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El vuelo a París transcurrió sin incidentes. Sasha almorzó, vio una película, durmió tres horas y se despertó al aterrizar en el aeropuerto Charles de Gaulle. Conocía a la mayoría de los auxiliares de vuelo y al sobrecargo que, sabedores de sus costumbres, no la molestaron. Sasha era un pasajero fácil y una persona agradable que solo bebía agua durante el vuelo. Sabía muy bien qué hacer para evitar el jet lag. Comía ligero, dormía, bebía agua y se metía en cama nada más llegar a casa, así por la mañana se encontraba bien y adaptada al cambio horario. Llevaba doce años volando regularmente entre París y Nueva York.
En París hacia un tiempo frío y lluvioso. Aunque en Nueva York disfrutaban del veranillo de San Martín, en París ya casi era invierno. Sasha llevaba un chal de cachemir para ponerse sobre la chaqueta al bajar del avión en el aeropuerto, donde, como de costumbre, la esperaba un coche con chófer. Por el camino charlaron del tiempo y del vuelo hasta llegar a la casa vacía. Como de costumbre, la mujer de la limpieza que acudía a diario entre semana, había dejado algo de comida en la nevera. Sasha, nada más cruzar el umbral, telefoneó a Arthur. Eran las cinco de la tarde en Nueva York y su marido pareció encantado de oírla. Estaba cerrando la casa de Southampton para volver a la ciudad.
—Te echo de menos —le dijo Arthur, después de que ella le informara del clima parisino. A veces Sasha se olvidaba de lo deprimentes que resultaban los inviernos en París—. Quizá deberías abrir una galería en Miami —bromeo él. Sabía que pese al mal tiempo, en el fondo de su corazón su mujer quería regresar a París, y él estaría encantado de acompañarla, al año siguiente, cuando se retirara. También él había disfrutado de los años que habían vivido en París al principio del matrimonio. A Arthur le gustaban las dos ciudades, pero lo único que realmente le importaba era estar con Sasha y disfrutar de la vida con ella.
—Pasaré el martes en Bruselas para conocer a un artista nuevo y visitar a uno de los viejos.
—Basta con que estés en casa para el fin de semana.
Tenían planeado acudir a la fiesta de cumpleaños de una de las mejores amigas de Sasha. La mujer había enviudado el año anterior y ahora salía con un hombre que no parecía gustar a nadie. Había tenido varios pretendientes durante ese año, pero ninguno ellos había encajado con sus amistades. Todo el mundo la apreciaba mucho y confiaba en que su última conquista desapareciera pronto. Su difunto marido había sido uno de los amigos más íntimos de Arthur y había fallecido a causa de un cáncer dolorosamente largo. Había muerto a los cincuenta y dos años, los mismos que tenía su mujer. La viuda contaba chistes malos sobre lo triste que era reincorporarse al mercado tras veintinueve años de matrimonio. Arthur y Sasha lo sentían por ella, de modo que soportaban a sus penosos ligues. Sasha sabía mejor que nadie, por las conversaciones que mantenían, lo sola que se sentía.
—Intentaré volver el jueves, o a más tardar el viernes. Quiero ver a Xavier y depende de cuándo le vaya bien venir. —Sasha le había incluido en sus planes.
—Dale recuerdos.
Después charlaron unos minutos. Terminada la conversación Sasha se preparó una ensalada, repasó unos papeles que le había dejado el encargado de la galería y abrió el correo. Contenía varias invitaciones a fiestas, una avalancha de anuncios de inauguraciones y una carta de un amigo. Rara vez acudía a fiestas en París salvo las organizadas por clientes importantes, a las que se sentía obligada a ir. No le gustaba salir sin Arthur y disfrutaba de la vida tranquila que llevaba, alterada solo por acontecimientos artísticos o cenas con amigos íntimos.
Telefoneó a Xavier según lo prometido pero su hijo había salido. Le dejó un mensaje en el contestador. A medianoche ya estaba en la cama y se durmió enseguida. Por la mañana se levantó a las ocho gracias al despertador. Llovía y estaba nublado como en lo más crudo del invierno. Se puso el chubasquero para cruzar corriendo el patio hasta la galería a las nueve y media y se reunió con el encargado a las diez en punto. La galería cerraba los lunes, así que tendría un día de trabajo tranquilo. Sasha y Bernard, e encargado, se dedicaron a organizar las exposiciones y horarios del año siguiente.
Sasha almorzó en el escritorio y la tarde pasó rápido. Eran casi las seis cuando su secretaria le anunció una llamada de su hija desde Nueva York. Xavier la llamaba mucho más a menudo que Tatianna; ese día ya había hablado dos veces con él. Cenarían juntos el miércoles para que Sasha pudiera regresar junto a su marido el jueves. Contestó al teléfono con una sonrisa, adivinando nuevas quejas sobre el fotógrafo para el que Tatianna trabajaba. Solo esperaba que su hija no se hubiera despedido. A veces podía resultar algo obstinada y no le gustaba someterse a otras personas ni dejarse tratar de forma injusta, y Sasha sabía que consideraba que su jefe nuevo no la trataba bien. Con un título en bellas artes por Brown esperaba hacer algo más que servir cafés y barrer el estudio cuando el fotógrafo se marchaba.
—Bonjour, chérie —saludó Sasha en francés sin pensar. Le sorprendió que le respondieran con un silencio. Supuso que la línea se había cortado y que Tatianna volvería a llamar. Iba a colgar cuando oyó un ruido gutural más animal que humano—. Tati? C'est toi? ¿Eres tú? ¿Qué ocurre, tesoro? —Estaba segura de que su hija lloraba, la oía sollozar al teléfono. Tardó un buen rato en hablar.
—Mamá... ven a casa... —Pese a toda su recién estrenada sofisticación, de pronto Tatianna parecía una niña de cinco años.
—¿Qué ha pasado? ¿Te han despedido? —Fue lo único que se le ocurrió a Sasha para explicar el estado en que se encontraba su hija. En ese momento Tatianna no tenía novio y por tanto no podía tratarse de un desengaño amoroso.
—Papá... —empezó a decir y rompió a llorar de nuevo al tiempo que a Sasha le daba un vuelco el corazón, que a punto estuvo de salírsele del pecho. ¿Qué podría haberle pasado a Arthur?
—Cuéntame qué ha pasado, Tatianna. Rápido. Me estás asustando.
—Papá... Han llamado hace unos minutos de la oficina... —En Nueva York era casi mediodía. Sasha sabía que si Arthur hubiera sufrido un accidente de vuelta a la ciudad le habrían telefoneado por la noche. Su marido llevaba encima todos los números de Sasha, igual que ella los de él.
—¿Está bien? —Sasha notaba que algo le atenazaba el pecho mientras preguntaba, pero Tatianna continuaba llorando desconsolada.
—Ha tenido un ataque al corazón... en la oficina... Han llamado a urgencias...
—Dios mío... —Sasha cerró los ojos con fuerza y esperó a escuchar lo que seguía mientras la mano con que cogía el teléfono le empezaba a temblar.
—Mamá... Ha muerto.
El mundo entero se detuvo para Sasha en cuanto su hija pronunció esa frase. La habitación parecía del revés. Sin darse cuenta, Sasha sostuvo el teléfono con una mano mientras con la otra, para no caerse, se aferraba al que había sido el escritorio de su padre. Sentía como si se precipitara por un abismo.
—No. Es un error —contestó Sasha, como si pudiera negar los hechos o decidir que no habían ocurrido—. ¡No es verdad! —gritó al tiempo que rompía a llorar. Tenía la impresión de que hasta la última fibra de su ser había recibido una descarga eléctrica. Le costaba respirar.
—Es verdad —gimió Tatianna—. Me ha llamado la señora Jenkins. Lo trasladaron al hospital, pero ya estaba muerto. Ven a casa, mamá...
—Enseguida —respondió. Se levantó presa del pánico, registrando la habitación con la mirada como a la espera de que apareciera alguien para decirle que todo era mentira. Pero no llegó nadie. Estaba sola—. ¿Dónde estás?
—En el trabajo.
—Vete a casa... No, no vayas a casa. Ve a la galería. No quiero que te quedes sola. Cuéntales lo ocurrido. Lo comprenderán. —Tatianna se limitó a llorar y escuchar. A las nueve salía un vuelo con destino a Nueva York, por tanto Sasha tardaría siete horas en llegar a casa. Además en Nueva York eran seis horas menos. Estaría en la ciudad a las once de esa misma noche hora de Nueva York, a las cinco de la madrugada hora de París. Sabía que su fiel ayudante llevaría a Tatianna al piso de sus padres—. Quédate donde estás, Tati. Mandaré a Marcie a recogerte. —Marcie trabajaba para Sasha desde que habían abierto la galería. Era una cuarentona amable y sin hijos que jamás se había casado y quería a los de Sasha como si fueran suyos. Después, pese al caos que lo nublaba todo, añadió—. Te quiero, Tati. Estaré en casa lo antes posible.
Sasha temblaba de pies a cabeza cuando colgó el teléfono. En un momento de locura, marcó el móvil de Arthur. Contestó la secretaria de su marido, la señora Jenkins. Estaba a punto de llamar a Sasha. Tatianna se le había adelantado. Por un fugaz instante Sasha quiso creer que Arthur contestaría al teléfono. Pero lo hizo la secretaria.
—Lo siento muchísimo, señora Boardman... Muchísimo... Ha sido tan repentino... No tenía ni idea, no me ha llamado... Había estado con él hacía cinco minutos. He entrado a llevarle unos papeles para que los firmara y me lo he encontrado desplomado sobre la mesa. Ya no estaba con nosotros. Lo han intentado... pero no han podido hacer nada. —Le ahorró a Sasha la espantosa escena que había presenciado mientras trataban de reanimarlo sin éxito. Lloraba—. Haré cuanto esté en mis manos. ¿Quiere que llame a alguien?¿Al hospital? ¿A la funeraria? Lo siento...
—Me encargaré de todo cuando llegue a casa. —O Marcie lo haría. Sasha no quería que nadie más tomara decisiones relativas a su marido. Ni siquiera ella quería tomarlas. Y primero tenía que telefonear a su hijo.
De inmediato le contó lo ocurrido a Eugénie, su secretaria parisina, y le pidió que le comprara un pasaje de avión y le preparara la maleta. La secretaria se quedó de piedra. Al principio no quiso creer lo evidente, pero cuando vio la expresión de Sasha supo que era cierto. Sasha estaba blanca como la pared, víctima de una fuerte impresión. Sus manos temblaban como hojas cuando descolgó el teléfono para llamar a Xavier.
Eugénie salió de la habitación y regresó al cabo de un momento con una taza de té, después volvió a salir para encargarse del billete de avión. Para entonces Sasha hablaba por teléfono con Xavier, que estaba tan consternado como su madre. El joven propuso reunirse con ella en París y volar juntos a casa. Pero si el vuelo de Xavier se retrasaba quizá no se encontrarían. Así que Sasha le pidió que fuera directamente a Nueva York, esa misma noche si podía. Desde luego a su padre ahora ya le era lo mismo, pero no a Sasha ni a Tatianna. Xavier lloraba en silencio cuando colgó. El resto de la noche pasó como un borrón.
Eugénie preparó la maleta de Sasha, tal como le había pedido, y canceló el resto de planes de la semana. El viaje a Bruselas tendría que esperar. En un solo instante toda su vida había quedado destrozada. Ni siquiera podía hacerse a la idea y tampoco quería intentarlo. La secretaria y el encargado de la galería la llevaron al aeropuerto y tras velar por ella como unos padres preocupados la subieron al avión. Cuando Sasha ya estuvo a bordo, le contaron lo ocurrido a la azafata de la puerta de embarque con suma discreción. Tenían miedo de cómo reaccionaría Sasha durante el vuelo. Bernard, el encargado, se había ofrecido a acompañarla pero Sasha, muy valientemente, había declinado su oferta, aunque se arrepintió en cuanto despegaron. La inundó una oleada de pánico tan fuerte que temió sufrir un ataque al corazón. Uno de los auxiliares de vuelo le contó a otro que había visto cómo palidecía y comenzaba a sudar profusamente. La arroparon con mantas, le pidieron al pasajero de al lado que se cambiara de asiento y el sobrecargo le hizo compañía un rato. Le preguntaron si llevaba algún tranquilizante encima, pero Sasha no tenia, nunca los tomaba. Pero claro, nunca se le había muerto el marido. Ni siquiera al fallecer su padre, que fue un trance muy duro, se había sentido tan mal. Pero su padre tenía ochenta y nueve años y él mismo le había recordado con frecuencia que algún día llegaría su hora: Sasha estaba más o menos preparada cuando ocurrió. Pero esta vez no. No para Arthur. El día anterior Arthur le había dicho que la amaba. Lo había dejado durmiendo en Southampton y ahora se había marchado para siempre. No podía ser. No estaba ocurriendo. Pero sí. La única vez que recordaba haberse sentido así, completamente fuera de control y asustada hasta la médula, fue a los nueve años, al morir su madre. Ahora volvía a sentirse como una niña. Huérfana. Lloró durante todo el trayecto hasta Nueva York. Marcie había recibido una llamada de Bernard desde París para que fuera al aeropuerto y estaba esperando a Sasha cuando esta cruzó la aduana. Había dejado a Tatianna en casa con una amiga.
Marcie no le preguntó cómo estaba. No lo necesitaba. Sasha apenas podía hablar. Era la mujer más capaz que Marcie había conocido jamás y ahora parecía completamente destrozada. La abrazó en silencio, fuerte, y se la llevó del aeropuerto mientras Sasha seguía llorando y la gente las miraba. Enseguida la subió a un coche y el chófer puso rumbo a Nueva York. Sasha estaba demasiado consternada para hablar pero luego, a medio camino de la ciudad, empezó a balbucear preguntas cuyas respuestas habían dejado de importar. No importaba cómo, dónde ni cuándo, Arthur había muerto. Sin avisar. En silencio. Sin despedirse de sus hijos y su mujer. Ya no estaba.
El encuentro entre Sasha y Tatianna al cabo de media hora en el piso fue doloroso. Marcie lo presenció en silencio, llorando. Como no podía ayudarlas, les preparó unos bocadillos que ninguna de ellas probó. Sirvió agua y café que no bebieron. Intentó convencer a Sasha para que tomara algo, pero no quería nada. A las dos de la madrugada, Xavier llegó de Londres. Le había pedido a un amigo que pasara a recogerlo. Uno de sus amigos artistas entró detrás de él cuando Xavier cruzó el umbral directo hacia su madre. Rodeó a su madre y a su hermana con los brazos y los tres permanecieron fundidos en un abrazo, llorando. A Marcie le partía el alma verlos así. Luego se sentaron y pasaron casi toda la noche hablando. El único que probó la comida que Marcie había preparado fue el amigo de Xavier. Los demás no comieron ni bebieron nada.
Con la mañana se instaló la realidad. Sasha fue al hospital e insistió en ver a su marido. Quiso que la dejaran a solas con él. Cuando salió de la habitación parecía un fantasma, pero no lloraba. Estaba traumatizada. Se había despedido de Arthur. Luego fueron a la funeraria a prepararlo todo. Un pastor la visitó en casa y Marcie no se separó de ella ni un instante. Xavier se había instalado en el piso de su hermana. En cuanto el pastor se marchó, Sasha se volvió hacia Marcie.
—¿Todo esto está ocurriendo de verdad? No me lo creo. Sigo esperando que alguien me diga que es una broma horrible. Pero no lo es ¿verdad?
Marcie negó con la cabeza.
Pasaron el día. Sasha se sentía y parecía una muerta en vida que se esforzaba por consolar a sus hijos. Al final esa noche comieron un poco de pizza, pero nada más. Tatianna se quedó a dormir en su antiguo dormitorio y Xavier salió con unos amigos y regresó a casa borracho. Sasha se sentó en el salón con la mirada perdida en el vacío. No soportaba la idea de volver a entrar en el dormitorio conyugal; lo único que quería era a Arthur. Cuando por fin esa noche se acostó, demasiado exhausta para dormir, olió la loción de afeitado de Arthur en la almohada y hundió la cara en ella, entre lágrimas. Marcie se quedó en casa como la amiga fiel que era y durmió en el sofá. Pasó horas llamando a los amigos para anunciarles el funeral. Telefoneó a la galería de París. Asistirían todos.
Marcie encargó las flores y Sasha seleccionó la música. Empezaron a llegar amigos para ofrecer ayuda. Algunos de los socios y mejores amigos de Arthur se encargarían de recibir y sentar a los asistentes. Sasha pensó que moriría cuando tuvo que elegir la ropa para su marido. Pero de algún modo todos llegaron al funeral puntuales y bien vestidos. Después los asistentes se reunieron en casa de Sasha. Mucho después, esta admitió que no recordaba nada. Ni la música ni las flores, ni siquiera a las personas que asistieron a la ceremonia. No recordaba quién fue después a casa. Mantuvo una apariencia de normalidad y cordura, toda la compostura posible. Pero estaba traumatizada. Como sus hijos. Se aferraban unos a otros como viajeros de un barco que se iba a pique y estaban ahogándose. Sasha se ahogaba. La parte más difícil llegó al día siguiente. La vida real sin Arthur. El horror de la vida diaria sin él. Era un dolor increíble. Como cirugía sin anestesia. Sasha apenas podía creer qué significaba despertarse cada día sabiendo que no le vería nunca más. Todo lo que antes le parecía querido, maravilloso y fácil, ahora resultaba una agonía de una dureza atroz. Pasar los días sin él no tenía ninguna recompensa, no tenía sentido levantarse por las mañanas, no había ninguna ilusión ni otra razón para seguir viva, aparte de los hijos.
Xavier regresó a Londres a los quince días. Telefoneaba a su madre a menudo. Tatianna volvió al trabajo al cabo de una semana. Sasha la llamaba a diario y Tatianna casi siempre se echaba a llorar nada más oír su voz. El único consuelo que le quedaba a Sasha, además de la compasión de sus empleados y el apoyo incondicional de Marcie, era hablar con amigas que habían pasado por lo mismo. Detestaba hablar con ellas y la mayoría de las veces la deprimían, pero al menos le contaban con franqueza lo que le esperaba. Y nada de lo que decían sonaba tranquilizador.
Alana Applebaum, cuyo marido había sido amigo de Arthur y cuyo cumpleaños Sasha se había perdido porque el funeral se había celebrado la víspera, le contó que el primer año había sido una tortura de principio a fin. Y a veces todavía lo era. Pero después del primer aniversario había hecho un esfuerzo por salir con otros hombres. La mayoría eran unos capullos y todavía no había conocido a ninguno decente, pero al menos no se quedaba en casa llorando a solas. Su teoría era que por muy malo que fuera un hombre siempre era mejor que estar sola.
Una de las mejores amigas de Sasha en París, que había perdido a su esposo hacía tres años en un accidente de esquí en Val d'Isere, lo veía de otro modo. Ella prefería la soledad a estar con un capullo. Tenía cuarenta y cinco años y había enviudado a los cuarenta y dos; ella opinaba que no había hombres decentes disponibles porque todos los buenos estaban casados. Los que quedaban eran idiotas o algo peor. Insistía en que era más feliz sola. Pero Sasha sabía que en el último par de años su amiga había empezado a beber en exceso. Y a menudo, cuando telefoneaba a Sasha para consolarla, calculaba mal el desfase horario y la llamaba estando borracha. Así que tampoco le iba muy bien.
Sasha había llegado a comentarle a Marcie que, visto cómo les iba a sus amistades, tal vez el único modo de sobrevivir fuera emborrachándose. Le deprimía escucharlas. Y las divorciadas que conocía no estaban mucho mejor. No cargaban una pena insoportable con la que vivir y podían escudarse tras el odio hacia sus ex maridos, en particular si las habían dejado por mujeres más jóvenes. En general daba miedo escucharlas a todas. De modo que Sasha decidió evitarlas, aislarse y concentrarse en el trabajo. A veces la ayudaba. Pero la mayoría del tiempo, no.
Las primeras Navidades sin Arthur llegaron y se marcharon entre agonías pequeñas y grandes. Xavier y Tatianna pasaron la Nochebuena con su madre y a medianoche ya estaban los tres sollozando en el sofá. Ninguno de ellos quiso abrir los regalos, sobre todo Sasha. Tatianna le había regalado una pesada estola de cachemir porque su madre parecía tener frío todo el tiempo, probablemente debido a que apenas dormía ni comía. Xavier le regaló unos libros de arte que sabía que quería. Pero sin Arthur no era Navidad.
Al día siguiente sus hijos salieron a esquiar con unos amigos. En Nochevieja se tomó un somnífero a las ocho y se despertó a las dos de la tarde del día siguiente agradecida por haberse perdido la celebración. Con Arthur nunca hacían nada especial para Nochevieja, pero al menos se tenían el uno al otro.
Hasta mayo no empezó a sentirse vagamente humana. Habían transcurrido siete meses desde la muerte de Arthur. Lo único que había hecho desde entonces era viajar una vez al mes a París, donde pasaba las noches en casa sentada hecha un ovillo y congelándose, terminaba el trabajo a todo correr y luego regresaba a Nueva York. Durante esos meses delegó cuanto pudo en los encargados de ambas galerías, agradecida de contar con su ayuda. Sin ellos habría estado completamente perdida. Los domingos eran el peor día en cualquiera de las dos ciudades, porque no podía ir al trabajo. No había estado en la casa de los Hamptons desde que Arthur había muerto. No quería volver sin él y tampoco quería venderla. Se limitó a dejarla como estaba y decir a sus hijos que fueran cuando quisieran. Ella no pensaba ir. No tenía ni idea de qué hacer con el resto de su vida. Aparte de trabajar, actividad que en aquellos momentos no le reportaba la menor alegría, pero que al menos se había convertido en su única tabla de salvación. El resto le parecía un páramo de desesperación. Jamás en su vida se había sentido tan perdida ni falta de esperanza.
Los dos encargados de las galerías, incluso Marcie, la animaban a que viera a sus amistades. Hacía meses que no devolvía las llamadas, solo las de trabajo. E incluso en tales casos las delegaba a otros siempre que podía. No quería hablar con nadie desde que Arthur había muerto.
Por fin, en mayo, se sintió algo mejor. En junio, para su propia sorpresa, aceptó una invitación a cenar de Alana, aunque se arrepintió al instante. Lo lamentó todavía más en cuanto llegó la noche acordada. Lo que menos le apetecía en el mundo era arreglarse para salir. Marcie le había asegurado que Arthur habría querido que saliera por ahí. Se desesperaría de verla en el estado en el que se encontraba. Sasha había adelgazado casi nueve kilos. La gente que no la conocía la veía estupenda pero no tenía ni idea de por qué. Para esa gente estar consumida por la pena parecía moderno y elegante.
De manera que una aciaga noche de junio Sasha salió por primera vez. Se puso un traje pantalón de seda negra y tacones y se peinó el pelo en un moño. Los pendientes de diamantes que llevaba eran un regalo de Navidad de Arthur. Lloró al colocárselos. La ropa le iba ancha. Estaba escuálida; de pronto todo le quedaba grande.
La cena empezó de forma más agradable de lo que ella esperaba y conocía a casi todos los asistentes. Para entonces Alana había cambiado de pretendiente y, sorprendentemente, el nuevo tenía buena pinta. Sasha charló con él un rato y descubrió que era coleccionista de arte contemporáneo y que alguna vez le había comprado algo en la galería. El tormento comenzó cuando se enteró de que Alana le había pedido que se trajera un amigo, que aprovechó la cena para lanzarse sobre ella. El hombre era inteligente y tal vez podría haber resultado interesante si no hubiera interrogado a Sasha como si hubieran concertado una cita por ordenador, cosa que ni había hecho ni tenía intención de hacer, ni entonces ni nunca. Sabía que Alana había conocido a varios hombres mediante agencias matrimoniales de internet. Sasha se horrorizaba solo de pensarlo. No quería una cita con nadie, ni con ese hombre ni con ninguno. Tenía la intención de llorar a Arthur para siempre.
—¿Cuántos hijos viven todavía contigo? —le preguntó sin miramientos el hombre antes de sentarse a cenar, mientras Sasha consideraba si podría excusarse con una migraña repentina y desaparecer. Pero sabía que Alana se ofendería. Su anfitriona tenía buenas intenciones, pero Sasha no quería estar allí. Solo quería que la dejaran en paz. Las heridas seguían abiertas. Y no deseaba reemplazar a Arthur. Jamás.
—Tengo dos hijos mayores —contestó Sasha, sombría.
—Eso está bien —repuso él con alivio. Sasha sabía que era corredor de bolsa y que llevaba catorce años divorciado. Aparentaba unos cincuenta años, dos más que Sasha.
—En realidad, no —replicó sinceramente Sasha con una sonrisa triste—. Ya no viven en casa. Los echo mucho de menos. Ojalá fueran más jóvenes y siguieran conmigo. —Ese comentario incomodó al hombre.
—¿No estarás planeando tener más? —Sasha tenía la impresión de que su interlocutor seguía una lista de preguntas punto por punto.
—Me encantaría, pero soy viuda. —Para ella, eso respondía a la pregunta. Para él, no.
—Probablemente volverás a casarte. —Ya estaba, en un visto y no visto el hombre había borrado a Arthur del mapa y había pasado al siguiente. Sasha, no.
—No volveré a casarme —replicó con mirada terca mientras pasaban a cenar y descubría con consternación que los habían sentado juntos. Estaba claro que Alana tenía un plan.
—¿Cuánto tiempo estuviste casada? —le preguntó él, con renovado interés. No le interesaban las mujeres que iban a la caza de un marido. En tales casos, llevas todas las de perder.
—Veinticinco años —contestó algo remilgada mientras se sentaban. El no cedió un pelo ni dejó de hacer preguntas.
—Bueno, entonces entiendo por qué no quieres volver a casarte. Al final se vuelve aburrido, ¿verdad? Después de tantos años... Yo estuve casado once, suficientes para mí. —Sasha le miró horrorizada y tardó bastante rato en contestar.
—Mi matrimonio no era aburrido —aseguró ella con firmeza—. Estaba muy enamorada de mi marido.
—Qué pena —contestó él, atacando el primer plato. Fue el primer respiro que le concedió a Sasha—. Es probable que le recuerdes mejor de lo que era. Le pasa a la mayoría de los viudos. Todos creen que estaban casados con santos. Aunque mientras tenían a su pareja con ellos no les gustaba tanto.
—Te aseguro —repuso Sasha con una mirada altiva y ganas de tirarle algo- que estaba enamoradísima de mi marido. Es un hecho, no una ilusión. —Su tono era glacial.
—Muy bien, de acuerdo —concedió, desconcertado—, lo que tú digas. En fin, ¿con cuántos hombres has salido desde que murió?
—Justo entonces Alana miró hacia ellos y al ver la expresión de Sasha comprendió que la cosa no iba bien. Estaba pálida de rabia.
—No he salido con nadie ni tengo la intención de hacerlo. Nunca. Mi marido falleció hace ocho meses y esta es la primera invitación que acepto. —Su compañero de cena la miró, anonadado.
—Dios mío, eres virgen. —Al principio pareció tomárselo como una rareza y luego, al tiempo que la miraba con interés, como un reto. Pero con Sasha había encontrado la horma de su zapato.
—No, no soy virgen como dices. Ni tengo la intención de que me desfloren. Soy una viuda de cuarenta y ocho años que estaba muy enamorada de su marido.
Tras esas palabras, le dio la espalda y se puso a hablar con el comensal del otro lado, un hombre que Arthur y ella conocían bien. Estaba casado y tanto él como su mujer eran muy apreciados por su difunto marido.
—¡Te encuentras bien? —El viejo amigo la miró con preocupación cuando Sasha se dirigió a él con ojos encendidos. Se lo preguntó en voz baja y ella asintió en silencio, llorosa.
El hombre de su izquierda no solo la había ofendido, la había deprimido. Eso era lo que le esperaba ahora que era viuda. Empezó a preguntarse si no sería mejor presentarse como mujer casada. No le apetecía ser la «virgen» de nadie. Le privaba de todo el respeto y la dignidad que había dado por sentados mientras había estado casada con Arthur. No solo había perdido al hombre que amaba, sino que, ahora se daba cuenta, de la noche a la mañana se había vuelto vulnerable y había perdido la protección de un marido amante y la seguridad y comodidad que proporcionaba el escudo del matrimonio.
—Estoy bien —contestó en voz queda a su amigo.
—Lo siento mucho, Sasha —la consoló él, dándole unas palmaditas en la mano que consiguieron hacerla llorar y tener que buscar un pañuelo en el bolso. Ya no podía permitirse salir sin uno. Mientras se sonaba se sintió patética e incómoda.
Durante el resto de la cena picoteó de lo que le servían en el plato y desapareció con cuanto aplomo logró reunir mientras los demás pasaban al salón para tomar el café. Ni siquiera tuvo fuerzas para despedirse de Alana, aunque se prometió que la telefonearía a la mañana siguiente.
No hizo falta. Alana la llamó al despacho. Era sábado, pero Sasha solía estar trabajando en la galería. Ya no existían aquellos fines de semana en los Hamptons que tanto le gustaban con Arthur; ahora era incapaz de encararlos sola.
—¿Qué pasó? —preguntó Alana con voz quejumbrosa—. Cuando le conoces es un hombre muy agradable. Y le gustaste. ¡Le pareces fantástica! —Semejante información deprimió todavía más a Sasha.
—Es muy amable de su parte. Pero no quería una cita, Alana. Solo quería salir a cenar.
—No puedes quedarte sola para siempre, Sasha. Antes o después tendrás que salir. Eres joven. Y, seamos realistas, tampoco hay tantos tipos decentes disponibles. Este está bien: —O al menos eso creía Alana. Pero durante el año anterior había demostrado que la desesperación alteraba su buen juicio.
—No quiero uno que esté bien —repuso Sasha con tristeza.
Le gustaba su amiga, siempre le había gustado, pero detestaba en lo que estaba convirtiéndose. Su buen gusto, juicio y dignidad parecían haber saltado por la ventana en cuanto enviudó. Sasha estaba segura de que todas las viudas no eran así. Además Alana tenía graves problemas económicos y buscaba desesperadamente un marido que se los solucionara. Y, como había apuntado Arthur antes de morir, los hombres lo olían. Eau de Panic, lo había llamado Arthur. No era un perfume atractivo.
—Quieres a Arthur —contestó Alana, hurgando en la herida—. Pues escucha, la verdad es que yo quiero a Toby. Pero ya no están, Sasha. No volverán y nosotras seguimos aquí atrapadas sin ellos. Tenemos que sacar cuanto podamos de esta situación penosa.
—Todavía no estoy preparada —se excusó Sasha, con amabilidad. No le dijo a su amiga lo alocada que parecía y la vergüenza que empezaba a dar—. Quizá la solución esté en quedarse en casa. No me imagino teniendo una cita. —Ni quería imaginárselo.
—Sasha, tú tienes cuarenta y ocho años y yo cincuenta y tres. Somos demasiado jóvenes para quedarnos solas para siempre. —La galerista se sentía joven cuando estaba casada con Arthur. Desde su muerte, se sentía prehistórica.
—No sé, Alana. No sé qué hay que hacer. Pero ahora mismo, preferiría morir a tener una cita. -Como de costumbre, fue de una sinceridad dolorosa.
—Ten paciencia. Dales una oportunidad, antes o después encontrarás a uno que te guste. —A juzgar por los hombres con los que había salido Alana durante ese año, exceptuando su pareja actual, ninguna mujer en su sano juicio habría aceptado a ninguno de ellos salvo, quizá, por su dinero. Los planes de Alana no tenían nada que ver con los de Sasha. Esta se conformaba con sobrevivir a la pérdida de Arthur—. En unos meses te sentirás diferente. Espera a que pase el primer año. Después estarás preparada. —Espero que no. Tengo a mis hijos, las galerías y los artistas. —Aunque sin Arthur, solo los hijos tenían sentido. Apenas podía concentrarse en el trabajo. Únicamente servía para sacarla del piso de Nueva York o de la casa de París. Pero no disfrutaba de nada en la vida.
—No basta y lo sabes.
—Quizá para mí sí.
—Bueno, pues para mí no —repuso Alana con firmeza—. Quiero encontrar un buen hombre y casarme. —O a falta de bueno, que fuera rico. A Sasha no le interesaba—. Date otros seis meses y ya verás cómo sales a por uno.
—Dios mío, espero que no. —Solo de pensarlo, se deprimía todavía más.
—Ya veremos —contestó Alana como si estuviera de vuelta de todo. Pero una cosa estaba clara, en los tiempos que corrían a nadie, fuera viuda o divorciada, le resultaba fácil encontrar hombres. A Alana se lo habían dicho todas sus amigas. Igual que a Sasha, solo que a ella no le importaba.
A la semana siguiente regresó a París y se quedó allí dos semanas. Por primera vez en varios meses visitó a artistas de diversas ciudades europeas —Bruselas, Amsterdam y Munich—. Se detuvo en Londres de camino a casa para ver a su hijo. Xavier estaba más animado y su nueva obra era muy interesante. A Sasha le impresionó. De modo que, para alegría de su hijo, le dio el nombre de una galería con la que creía que debía contactar. Xavier no quería exponer en Suvery; apestaba a nepotismo y estaba decidido a hacer las cosas por sí mismo.
Xavier había vuelto a mencionarle a su amigo Liam Allison varias veces en los últimos meses. Insistía en que este era uno de los artistas con más talento que había conocido y quería que Sasha viera su obra.
«Me encantaría, pero primero que me envíe algunas diapositivas». Sasha no quería perder el tiempo y las diapositivas le servían de selección previa. Pero por muchas veces que se lo recordaba a su hijo, el amigo nunca se las mandaba. Xavier lo excusaba aduciendo que era tímido, algo que no era raro en un artista joven, o incluso mayor, pero por las anécdotas con las que su hijo solía obsequiarla este en concreto parecía cualquier cosa menos tímido. Por lo visto, cada vez que Xavier se descontrolaba o se comportaba mal, asistía a una fiesta desenfrenada o cometía algún acto escandaloso o irresponsable, Liam estaba presente. Poco tiempo atrás, salieron a cenar un domingo, bebieron demasiado vino y cogieron un taxi al aeropuerto; acabaron pasando cuatro días en Marrakech. Según Xavier nunca se había divertido tanto. A la vuelta telefoneó a su madre. Estaba preocupada porque hacía casi una semana que su hijo no le devolvía las llamadas.
—A ver si lo adivino —le dijo cuando por fin Xavier reapareció y le contó dónde había estado—. Seguro que el tal Liam ha tenido algo que ver. —Casi podía predecirlo. Cada vez que Xavier hacía algo inesperado o alocado, terminaba por contarle que Liam le había acompañado—. Debe de estar como una cabra. Su mujer tiene que ser una santa.
—Es comprensiva —concedió sin dudarlo, Xavier— aunque está un poco harta. Trabaja y le gustaría que Liam cuidara de los niños.
—Apuesto a que mantiene al marido y a los niños —aventuró, convencida, Sasha. Conocía a otros artistas así, aunque no tan exuberantes y ajenos a los modos de comportamiento aceptados—. Si yo fuera ella, me lo cargaba.
—Me parece que ha amenazado con matarlo varias veces. No creo que el viaje a Marruecos haya significado un punto particularmente álgido en su matrimonio.
—No me extraña. Parece uno de esos niños con los que no te dejaban jugar de pequeña porque siempre te creaban problemas. Y probablemente será lo que le ocurrirá un día de estos: acabará metido en un lío del que no le será nada fácil salir.
—No tiene mal fondo y nunca hace nada peligroso. Sencillamente le gusta pasarlo bien y odia que le digan lo que debe hacer. Creo que creció rodeado de normas o algo así. Es alérgico a hacer lo que se espera de él. Le gusta dejarse llevar.
—Eso parece. Me muero por conocerlo —dijo compungida Sasha.
En realidad confiaba en que, si llegaba a ver sus diapositivas, no le gustara nada su obra. Ese hombre parecía un engorro que no necesitaba. Aunque en ocasiones la gente con tanta energía y personalidad poseía un enorme talento. En opinión de Sasha, lo que los artistas como Liam necesitaban era que los metieran en cintura, una severa reprimenda y mano dura para que no se olvidaran de trabajar. No obstante, Xavier aseguraba que Liam era minucioso y concienzudo en lo relativo a la pintura. Solo era irresponsable en todo lo demás. Y seguía empeñado en presentárselo a su madre. Estaba convencido de que Suvery era la galería perfecta para su amigo. Pero de momento, y para alivio de Sasha, todavía no había conseguido ponerlos en contacto.
Sasha pasó el mes de julio en Nueva York pero no se acercó para nada a la casa de los Hamptons. No podía; le dijo a Tatianna que la aprovechara ella. Sasha no quería ni verla. En agosto se fue a pasar quince días con unos amigos de Saint-Tropez. El resto del mes estuvo en la casa de París, sintiéndose como una canica en una caja de zapatos. El mundo le parecía demasiado grande sin Arthur. Su vida era como un par de zapatos que ya no le iban bien. Jamás en la vida se había sentido tan insignificante. Ni siquiera cuando murió su padre; entonces tenía a Arthur para protegerla. En aquellos momentos no tenía a nadie; nada salvo los recuerdos y las ocasionales visitas de sus hijos.
Regresó a Nueva York a finales de agosto y, finalmente, el fin de semana del día del Trabajo reunió valor suficiente para ir a Southampton. Era la primera visita en casi un año y, en cierto modo, representó un alivio. Fue como reencontrar un poco de Arthur, una parte de él que había echado muchísimo de menos. El ropero seguía lleno con sus cosas y, al mirar al lecho, recordó la última vez que le había visto tumbado en él. La mañana que Sasha se marchó a París Arthur le susurró que la quería, ella le besó y Juego él volvió a dormirse. Los recuerdos en Southampton resultaban abrumadores y Sasha pasó horas enteras paseando por la playa y pensando en su marido. Pero por fin sintió que la herida comenzaba a sanar.
Tras el día del Trabajo regresó a la galería con mejor aspecto.
Llevaba casi un mes dándole vueltas a una idea. Todavía no se había decidido. Lo había planeado con Arthur. Y ahora tenía todavía más sentido. Quería volver a casa. Resultaba demasiado duro continuar en Nueva York sin él.
Septiembre pasó volando con la inauguración de un artista nuevo, organizada por ella, y otra exposición en solitario. Sasha organizaba todas las exposiciones de sus galerías, elegía las obras que se exponían, el lugar donde se colgaban y buscaba los contrastes y combinaciones que realzasen lo mejor de cada pieza. Tenía una facilidad innata para hacerlo y además siempre le había gustado. También se reunió con algunos clientes de toda la vida, acudió a las juntas de los museos y preparó un oficio en recuerdo de Arthur para el primer aniversario de su muerte. Xavier había prometido acudir. Como cabía prever, la ceremonia fue un momento triste para todos. Asistieron los socios de Arthur, sus hijos y sus mejores amigos. A las amistades les entristeció todavía más ver lo seria y triste que parecía Sasha. Al salir de la iglesia costaba creer que ya había transcurrido un año.
Esa noche, tras el oficio religioso, Tatianna le contó a su madre que había dejado el trabajo y que pensaba viajar varios meses por la India con unos amigos. Quería sacar algunas fotografías y luego, a la vuelta, buscar empleo en alguna revista. Prometió volver para Navidad. Tenía veintitrés años y decía que necesitaba volar sola, cosa que preocupaba un poco a su madre, aunque sabía que no tenía más remedio que dejarla partir. Después Sasha expuso sus planes. Había decidido trasladarse a París, dirigir desde allí las galerías y cambiar el campamento base para las idas y venidas de los últimos trece años. Desde la muerte de Arthur sentía la necesidad de regresar a sus raíces. Y con Tatianna fuera, al menos en París estaría más cerca de Xavier. La decisión asustó a Tatianna y alegró al chico.
—Creo que te irá bien —dijo este último. Llevaba todo el año preocupado por su madre. Siempre la había visto más feliz en París y tal vez allí volvería a animarse. Llevaba todo ese tiempo completamente abatida.
—¿Venderás el piso? —preguntó, preocupada, Tatianna. Ya casi no paraba en casa, pero le gustaba saber que seguía teniendo una. No conocía los planes de retirarse de su padre ni las conversaciones sobre vender el piso para comprar un pequeño apartamento.
—Todavía no. Me servirá cuando esté aquí.
Tatianna pareció aliviada. De hecho, mudarse a París no conllevaría grandes cambios para Sasha. Ahora pasaría tres semanas al mes en París en lugar de una o dos, y una o más en Nueva York según necesitara. Había echado raíces en ambas ciudades y hacia trece años que vivía a caballo entre las dos. Los encargados de ambas galerías estaban preparados para ejecutar sus órdenes y se mantenían en comunicación constante con ella cuando estaba fuera. Los ajustes serian sencillos.
Sasha esperó hasta noviembre para mudarse a París. Octubre era siempre un mes muy ajetreado en el mundo artístico neoyorquino. Tenía juntas a las que acudir, exposiciones que organizar y, antes de empezar a pasar la mayor parte de su tiempo en París quería despedirse de algunos amigos de Nueva York. No los había visto mucho en el último año. Celebró una pequeña cena para Alana, que acababa de prometerse y se la veía enormemente aliviada. Iba a casarse con el hombre que le había presentado a Sasha el junio anterior, y los dos parecían felices. Como de costumbre, Alana no pudo evitar preguntarle a su amiga si estaba preparada para salir con hombres. Se lo preguntaba siempre que hablaban. Se había convertido en un mantra odioso para Sasha.
«Todavía no». Sasha sonrió amablemente y se alejó. En su fuero interno pensaba que nunca lo estaría. Pasó un último fin de semana en los Hamptons antes de marcharse y celebró Acción de Gracias con los amigos. Xavier había vuelto a Londres y Tatianna estaba en la India, de viaje con amigos. Así que le resultó más fácil pasar el día de Acción de Gracias en casa de otros. Le parecía más impersonal y menos doloroso. El año anterior, en su casa, habían sentido demasiado reciente y presente la ausencia de Arthur. Este año fue mejor. Le sorprendió encontrarse en la cena con un viejo amigo y descubrir que, tras treinta y cuatro años de matrimonio, acababa de divorciarse. Tenía la edad de Arthur y llevaban años sin verse. Durante la cena le contó a Sasha con suma discreción que su mujer había terminado volviéndose alcohólica y durante los últimos veinte años de matrimonio había padecido problemas mentales. El hombre se sentía triste y aliviado por haber escapado de semejante situación y lamentó que Sasha se fuera de la ciudad. Mantuvieron una charla agradable mientras cenaban y Sasha notó que su anfitriona los vigilaba esperanzada. Los había invitado confiando en que naciera algo más de ese encuentro. Eran los únicos solteros de la fiesta. Sasha se quedó de piedra cuando él la llamó al día siguiente. Telefoneó mientras ella empaquetaba sus pertenencias para el traslado a París. Partía al día siguiente.
—Me preguntaba si te gustarla salir a cenar conmigo —propuso él en un tono dubitativo y algo torpe. Arthur y Sasha siempre le habían caído bien y, como ella, llevaba años sin pedir una cita. Parecía nervioso e inseguro.
—Me habría encantado —contestó Sasha con soltura. Se iba al día siguiente y por tanto no representaba ningún problema, aunque, de todos modos, tampoco lo habría sido antes. En su opinión eran solo viejos amigos y así seguirían—. Salgo para París mañana. Me mudo —explicó, aliviada. Sabía que había tomado la decisión correcta. Hasta sus hijos estaban de acuerdo.
—Siento oírlo. Confiaba en poder invitarte al cine o a cenar alguna vez. —Le había gustado reencontrarse con ella. E incluso Sasha tenía que admitir que no había nada malo en él. Era un buen hombre. Solo que no era Arthur y a ella no le interesaba involucrarse con ningún otro.
—Estaré por aquí varios días al mes. Tienes que venir a alguna de nuestras inauguraciones —contestó con vaguedad. Él prometió acudir.
—Te llamaré si voy a París. Voy de vez en cuando por negocios.
Pero él buscaba a alguien más accesible desde el punto de vista geográfico y emocional y Sasha sabía que no volvería a saber de él. No le importaba. Él le deseó buena suerte y a la mañana siguiente Sasha cogió un taxi para el aeropuerto. A las nueve en punto estaba volando y al cabo de media hora ya se había quedado dormida. Al salir de Nueva York lucía un día soleado y seco, pero cuando llegó a París llovía y hacía frío. A veces olvidaba lo deprimentes que podían ser los inviernos parisinos. Pero de todos modos se alegraba de estar allí. Esa noche se acostó en su cama de París con el ruido de la lluvia de fondo.
Al despertarse el domingo por la mañana la niebla estaba tan baja que casi descansaba en los tejados. El día era gélido y gris y la casa estaba húmeda. Cuando esa noche volvió a meterse en cama, el frío le caló hasta los huesos e incluso las sábanas le resultaron ásperas. Por un instante echó de menos su acogedor y cálido pisito de Nueva York. Mientras trataba de conciliar el sueño se dio cuenta de que en aquella época, dondequiera que fuera, sus miserias viajaban con ella. No importaba la ciudad en la que viviera ni la cama en la que durmiera. Dondequiera que se encontrara, cualquiera que fuera el país o la ciudad, su lecho estaría siempre vacío y ella seguiría sola.