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«Aquí soy yo quien da las órdenes»
La princesa se había puesto en pie siseando como una cobra y removiendo todos sus velos.
—¡Que arda! ¡Que arda como ha ardido mi hermano!
El duque, tal vez considerando aquello una frase hecha, rechazó la propuesta. Segismundo, que estaba dándole a Giacomo unas cariñosas palmaditas en la mejilla tal como un ogro podría tratar su cena, insistió:
—Princesa, la venganza es un plato que hay que saborear lentamente. Si quemáis a un hombre, lo único que conseguís es que se ahogue con el humo y sanseacabó. Si le azotáis como a un cerdo, la carne resultará más tierna.
Benno tragó saliva, la princesa guardó silencio y el duque decidió por todos.
—Esta noche, durante el banquete, cenaréis, por primera y última vez, con un duque. —Los preceptores de Grifone habían llegado a la conclusión de que éste tenía un sentido del humor deplorable, ya que en su opinión obtenía un placer perverso de las catástrofes y tragedias que en los clásicos tenían por objeto purgar la mente en lugar de entretener, tal como había establecido Aristóteles—. ¿Eh, obispo? ¿Creéis que puede servirnos de música esta noche?
El duque estaba recuperando el ánimo a la misma velocidad que el obispo perdía el suyo. Al tiempo que emitía un gruñido de asentimiento, el obispo pensó en que la cena por la que se habían deslomado sus cocineros iba a resultar un desastre (al menos para él) a causa de los gritos de aquel pobre hombre. El único acompañamiento civilizado para una cena era la música de una pequeña orquesta como la que él había logrado reunir con el paso de los años, un conjunto integrado por expertos intérpretes de la cítara, el cromorno, la viola da gamba… Pues bien, todo se había echado a perder. Había esperado que la princesa, dado el luto estricto que llevaba, no asistiera al banquete, pero ahora parecía que no sólo iba a estar presente, sino que vería y oiría cómo torturaban al asesino de su hermano (¿era realmente verdad que sólo había tenido intención de hacerlo?). Se temía que debería haber pedido clemencia, pero ante las órdenes conjuntas del duque y la princesa, tal petición habría resultado tan absolutamente inútil como solían serlo sus sugerencias. No sabía muy bien qué decía la ley en relación a los casos de asesinato o intento de asesinato de un clérigo cuyo autor estuviera bajo el poder secular de un duque. Aquella era la clase de duda que el cardenal Petrucci nunca habría tenido. El obispo rezó rápidamente una oración para pedir que el duque se marchara lo antes posible de Colleverde y luego otra para pedir que el forastero de la cabeza rapada no tardara en irse y se llevara, de paso, sus repugnantes ideas.
—¿Es el último, alguacil? —El duque, que estaba frotándose suavemente la herida, lo miró con gesto airado. El alguacil, sin embargo, no se caracterizaba por su prudencia, de modo que sacó pecho y alzó la vista con una sonrisa de oreja a oreja, como si estuviera orgulloso de haber guardado lo mejor para el final. Hizo una señal y su capitán fue a la puerta a coger al último prisionero.
—Excelencia, el señor obispo os habrá dicho de dónde ha surgido esta diabólica obra. ¡Durante todo este tiempo, Satán ha tenido su morada en un lugar cercano a la ciudad y ha venido hasta aquí con la intención de acabar con vos y desafiar a nuestra bendita santa! —El alguacil guardó silencio para que sus palabras tuvieran mayor efecto y extendió bruscamente un brazo en el momento en que los guardias arrastraban al prisionero a la presencia del duque y lo obligaban a arrodillarse—. ¡El hombre de Fontecasta, excelencia! Confabulado con el diablo, vino anoche a Colleverde para quemar a su eminencia y así evitar que descubriera la conspiración contra vuestra vida. ¡Observad! —El alguacil se inclinó y levantó el brazo del prisionero con el consiguiente ruido de cadenas—. ¡Quemaduras! ¡Lleva la marca de las llamas de su maligno amo!
Benno miró a Máximo aterrorizado. Había que admitir que con la mugre que aquella noche había acumulado en la mazmorra la feroz mirada de sus ojos enrojecidos y la tensión que reflejaba su mandíbula, Máximo parecía realmente un demonio.
—¡Que la bendita santa Bernardina nos proteja! —El obispo se santiguó y se inclinó para mirar fijamente a Máximo—. Éste es el hombre cuya tumba he tenido que abrir esta misma mañana en Fontecasta… Pero… ¡Cómo es posible que esté tan terriblemente joven!
—¡Un muerto viviente! —El alguacil no podía estarse quieto de la emoción—. Se ha alimentado con sangre. ¡El diablo se encuentra en Colleverde!
Si Máximo era realmente el diablo, pensó Benno, estaba dando una demostración bastante triste de su poder. Era una verdadera desgracia que el obispo hubiera visto el cadáver del pobre Gruchio desenterrado y que Máximo se pareciera tanto a su padre. El obispo Tadeo, que siempre tenía cara de estar algo preocupado, ahora parecía hallarse profundamente conmocionado. Sus hombres habían clavado una estaca en el cadáver que habían encontrado en Fontecasta. Había exorcizado su espíritu. ¿Cómo era posible que aquella terrible aparición existiera?
El duque, por su parte, permanecía simplemente pensativo. Un mes atrás, en contra de la voluntad de su hijo, había despedido a su astrólogo por hacer continuamente presagios de carácter melancólico acerca de influencias malignas y, sobre todo, por vaticinar una siniestra conjunción de planetas de la que el duque sólo podría salvarse con la mediación de un hombre venido de Oriente. Montenero estaba al este y en aquellas ocasiones en que Grifone se había preguntado si el astrólogo tendría razón, se había consolado a sí mismo con la idea de que tal vez el príncipe Livio fuera su salvador.
Como el príncipe Livio había intentado de manera evidente ser lo contrario, el duque empezaba a preguntarse cuál sería, después de todo, su verdadero destino. Tras el despido del astrólogo, todos los cortesanos habían comenzado inmediatamente a fingir que a las personas cultas no les inquietaban las supersticiones. El duque, sin embargo, no estaba tan seguro de ello. Por añadidura, el astrólogo del príncipe Livio había insistido en que la boda se adelantara al sábado si el príncipe no quería meterse en líos.
El duque sonrió. La boda no se había celebrado el sábado a pesar de los planes del príncipe y éste se encontraba en aquel momento atado a lomos de un caballo y metido en uno de los peores líos que uno pudiera imaginar: estaba muerto y no había recibido la absolución. De todos modos, si su propio astrólogo había acertado en lo referente al peligro, tal vez también acertara en lo referente a otras cuestiones. Hizo una señal a Segismundo y le preguntó:
—¿De dónde sois?
—¿Excelencia…?
—¿Cuál es vuestro lugar de nacimiento?
La manifiesta falta de conexión de aquella pregunta con el tema del demonio de Fontecasta no pareció perturbar al hombre que tenía que responderla. El duque consideró aquello tranquilizador; Segismundo seguía tan atento como antes.
—Me han dicho que nací en Moscovia, Excelencia, pero —una sonrisa apareció de repente en sus labios—, aunque me encontraba allí en el momento de los hechos, no puedo asegurárselo.
Si Benno no alteró la expresión de afable idiotez que tenía en la cara al oír aquello fue sólo porque lo habitual en él era ponerla, ya que Segismundo le había dicho que había nacido en Bizancio y el duque de Rocca estaba convencido de que el lugar afortunado era España. El duque Grifone estaba poco acostumbrado a que la frivolidad formara parte de las respuestas que se le daban, pero como Moscovia estaba evidentemente al este, no le importó pasarla por alto. Al tiempo que señalaba a Máximo, preguntó:
—¿Qué hacemos con él?
Segismundo miró con detenimiento a Máximo, que estaba acurrucado en el suelo y tenía cara de pocos amigos, y soltó un murmullo de desdén.
—Con el debido respeto a mi señor obispo y su alguacil, este hombre no parece un demonio. Como ya le he dicho al alguacil, he trabajado durante una temporada en Fontecasta y conozco a este hombre.
—¿Y lo de esta mañana? ¿Y la tumba? —La amatista que llevaba el obispo en uno de sus dedos brilló con el temblor de su mano—. ¡Es el mismo hombre, con sus canas y la sangre en la boca!
—Señor obispo, el padre de este hombre ha sido asesinado a manos de Achille Malvezzi esta mañana al amanecer.
Máximo dejó escapar un suspiro y bajó la cabeza.
El duque Grifone se inclinó.
—¿Malvezzi? ¿El villano que ha intentado matarme? ¿Qué hacía en Fontecasta esta mañana?
Segismundo soltó un prolongado murmullo, como si fuera una abeja disfrutando con una flor.
—¿Se acuerda Vuestra Excelencia del mago Antonello, a quien su eminencia condenó a la hoguera, y cuya muerte quería vengar Malvezzi? Seguramente Malvezzi se había enterado de la muerte del señor Giraldi y quería hacerse con una parte del cadáver —todos los presentes se santiguaron conscientes de lo que aquello implicaba— para preparar algún hechizo que Antonello le habría enseñado y utilizarlo con vuestra excelencia. Por lo que he podido saber, el padre de este hombre murió cuando trataba de impedir que la tumba del señor Giraldi fuera profanada.
Benno, al igual que el obispo, estaba rezando con gran devoción. Sus rezos, sin embargo, tenían como objeto que el duque no hiciera demasiadas preguntas acerca de la muerte, o más bien vida, del señor Giraldi o del lugar en que se encontraba realmente su cadáver. Entonces pensó en Ángelo y añadió un corolario a su oración: «Que Ángelo no le pida al señor Mirandola que saque las cartas a los hombres del duque Grifone que andan por la ciudad». Si alguien reconocía al señor ciego, Segismundo se vería obligado a dar más explicaciones de las que podía permitirse y el encantador Ángelo habría dicho su última buenaventura.
—¿Giraldi? —El duque volvió a fruncir el entrecejo.
La princesa hizo un gesto de impaciencia a su lado y exclamó:
—Todo esto, excelencia, está fuera de lugar. Este desgraciado tiene marcas de fuego en la piel y el alguacil cree que ha venido a Colleverde para matar a mi hermano. Que lo torturen hasta que nos diga la verdad.
Antes de que Segismundo pudiera abrir la boca, el duque se volvió hacia ella. Benno contuvo la respiración y pensó que, si realmente había un demonio en la sala, el duque parecía el mejor candidato para serlo.
—Señora, aquí soy yo quien da las órdenes, y es mi justicia la que se hace. —Se volvió rápidamente hacia Segismundo y a continuación hacia Máximo, que seguía acurrucado y los miraba con cara de gárgola a la espera de que la clemencia le viniera caída del cielo—. ¿Así que pensáis que este hombre es inocente y que se hizo esas quemaduras de otra manera?
—Entre vuestros súbditos debe de haber muchísimas personas que en este momento tengan quemaduras de velas, antorchas, braseros y un sinfín de peligrosos objetos domésticos. —Por su tono de voz era evidente que Segismundo no daba la prueba por válida—. Los villanos que han tenido el atrevimiento de asesinar a su eminencia —dijo señalando el balcón con la cabeza— están ahora esperando el juicio divino.
—Muy bien. —El duque se levantó cogiéndose del brazo—. Soltadlo —ordenó a un decepcionado alguacil. Entonces se volvió hacia un paje y dijo—: Llama a mi médico… Señora, os veré esta noche en el banquete. Mi señor obispo, creo que lo más conveniente será que la misa de réquiem por su eminencia se celebre mañana. Que se encargue de la oración el sacerdote más entendido que tengáis, alguno que sepa hablar con estilo. Hemos de rendir el mejor homenaje posible a mi consejero más leal. —Miró a Segismundo, y añadió—: Y vos… También deseo veros esta noche en el banquete. Recibiréis la gratificación que os merecéis.
Benno pensó entonces: «Ojalá no tuviera esa manera de decir las cosas. Vete tú a saber en qué consiste esa gratificación. Una bolsa de oro no estaría nada mal, pero con lo peligroso que es este duque, igual se aparece con una soga».
Al menos su señor había conseguido que soltaran a Máximo. El problema ahora era Giacomo. El repugnante plan que Segismundo había urdido para él era un enigma. ¿Sería Giacomo un verdadero villano después de todo? No obstante, Benno conocía a su señor lo suficiente para no creerse lo que les decía a los demás hasta que no ocurriera. Segismundo era tan despiadado con las palabras como Ángelo con los cuchillos. Si su señor iba a asistir al banquete de aquella noche, Benno se encargaría de servirle para ver qué le ocurría a Giacomo. Sólo esperaba que no le quitara las ganas de comer.
Al obispo no le había ofendido en absoluto que el duque le hubiera dado a entender que no hiciera él el elogio al sugerirle que buscara a un orador. Aunque era un buen especialista en los clásicos, no era aficionado a pronunciar discursos y, además, sabía que sus sermones carecían de estilo. El sobrino de su eminencia, el padre Torcuato, sería el elegido. Constituiría una muestra de generosidad hacia un clérigo de categoría inferior como era él y un cumplido para la princesa. A ella le reconfortaría, ya que a la pérdida de su hermano había que añadir el desaire que le había dedicado el duque en público. «Aquí soy yo quien da las órdenes». Desde luego. El obispo no lograba recordar desde cuándo no se divertía así.