirar a los congregados—. Una lectura privada, señoras y señores, por la que me pagará en oro.
Segismundo, consciente al oír aquello de que Ángelo contaba con información que tendría que comprar (la cual sería realmente importante si valía el precio que le había pedido por ella), sacó una moneda. El adivino, arrancando un murmullo de curiosidad de los espectadores, le indicó que se acercara y lo hizo pasar detrás de una raída tela decorada con estrellas que colgaba de una cuerda, dos palos y un adventicio gancho que había en la pared de los soportales.
Así pues, Benno, que en su búsqueda de la señora Minerva salía por tercera vez aquel día de la catedral, aquella gran cueva con sus oscuras capillas, deslumbrantes bancos de velas y su multitud en continuo movimiento, vio de manera fortuita la cabeza rapada de su señor, que apartaba con el hombro la tela del puesto de Ángelo y se erguía cuan alto era.
Dando tumbos entre los mendigos y sorteando las fauces de un perro rabioso que tal vez hubiera olido a Biondello, que iba agazapado en su pechera, Benno se abrió rápidamente paso entre la muchedumbre, que ahora estaba pensando seriamente en alinearse a lo largo de la ruta de la procesión, pese a tener distintas opiniones acerca de cuáles eran los lugares estratégicos. La gente avanzaba con resolución en diferentes direcciones y por lo general cruzándose en el camino de Benno. Un hombre voluminoso, que llevaba una capa a su medida, se detuvo repentinamente. Cuando Benno ya se encontraba entre los pliegues de la capa, un largo brazo lo sacó y le dio media vuelta. Se trataba de Segismundo.
—Ya veo que no has tenido suerte, mi pobre Benno. En cambio, yo sí. —La competente mano que tenía detrás de la cabeza lo empujó entre un grupo de personas que se acercaban y se apartaron como por arte de magia al ver a Segismundo.
—Aquí.
«Aquí» era un portal que un ofendido gato abandonó de inmediato no sin antes dejar tras de sí una elocuente señal con la que daba por sentado que aquel era su territorio. Benno, de todos modos, no era un entendido en olores. Miró a su señor esperanzado y preguntó:
—¿Dónde la habéis metido?
—No hay ni rastro de nuestra señora, Benno, aunque creo que pronto la veremos.
—¿Sabéis dónde está?
—Ángelo dice que el príncipe va a traerla para la boda.
Benno se quedó boquiabierto.
—¿Entonces la tiene? Cuando dijeron que el cortejo nupcial iba a venir a pesar de todo, pensé que…
—No sabemos si la tiene. —Segismundo seguía mirando a la muchedumbre—. Quizá cree que está muerta. Si no sabe nada de mí y de la carta de la princesa, o si no me ha relacionado con su desaparición, es muy probable que piense que una muchacha desprotegida que huye sin dirección fija por unas calles que desconoce, acabe saliendo de la ciudad y… —No se molestó en continuar. Benno pensó en los lobos que había en las colinas que rodeaban Nemora, las mismas en que el duque Grifone había tenido la consideración de abandonar a Mirandola después de arrancarle los ojos.
—Pero si cree que está muerta, ¿a quién ha traído para la boda? ¿Piensa que nadie sabe qué aspecto tiene la señora? ¿Acaso las familias no se envían siempre retratos antes de la boda? He oído hablar de ello… Es como si quisieran decir: «Esto es lo que hay, para que veáis la suerte que tenéis».
Segismundo se apoyó en la puerta de roble, dejando caer la cabeza sobre el metal como si tuviera una buena mata de pelo con la que amortiguar el golpe.
—Claro que saben qué aspecto tiene. Es la pequeña sorpresa que les tiene preparada…
Benno volvió a quedarse boquiabierto.
—Pero alguien tan importante como el señor Astorre, que es casi como un príncipe, no va a casarse con cualquiera. Es decir, si no se trata de ella, no va a decir «de acuerdo, me quedo contigo». Se armaría un buen lío si lo hiciera.
—Creo que es precisamente un buen lío lo que tienen planeado. Ángelo me ha dicho que un médico le ha preguntado qué le pronostican las cartas para el día de hoy. —Por el tono de su señor, Benno adivinó que aquello significaba más de lo que parecía, por lo que guardó silencio. Segismundo prosiguió—: El doctor ha visto fantasmas, aunque no los de sus pacientes, ya que ayer no era doctor…
—¿Que ayer no era…? Uno no aprende medicina de un día para otro.
—A menos que logre hacerse con la túnica y el sombrero de un médico, Benno. Ángelo me ha descrito al médico y a los dos hombres que lo acompañan. Uno de ellos llama mucho la atención porque tiene la cara azul, como la que se te queda cuando tienes un accidente con pólvora. Creo que los fantasmas que ha visto son los de Fontecasta.
Benno estuvo a punto de caerse sobre un cerdo que había metido el hocico entre sus talones para llevarse medio nabo que alguien había abandonado en los escalones del portal.
—¡Fontecasta!
—Ayer, antes de convertirse en doctor, acudió a Ángelo para preguntarle cómo iba a acabar cierto asunto que parecía arriesgado. Le dijo que un astrólogo ya le había vaticinado que el asunto sólo saldría adelante si se pagaban todas las deudas. Hoy le ha dicho que aunque las deudas han quedado saldadas, ha tenido malos augurios y le ha preguntado si, pese a ello, el asunto va a salir adelante.
—Pero si ha sido el médico quien ha estado en Fontecasta, ¿por qué ha abierto la tumba? ¿Quería hacerse con un fragmento del cadáver para echarlo en sus pociones, como decía Bianca? —Benno lanzó una mirada de perplejidad a Segismundo—. Hay doctores que les ponen ratones fritos y pedazos de murciélago. Es magia al fin y al cabo, ¿no? Hay conjuros que sólo pueden llevarse a cabo con ciertas partes del cuerpo, ¿verdad? —Los dedos de Benno hicieron una breve y destructiva incursión en su cabellera de tal suerte que la gorra acabó cayéndosele. La cogió y preguntó—: ¿Creéis que alguien intenta averiguar si el señor ciego está realmente muerto?
Tres niños pasaron corriendo uno detrás del otro por delante de la puerta. La mujer que los perseguía consiguió pegar al que iba el último. Con los gritos, Benno tuvo prácticamente que leerle los labios a Segismundo para entender su pregunta.
—¿Y a qué persona puede interesarle averiguar si está realmente muerto?
En ese momento Benno se vio obligado a dejar salir de la pechera a un forcejeante Biondello, que sentía la necesidad de contribuir al hedor que se había acumulado delante de la puerta. Los dos hombres lo miraron con gesto distraído. Benno estaba pensativo. Las oleadas de gente que inundaban la plaza se desplazaban definitivamente hacia la ruta de la procesión, que había quedado finalmente delimitada gracias a la intervención de los guardias del obispo.
—Bueno, aunque es posible que el cardenal lo estuviera, sabía que el señor ciego estaba muerto porque vos se lo dijisteis. Además, ignoraba que el señor de la villa fuera el mismo al que tenían que comerse los lobos, ¿no es así?
—Te olvidas de que cuando abrieron la tumba el cardenal ya estaba muerto. Para entonces el príncipe Livio ya había tenido tiempo de torturar a los sirvientes de su esposa. Ayer estaba en Colleverde. Lo vi en la catedral.
Benno se tapó la boca con la mano y lo miró fijamente.
—El príncipe… De modo que el príncipe ha ido a Fontecasta para ver si…
—Si el amante de su mujer está realmente muerto. El príncipe no se habrá creído que su mujer mandara a alguien a la villa varias veces al año con mensajes y dinero sólo porque le gustaban los ojos de un hombre. Dudo además que sepa que no tenía ojos.
—Entonces, ¿piensa que era el señor Giraldi? —Benno se agachó para impedir que Biondello siguiera a un niño que estaba dando cuenta de un pedazo de salami que llevaba peligrosamente cerca del suelo. Cuando se incorporó, advirtió que la atención de su señor estaba en otra parte. Incluso entre el creciente clamor de la multitud, que desgarraba de vez en cuando algún que otro grito o alarido, pudo oírse de repente un estruendo proveniente de las escaleras de la catedral.
Se trataba de dos muchachos que estaban enzarzados en una pelea. Uno de ellos también estaba recibiendo lo suyo a manos de una anciana, que le machacaba la espalda mientras él forcejeaba e intentaba darle patadas con toda la fuerza que le permitían emplear las faldas de la mujer. Uno de los guardias del obispo, al que habían apostado en aquel lugar para que mantuviera despejada la parte central de la escalinata a fin de que pasase la comitiva del duque, trató de interponerse, pero perdió ignominiosamente el equilibrio por culpa de la anciana y cayó sentado sobre el bote con el que estaba pidiendo un mendigo. La mujer chillaba y profería unos sonidos ininteligibles mientras golpeaba al muchacho. Sorprendido, Benno reconoció a los tres contendientes.
Segismundo ya se abría paso entre la muchedumbre, que ahora estaba mucho más apretada y dispuesta a quejarse, al menos hasta que él apareció. Benno, que iba detrás de él, se llevó unos cuantos empellones como represalia, pero continuó andando con la confianza de que Biondello los siguiese. Cuando llegaron a las escaleras de la catedral, Segismundo pasó por encima del mendigo, que recogía sus monedas y trataba de ahuyentar a los que querían ayudarlo (otros mendigos), y, cogiendo a los dos muchachos por el hombro, los separó. La vieja, animada por la multitud, se había puesto a golpear al guardia, quien había recuperado el equilibrio, aunque no la dignidad, y estaba intentando arrestarla.
—¡Lleva puesta mi ropa! ¡Es mi ropa la que lleva! —El muchacho, colgado de la represora mano de Segismundo, se había puesto rojo de ira y sangraba abundantemente por la nariz. Benno, con una habilidad que nunca había llegado a perder, se escabulló por detrás de un sacerdote que se había acercado a ver el indecoroso altercado. Era consciente de que el muchacho se había llevado una gran decepción al ver que se libraba de la horca y de que, por mucho que la santa lo hubiera perdonado públicamente, las ejecuciones competían con los milagros en popularidad y eran, además, mucho más fáciles de conseguir. Sería mejor no recordarle a nadie que seguía vivo.
Benno se sintió profundamente aliviado cuando vio que la señora Minerva, con su melena bien escondida, el bordado de lana de su túnica manchada de la sangre del muchacho y el cuello de su camisa prácticamente desgarrado, salía victoriosa. Para ser una persona no acostumbrada a mancharse las manos con los campesinos, había tenido un debut espectacular.
—¡Eh! ¡Ésta no es forma de comportarse! Te di una buena cantidad de monedas por esa ropa, ¿o ya no te acuerdas? —le dijo Segismundo al campesino al tiempo que le propinaba un ligero empellón. Una abundante cantidad de sangre salió despedida alrededor—. Y seguro que este joven también ha pagado un buen dinero por ella. No llames a nadie «ladrón» sin averiguar antes la verdad. Jovencito —dijo volviéndose hacia Minerva—, venid conmigo y os invitaré a una copa de vino. Tenemos tiempo antes de que llegue el duque; lo separan de la catedral tres arcos, un carruaje y seis discursos. Venid.
El muchacho se apartó mirando a Minerva con gesto malhumorado y sacándole la lengua, que volvió a meter apresuradamente en cuanto sintió la sangre que le caía por la cara. Minerva se alejó de él con la cabeza bien alta y mostrando un aristocrático desdén hacia el estado de su ropa. Le había brindado a Segismundo una sonrisa de oreja a oreja que Benno interpretó como una expresión de alivio. No debía de ser nada divertido estar a solas en una ciudad desconocida, por mucho que hubiera encontrado a Sibila o sido encontrada por ella. El guardia, abandonando la idea de detener a nadie, había regresado a su puesto santiguándose para protegerse del mal de ojo y confiando en que la influencia de las reliquias conjurara el poder de la maldición de la bruja en el caso de que ésta no fuera lo bastante estúpida como para haberse olvidado de echársela.
El público había disfrutado con el espectáculo (el cual, en una demostración de gran sentido práctico, había sido puesto en escena donde todos pudieran verlo), por lo que lamentó que los actores se dispersaran. Sin embargo, se quedó encantado cuando vio que el hombre alto de la cabeza rapada, que aún tenía una mano sobre el hombro del muchacho al que había rescatado, saludaba con la otra a una muchacha que se había asomado a un balcón repleto de flores de una casa cercana a la catedral. Algunos colleverdianos explicaron a los forasteros que tenían al lado que aunque la casa podía considerarse privada, era un lugar al que tenían acceso personas muy acaudaladas, y que la muchacha era conocida por ser la más bella de la ciudad. Ella devolvió el saludo. Evidentemente, el hombre alto, fuera o no un monje cartujo disfrazado, o era un conocido de la muchacha o pronto iba a serlo. Además, estaba claro que dejaría caer al joven en la tentación. Él y el muchacho, acompañados por la vieja y seguidos a una cierta distancia por un bobo despistado y un perro al que le faltaba una oreja, avanzaron por una callejuela que corría a un costado de la catedral y desaparecieron bajo un arco que daba al patio de la casa. Antes de perderlos de vista, alguien dio al muchacho un impúdico consejo en voz alta; nadie creyó necesario aconsejar al hombre.
Minerva se sentía realmente contenta de ver a Segismundo. El trabajo de heroína resultaba muy solitario cuando no se tenía a nadie cerca que pudiera ver lo que uno intentaba hacer. Hacía una hora aproximadamente que había llegado a Colleverde, a cojas y tirando de un caballo lisiado. A éste lo había dejado en el patio de un mesón tras darle instrucciones al mozo de cuadras sobre cómo tenía que cuidarlo. El mozo, que al ver la ropa que llevaba Minerva no se había sentido impresionado, había adoptado una actitud respetuosa al oírla hablar. Su acento era característico de la nobleza y sus modales le daban un sosegado aire de superioridad. Además, su dinero era tan bueno como el de cualquier otra persona.
Más tranquila, había salido a la calle y, al notar la expectación que había en el ambiente, había sentido por vez primera que no la embargaba la ansiedad sino el entusiasmo. A pesar de la gran cantidad de personas que había alrededor, nadie le había hecho caso. Acostumbrada a ser el centro de atención y el motivo de inquietud de un grupo de sirvientes cuyo único deber era cuidar de su bienestar, se había dado cuenta de que el desamparo en que se encontraba era, en realidad, tranquilizador. En medio de aquel gentío, su padre…, el príncipe Livio, jamás daría con ella. La pesadilla de la muerte de su hermano había quedado medio oculta en su mente debido a los confusos ensueños y la oleada de impresiones que había tenido durante los últimos días. Ahora podía recordar incluso que su hermano le había gastado con frecuencia bromas de una gran crueldad, había atormentado a sus perros, le había tirado del pelo hasta hacerla gritar y le había repetido infinidad de veces con gesto triunfal que él, pese a que había nacido un cuarto de hora más tarde que ella, heredaría Montenero en virtud de su sexo. Además, había conseguido que despidieran a un viejo chambelán que gozaba de favor en el palacio y la había amenazado con mandarla a un convento cuando sucediera a su padre…
¿Su padre? La habría traído a Colleverde al día siguiente para las festividades, junto con su hermano y el interminable séquito que acarrearía su dote. ¿Quién se casaría ahora con el señor Astorre? ¿Qué sería de ella?
Debía encontrar la catedral. El señor Mirandola había insistido en que se llevara algo de dinero («Es de vuestra madre, no lo olvidéis») y tenía que conseguir que se dijeran unas misas por su madre y su pobre hermano. Además, rezaría por el bienestar del señor Mirandola. Desde el momento en que lo había conocido, se había convencido poco a poco de que si quisiera buscar a un padre no tendría que ir muy lejos para encontrarlo.
Las calles convergían en la catedral. Había visto las torres brillar al sol y oído las sonoras campanadas de su gran reloj. Entonces había creído oír en el clamor de la muchedumbre que alguien hablaba de la boda. Debía de ser una decepción para todo el mundo que no fuera a celebrarse. Había entrado en la catedral y se había dejado envolver por la oscuridad estrellada de velas que reinaba en su interior. De inmediato había sido reprendida por no quitarse la gorra y, rogando que nadie la reconociera, se la había quitado. Sin embargo, todo el mundo se había mostrado demasiado absorto en sus cosas como para fijarse en ella. Le había costado un buen rato encontrar a un sacerdote que pudiera atenderla. Al final, aunque la capilla que había conseguido era pequeña y polvorienta y había tenido que pagar una sorprendente cantidad de dinero, la misa había resultado sumamente consoladora. Luego se había dirigido a un oscuro rincón y había rezado a la santa. Unas ancianas que había delante de ella imploraban que realizase otro milagro. Al parecer, se había producido uno el día anterior. Minerva había clavado los ojos en el cuadro de la santa. Le habría gustado que le diera una señal para indicarle que los pecados de su madre habían sido perdonados y que ni a ella ni a su padre (el señor Mirandola) iba a ocurrirles nada.
Con la aparición de Segismundo recuperó la confianza en su salvación final. Al contarle, mientras subían por las escaleras de la casa desconocida, la terrible visión del príncipe Livio que había tenido la noche anterior, se sorprendió de lo agradable que era declinar responsabilidades y dejarse llevar por misteriosos acontecimientos tales como subir cojeando por un largo y empinado tramo de escaleras y ser presentada a una muchacha bellísima ataviada con un vestido escotado de terciopelo naranja.
—Polissena cuidará de vos —dijo Segismundo mientras las presentaba. Minerva siguió adelante y entró en la extraña y lujosa habitación. Entonces oyó murmurar a Segismundo y miró hacia atrás. Había inclinado su cabeza rapada sobre la encrespada cascada de cabellos dorados de Polissena. Le hablaba con tono risueño. Mientras contestaba, Polissena la miró inquisitivamente con los ojos muy abiertos. Entonces Segismundo le dio dinero, y dijo claramente «Lo mejor que tengas, ¿de acuerdo?» y se volvió hacia Minerva—. Con vuestro permiso, he de irme. Volveré dentro de una hora.
Antes de que pudiera quejarse o exigir una explicación, él había desaparecido. Se quedó a solas con Polissena y Sibila, quien estaba en medio de la habitación dando vueltas para verlo todo y farfullando con una expresión inescrutable en el rostro. Polissena se acercó a Minerva, hizo una reverencia y le quitó la desastrada gorra. Su abundante cabellera cayó suelta en torno a su cabeza y sus hombros. La sirvienta negra, que las miraba con los brazos en jarras como si estuviera esperando a que comenzara la acción, soltó un grito de entusiasmo. Polissena le levantó los rizos con cara de admiración.
—¡Perlas! Creo que las perlas y las flores de gasa plateada le irán bien. Bianca, mi brocado plateado.
Por el crujido de la polea que acompañó a las últimas frases de la diosa Fortuna y el tono, igualmente reconocible, de la conclusión del discurso, el duque Grifone adivinó que sería la persona agraciada con la corona de laurel cuyo temblor había puesto en evidencia el nerviosismo de la muchacha. Aquel objeto tendría que ir sobre su sombrero y probablemente taparía el balaje por el que había pagado la renta de toda una ciudad. El gesto carecía de dignidad, y el balaje había sido comprado para causar impresión. Sin dejar de sonreír, repasó mentalmente el breve discurso de agradecimiento que iba a pronunciar en latín. Estaba aturdido. Alguien en aquella ciudad lo odiaba lo suficiente como para quemar a su principal consejero y representante y ahora tenía junto al estribo a un mensajero de Rocca con la cabeza rapada que acababa de darle una noticia aún peor. ¿En qué medida podía fiarse de él? Aunque Grifone no tenía ningún tratado con Ludovico de Rocca, Astorre se disponía a contraer matrimonio con su sobrina.
El mecanismo funcionó a la perfección. La diosa Fortuna descendió sobre su nube de guirnaldas en dirección al duque y logró colocarle la corona sobre la cabeza. Aunque le había tapado el rubí, al menos había logrado evitar aplastarle el sombrero sobre los ojos o caer hacia adelante y derrumbarlo del caballo. «Bien preparado», pensó él. Una trompeta sonó en aquel momento, demasiado pronto, ya que interrumpió su discurso de agradecimiento. El cortejo avanzó lentamente para encontrarse con el obispo, que temblaba como un azogado a la espera de bendecir a su señor, el alcalde de Colleverde, que aguardaba con las llaves de la ciudad sobre un cojín de terciopelo azul, y el círculo de dignatarios. El hombre de la cabeza rapada ya no se encontraba a su lado. Se había esfumado entre la multitud antes de que tuviera ocasión de leer la carta con el sello de Rocca, el pasaporte que le había permitido acercarse a él.
Sin detenerse, el duque alzó la carta y leyó el sobreescrito. Como Ludovico de Rocca repitiera la advertencia que le había hecho el mensajero…
«A mi querida hermana Oralia», leyó.