24
«¿Acaso queréis molestar a los muertos?»
Bianca se dirigió a Benno animadamente. Le gustaba su actitud tranquila y el hecho de que no hubiera preguntado nada. Él respondió con una sonrisa cordial. Quería sacar provecho de su tiempo.
Cuando ya se encontraba cerca de él, se detuvo. Las aletas de la nariz se le habían dilatado; entonces retrocedió un paso y se le contrajeron. Lo miró de arriba abajo y le entraron unas ganas irresistibles de divertirse. Puso los brazos en jarras y se inclinó encogiendo los hombros de tal modo que el escote de su vestido dejara su pecho al descubierto. Entonces dijo:
—¿Te gustaría estar conmigo?
Benno respiró hondo. Aunque jamás le habían hecho una oferta de aquellas características y dudaba que Bianca fuese en serio, estaba dispuesto a aceptar lo que el destino dispusiera para él. Curiosamente, la idea del dinero no se le pasó por la cabeza, tal vez porque ya estaba acostumbrado a que nadie se sorprendiera de que careciese de él.
—¿Cómo no iba a gustarme? —exclamó.
—Pues entonces has de hacer lo que yo te diga. Todo lo que te diga. ¿Entendido?
—Tengo que estar aquí cuando mi señor salga.
—Mi señora y yo hemos echado un buen vistazo a tu señor y te aseguro que no va a permitir que escape tan fácilmente. Además, un hombre con semejante boca no va a decirle que no a mi señora. A tu señor le sobra el tiempo para las mujeres, ¿no es cierto?
Bianca temblaba levemente. A Benno no se le escapaba nada.
—¿Qué he de hacer? —preguntó.
Irguiéndose, Bianca se volvió bruscamente, abrió una puerta y dijo:
—Ven conmigo.
Benno la siguió. En la pequeña habitación, que estaba iluminada con un pequeño fuego, había una gran tina, un jergón y un biombo con una sábana por encima. Bianca se volvió hacia Benno y empezó a desatarle el jubón con meticulosidad.
—Cuidado —dijo Benno.
Bianca se quedó helada al ver a Biondello, que había asomado la cabeza y se había puesto a mover el hocico al percibir el olor a hierbas que inundaba la habitación.
—¡Dios santo! Pensaba que ahí dentro llevarías una segunda camisa para cambiarte o… Además tendrá pulgas, seguro.
—Oh, sí —le aseguró Benno—, claro que las tiene. —Había conseguido su primera camisa de muda hacía muy poco y la había puesto en su alforja.
—Quítate la ropa.
Benno dejó a Biondello en el suelo y se quitó el jubón. Tras olisquear por un instante los alrededores, el chucho se sentó al lado del fuego y empezó a morderse el costado. Las pulgas que llevaba encima se habían despertado al mismo tiempo que él.
—Venga. Toda.
—¿Toda? —Benno se despojó de las botas y Bianca empezó a desatarle los cordones de la camisa—. ¿Por qué toda?
—Porque lo digo yo. —De un tirón, le quitó la camisa por encima de la cabeza.
Con la camisa salieron volando una lluvia de mendrugos, un grasiento paquete de tela, una ciruela seca y mohosa, media docena de avellanas, un higo seco aplastado, un pedazo de queso, una cebolla y una manzana. Galvanizado, Biondello se lanzó por el forraje. Lo más cerca que había conseguido llegar de aquellas delicias había sido chupando con devoción la camisa que las contenía.
—¡Eh! —Benno intentó recuperar un mendrugo en el momento en que desaparecía.
—Eh… —dijo Bianca. Y se quitó el vestido.
Benno perdió todo interés en el futuro de sus provisiones y se acercó a ella, que se apartó a un lado y señaló la tina.
—Adentro.
Él la miró.
—Está llena de agua.
Bianca siguió señalándola. Benno, perplejo pero deseoso, se metió en la fragante agua hasta las espinillas. Estaba tibia en la superficie y caliente en el fondo.
Jamás en su vida había visto a una mujer desnuda, y aquella ágil negra lo confundía. Obediente, se sentó y ella se metió en la tina delante de él.
Estaban apretados, lo cual no dejaba de ser interesante. Por un momento a Benno lo distrajo el sonido que estaba produciendo Biondello mientras olisqueaba el paquete de carne, pero Bianca no tardó en centrar toda su atención. Estaba lavándolo.
Muchas veces se había preguntado por qué la aristocracia se bañaba tan a menudo. Una sonrisa seráfica se extendió en medio de su barba.
Durante la siguiente hora, y pese a interrupciones tanto de tipo práctico (como cuando ella se inclinó peligrosamente en busca de un trozo de madera que arrojar al fuego o Benno tuvo que impedir que Biondello participase en sus investigaciones) como erótico, Bianca lo lavó de arriba abajo. Las experiencias de Benno con mujeres habían tenido lugar contra una pared o sobre la paja de un establo. Por tanto, aquella sosegada actividad le resultaba tan nueva como el baño. Estaba extasiado.
Mientras Benno disfrutaba de su primer baño, en la gran cocina de Fontecasta se vivía lo que casi podría llamarse una fiesta familiar. El fuego ardía en el hogar, la anciana se había inclinado a su luz para examinar unas hierbas, el ciego estaba sentado en un banco de respaldo alto escuchando lo que estaba leyéndole la muchacha y el viejo dormitaba encorvado sobre un poyo al amparo de las sombras.
El señor Mirandola agradecía que la señora Minerva le leyera. Lo agradecía porque la ductilidad de su voz y la comprensión que tenía del latín en que estaba escrito el texto que leía aumentaban extraordinariamente el placer que le producía escucharla. Su anterior lector, que había muerto tres años atrás, leía salmodiando y se sentía satisfecho si lograba pronunciar las palabras, sin preocuparle lo que pudieren significar, por lo que el señor Mirandola había tenido que aguantar en silencio el enunciado de cantidades falsas.
También agradecía la distracción que aquello suponía para su mente. Estaba inquieto, puesto que, dado el tiempo que se había prolongado su ausencia, era de suponer que Máximo se habría quedado encerrado aquella noche en la ciudad y se temía que le hubiera ocurrido una tragedia. El descubrimiento del médico lo había dejado aterrado. La muchacha había hecho todo lo posible por engañarlo. La había oído hablar exactamente igual que un muchacho enfermo y displicente, pero por un golpe de mala suerte la inclinación del médico había resultado ser hacia los jovencitos de buen parecer, lo cual lo había llevado, insatisfecho con las tomas de sangre y el examen de orina de rigor, a realizar una exploración fatal de su disfraz y de sus partes pudendas. Aquel desgraciado habría dado la noticia en Colleverde. Mirandola, consciente como era de la relación que él había tenido con la princesa Oralia, pensaba que el mero hecho de que la muchacha estuviese en la villa ponía en evidencia su identidad; como Segismundo no había regresado ni había contestado el mensaje urgente que enviara, la conclusión no podía ser más que una: en cuanto abrieran las puertas de la ciudad por la mañana, dejarían de estar seguros en Fontecasta.
La muchacha interrumpió la lectura y dijo:
—Los perros están ladrando mucho.
—Ladran a la luna. En ese sentido no son buenos perros guardianes. Siempre están ladrando.
Todavía estaba vestida con la ropa del muchacho, aunque su aspecto había experimentado una indudable mejora debido a que Sibila se la había lavado mientras guardaba cama por la enfermedad. Ahora llevaba, además, un fino chal blanco que su madre había enviado al señor Mirandola y un pañuelo escarlata que, ante la insistencia de Sibila y a pesar de que ya no le molestaba la garganta, se había puesto para protegerse del frío de la noche. Sibila cogió una taza de barro que estaba al lado del hogar y se acercó con dificultad a la muchacha para dársela y soltar una serie de gruñidos malhumorados de los que pudieron entenderse las palabras «garganta» y «voz».
—Bebedlo, señora —dijo Mirandola con gesto risueño. Mientras la muchacha bebía y la anciana aguardaba a que le devolviera la taza, él movió la mano en señal de alarma. Lo miraron, vieron que estaba escuchando algo con atención y permanecieron quietas, conteniendo la respiración.
—¿En el huerto? —Su áspera voz sonó apagada—. Sí, ahí fuera… están cavando.
Llevaban una antorcha y un farol. Dos hombres estaban cavando con unos picos; un tercero se encontraba en el exterior, al otro lado de la puerta del muro, y estaba sujetando los caballos; el cuarto llevaba una capa y los miraba con ojos brillantes en actitud de espera. No les importaba hacer ruido; la casa, que se alzaba a menos de cien metros de distancia, no estaba iluminada y los monótonos ladridos de los perros no habían despertado a nadie. La forma de la antorcha parecía una miniatura del enorme y oscuro ciprés que había no muy lejos de donde se encontraban. Unos retorcidos árboles de huerta se encorvaban en la oscuridad, prácticamente invisibles. Mientras trabajaban, los hombres que estaban cavando lanzaban vaho por la boca y miraban de vez en cuando en dirección a la casa. En un momento dado hundieron la pala en la tierra, la levantaron y se encontraron con unas piedras rotas.
Un pájaro de gran tamaño pasó de repente cerca de sus cabezas con un susurro de alas. Se agazaparon e interrumpieron el trabajo. Por un segundo se oyeron las pulsaciones que sonaban en la garganta de uno de los hombres.
—Continuad.
Siguieron cavando y echando piedras rotas sobre la hierba y el montón de tierra. Tras rebuscar entre las que quedaban dentro y acercar el farol para cerciorarse, se quedaron quietos y miraron al hombre de los ojos brillantes sin decir nada. A la luz de la antorcha vieron que se apretaba la capa contra el cuello; el tembloroso resplandor que lanzaban los bordados de oro de sus guantes dejaba ver lo apresuradamente que respiraba.
—¿No hay ningún cadáver?
—No, señor. No hay más que piedras. Ya hemos llegado al fondo.
Oyeron el silbido metálico de una espada al ser desenfundada.
—Entonces está vivo. Traed los picos. Dame eso. —Mientras los hombres salían de la tumba, cogió la antorcha—. ¡Vamos a la casa!
Durante todo aquel tiempo se habían oído los ladridos apagados de los perros. De pronto fueron más nítidos, y a continuación sonaron como si hubieran salido al exterior y se acercaran. Eran dos perros de caza, grandes, lanudos y de fauces anhelantes. Uno de los picos salió disparado hacia un lado, le dio a uno en la cabeza, lo alzó en el aire y lo dejó temblando sobre la hierba. El otro recibió un fogonazo de la antorcha en la cara y retrocedió soltando gañidos. El resplandor de la antorcha y la oscilante luz del farol mostraron entonces a un hombre corpulento de aspecto amenazador que iba armado con una alabarda.
—¿Qué demonios hacéis? —exclamó—. ¿No sabéis que hay fantasmas en este lugar? ¿Acaso queréis molestar a los muertos?
Gruchio, con la confianza que le daba el éxito de experiencias pasadas, se había desentendido del plan de emergencia que Segismundo había explicado a los habitantes de la casa. Sin embargo, ahora no tenía delante a unos campesinos a los que pudiera asustar con la leyenda del lugar. Apenas había tenido tiempo para percatarse de ello y ver la suerte que habían corrido los perros cuando un pico le atravesó el pecho.
Los tres hombres permanecieron quietos por un instante a la espera de un nuevo ataque; el perro herido intentaba aliviarse la quemadura que le habían hecho en el hocico frotándoselo con las patas y restregándolo contra el suelo. El jefe del grupo le lanzó la antorcha y el animal se alejó aullando; entonces señaló la casa con la espada.
Gruchio había salido de la casa tan confiado que había dejado la puerta abierta. El jefe la abrió de par en par y sus hombres levantaron el farol, que osciló en el extremo de su cadena. Tenían ante sí un pasillo de poca longitud. Al final de éste, al lado de una cortina, había un muchacho delgado, inmóvil. Una masa de rizos rubios le rodeaba la cabeza; llevaba puesta una túnica finísima y ondulante de color blanco que dejaba entrever su cuerpo, el cual estaba separado de la cabeza por una raja escarlata. El farol osciló dejando a oscuras por un instante el pasillo; cuando volvió, el pasillo estaba vacío.
El jefe del grupo lanzó un aullido animal, giró sobre sus talones y se alejó a trompicones. «Hay fantasmas en este lugar —resonó en el interior de su cabeza—. ¿Acaso quieren molestar a los muertos?».
Los hombres, que sólo habían vislumbrado lo que él había visto, una figura evanescente que había desaparecido al oscilar el farol, dieron un respingo al oír su grito y echaron a correr en dirección a los caballos. Uno de ellos, corriendo a la sombra que proyectaba una nube con la luz de la luna, estuvo a punto de caerse en la tumba vacía; otro, al no poder soltar las riendas de la rama a que estaban atadas, se alejó alocadamente al galope llevándose la rama consigo. El hombre encargado de los caballos, desconcertado por el grito, había echado a correr antes que ellos y se había perdido en la oscuridad.
El hombre de la espada los siguió dando tumbos por el huerto y cayó temblando al suelo mientras ellos forcejeaban con los caballos. Cuando el sonido de los cascos se desvaneció en el viento, él seguía en el suelo, revolcándose sobre la hierba como un pez fuera del agua y agarrando algunos de los terrones que habían arrojado sus hombres al excavar la tumba.
La luna asomó detrás de la nube e iluminó imparcialmente sus forcejeos y el otro cuerpo, que yacía no muy lejos de él y jamás volvería a forcejear.