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«¿En la oscuridad?»

La experiencia le había inspirado a Benno una profunda fe en la habilidad de su señor para salir sano y salvo, e incluso victorioso, de situaciones imposibles. Si no hubiera sido por dicha fe, él y la muchacha se habrían sentido aún más inquietos durante el tiempo que estuvieron esperando fuera de las puertas de la villa.

Mientras paseaba a los caballos y dejaba correr a Biondello, se preguntó si, ahora que habían visto a la bruja y cabía suponer que Segismundo estaría viendo al hombre muerto, aparecerían en su presencia los diablos de los que también les había hablado el pastor. Benno se alegraba de que fuera de día, aunque no por ello podía evitar sentirse nervioso y mirar alrededor o al borde superior del muro, por ejemplo, como si esperara ver humo, las puntas de los cuernos o las púas de una horca.

Había intentado intercambiar unas palabras con la joven dama (no lograba imaginársela como un muchacho, pese a que Segismundo le había dicho que lo hiciera), pero ella lo había ignorado. También era cierto que él no era quién para dirigirle la palabra a la hija de una princesa mientras ella no le hablase, pero, fuera como fuere, sentada como estaba bajo un arbolito delante de la puerta, abrazada a sus rodillas, la muchacha tenía aspecto de sentirse muy desdichada; de ahí que él hubiese pensado que tal vez los dos se animaran si compartían su desdicha.

Era una lástima que no pudiera enseñarle una oración a Biondello. Tal vez lo protegiese. Cogió por un instante la medalla bendita que llevaba colgando de la correa y tuvo una visión apocalíptica: ¿y si el postigo de la puerta se abría y el hombre muerto resultaba ser Segismundo?

El chirrido del cerrojo de la puerta hizo que los dos dieran un respingo; el postigo se abrió. Benno contuvo la respiración hasta que vio que se trataba nuevamente de la bruja, que seguía gruñendo con furia. Ésta le hizo una señal y emitió una serie de sonidos explosivos a media voz, «po-po-po». Entonces vio con horror que le tiraba de la manga. Atendiendo a sus gestos y oyendo la palabra «puerta» entre el galimatías que estaba soltándole, comprendió que quería que abriese las puertas para que pudieran pasar los caballos. Le habría alegrado más ver a Segismundo y saber con certeza que aquéllas eran sus órdenes, pero se supone que uno no debe contradecir a las brujas. Ató los caballos a una argolla que había al lado de la puerta e hizo lo que la bruja le había dicho.

Le ayudó a cerrar las puertas una vez los caballos hubieron pasado y la bruja hubo obligado a la joven dama (al muchacho) a entrar en la villa a empujones, algo que, por lo que Benno pudo ver, no le sentó a ésta nada bien.

Fuera lo que fuere lo que estuviera ocurriendo en el interior, el hecho era que ahora iban a verlo. Si el hombre muerto se estaba cenando a su señor, ellos serían el postre.

La bruja los hizo caminar delante de ella por el empedrado del patio como si estuviera barriendo y ellos fueran el polvo. Tras señalar una argolla que había al lado de un abrevadero en la que Benno debía atar los caballos, les hizo pasar al interior de la villa y los condujo por un vestíbulo y unas escaleras. Cuando Benno apenas había tenido tiempo para lanzar una temerosa mirada a las puertas abiertas, oyó con alivio la profunda y calmada voz de su señor, que estaba hablando con otra persona. En cuanto llegaron al rellano del piso de arriba, un hombre pequeño y corpulento se apartó del ojo de la cerradura de una gran puerta y los miró con gesto airado. El hecho de verlos no le hizo cambiar de expresión. De mala gana, abrió la puerta y dejó pasar a la joven dama, tal como le había dicho su señor que hiciera. Cuando Benno se disponía valientemente a seguirla al interior de la oscura habitación, el hombre lo obligó a detenerse poniéndole una mano en el pecho.

—Quieto donde estás, bribón. Nadie te ha pedido que entres ahí.

Benno se detuvo y dio gracias a Dios para sus adentros. Estaba seguro de que Segismundo sabía el modo de hacer frente en la oscuridad a un hombre muerto, aunque él por su parte no tenía muchas ganas de ver cómo lo ponía en práctica.

—Mmm, Benno.

Segismundo estaba en el umbral de la puerta, alto, fuerte, con aquella expresión risueña en la cara que nunca dejaba de reconfortarlo. Cerró la puerta detrás de sí y Benno sintió lástima por la joven dama, abandonada en la oscuridad a merced de quienquiera que estuviese allí dentro. Segismundo se volvió hacia el hombrecillo de gesto airado.

—Máximo. Vuestro señor quiere que se sirva comida y vino a sus invitados.

Máximo se quedó quieto por un instante, como si no estuviese dispuesto a obedecer una orden que no le hubieran dado directamente; sin embargo, tras lanzar una mirada suspicaz a Segismundo, se lanzó escaleras abajo apresuradamente. La bruja ya había desaparecido, posiblemente en dirección a las dependencias de la planta baja de la villa. Benno se puso a pensar en su cocina: ¿qué clase de objetos colgarían de aquellas vigas? ¿Qué brebajes habría en las alacenas? ¿Tendría que comer lo que le preparara?

—¡Eh! Deja ya de sudar, Benno. —Su señor le apoyó la mano en el hombro—. Todavía no ha nacido el murciélago cuya sangre no puedas beber. Déjale oler el trozo de queso que llevas bajo el brazo y hasta es posible que resucite. —Sin soltarle el hombro, lo condujo por el corredor superior hasta la logia que daba al patio y la puerta de entrada a la villa. Los caballos piafaron y relincharon al reconocer su voz.

Segismundo apoyó los brazos sobre la balaustrada y miró hacia abajo.

—Tienes preguntas que hacerme. Adelante. No quiero que revientes aquí fuera y asustes a los caballos.

Benno no esperó a aprovechar la oportunidad que le brindaba su señor al mostrarse de un humor tan expansivo. Se acercó a él, miró el corredor por el que habían venido e hizo una señal con la cabeza hacia la puerta por la que había salido Segismundo.

Él… —Automáticamente bajó la voz—. ¿Hay un hombre muerto? ¿En la oscuridad? Supongo que si está muerto no le hará falta ver.

—No ve —Segismundo no parecía estar en absoluto preocupado por aquello y, aun así, Benno tragó saliva.

—¿No es peligroso que ella se quede allí dentro con él?

Segismundo se inclinó para coger algo que había visto entre los pilares de la balaustrada. Le dio un par de vueltas en las manos y se lo mostró a Benno. Era una calabaza grande, del tamaño de una cabeza humana, con unos triángulos invertidos a modo de ojos y una raja abierta en la pulpa seca a modo de boca. Le dio la vuelta y vio las manchas producidas por el humo de una vela en su interior. Apestaba a sebo.

—Si vinieras a la villa de noche, Benno, la villa en que vive el hombre muerto, ¿qué verías?

—Diablos —respondió Benno sin pensárselo dos veces.

—Mmm, mmm… —Segismundo colocó la calabaza sobre la balaustrada—. Y ¿quién se asomaría al postigo?

—La bruja.

—Lo protegen muy bien. No son más que trucos de niños, pero funcionan.

En una galería que había a un lado del patio se abrió una puerta por la que salió un hombre pequeño y corpulento de pelo canoso. Desató los caballos y los metió en la galería. La puerta se cerró. Segismundo volvió a apoyar los brazos en la balaustrada. Estaban a la sombra; el sol caía delante de ellos, sobre las puertas de entrada.

Benno se había quedado quieto, digiriendo las ideas y rascándose el pecho. Había descargado a Biondello, que estaba ocupado investigando la logia y se había parado a regar un laurel que crecía en una gran vasija de barro.

—Entonces este hombre es el amante de la princesa, ¿no es así? Si lo encontrara el príncipe Livio le cortaría la cabeza en un abrir y cerrar de ojos, ¿verdad?

—Mmm, mmm —susurró Segismundo—. Tal vez haya más personas que quieren matarlo pero creen que está muerto. Es amigo de Rocca. El duque Ludovico no sabe nada acerca de la conspiración que, según parece, se está tramando. La princesa dijo «el duque tiene los ojos cerrados»; lo que no sabemos es a qué duque se refería. —Se inclinó para acariciar el pequeño trasero de Biondello, que había metido la cabeza entre los pilares de la balaustrada para olisquear el aire con entusiasmo y hacer acopio para cuando volviera al regazo de Benno.

—¿Quién es él? —preguntó Benno al tiempo que hacía una señal con la cabeza en dirección al corredor.

—Mmm, mmm… La princesa Minerva tenía ocho años cuando se prometió, y de eso debe de hacer ya unos seis años más o menos. Hace unos seis años o más, el viejo duque de Ercole murió en Nemora y su hijo Grifone le sucedió. Por lo visto, el obispo de Nemora, el actual cardenal Petrucci, descubrió una conspiración contra el nuevo duque.

—¿El mismo que va a traer a Colleverde todas esas reliquias de Roma?

—El mismo. El consejero en quien más confiaba el viejo duque Ercole era el señor Mirandola, que también es amigo de Rocca. Petrucci lo acusó de conspirador junto a otros. Grifone le arrancó los ojos y lo expulsó de la ciudad para que lo devoraran los lobos.

—He oído hablar de eso —comentó Benno como si estuviera disfrutando—. También le cortaron las manos.

—Si nuestro hombre muerto es la persona que pienso que es, ese detalle es incorrecto. Tal vez el duque Grifone pensó que nuestro amigo no debería morir antes de que los lobos salieran a cenar. Acuérdate de lo que la hija de la princesa nos dijo acerca del hombre que encontraron perdido con la cara cubierta de sangre.

—¿Lo salvó? ¿La princesa Oralia lo salvó? ¿Por qué no lo llevó directamente a Rocca, al palacio de su hermano?

—Quizá porque estaba demasiado enfermo para viajar o porque el dolor le resultaba insufrible; o tal vez por razones que todavía ignoramos. No es fácil viajar con un hombre que no tiene ojos, sobre todo si acaba de perderlos.

—Entonces tenemos que sacarlo de Nemora a hurtadillas, ¿no es así? ¿Creéis que alguien podría reconocerlo todavía?

—Hemos de evitar el camino de Colleverde, porque lo más seguro es que el cardenal Petrucci pase por ahí.

Benno se inclinó para recoger a Biondello, quien ya se disponía a investigar el corredor.

—Y yo que quería ver las reliquias… Y la boda tampoco habría estado nada mal. —El tono de su voz era quejoso pero resignado.

—Mmm… He oído decir que Petrucci es un gran cazador, y a ningún cazador le gusta enterarse de que se le ha escapado una presa. —Segismundo aplastó una rama de tomillo de una maceta que había sobre la balaustrada y se olió los dedos. Entonces, de improviso, levantó la cabeza. Los dos hombres aguzaron el oído.

El traqueteo de unos cascos de caballo y los golpes de unos arreos llegaron levemente hasta ellos traídos por el viento.

Segismundo echó a correr por el corredor. Cuando llegaron a la habitación en que la hija de la princesa estaba hablando con el señor Mirandola, la puerta se abrió y Benno oyó por primera vez la característica voz de éste, que pedía ayuda urgentemente.

—La princesa está enferma. Ayudadme, se ha desmayado.

Más allá de los muros, por el sendero, se acercaba el sonido de los jinetes.