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En busca de la carta

Aunque el alguacil del obispo había sentido una gran decepción al enterarse de que los asesinos del cardenal ya habían recibido su castigo, estaba decidido a no perder el crédito que se había ganado gracias a lo que había hecho hasta aquel momento en la investigación. De ahí que, dominando el respeto que le imponía el duque (quien, al fin y al cabo, había alabado su trabajo), corriera a ponerse de rodillas ante él en el momento en que el séquito ducal salía en dirección al palacio Corio.

—Excelencia, en lo referente a la muerte de su eminencia, hay otros…

—¿Otros? —El duque era todo oídos, pese a lo cual el alguacil se las arregló para ponerse en pie en cuanto recibió permiso para ello y para hablar con tono rimbombante.

—Tres villanos, excelencia, que he arrestado. Se encuentran en la prisión del obispo a la espera de que reanudemos los interrogatorios.

—Traedlos a mi presencia cuando vuelva del palacio Corio. —El duque sonrió, realizando una de sus mejores imitaciones de un lobo en el momento de ver la cena—. Por consideración a su hermano, la princesa Corio se alegrará de verlos. Traed también a vuestros verdugos. Nos harán falta. Vamos. —Miró alrededor en busca de Segismundo. La sonrisa se borró de sus labios. No estaba acostumbrado a que una persona desapareciera de su presencia sin pedir permiso. Aún tenía que hacerle varias preguntas relacionadas con los últimos acontecimientos, aunque ya habría tiempo para ello. Haciendo caso omiso de las quejas de su médico, montó en su caballo, enjaezado de escarlata y oro, y se alejó de las escaleras del palacio del obispo cruzando la plaza por un camino despejado entre el vociferante gentío y saludando al oír sus vítores. La gente estaba satisfecha con el espectáculo que había presenciado aquella tarde y quería agradecerle las emociones que se le habían procurado. Pese a tratarse de un hombre cuyas actividades no siempre le granjeaban la simpatía de sus súbditos, el intento de usurpar el estado y el ataque que había sufrido le habían valido una gran popularidad. Los epítetos habían cambiado de tono. Entre «ese cabrón» y «ese viejo cabrón» hay todo un abismo. Poco faltaba para que se empezara a alabar su habilidad para recaudar impuestos.

Antes de bajar a las mazmorras, el alguacil se detuvo a mirar a los traidores colgados del balcón, con una profunda sensación de alegría y patriotismo que sólo se vio atenuada cuando reparó en que sería necesario limpiar la fachada cuando todo hubiera acabado. Seguramente el mayordomo de palacio le pediría que le consiguiera hombres para realizar aquella tarea. La muchedumbre estaba utilizando a los cadáveres para hacer prácticas de tiro con cualquier fruta o verdura pasada que hubiera a mano y, debido a su entusiasmo, incluso con alguna fresca. Un salchichero había vendido todo un cargamento de tripas invendibles, lo cual le había permitido embolsarse un buen dinero sin necesidad de hacer embutidos con ellas. La opinión generalizada era que las reliquias habían ganado y el diablo se había llevado una buena paliza.

Benno vio cómo una estupefacta señora Minerva desaparecía junto con sus respetuosas damas de honor y la gruñona Sibila en una habitación que le habían preparado apresuradamente los sirvientes del obispo. Como no había logrado colarse en el vestidor, se quedó atónito cuando le llegó al oído el rumor de que la señora Minerva iba a ser duquesa de Nemora. Aunque era una buena noticia que después de todo lo ocurrido la boda fuese a tener lugar, también era cierto que la muchacha tendría que esperar a que muriera el duque Grifone para ser duquesa. En aquel momento había un buen barullo en la sala de audiencias; los sirvientes estaban arreglando el estrado y la mesa y colgando el tapiz de nuevo en su sitio; también estaban retirando las mesas del salón contiguo. El suelo ya estaba limpio. Biondello apoyó entonces una pata contra la jamba de una ventana, con lo cual consiguió que le arrojaran encima un cubo de agua que, de no haber sido por las salvadoras manos de Benno, se lo hubiera llevado por delante.

Los abogados habían recogido sus documentos y las ventanas habían sido cerradas justo a tiempo: un nabo que tenía por blanco a un oscilante traidor golpeó un entrepaño y fue seguido por algo viscoso y rojo. Al verlo, Benno sintió que le gemía el estómago y se acordó de las asaduras que se preparaban a la parrilla en algunos puestos de la plaza.

—¡Fuera de aquí, bribón! ¡Fuera de aquí, tú y tu perro! —El mayordomo logró detenerse antes de apoyar las manos sobre el grasiento jubón de Benno y ordenó a un sirviente que lo sacase de allí. El sirviente, que no era menos delicado que el mayordomo, le echó un vistazo y decidió utilizar una bota en lugar de las manos. Benno cogió a Biondello y bajó por las escaleras que llevaban a la puerta a mayor velocidad de la que se lo permitían los pies. Cuando llegó abajo, aterrizando sobre las banderas que había en el vestíbulo al tiempo que el chucho saltaba en busca de algo menos inseguro, una mano de gran tamaño lo cogió por el cuello y lo puso en pie sin esfuerzo.

—Vamos. Al palacio Corio.

Tanteándose las magulladuras que había sufrido, Benno siguió a Biondello, que, tras detenerse para sacudirse el agua que todavía le quedaba en la pelambrera sobre un gato que pasaba por ahí, había echado a trotar airosamente cerca de Segismundo.

El ambiente que se respiraba en la plaza era tan animado que incluso Segismundo tuvo dificultades para cruzarla una vez que hubo pasado el séquito del duque. Alguien gritó entonces que aquél era el hombre del balcón, el mismo que había matado al traidor a la vista de todo el mundo sin que nadie supiera lo que en realidad estaba haciendo, y Segismundo se vio rodeado por un montón de gente bienintencionada que empezó a darle palmadas en el hombro y a obsequiarlo con toda clase de cosas, desde manos de cerdo a medio freír a besos histéricos. Benno, que lo seguía de cerca, también recibió su parte. Había recogido a Biondello por precaución y se abría camino siguiendo a una mujer que se apretaba contra la espalda de Segismundo a fin de que el niño que llevaba a hombros le tocara la coronilla por si acaso traía suerte.

Un par de montenerinos que antes de tener lugar la refriega del palacio del obispo se habían identificado inocentemente diciendo que se encontraban en Colleverde con intención de acudir a la boda, habían recibido una paliza. Uno de ellos se estaba ahogando en la taza de la fuente con la ayuda de un enano que se había sentado sobre su cabeza animado por los aplausos de la gente. Así aprenderían a no urdir el asesinato del duque de Nemora.

El palacio Corio estaba sumido en la confusión. El estandarte de Nemora, que lucía un grifo negro sobre fondo blanco, sable sobre plata, ondeaba a la brisa primaveral colgado de una de las astas que se alzaban sobre la calle; a su lado había otra asta de la que evidentemente había estado colgada la bandera escarlata y amarilla de los montenerinos, ya que cuando Segismundo y Benno llegaron al palacio alguien estaba metiendo por una ventana cercana al asta los restos de un pedazo de tela escarlata. Benno, cuya imaginación estaba ocupada desde la refriega con toda clase de pensamientos morbosos, pensó que la bandera guardaba un extraordinario parecido con un montón de tripas. En el patio varias personas (sirvientes, mozos de cuadra y guardias del cardenal y del duque) se habían agrupado en corrillos y charlaban con tal vehemencia que se diría que sus vidas dependían del intercambio de información. Recordando la diligencia y tranquilidad que reinaban en aquel lugar la primera vez que había estado en él, Benno se sorprendió de ver semejante tumulto. Cuando entraron en el palacio se encontraron de inmediato con Battista, que en ese momento conducía al exterior a una sirvienta con los brazos sucios y la cabeza cubierta por un delantal que impedía que se entendiese lo que estaba diciendo. Battista se volvió hacia ellos y los miró desabridamente.

—Ya he oído que los han cogido. Es una lástima que estén muertos.

Cualquier noticia relacionada con la muerte de su señor tenía para él prioridad sobre una minucia como podía ser la muerte de un príncipe o el hecho de que un duque hubiera estado a punto de ser asesinado. La respuesta de Segismundo fue amable y reconfortante.

—Mmm, mmm… Cabe la posibilidad de que no todos hayan muerto. El duque todavía tiene que interrogar a unos prisioneros. —A Benno se le encogió el corazón al pensar en el pobre Máximo—. Su Excelencia piensa que a la princesa le alegrará servir de ayuda.

—¡De ayuda! —barbotó Battista. La muchacha, que había estado mirando disimuladamente a Segismundo, soltó un grito y volvió a taparse la cara con el delantal—. La princesa no ha parado de hacer preguntas desde el momento en que se ha levantado. Ha dedicado el día entero a interrogar a todos los habitantes del palacio. Hasta el último recoveco ha sido registrado.

—¿Registrado en busca de qué?

—Una carta. Mi señora no quiere decir de quién es, aunque cualquiera podría leerla si la encontrara. No lleva sello. La princesa piensa que tal vez haya acabado en el fuego. Esta muchacha, María, ha estado escarbando cenizas y lo único que ha conseguido ha sido ensuciarse con ellas y recibir unos cuantos golpes por la molestia. —María, que a punto había estado de ahogarse entre la tela y las lágrimas, se quitó el delantal de encima para recuperar el aliento y Benno pudo ver que tenía su sonrojada cara manchada de gris. Battista, al oírla gritar de nuevo, le dio un golpe en la espalda con el antebrazo para no hacerse daño en las ampollas de la mano—. Entonces venís del palacio del obispo, ¿no es así? ¿Habéis visto allí al sobrino de mi señora, el padre Torcuato? Está buscándolo. Debería estar aquí para recibir a su excelencia junto a la princesa. —La muchacha ya había recuperado el aliento y lo empleaba para reanudar sus sollozos. Battista chasqueó la lengua y se dispuso a llevársela—. Me pregunto por qué no estará aquí. He llegado a pensar que lo habían matado en la pelea del palacio, porque sería incapaz de perderse una ocasión como ésta. Uno no tiene la oportunidad de darle coba a un duque todos los días.

—Mmm… Tal vez esté aprovechando otra clase de oportunidad. ¿Quién sabe? —En el tono de voz de Segismundo, que no en su rostro, había algo que a Benno le hizo pensar que él sí que sabía dónde estaba. En cuanto Battista y la muchacha se hubieron ido, Segismundo se puso en acción. Con un desalentador cambio de ritmo, se lanzó hacia la desierta escalera y subió los escalones de dos en dos. Benno tuvo que echar a correr para no quedar rezagado. Una vez más se preguntó dónde habría adquirido su señor aquella asombrosa habilidad para orientarse en lugares que no conocía. Aunque habían pasado la mayor parte de la noche anterior en el palacio, por lo que él podía recordar en ningún momento habían entrado en un pasillo como el que estaban enfilando en aquel momento a toda velocidad. Benno apretó el paso, obligando a Biondello a patalear para que lo dejara salir, y alcanzó a Segismundo en el momento en que se escurría por una portezuela. La habitación en que había entrado era sin lugar a dudas la que estaba buscando, porque no tardó ni un segundo en ponerse a husmear en ella levantando tapices y pasando la mano por las paredes.

—¿Estáis buscando la carta? —preguntó Benno sin esperar respuesta. Segismundo, ensimismado emitió un murmullo y a continuación, mientras pasaba la mano por la base de un escritorio fijo, un gruñido. La base era una caja situada entre las patas. Benno empezó a sentirse nervioso. «¿Y si entra alguien? No sabéis cuánto lo lamentamos, princesa, pero estamos desvalijando vuestro palacio, aunque lo hacemos para ayudaros…». Segismundo abrió la caja y comenzó a examinar los papeles que había en su interior con la ayuda de Biondello, que había metido el hocico en ella. En ese momento alguien pasó silbando por el rellano. Benno se dio cuenta de que tenía que hacer sus necesidades urgentemente.

—¿Va para largo? —preguntó mientras daba saltitos.

—Utiliza la chimenea —respondió Segismundo al tiempo que arrojaba los papeles sobre la cama y golpeaba la base de la caja.

Benno siguió su consejo. Mientras levantaba una nubecilla de ceniza, miró de soslayo a Segismundo y vio que, con los ojos entornados como si estuviera escuchando algo, pasaba los dedos cuidadosamente por los laterales de la caja. Oyó entonces un chasquido y a Segismundo proferir un sonido que tanto podía ser un gruñido como una risilla. Tras asearse, Benno se acercó a su señor y se asomó por detrás de su espalda. La base de la caja se había abierto dejando al descubierto más papeles.

—¿Por qué sabíais que se iba a abrir?

—Las personas con secretos tienen escritorios con secretos. —Segismundo examinó los papeles rápidamente mientras Benno manifestaba por un momento su asombro ante la escritura, el milagro que consistía en que unas marcas sobre el papel equivalieran a los sonidos de las palabras. Su señor seleccionó con sus habilidosas manos dos papeles y los guardó en el bolsillo que tenía en el interior de su jubón de cuero negro.

—¿Ésa es la carta de la princesa? ¿Cómo se ha hecho con ella? ¿Por qué?

—Eso habrá que averiguarlo… ¿A qué vienen tantas preguntas? —Segismundo puso los papeles en su lugar y presionó la base de la caja hasta que oyó un chasquido—. Dame esos de ahí.

Benno cogió los papeles que había encima de la cama y se los dio a Segismundo. Biondello, que había salido al pasillo, apareció de nuevo en la habitación con el rabo entre las patas y se escondió rápidamente detrás del escritorio. Los dos hombres reaccionaron al instante: Benno se quedó boquiabierto y desenfocó los ojos; Segismundo se colocó las manos detrás de la espalda y se puso a mirar el tapiz.

—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Quién os ha dejado pasar?

Era Torcuato. Se encontraba en tan mal estado que su expresión de sorpresa e indignación resultaba más cómica de lo que le habría gustado. Uno de sus ojos ya estaba hinchado y adquiría poco a poco un tono que prometía acabar siendo púrpura eclesiástico. Tenía la cara cubierta de sangre y suciedad y la sotana rota y manchada de barro. El sacerdote miró el escritorio, el cual, según pudo ver Benno, estaba tal como ellos lo habían encontrado.

—¿Qué os ha sucedido, padre? —Segismundo se había acercado a él con cara de estar preocupadísimo—. ¿Habéis participado en la pelea? ¿Estáis herido?

—Me atacaron… —Torcuato se dio cuenta de que habían contestado a su pregunta con otra pregunta—. ¿Qué estáis haciendo aquí?

Segismundo inclinó la cabeza.

—La princesa os está buscando. Su excelencia ha llegado.

Torcuato cojeó rápidamente hasta la cortina que tapaba la puerta del rellano, la descorrió y llamó a un tal Tonio, quien no debía de hallarse muy cerca. Cuando se volvió, los intrusos ya habían desaparecido. El sacerdote tardó bastante en identificar el único rastro que habían dejado; una persona que ha rodado por un canalón en el que suelen evacuar los cerdos tiene dificultades para distinguir olores.

Cuando alcanzó a Segismundo, Benno vio que reía, aunque no logró adivinar si lo hacía a causa del aspecto de Torcuato o de lo que había robado. Entonces pensó que tal vez su señor hubiera planeado el ataque que había sufrido el sacerdote.

Segismundo se detuvo de improviso dejando que Benno chocara con él. Había reparado en un ventanuco que daba al patio. Los dos se asomaron a él y vieron que el duque estaba ayudando amablemente a una enlutada princesa Corio a subir a una litera engalanada de negro.

—Hemos de darnos prisa, Benno. Ya deben de estar preparando las empulgueras para Máximo.