38

El mejor regalo que se le puede hacer a un hombre

Todo estaba preparado para el banquete. El duque, que, en contra de los deseos de su médico se había negado a que lo sangraran, se sentía mejor después de la siesta. Su capitán le había informado del éxito que había tenido su misión con el señor Astorre, apenas le molestaba la herida y se sentía animado con el recuerdo de los peligros que había salvado y la idea de los placeres que le quedaban por disfrutar. Encargó a dos pajes que hicieran entrega a su prometida de un cofrecillo forrado de terciopelo azul y decorado con cupidos grabados en marfil en el que había un collar de perlas del que colgaba un corazón de rubí. Minerva se habría quedado encantada con el regalo si se lo hubiera hecho el señor Astorre. Como seguramente se trataba del obsequio que el duque le habría hecho como suegro, no tuvo reparo en decir a sus damas de honor que se lo pusieran al cuello. A continuación envió al duque una nota de agradecimiento escrita en estilo formal y distante, aunque tan bellamente redactada como cabría esperar de una persona de su educación.

Aunque el príncipe Livio no había escatimado dinero para completar el vestuario de la novia, el vestido de brocado plateado que le había prestado Polissena sólo tenía un par de manchas de sangre, por lo que Minerva encargó a las doncellas de palacio que lo limpiaran. Aunque confiaba en que no se tratase de la sangre del príncipe, pensó que en el caso de que lo fuera, la limpieza sería un acto simbólico. Se preguntaba qué habría sentido hacia él si hubieran tenido una relación más estrecha; si él le hubiera hablado de la misma manera que lo había hecho el señor Mirandola; si no se hubiese comportado como el personaje distante y esquivo que había sido; si no le hubiera demostrado el escaso cariño que le había dispensado con aquella violencia que lo caracterizaba. Sus tres damas de honor habían reanudado sus cuchicheos. Aquellas tontitas no habían sufrido una experiencia como la que había vivido ella aquella semana. Minerva sentía lástima por una en concreto, Luisa Montalba, quien, obligada por el príncipe Livio, había tenido que hacerse pasar por ella; probablemente tendría que esperar un cierto tiempo a que se le pasara el miedo a descubrirse la cara.

Minerva, en cambio, no tenía ningún problema con su cara. Mirándose en el espejo de plata, observó el color de sus mejillas y el brillo de sus ojos y pensó que pelear le sentaba bien. Sin embargo, aunque el collar de perlas le quedaba de maravilla, el corazón de rubí le recordaba al balaje que llevaba el duque en el sombrero y al adusto rostro que rodeaban sus canosos rizos. ¿Y si a Segismundo no se le ocurría la manera de impedir que el duque se casara con ella? Frunció el entrecejo, apartó resueltamente esa idea de su mente y ordenó a Luisa que cogiera parte del pelo que estaba trenzándole y lo peinara en forma de tirabuzón alrededor de sus orejas. Era muy probable que Astorre asistiera al banquete.

Astorre disponía de muy poco tiempo para subir a sus aposentos y quitarse la ropa que se había puesto aquella mañana con la intención de impresionar a su novia. Se trataba de un elegante traje de terciopelo plateado con mangas de brocado dorado sobre seda, aunque con todas las manchas de sangre, sudor y polvo que había acumulado a lo largo del día, Minerva tendría dificultades para distinguirlo. De todas formas, Astorre estaba provisto de una gran cantidad de finos conjuntos para los banquetes y actos a que esperaba asistir. Sus sirvientes habían abierto los arcones y habían sacado una selección de trajes para que él decidiera cuál quería ponerse. También habían pasado el rato discutiendo sobre quién iba a decirle que había perdido a su novia. El escribiente ya estaba ocupado con la tarea de redactar el nuevo certificado matrimonial. Confiaban en que alguien se lo hubiera dicho antes de que llegase a la ciudad, aunque también eran conscientes de que no era muy realista suponer que la gente se hubiera apresurado, al verlo de regreso, a decirle que no iba a casarse.

Por lo que se refería a Colleverde, la boda seguía en pie. Lo único que había cambiado era la lista de invitados. Con suerte, el día de la boda brotaría vino de las fuentes de la plaza de la catedral, un milagro que, según la experiencia que había tenido la mayoría de la gente, los duques podían realizar con más facilidad que los santos. Aunque algunas mujeres habían expresado la lástima que les daba la novia porque no iba a conseguir al joven y atractivo señor, lo cierto era que, tal como habían comentado muchas otras, la muchacha sería duquesa mucho antes de lo que hubiera podido esperar.

¿Quién iba a decírselo al señor Astorre? Había escogido el traje de terciopelo escarlata con bordados de plata en forma de voluta y unas mangas de damasco plateado a juego. Mientras lo ayudaban a ponérselo, todos sus sirvientes pensaron que lo había elegido para que armonizara con cierto vestido de brocado plateado.

La única persona en todo el palacio que no estaba ocupada con los preparativos para el banquete había sido excusada por motivos de salud: el cardenal Petrucci yacía de cuerpo presente en la capilla privada del obispo. El duque había ordenado que al día siguiente se celebrara una misa de réquiem a la que asistirían tanto él como todos los dignatarios de Colleverde. Ahora, ataviado con un traje de terciopelo negro adornado con damasco dorado, se encontraba arrodillado ante el catafalco envuelto por las frías sombras de la capilla. El olor de la piedra húmeda, el resinoso incienso y la cera de las velas estaba encubierto por un hedor leve, aunque repugnante, que el romero y los aceites perfumados parecían acentuar más que ocultar. El duque contempló el pálido rostro, con las oscuras huellas que le habían producido las quemaduras, y las manos, que caritativamente habían sido cubiertas con guantes, cruzadas sobre una capa de seda escarlata con aguas.

¿Qué secretos se había llevado Petrucci a la tumba? Sólo uno era conocido: la identidad de sus asesinos. Tal vez los estuviera mirando desde algún lugar, colgados de los tobillos en el palacio del obispo. Al duque se le ocurrió que si la herida que había sufrido hubiese sido mortal y el obispo no hubiera espabilado, podría haber muerto como Petrucci, sin absolución. Estaba seguro de que los asesinos lo habían tenido en cuenta al urdir el plan; de ese modo, su venganza perseguiría a Petrucci más allá de este mundo.

—Padre, ¿es cierto lo que me han dicho? —Aunque con tono tenso, la pregunta había sido hecha en voz baja debido al lugar en que se encontraban, detalle que el duque agradeció. Había estado esperando aquel momento. Se santiguó y se puso de pie. Astorre, cuyo traje escarlata y plateado le daba un aire magnífico a la luz de las velas, estaba furioso. Al verlo, el duque pensó cariñosamente que se parecía a su madre, con quien había tenido un buen número de satisfactorias riñas.

—¿Qué te han dicho, hijo?

—Que tenéis intención de casaros con la señora Minerva.

El duque invitó a su hijo a que se acercara al catafalco y señaló al cardenal.

—Si Petrucci estuviera vivo, me habría aconsejado qué debo hacer. He rezado para saber qué camino tomar, y creo que ya tengo la respuesta.

Astorre, tenso como un leopardo en el momento de ver a su presa, tuvo dificultades para dominar su voz.

—¡No conseguiréis llevárosla de mi lado, señor! ¡La amo!

El duque abrió los oscuros ojos ante lo inapropiado del comentario. Luego sonrió, dio unas palmaditas a su hijo sobre la manga de brocado de su traje y dijo:

—Te ha seducido con su valentía, al igual que me ocurrió a mí cuando me enteré de lo ocurrido. Te dará buenos hijos y con ellos podrás defender a Nemora de nuestros enemigos.

Astorre puso una cara graciosa.

—Entonces habéis…

—Quiero que esta noche tenga lugar tu boda con la señora Minerva y su consumación. —Se apartó del catafalco y Astorre lo siguió de cerca—. El médico me ha dicho que piense que no voy a vivir siempre, y mi confesor que debo estar preparado para la muerte en cualquier momento. El hombre de Rocca o, mejor dicho, de Moscovia, me ha dicho que en Montenero, a pesar de que ahora lloran la muerte de un príncipe joven e ilusionado, hay buenos augurios para la juventud. —Grifone esbozó una sonrisa rapaz y miró a su hijo, que lo había cogido de la mano y se había arrodillado para besarla—. Montenero, hijo mío, te aceptará como príncipe de mejor grado que a mí. Sin embargo —prosiguió rápidamente—, aunque estés casado con la señora Minerva, tendrás que luchar por tu herencia. Mañana partirás hacia Montenero en compañía de tu esposa y a la cabeza de la condotta que el príncipe Livio quería emplear para acabar con nosotros. He redactado un contrato provisional y voy a enviarlo esta noche para que le den el visto bueno. Tienes que llegar allí antes de que los próceres de ese estado sin gobierno decidan qué van a hacer. Gracias a mis espías, hace tiempo que sé que el príncipe no gozaba de la lealtad de todas las grandes familias del lugar. Tras la repentina ejecución del señor Eugenio, por ejemplo, su familia se mostrará probablemente desafecta; los Vanozzi, por otro lado, llevan años a mi servicio. Si haces valer los derechos de la señora Minerva, no tendrás demasiados problemas para imponerte. —Levantó a su hijo y lo apretó fuertemente contra sí con un brazo—. Vamos. Hemos de hacer los honores en el banquete del obispo Tadeo. Lo que te hace falta —añadió como si estuviera hablando consigo mismo cuando abandonaron el frío ambiente de la capilla— es un buen consejero, un consejero con experiencia, otro Petrucci, que te ayude a gobernar Montenero.

Los cortesanos se acercaron a ellos y se inclinaron, sorprendidos de que el duque y su hijo siguieran teniendo una magnífica relación. ¿Qué podía haber consolado al señor Astorre de la humillante pérdida de su novia? Uno de los más frívolos aventuró una posibilidad: la considerable fortuna de la princesa Corio, si bien el inevitable añadido de su persona podía resultar desalentador incluso para el hijo del duque.

—Enhorabuena, excelencia —se atrevió a decir uno de ellos. Los demás lo apoyaron con un murmullo de plácemes, amparándose en lo ambiguo del comentario. Las felicitaciones podían referirse tanto al hecho de que escapara de la muerte como a su rumoreada boda.

Los cortesanos no habían podido ayudar a su duque durante la refriega, ya que habían tenido que quedarse en los jardines de palacio a causa del carácter privado de la ceremonia, una maniobra estratégica que el príncipe llevó a cabo con la excusa de que estaba de luto. Aunque habían oído ruidos de pelea, no pudieron entrar hasta que todo hubo acabado y uno de los guardias del cardenal hubo desatrancado la puerta.

Sus buenos deseos, sin embargo, recordaron a Astorre que le tenía guardada una sorpresa a su padre. Sus hombres ya debían de haber conducido al adivino al interior del palacio; además, averiguar la suerte que les tenía reservada el futuro inmediato se había convertido en un asunto de vital importancia.

El mayordomo, con su vara de plata en la mano, estaba haciendo en aquel preciso instante una profunda reverencia. No tenía todos los días el honor de anunciarle al duque que su cena estaba lista y decirle cuál iba a ser su destino inmediato. Sin embargo, el señor Astorre había dado una orden urgente a un paje y ahora estaba hablando con su padre, por lo que tendría que esperar. Lo único que esperaba era que la cena se mostrara tan «atenta» como él. La gente importante tenía la mala costumbre de enfadarse cuando un manjar se echaba a perder por culpa de sus propios retrasos.

—¡Excelente! ¿Y dónde está esa pareja de adivinos? —Hacía ya tiempo que el duque había llegado a la conclusión de que había cometido un error al despedir al astrólogo, por muy lúgubre que fuera el individuo, y nunca le había hecho tanta falta conocer la influencia de las estrellas como en aquel momento. Ahora tenía la oportunidad de anexionar Montenero a su ducado y quería saber si el matrimonio que iba a contraer su hijo, aquella unión con sangre hostil, tenía buenos augurios—. Que los traigan a mi presencia. ¡Quiero que me lea las cartas ahora mismo!

—Tiene un ayudante ciego, señor, que se encarga de sacar las cartas. Dicen que han vaticinado todo lo que ha ocurrido hoy.

—Es una pena que el príncipe no los haya oído.

Todos rieron obedientemente y dejaron paso al paje, que venía acompañado por un joven de cabellos dorados, vestido en tonos amarillos y azules descoloridos y cuyo bello rostro reflejaba una gran cautela. De la mano traía a un hombre alto ataviado con un sobrepelliz viejo y desastrado y un sombrero de paja, que un cortesano indignado se apresuró a quitarle en cuanto llegó a la presencia del duque. En medio de un silencio expectante, el joven hizo una reverencia al tiempo que tiraba al ciego de la mano para que hiciera lo mismo. Cuando se enderezaron, el duque miró fijamente al ciego, avanzó hacia él, lo cogió de los hombros y lo hizo girar para que le diera la luz.

—¡Por los clavos de Cristo! ¡No me lo puedo creer! —El hermoso e invidente rostro sostuvo la mirada e incluso pareció esbozar una melancólica sonrisa—. ¡Mirandola! —El duque sacudió al hombre con un gesto próximo al cariño—. ¡Así que al final no asististeis al banquete de los lobos! Bueno, da igual, asistiréis al mío. Antes de que me leáis el futuro, yo os leeré a vos el vuestro: tenéis muchas cosas que perder aparte de los ojos. Sí, esta noche vais a cenar por última vez, y vais a hacerlo en mi compañía, Mirandola. Así veréis…, mejor dicho, oiréis el castigo que recibe alguien que ha planeado la muerte de Petrucci de la misma manera que vos planeasteis la mía. —El duque se volvió hacia su hijo con gesto animado y volvió a abrazarlo—. Gracias, Astorre, hijo mío, por haberme hecho el mejor regalo que se le puede hacer a un hombre: ¡su enemigo!