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¿Dónde se encontraba su marido?

—La princesa está muriéndose. No puede ver a nadie.

Se levantó; la cortina de brocado del pasillo que conducía a su dormitorio constituía un obstáculo mucho menor que su propio cuerpo. Su cara estaba formada por una serie de pliegues situados debajo de los ojos, en las mejillas y en las bolsas que le colgaban del vestigio de su barbilla. Entrelazó las manos sobre el bulto de su estómago y miró airadamente aquella molestia que había aparecido en su vida.

—Me envía su hermano, señora. El duque Ludovico de Rocca. —Alzó la carta y su pesado sello quedó colgando; antes de llegar a aquel lugar había tenido que mostrársela a tres personas. Era un hombre alto, ancho de espaldas y de expresión sosegada. La mente turbada que se ocultaba detrás de los pliegues vio algo en él que le hizo abrigar dudas.

—El conde Ludovico… —La mujer tendió la mano, un manojo de zanahorias ensortijadas, hacia la carta, pero ésta fue retirada en el mismo instante. El hombre hizo una leve reverencia, como si quisiera excusarse.

—Su excelencia insistió en que se la diera a vuestra alteza personalmente. Porto un mensaje privado.

Las personas que trabajan en los palacios conocen el significado de la palabra «privado». Se trata de una mercancía tan poco común que, por lo general, se hace necesario comprarla. El manojo de zanahorias cogió el brillante y pequeño disco que el hombre le ofrecía, se volvió y, tras levantar la cortina, le hizo señal de que pasara.

Aunque la habitación era tan grande como ha de serlo el dormitorio de una princesa, al tener las contraventanas cerradas se hallaba sumida en una solemne oscuridad. Sólo la luz que despedían el fuego y una vela de vigilia mostraba el extenso suelo de mármol y las bóvedas claustrales del techo y revelaba las pinturas que cubrían las paredes. La cama, que era también de gran tamaño, pese a que en aquella habitación su tamaño parecía normal, estaba colocada sobre una plataforma baja y coronada por una cúpula labrada que descansaba sobre las cabezas de varias cariátides, cuyos ojos incrustados lanzaban destellos.

Dos mujeres, con la vista fija en el fuego que ardía en el hogar, susurraban sordamente; una de ellas arrojó un puñado de hierbas al fuego, lo cual cargó todavía más el aire de la habitación. Un sacerdote con un exiguo flequillo canoso alrededor de su coronilla tonsurada estaba arrodillado al pie de la cama; sus oraciones se elevaban en atropellados murmullos, como si estuviera a punto de quedarse dormido. Cuando la cortina de la puerta cayó detrás del mensajero del duque, la llama de la vela que ardía en el altar de la Virgen situado al lado de la cama se estremeció, parpadeó y lanzó una voluta de humo sobre el oscuro y sereno rostro de la Virgen.

El hombre que se acercaba silenciosamente a la cama era una visita inesperada. Las mujeres volvieron la cabeza para mirarlo; el sacerdote despertó y guardó silencio por un instante antes de proseguir su recitado con nuevos bríos; sus ojos se posaron en el mensajero, alerta a cualquier distracción de interés.

La corpulenta criada se inclinó sobre las almohadas, aproximando su flácida cara a la mujer que estaba acostada en la cama para susurrarle algo al oído. A los ojos del recién llegado, de mirada intensa a pesar de la escasa luz de la habitación, la princesa tenía verdadera necesidad del constante murmullo de oraciones que le llegaba procedente del pie de la cama. Pronto le haría falta el oficio de difuntos.

Cuando el mensajero llegó junto a la cama, un hombre que estaba sentado en un rincón en una silla de respaldo alto despertó y se frotó los ojos. A juzgar por el bonete y la toga que llevaba, debía de ser médico; al levantarse, desprendió un miasma de olores herbarios, espirituosos y rancios. A su lado había una mesa sobre la que se veían varias escudillas, botellas, un frasco lleno de sanguijuelas, una sangradera y una carta astral. El médico se inclinó sobre la cama. A él, como al mensajero, la palidez de la princesa le resultaba familiar tanto como la delgada capa de sudor y el leve temblor de los dedos sobre el cubrecama. Incluso en aquel estado, la princesa seguía siendo hermosa. El mensajero encontró en los desmejorados rasgos de su delicado rostro un parecido con los de su hermano, a quien había servido recientemente.

En aquel momento los ojos de la princesa se abrieron para posarse en él, con un esfuerzo que puso de manifiesto el peso en que se habían convertido sus frágiles párpados. Eran azules como los del duque Ludovico (lo que resultaba una sorpresa entre tantos ojos oscuros), de un azul mortecino, como el de una flor arrancada.

—¿Ludovico?

El doctor retrocedió y caminó con paso inseguro hacia el fuego. El mensajero se arrodilló sobre el estrado que había al lado de la cabecera. Un pequeño galgo que estaba echado sobre un cojín alzó la mirada, parpadeó con aire suspicaz pero no ladró, como si fuera consciente de las maneras que hay que guardar en la habitación de una persona enferma.

Las mujeres habían empezado de nuevo a susurrar. El doctor se frotó las espinillas al calor del fuego. El crepitar de las llamas, la queda salmodia del sacerdote y los golpecitos que daba con las cuentas de su rosario producían un leve murmullo de fondo.

—Majestad. Traigo una carta de vuestro hermano el duque.

La noticia le infundió nuevos ánimos, una reacción que él ya había visto en otros moribundos. La princesa alzó a media altura una mano delgada en la que se veía un anillo que parecía estar a punto de caer, y con un gesto indicó a las personas presentes en la habitación que se retiraran.

—Marchaos. Dejadnos solos. Tenemos que hablar en privado. —La enfermera empezó a indicar a las mujeres que se fueran. Ni el médico ni el sacerdote se movieron, pues al parecer suponían que su profesión los dispensaba de obedecer la orden. La princesa, a pesar de lo débil que estaba, volvió a hablar con tono de autoridad—. Marchaos. Todos.

El sacerdote abandonó sus plegarias con gesto ofendido. Su obligación era asegurarse de que la princesa moría como era debido. ¿Cómo podría hacerlo sin el consuelo de sus oraciones? Se levantó y, tras tropezar con su sotana, dio un traspiés con el pie de la cama, algo que interpretó como una advertencia de que el diablo nunca se olvida de las frases sin acabar. Se santiguó y terminó sus oraciones mientras salía de la habitación.

Al tiempo que observaba cómo se iban, el mensajero se hizo dos preguntas que no llegó a formular: ¿por qué si la princesa tenía las horas contadas no estaba recibiendo la asistencia del obispo? ¿Dónde se encontraba su marido, el príncipe Livio?

La cortina cayó. La princesa y el mensajero se quedaron a solas con las inquietas llamas y el galgo adormilado.

—¿Deseáis que os lea la carta de Su Excelencia? —Cerca de la cama, el olor de la enfermedad era intenso; era un olor acre, más penetrante que el de las flores secas de lavanda que se habían esparcido sobre las almohadas y el cubrecama. También se percibía en el ambiente la fragancia de la valeriana. La princesa debía de estar amodorrada.

Le leyó la carta con su profunda voz; cabría preguntarse de cuánto estaría enterándose. Su hermano se interesaba por su salud y esperaba que el desfallecimiento que había sufrido últimamente fuera algo pasajero y que pudiese acompañar a su marido a la boda de su hija Minerva.

En aquel momento la princesa negó con un movimiento de la cabeza. El enlace matrimonial de Minerva y el hijo del duque de Grifone, Astorre, tendría lugar el domingo siguiente en Colleverde, Nemora, el ducado de Grifone. Ya era martes por la tarde, de modo que parecía muy poco probable que la mujer que yacía en aquella cama fuera a estar presente en la ceremonia, a menos que asistiese a ella en espíritu.

El duque Ludovico hacía una somera alusión al reciente fallecimiento que le había impedido acudir a su lado y luego recomendaba al portador de la carta, informando a la princesa que se trataba del hombre que le había salvado la vida durante la conspiración que había sufrido recientemente.

Al terminar, el mensajero guardó silencio y los hundidos ojos de la princesa se abrieron.

—¿Sois vos el hombre al que se refiere mi hermano?

Él inclinó respetuosamente la cabeza y dijo con voz profunda:

—Segismundo, para serviros.

La princesa apenas tenía fuerzas para que al hablar su voz llegara al distraído galgo.

—Mi hermano dice que confía en vos…, que le habéis salvado la vida… No tengo a nadie en quien confiar, sólo a vos… Escuchad… —Se le quebró la voz. Cerró los ojos. Poco después, empero, se reanimó—. Hay alguien en Fontecasta… —Volvió a fallarle la voz. Tras unos silenciosos latidos del corazón, otra pequeña inyección de energía dio velocidad, más que fuerza, a sus palabras, transformándolas en un flujo confuso y febril—. ¿Qué va a ser de mi hija? Ojalá nunca lo hubiera conocido, nunca… Traiciona a todos, absolutamente a todos, al final… El duque tiene los ojos cerrados… Debemos pagar por nuestros pecados. ¡Qué Dios proteja a los inocentes! Una boda funesta…, funesta. Pero ¿qué puedo hacer ahora? Ese hombre es un monstruo… y aun así hubo un tiempo en que lo quise… ¡Cuántos celos! Pobre Fabroni… cuánto sufrimiento… —Para oír mejor a la princesa, el mensajero se arrodilló y aproximó la cabeza a la almohada. Fuera, detrás de la cortina de la puerta, las mujeres y el doctor se miraban los unos a los otros, presa de una silenciosa irritación. La princesa prosiguió con un hilo de voz. Arrastró la mano sobre el cubrecama y, cuando encontró el brazo del mensajero, se lo agarró con una sorprendente violencia—. Fontecasta. No lo olvides. —Le soltó—. Oh, no hay tiempo…, no hay tiempo. Está a oscuras…, dile…, a oscuras…, llévalo a mi hermano…, mi hija.

«Mi hija».

Finalmente sí que había un obispo. Un arzobispo, en realidad. El tapiz que colgaba detrás de la cama ondeó en el momento en que se abría la puerta y a continuación entró en el dormitorio una pequeña procesión.

Aquél no era un sacerdote al que pudiera echarse de la habitación. Venía ataviado con un hábito confeccionado con joyas resplandecientes e hilo de oro, rodeado de las velas que llevaban sus acólitos y protegido por un dosel que acarreaban varios sacerdotes. Traía la hostia, el cáliz y el incensario. Segismundo se puso de pie, hizo una profunda reverencia y se apartó. Cuando la hostia pasó delante de él, volvió a arrodillarse y luego se retiró a la puerta por la que había entrado la procesión.

El arzobispo, alzando su sonora voz hasta adoptar el tono adecuado, declaró:

—Debéis confesaros, hija mía. Se acerca vuestra hora. Olvidaos de los asuntos de este mundo y preparad vuestra alma para el próximo.

Cuando el arzobispo se hubo colocado a su lado, su tono de voz descendió a un murmullo profesional. Los miembros de la procesión se mantuvieron a distancia para respetar el secreto de confesión. El sacerdote canoso, que ya estaba vestido para la ocasión, había venido con ellos y reafirmó su dignidad tratando de agruparlos correctamente. Se había corrido a un lado la cortina de la otra entrada, en cuyo umbral podía verse a varias mujeres arrodilladas. Segismundo observó que el pequeño galgo se acercaba a él mostrando toda la discreción de un cortesano nato; en el tapiz que había detrás de la cama, sin embargo, advirtió un movimiento que le indicó la presencia en la habitación de perros menos reverentes.

La voz de la princesa había recuperado parte de su fugitiva fuerza, de modo que aunque podía oírse lo que estaba diciendo, sus palabras sólo eran audibles para las personas que se habían acercado a ella durante la confesión.

De repente, alguien corrió el tapiz que había detrás de la cabecera de la cama. La violencia del movimiento fue tal que los ganchos de los que colgaba la tela saltaron de la pared. La nube de polvo que se levantó formó un halo en torno al hombre que apareció a la luz de la vela. Se quedó quieto por un instante. Iba vestido de negro y oro; el color negro de su pelo y su barba, así como el tono oscuro de sus grandes ojos, acentuaban la palidez de su cara. Hizo un movimiento con intención de hablar. El arzobispo retrocedió, pero al darse cuenta de que la voz de la princesa no desfallecía, volvió a inclinarse, aunque sin perder de vista a la persona que acababa de aparecer.

El príncipe había hecho por fin acto de presencia.

Al igual que las palabras aguardaban mudas en su boca, su espada permanecía oculta en la vaina. Tiró de ella. El arzobispo se irguió y estiró los brazos para proteger a la princesa moribunda. Pero el objetivo del príncipe Livio era otro.

Había sacado la espada. Manteniéndola en alto, echó a correr hacia donde se encontraba Segismundo. Los soldados y los sacerdotes se apartaron de su camino. El mensajero se los quitó a su vez de encima y entonces, cuando el príncipe pasó a su lado, oyó cómo susurraba unas hipnóticas palabras:

—¡Me habéis traicionado! ¡Me habéis traicionado! ¡Bastardos! ¡Bastardos!

Salió al oscuro corredor abovedado. En el umbral de la puerta por la que acababa de pasar apareció una muchacha rubia ataviada con un arrugado vestido dorado que, volviéndose hacia él musitó:

—¿Padre? —La muchacha se agarró a la jamba de la puerta y, cuando vio pasar a Segismundo, se lanzó detrás de él.

Al fondo del corredor había una antecámara muy iluminada y, detrás de ella, una capilla de la que salían varios cortesanos. El príncipe se abalanzó sobre ellos. Los rostros de las mujeres y los hombres que habían estado rezando por su princesa se transformaron en máscaras de sorpresa o miedo cuando vieron su cara y su espada. Uno de ellos avanzó. Sus rasgos, que eran muy parecidos a los de la muchacha que había aparecido en el umbral de la puerta, y su mata de pelo rubio lo identificaban como hijo suyo. La túnica de terciopelo dorado adornada con arabescos y el collar de resplandecientes rubíes que llevaba al cuello eran los distintivos de su rango.

—¡Padre! ¿No habrá…?

La espada del príncipe atravesó el aire y separó violentamente la cadena de rubíes de la mata de cabellos dorados. Una dama que al ver al príncipe se había arrodillado presa del miedo se encontró con la cabeza del muchacho en el regazo y, soltando un grito, se puso de pie de un salto. La cabeza rodó hasta que se quedó mirando, diríase que con sorpresa, al hombre al que acababa de llamar «padre».

El cuerpo se vino abajo, la sangre lo salpicó todo y su olor se mezcló con el del incienso y el de la cera de las velas.

—¡Eugenio! ¡Maldito seas! ¡Sé la verdad!

El príncipe señaló la rubia cabeza con su ensangrentada espada. Los cortesanos retrocedieron formando una piña y dejaron solo al hombre alto y bien parecido, que, pálido como la camisa que llevaba, miraba de la cabeza al crispado rostro del príncipe con cara de asombro y miedo, como si los mismísimos abismos infernales hubieran abierto sus fauces ante él.

—¡Alteza!

El mensajero del duque no se entretuvo. Había oído un ruido detrás de sí. La muchacha había llegado a la entrada de la antecámara, había visto lo ocurrido y se había desplomado al pie de una columna.