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La llegada del cardenal
Aunque el polvo que levantaba la procesión podía verse a kilómetros de distancia, dada la estación en que se encontraban podían considerarse afortunados de no estar empapados de agua y barro. De todos modos, «afortunados» no era la palabra correcta. Viajaban bajo la protección de los cielos, circunstancia que no podían olvidar, ya que acarreaban reliquias sagradas.
El hecho de que el polvo anunciara su llegada era innecesario, por cuanto la noticia se había difundido con antelación. La gente no sólo respondía dejando su trabajo en el campo para acudir al borde del camino y arrodillarse mientras pasaban las reliquias, sino también abandonando sus casas de los pueblos para formar grupos grandes y pequeños y seguir la procesión. Así, ésta avanzaba con una cabeza reluciente y una dilatada cola de color pardo. Los peregrinos que se dirigían a Colleverde la habían engrosado mucho antes, ansiosos por no perderse ni una sola de las bendiciones de los santos.
Una vez en Colleverde, las reliquias iban a ser guardadas en la catedral hasta que llegase el duque Grifone, su comprador. El duque quería que su última morada estuviera en el altar de la catedral que había mandado construir en la capital, Nemora. Como ésta se encontraba todavía a medio terminar, las reliquias permanecerían en Colleverde hasta que las consagraran. Allí también recibiría la bendición el matrimonio que iban a contraer su hijo Astorre y la hija del príncipe Livio de Montenero. Por consiguiente, las oleadas de peregrinos que se dirigían a Colleverde esperaban con ilusión obtener algún provecho espiritual, así como participar en las festividades de la boda.
El duque Grifone ya tenía un respetable número de reliquias. Su vida, sin embargo, era tal que la intercesión de un santo realmente poderoso se había convertido en una cuestión de urgencia. Como santa Bernardina, por acuerdo popular y consenso eclesiástico, estaba situada en una posición elevada en el escalafón celestial, una palabra suya, si las diversas partes de su anatomía que viajaban en aquella salmodiante procesión eran honradas en Nemora y recibían sepultura en un majestuoso mausoleo de la catedral, tal vez pudiera suponer para el duque Grifone la diferencia entre la condenación eterna a la que se exponía y una temporada bastante larga y tediosa en el purgatorio. Ya había quemado vivas a bastantes personas como para apreciar dicha diferencia.
Los súbditos del duque Grifone creían que aquélla era la oportunidad de expiar sus propios pecados y pensaban que éste era un hombre lo suficientemente razonable como para firmar semejante seguro de vida ahora que, a pesar de todos los inconvenientes que había sufrido, había logrado llegar a los cuarenta. De seguir las cosas como hasta el momento, no habría manera de adivinar si sería una enfermedad o el brazo vengador del familiar de alguna de sus víctimas lo que pondría fin a su vida. Tras el reciente fallecimiento de su confesor, se habían dado diversas renuncias de una modestia digna de elogio entre los candidatos más indicados para el puesto.
De todos modos, la mayoría de sus súbditos se lo tomaban con calma. Pensaban que, dado que no tenían la suerte de ser gobernados por el duque Ludovico de la vecina Rocca, quien se distinguía por ser extraordinariamente justo, no había mucho que elegir entre su propio duque y el príncipe Livio de Montenero. Aquellas personas que recordaban al viejo duque, el padre de Grifone, lloraban su muerte. Tanto él como sus consejeros habían mantenido buenas relaciones con el duque Ludovico y los demás vecinos y durante la época en que había gobernado no se habían dado los levantamientos que en el presente se producían a pesar de que, mediante un programa de ejecuciones en la hoguera y el patíbulo, el duque Grifone y su temible cardenal Petrucci hubieran logrado imponer la paz en Nemora. Ésta, sin embargo, no era del gusto de todos. Tal vez entre las personas arrodilladas al borde del camino hubiera quien estuviese rezando por la pronta muerte del tirano, con la esperanza de que su hijo resultara ser un gobernante más benévolo. Los más cínicos, en cambio, pensaban que los tiranos despiadados eran buenos para los negocios; mantenían la paz, y en paz era como uno hacía el dinero.
Las reliquias de santa Bernardina que se habían adquirido se encontraban en una casita de oro con celosías de rubíes y esmeraldas y un chapitel de diamantes que estaba siendo transportada sobre unas andas cubiertas de terciopelo escarlata y había sido tapada para el viaje con una mitra de terciopelo escarlata adornada con bordados y ribetes. Las andas, que eran lo suficientemente pesadas como para ofrecer una combinación de mortificación y privilegio, estaban siendo acarreadas por tandas de cuatro sacerdotes ataviados con sotanas azules orladas de oro. Detrás de la casita iban las reliquias de otros santos de menor importancia sobre unas andas más pequeñas y delante los acólitos que hacían balancear los incensarios, cuyo humo resultaba prácticamente invisible a causa del polvo del camino; precediendo cada par de andas ondeaba un estandarte con la imagen de los santos, y abriendo la marcha se encontraban el cardenal Petrucci y su comitiva.
Detrás de las reliquias marchaban otro grupo de sacerdotes y una escolta integrada por hombres del cardenal uniformados con libreas de color gris y escarlata. Éstos habían sido contratados en Roma, ya que el cardenal había enviado a su guardia personal al palacio que poseía en Nemora, para evitarle a su hermana, la princesa Corio, la incomodidad de tener que alojar a tantos hombres. A continuación avanzaban penosamente las mulas de carga y los criados necesarios para mantener semejante pompa. Cerraban la marcha los peregrinos y los devotos. Una salmodia se elevaba de forma ininterrumpida junto con el polvo, pese a que muchas de las personas que se hallaban en el borde del camino, hombres con el sombrero echado hacia atrás o apoyado sobre el pecho, guardaban silencio y abrían los ojos desmesuradamente para no perderse nada de aquel esplendor; algún que otro niño de los que alzaban las mujeres berreaba y pataleaba asustado por lo extraño que resultaba todo el espectáculo.
Al abrir la marcha, el cardenal se ahorraba buena parte del polvo y el ruido. Lo que era una novedad para los campesinos se había convertido en algo agotador para la persona que se había encargado de ir a buscar las reliquias a Roma. El viaje de vuelta estaba siendo muy distinto del de ida, que se había hecho en un tiempo razonable. El cardenal era un hombre de carácter brioso. Aborrecía ir a paso lento tanto mental como físicamente e incluso ahora, que habían comenzado a remontar el río que separaba Nemora de Montenero y a lo lejos podía verse el valle en que se ocultaba Colleverde, miraba alrededor buscando la manera de abandonar el camino y la procesión durante media hora y darse una vuelta a caballo en compañía de un pequeño séquito. Señaló con su fusta un sendero a propósito para sus intenciones que conducía entre unos árboles dispersos hacia un espeso bosque, y se inclinó para hacerle una pregunta al paje que caminaba al lado de su estribo. Sabía que el muchacho era de Colleverde y que por lo tanto le diría sin temor a equivocarse que el sendero, pese a estar en malas condiciones y suponer un desvío considerable alrededor de la colina, iba a dar al camino de Nemora en un punto muy cercano a Colleverde. La mula del cardenal, un hermoso animal de pelaje plateado y enjaezado con arreos de color escarlata, era muy capaz de llevarlo hasta allí a tiempo para entrar con la lenta procesión en la ciudad.
Envió al paje atrás para que impidiera que la larga comitiva saliera detrás de él ciegamente y, haciendo una sencilla señal con su guante rojo a las personas que lo seguían de cerca, hincó sus espuelas de oro en los flancos de la mula y se desvió hacia el sendero a paso ligero, levantándose sobre la grupa de tal forma que el viento hinchase su capa escarlata a sus espaldas como si fuera una vela.
Su sobrino Torcuato lo siguió aliviado. Al igual que a su tío, le disgustaban las multitudes, salvo cuando se trataba de una ceremonia de menor duración, y compartía con él el gusto por artes más secretas como la intriga, cuya práctica resultaba más sencilla con unos pocos, fuera cual fuere el resultado que ésta tuviera sobre la mayoría. Durante el largo y monótono viaje, Torcuato no había dejado en ningún momento de lamentar el hecho de haber salido de Roma y haber tenido que discutir con el Papa un precio justo por aquellos huesos de santa Bernardina que estuvieran en oferta.
Habían sido necesarias varias sesiones de discreto regateo. La suma de dinero que les había confiado el duque Grifone, pese a ser considerable, no había bastado para comprar la cantidad de reliquias que le habría gustado poseer, por lo que se había visto obligado a negociar el precio de los restos de ropa en lugar de de los restos de los miembros. El cardenal había empleado a Torcuato de intermediario para conseguir todas las partes de los santos o de la ropa de estos que pudiera sin tener que gastarse todo el oro que llevaban. Aunque había realizado una gran labor con una astilla del torno de santa Úrsula, en las demás ocasiones había tenido que renunciar a un dedo y conformarse con un fragmento. Pese a todo, había salido nuevamente victorioso con una uña del dedo del pie del centurión a cuyo sirviente había curado Nuestro Señor.
Gracias a tales actividades, había conocido a vanos príncipes de la Iglesia y estaba seguro de que, modestia aparte, había causado una buena impresión. Roma era un lugar emocionante; durante la misa en San Pedro había mirado a los cientos de cabezas inclinadas ante el Santo Padre que tenía alrededor y había experimentado en su interior un arrebato de ambición tan intenso que casi le había parecido físico. Sacerdotes más oscuros que él habían llegado a Papa. También era cierto que alguno de ellos había tenido que esperar a llegar a una edad avanzada para que la curia romana considerara que podía cumplir el papel de recurso provisional sin causar problemas mientras ella buscaba a alguien más adecuado. Muchos de estos «recursos provisionales», sin embargo, se habían sentido tan estimulados al ser proclamados Papa que no sólo habían recobrado el vigor sino que, además, habían pasado de la noche a la mañana de ser balbuceantes ceros a la izquierda a mostrarse como tiranos de geriátrico dotados de una formidable agresividad. Torcuato no tenía la intención de esperar tanto para ejercer su poder.
Era triste volver a Nemora estando la catedral a medio terminar y el duque (todo había que decirlo) prácticamente loco. Grifone se había deshecho de toda la oposición, tanto real como supuesta. Torcuato se había enterado de que uno de sus consejeros había sido colgado de uno de los muros del castillo encerrado en una jaula; otro había sido descuartizado por dos tiros de caballos en la plaza de la ciudad; otro, ciego y sin manos, había sido arrojado a los lobos. Gracias a la práctica del desmembramiento, el duque Grifone debía de sentirse a gusto entre las reliquias.
La voz de su tío lo sacó de su ensimismamiento.
—¿Has visto alguna vez la villa que hay en Fontecasta? —Petrucci había aminorado el paso y le hacía señas de que se acercara a su lado. Se había quitado la capa, pues el sol de la tarde era abrasador, y estaba mirando alrededor con gesto de interés. Su enjuta cara aparecía moteada a la escasa sombra de los árboles que se elevaban sobre su cabeza.
—¿Fontecasta? Hemos pasado ese pueblo hace poco, eminencia, y el manantial sagrado también. ¿Hay una villa allí?
—Antes la había, sin duda. Su dueño era un hombre llamado Giraldi, perteneciente a una antigua familia que tenía relaciones en Rocca. —El cardenal se quitó los guantes de terciopelo y se los entregó a su sobrino para que se los llevara—. No es más que un refugio de caza, aunque de los buenos. Recuerdo que en una ocasión el tal Giraldi recibió allí al difunto duque Ercole. Ya debe de ser muy mayor. De hecho, creo que tu tía me dijo una vez que estaba muerto.
La tía de Torcuato, la princesa Corio, era la hermana del cardenal. Su palacio era el lugar en que iba a hospedarse en Colleverde. Si había dicho alguna cosa, fuera de la clase que fuese, convenía pretender que era verdad tanto si lo era como si no.
—Ya. ¿Y dejó herederos? —Torcuato miró a su tío de soslayo, no por disimulo, sino por costumbre. No le hacía falta que nadie le dijera que a su tío, más aficionado a la caza de lo que pudiera considerarse apropiado en un clérigo, le agradaba la idea de que hubiera un refugio de caza en las afueras de Colleverde. Había jabalíes en las colinas de los alrededores.
—Hemos de enterarnos. —El cardenal espoleó de nuevo la mula y señaló un muro que se veía ahora detrás del bosque, cuyo enlucido estaba desprendiéndose de los ladrillos y al que le faltaban varias tejas.