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«¡Espero que le cojáis!»

«La ventaja de no tener que dormir —pensó Benno mientras su caballo emprendía la subida del pedregoso camino que seguían— es que uno no puede tener pesadillas. Si la joven dama ha visto cómo mataban a su hermano, lo más probable es que no sueñe con rosas y ruiseñores».

Todavía estaba intentando averiguar cuán inminente era el peligro. En cuanto se alejaron lo suficiente de la ciudad y habían sido adelantados por los hombres que estaban buscándolos, su señor creyó conveniente detenerse para comer algo y explicarle la situación a la muchacha. Desde entonces, sin embargo, estuvieron cabalgando sin cesar, como si, a pesar de que habían elegido un camino diferente del de sus perseguidores, existiera la posibilidad de que pudieran capturarlos.

Y luego, ¿cómo debía interpretar aquello de que iban a visitar a un hombre muerto? Benno creía a su señor capaz de hacer cualquier cosa, incluso de practicar la brujería, pero la idea de hacer salir a un muerto de la tumba, que era el sitio que le correspondía legítimamente, no le hacía mucha gracia. En las cocinas y los establos donde había escuchado historias, Benno había llegado a la conclusión de que los fantasmas toscanos eran los más importantes de su clase. Prefería no molestarlos.

—Debemos conseguiros otra ropa en cuanto podamos, señora.

Agotada y aturdida como estaba tras la extraordinaria experiencia que suponía cabalgar toda la noche entre los brazos de un hombre que jamás había visto (incluso el tocar a un hombre que no fuese su padre era algo impensable para la hija virgen de un príncipe), el comentario la despertó. Se irguió y sus ojos brillaron ferozmente a la luz del amanecer.

—¿Qué queréis decir? ¿Cómo os atrevéis…?

Benno vio que su señor inclinaba la cabeza como si aceptase la reprimenda. Sin embargo, cuando habló, su profunda voz tenía un tono risueño.

—Perdonadme, alteza. Lo que quiero decir es que no deben reconoceros. El vestido que lleváis no es un vestido corriente. El príncipe ya debe de saber que os han ayudado a escapar y que la princesa, vuestra madre, recibió a un mensajero procedente de Rocca. Por lo tanto, lo más probable es que sea ese mensajero, que tan rápidamente desapareció, la persona que os esté llevando al palacio del duque Ludovico. Nos buscarán en todos los caminos por los que puede irse a Rocca.

—Creo —dijo la muchacha con un inesperado tono jocoso en su cansada voz— que podría llamar igualmente la atención si llevara una camisola.

—Una joven dama como vos llamaría la atención en cualquier parte.

Se trataba de la clase de galantería a la que estaba acostumbrada. La muchacha no pidió más explicaciones.

Una hora más tarde aproximadamente, cuando el sol ya había salido y el aire empezaba a calentarse, Segismundo y sus compañeros se encontraron con los peregrinos. Habían oído voces y chapoteos cuando subían entre unos árboles hacia la cima de una pequeña loma. Mientras él aguzaba la vista, la muchacha se había asegurado instintivamente de que su cabeza y su vestido estuvieran cubiertos por la capa. La última vez que había realizado un viaje a campo raso había sido a los ocho años de edad y, además de saber que corría el peligro de ser reconocida, tenía la sensación de que todas las personas que encontrara fuera de palacio podían responder a algunas de las características de un animal salvaje.

De hecho, los peregrinos que vieron mientras bajaban por la loma tenían una cosa en común con los animales salvajes: no llevaban ropa. Habían aprovechado la ocasión para bañarse en las aguas de una laguna rodeada de juncos y enebros formada por un manantial sagrado que brotaba de un conducto de piedra. Era precisamente ese manantial lo que los había llevado a elegir aquel difícil y pedregoso camino, que en circunstancias normales habrían evitado. Con la inmersión total en sus aguas no sólo se aseguraban la consecución del máximo beneficio espiritual, sino que, además (así de generosa era la gracia divina), podían quitarse de encima el polvo del viaje que habían emprendido al salir de un hospicio antes del amanecer e incluso aliviar las inflamaciones que les habían producido las picaduras de las pulgas. En unas matas de romero que crecían en la ladera de la loma habían colgado varias camisas y camisolas a secar. Aunque uno de los peregrinos acababa de empezar a entonar una salmodia de aire bastante monótono y dos de sus compañeros lo acompañaban, la mayoría se encontraba simplemente disfrutando del baño. Un muchacho que había comenzado a trastear y salpicar a los demás fue reprendido por un bañista tonsurado.

Al ver que se acercaban unos extraños, una o dos mujeres se cubrieron los pechos con las manos o se arrodillaron para que el agua las cubriera hasta el cuello. Casi todos los peregrinos, sin embargo, se quedaron mirando sin ocultar ni su curiosidad ni sus cuerpos. Un hombre fornido, que debía de ser el guía que habían contratado y no se había desnudado como los demás, apareció cerca de los arbustos llevando en la mano una vara de peregrino que bien podría utilizar como arma, y los saludó.

—¿Os dirigís también a Colleverde, a ver las reliquias y la boda?

Tras las someras instrucciones que su señor le había dado, a Benno no le sorprendió que Segismundo se detuviera, desmontara y cogiese a la muchacha en brazos con cuidado de no destaparla. Mientras la abrazaba con fuerza, respondió al guía.

—Lo que busco es la salud y las fuerzas de mi hija. Estoy dispuesto a ir a cualquier lugar en que sepa que puede recuperarlas.

Los peregrinos reaccionaron con efusión.

—Metedla en el agua. Se encuentra bajo la protección de san Lucas y san Cristóbal.

—Sumergidla en el agua.

—Los santos ayudarán a la pobre muchacha.

Mientras Segismundo se acercaba a la laguna, Benno detectó en el bulto que formaban los pies de la muchacha un intento de patada. Había servido a una joven célibe en el pasado y se hacía una idea de lo que podría sentir la hija de una princesa al ver que la llevaban al lugar en que se había reunido un grupo de campesinos deseosos de su compañía. Sin embargo, su señor hizo todo con gran corrección, ya que le sostuvo la capa y volvió la cabeza cuando su supuesta hija se quitó el vestido incriminatorio. En un primer momento, en cuanto la hubo dejado en el suelo, la muchacha se quedó rígida. Tal vez quisiera pedirles a los santos del manantial que provocaran un repentino desprendimiento de tierras que no perdonase ni siquiera a su salvador. No hizo ademán de despojarse el vestido hasta que él le dijo unas palabras en voz baja. A continuación empezó a mover los dedos bajo la capa. Benno, que confiaba en que supiera desnudarse sin ayuda de criadas, obtuvo una prueba de sus aptitudes cuando la muchacha pateó por debajo de la capa un bulto arrugado de terciopelo dorado. Benno se agachó para recoger el conjunto, falda, corpiño y mangas, y entonces, cuando lo estaba apretando contra el pecho (medio ahogando, de paso, a Biondello), recibió un fuerte varazo en el trasero.

—¡Respeta el pudor de la dama, bribón! ¡No mires!

Segismundo dio las gracias al guía de los peregrinos con gesto grave.

—El pobre no tiene muchas luces y es lujurioso por naturaleza. —Benno que había puesto una cara que se correspondía a la primera parte del comentario que había hecho su señor, no tuvo dificultades para dejar que su boca se abriera todavía más cuando oyó la injusticia que suponía la segunda parte—. Le llevo a Colleverde con la esperanza de que las reliquias tengan algún efecto sobre su naturaleza. —Segismundo lanzó su capa a Benno y cogió a la muchacha, quien se tapó tímidamente con la camisola. El guía los acompañó hasta la orilla de la balsa, donde los campesinos se habían reunido con gesto bondadoso y entusiasmado. Una mujer que llevaba atada a la cabeza una tela que semejaba una ensaimada se mostró especialmente solícita. Cuando el padre de la muchacha les hubo explicado que el hecho de meterla en el agua podía causarle uno de sus ataques, los peregrinos se apresuraron a ofrecerle agua para beber y, ahuecando las manos, empezaron a echarle vigorosamente agua por encima. Un muchacho se mostró sumamente diligente en la realización de dicha tarea hasta que Segismundo y la vara del guía lo obligaron a dejarlo. La pequeña ceremonia animó al cantante a reanudar sus salmodias y muy pronto prácticamente todos los presentes estaban cantando, incluido Segismundo, cuya voz sonaba por debajo de todas. La muchacha se había quedado sentada donde éste la había dejado. Temblaba, posiblemente de rabia. Segismundo la ayudó a ponerse en pie.

De repente, sus cánticos fueron interrumpidos por el ruido producido por unos cascos de caballo. Todos se volvieron para ver si se trataba de otro viajero que venía a visitar el manantial sagrado. A quien vieron, sin embargo, fue a Benno, agarrado al cuello de su pequeño caballo, alejándose a galope tendido por un sendero que había entre los árboles.

Segismundo fue el primero en dar la voz de alarma. Echando a correr, exclamó:

—¡Bribón! Se ha llevado el vestido de mi hija y el caballo.

Retrocedió, cogió a la muchacha y la llevó al sendero, donde les aguardaba pacientemente el caballo pardo. Desató las riendas de la rama en que estaban sujetas, subió a la muchacha al lomo del animal y montó, mientras el guía de los peregrinos agitaba la vara y gritaba:

—¡Tenéis suerte de que no sea tan inteligente, porque si no se habría llevado los dos caballos!

Segismundo frunció el entrecejo al oír el chiste. Arropó entonces a la muchacha con su capa, sacudió las riendas e hincó los talones en los flancos del caballo. Los peregrinos, como si fueran una piara de cerditos, salieron rápidamente del agua para examinar sus prendas de vestir.

—¡Espero que le cojáis! —se oyó decir mientras el gran caballo pardo salía furiosamente en busca del gris levantando una nube de polvo.

Tras recoger su ropa e inspeccionarla, los peregrinos se secaron y vistieron al tiempo que comentaban animadamente lo ocurrido. Habían tenido suerte de que el bobo no hubiera robado más cosas, pensaron. Al parecer, el único que se había quedado sin ropa era el muchacho. Uno de los peregrinos, un hombre corpulento lo bastante prudente y rico como para llevar un segundo jubón en el hatillo vio cómo su caridad cristiana era puesta a prueba cuando la opinión pública decidió que debería ofrecérselo al muchacho sin otra recompensa que la futura bendición de los santos.