IMPOSIBLE

 

DANIELLE STEEL

 

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La galería Suvery de París ocupaba un edificio impresionante, un elegante hôtel particulier del siglo XVIII del faubourg Saint-Honoré. Los coleccionistas entraban, previa cita, directamente al patio interior por unas inmensas puertas de bronce. Enfrente encontraban la galería principal y a la izquierda las oficinas de Simón de Suvery, el propietario. Ala derecha estaba la aportación de su hija a la galería, el ala contemporánea. Detrás de la casa se extendía un elegante jardín lleno de esculturas, en su mayoría de Rodin. Simón de Suvery llevaba allí más de cuarenta años. Su padre, Antoine, había sido uno de los coleccionistas más importantes de Europa y Simón se especializó en pintura del Renacimiento y de los maestros holandeses antes de abrir la galería. Ahora le consultaban museos de toda Europa, le respetaban los coleccionistas privados y le admiraba y le temía todo el que le conocía.

Simón de Suvery tenía un físico imponente, un cuerpo alto y fornido de rasgos severos y ojos negros que te atravesaban hasta el alma. No había mostrado prisa por casarse. De joven estaba demasiado ocupado montando su negocio para desperdiciar el tiempo en romances. A los cuarenta años se casó con la hija de un importante coleccionista estadounidense. Fue una unión dichosa y feliz. Marjorie de Suvery jamás participó directamente en la galería, consolidada antes de su matrimonio con Simón. A ella le fascinaba la galería y admiraba las obras que Simón le mostraba. Le amaba profundamente y por tanto sentía un gran interés por todo lo que su marido hacía. Marjorie era artista, pero jamás le gustó mostrar su obra. Pintaba refinados paisajes y retratos que a menudo regalaba a las amistades. La verdad es que a su marido le gustaba su obra pero sin llegar a impresionarlo. Simón era inflexible en sus elecciones y despiadado en las decisiones que afectaban a la galería. Tenía una voluntad de hierro, una mente afilada como un diamante, un agudo sentido para los negocios y, enterrado muy por debajo de la superficie, bien escondido a todas horas, un gran corazón. Al menos eso aseguraba Marjorie. Aunque no todo el mundo le creía. Simón era justo con sus empleados, honesto con los clientes e implacable cuando deseaba algo que en su opinión la galería debía poseer. En ocasiones tardaba años en adquirir un cuadro o una escultura en particular, pero no descansaba hasta conseguirlo. A su mujer, antes de casarse, la persiguió de modo bastante similar. Y una vez conseguida la guardó como un tesoro, casi para él solo. Simón solo hacía vida social cuando se veía obligado y recibía a los clientes en un ala de la casa.

Los Suvery decidieron tener hijos tarde. De hecho, la decisión fue de Simón; esperaron diez años para concebir. Consciente de cuánto anhelaba un hijo su mujer, Simón terminó por acceder a sus deseos y solo se llevó una leve decepción cuando Marjorie dio a luz a una niña en lugar de a un varón. Cuando nació Sasha, Simón tenía cincuenta años y Marjorie treinta y nueve. Sasha se convirtió de inmediato en la razón de vivir de su madre. Siempre estaban juntas. Marjorie pasaba horas con la niña, riéndose y arrullándola, jugando con ella en el jardín. Casi se puso de luto cuando su hija empezó el colegio y tuvieron que separarse. Sasha era una criatura bonita y deliciosa. Tenía la belleza morena de su padre y la delicadeza etérea de madre. Marjorie era una mujer rubia de aspecto angelical y ojos azules que recordaba a una madonna de una pintura italiana. Sasha tenía los rasgos delicados de su madre y el pelo y los ojos oscuros de su padre, pero a diferencia de uno y otra era frágil y menuda. Su padre solía hacerla rabiar diciéndole que parecía la miniatura de una niña. Pero el alma de Sasha no era nada pequeña, al contrario, poseía la fuerza y la voluntad férrea de su padre, la calidez y la ternura de su madre y la franqueza que muy pronto aprendió de Simón. La niña tuvo que cumplir cuatro o cinco años para que su padre se fijara de verdad en ella, y en cuanto lo hizo, solo le habló de arte. En sus ratos libres Simón paseaba con ella por la galería; le nombraba títulos y maestros, y le mostraba sus obras en libros de arte con el objeto de que la niña recordara los nombres y, en cuanto aprendiera a escribir, los deletreara. En lugar de rebelarse, Sasha se empapó de todo, retuvo hasta el último dato de información proporcionado por su padre. Simón estaba muy orgulloso de ella. Y cada vez más enamorado de su esposa; sin embargo, esta enfermó a los tres años de dar a luz.

La enfermedad de Marjorie empezó como un misterio que desconcertaba a todos los médicos. Simón creía en secreto que era psicosomática. El no tenía paciencia con la enfermedad ni con la debilidad y opinaba que lo físico podía siempre dominarse y superarse. Pero en lugar de mejorar, Marjorie se debilitó cada vez más. Pasó todo un año hasta que en Londres le dieron un diagnóstico que después se confirmó en Nueva York. Marjorie sufría una enfermedad degenerativa poco común que le atacaba los nervios y los músculos y terminaría por afectar a los pulmones y al corazón. Simón no aceptó el pronóstico y Marjorie lo encaró con valentía; se quejaba poco, hacía cuanto la enfermedad le consentía, pasaba todo el tiempo que sus fuerzas le permitían con su marido y su hija y entre una cosa y otra descansaba. La enfermedad nunca quebrantó su espíritu pero al final, tal como le habían pronosticado, el cuerpo sucumbió. Quedó postrada en la cama cuando Sasha tenía siete años y murió al poco de que la niña cumpliera los nueve. Pese a todas las advertencias de los médicos, Simón se quedó atónito. Igual que Sasha. Sus padres no la habían preparado para aceptar la muerte de su madre. Tanto Sasha como Simón se habían acostumbrado a que Marjorie se interesara por todo lo que hacían y participara en sus vidas incluso postrada en cama. La desaparición repentina de Marjorie cayó sobre ellos como un mazazo y Sasha y su padre se unieron como no lo habían estado nunca. En lugar de la galería, Sasha se convirtió en el centro de la vida de su padre.

Sasha creció comiendo, bebiendo, durmiendo y amando el arte. Era todo lo que sabía, todo lo que hacía, todo lo que quería aparte de a su padre. Sentía por él la misma devoción que él por ella. Incluso de niña sabía tanto de la galería y su complicado e intrigante funcionamiento como cualquiera de los empleados. A veces a Simón le parecía que, aunque era una niña, ya era más lista y mucho más creativa que cualquiera de sus trabajadores. La única cosa que preocupaba al padre, y no se molestaba en disimularlo, era la creciente pasión de Sasha por el arte moderno y contemporáneo. El arte contemporáneo en particular le irritaba considerablemente y no dudaba en calificarlo de basura, ya fuera en público o en privado. Simón solo amaba y respetaba a los grandes maestros; a nadie más.

Como su padre antes que ella, Sasha estudió en la Sorbona y se licenció en historia del arte. Y tal como le había prometido a su madre, realizó el doctorado en la universidad neoyorquina de Columbia. Después completó su formación con dos años de prácticas en el Metropolitan Museum of Art. Durante ese período neoyorquino regresaba con frecuencia a París, a veces solo para pasar el fin de semana, y Simón iba a visitarla a Nueva York siempre que podía. A él le servía de excusa para visitar a clientes además de museos y coleccionistas de Estados Unidos. Lo que más deseaba en el mundo era que Sasha regresara a casa. Simón estuvo irritable e impaciente todos los años que su hija pasó en Nueva York.

Pero lo que jamás habría previsto Simón fue la aparición de Arthur Boardman en la vida de su hija. Sasha le conoció la primera semana de doctorado en Columbia. Por entonces Sasha tenía veintidós años y al cabo de seis meses se casó con Arthur pese a las quejumbrosas protestas de su padre. Al principio, a Simón le horrorizó la idea de que su hija se casara tan joven y lo único que lo calmó y consiguió que diera su consentimiento al matrimonio fue que Arthur le garantizó que en cuanto Sasha completara sus estudios y prácticas en Nueva York, ambos se mudarían a París. Simón estuvo a punto de hacérselo firmar con sangre. Pero no pudo resistirse al ver qué feliz era su hija. Al final aceptó que Arthur Boardman era un buen hombre y que era adecuado para Sasha.

Arthur tenía treinta y dos años, diez más que Sasha. Había estudiado en Princeton y tenía un máster en administración de empresas por Harvard. Ocupaba un importante puesto en un banco de inversiones de Wall Street que, detalle muy conveniente, tenía sucursal en París. Al principio de casarse empezó a presionar para conseguir dirigirla. Al cabo de un año nació su hijo Xavier. Dos años después, Tatianna. Pese a todo, Sasha no aflojó el ritmo de sus estudios. Milagrosamente, ambos bebés llegaron en verano, justo después de que su madre terminara las clases. Sasha contrató a una niñera para que la ayudara mientras estaba en clase o trabajando en el museo. Era capaz de atender varios asuntos a la vez; lo había aprendido de niña observando a su padre en la galería. Le encantaba llevar una vida ocupada, y adoraba a Arthur y a sus dos hijos. Y aunque Simón se mostró al principio un abuelo un tanto distante, enseguida se adaptó. Eran una delicia de niños.

Sasha les dedicaba todo su tiempo libre; les cantaba las mismas canciones y les enseñaba los mismos juegos que había compartido con su madre. De hecho, Tatianna se parecía tanto a la abuela materna que al principio incomodaba a su abuelo, pero a medida que la niña fue creciendo Simón se aficionó a sentarse a contemplarla y pensar en su difunta esposa. Era como si hubiera renacido en aquella niñita.

Fiel a su palabra, Arthur se trasladó con su familia a París en cuanto Sasha concluyó los dos años de prácticas en el Metropolitan de Nueva York. Con solo treinta y seis años consiguió que el banco le entregara la sucursal de París y depositara en él toda su confianza, como Sasha. Ella estaría aún más ocupada en París de lo que había estado en Nueva York, donde solo trabajaba media jornada en el museo y destinaba el resto del día a atender a sus hijos. En París, trabajaría en la galería con su padre. Ahora estaba preparada. Simón se había avenido a dejarla salir a las tres para que pudiera estar con los niños. Además, sabía que la vida social de su marido le ocuparía mucho tiempo. Regresó a París victoriosa, educada, emocionada e inasequible al desaliento, y contentísima de estar de nuevo en casa. Igual que Simón lo estaba de tenerla de vuelta y además trabajando con él. Había esperado ese momento veintiséis años y por fin había llegado para felicidad de ambas partes.

Simón mantenía la apariencia severa de cuando Sasha era niña, pero incluso Arthur notó tras instalarse en París que la edad lo ablandaba de manera casi imperceptible. Hasta charlaba con sus nietos de vez en cuando, aunque la mayoría de las veces que iba a visitarlos prefería sentarse y observarlos. Jamás se había sentido cómodo entre niños, ni siquiera cuando Sasha era pequeña. Simón tenia setenta y seis años cuando su hija regresó a París. La vida de Sasha empezó en serio en ese momento.

La primera decisión que debían tomar era dónde vivir. Simón los sorprendió a todos resolviendo el dilema por ellos. Sasha había pensado buscar un piso en la orilla izquierda. Su pequeña familia era demasiado grande para el apartamento que el banco les ofrecía en el arrondissement dieciséis. Simón se prestó a abandonar el ala de la casa que había ocupado durante su matrimonio y en los años anteriores y posteriores a este, sus elegantes dominios de la segunda planta. Insistió en que era demasiado grande para él y aseguró que la escalera le machacaba las rodillas, aunque Sasha no terminó de creérselo. Su padre todavía caminaba varios kilómetros. Se ofreció a trasladarse al otro lado del patio, a la planta superior del ala que albergaba el almacén y algunos despachos. Enseguida inició las obras de remodelación: abrió deliciosos ojos de buey bajo el tejado abuhardillado y añadió un curioso asiento eléctrico que subía y bajaba la escalera y hacia las delicias de los nietos cuando el abuelo les permitía montarse. Simón subía a pie la escalera acompañado por los gritos de entusiasmo de los niños. Sasha le ayudó a decorar y remodelar el ala, lo que le dio una idea. Al principio a Simón no le gustó. Era un plan que Sasha meditaba desde hacia años, algo en lo que llevaba soñando toda la vida. Quería ampliar la galería para dar cabida a artistas contemporáneos. El ala que antes servía de almacén era perfecta para sus intenciones. Estaba frente a los despachos y al nuevo hogar de su padre. Desde luego abrir la planta baja al público reduciría el espacio para almacenaje, pero ya había consultado con un arquitecto la construcción de un almacén más práctico en la planta alta. La primera vez que Sasha mencionó la posibilidad de vender obra contemporánea, Simón se subió por las paredes. No iba a corromper la galería y su venerable nombre vendiendo la basura que a Sasha le gustaba, producto de artistas desconocidos y sin ningún talento. A Sasha le llevó casi un año de amargas discusiones convencerlo.

Solo cuando amenazó con abandonar la galería y montar una por su cuenta Simón transigió, si bien es cierto que con considerable rencor y gran profusión de quejas airadas. Aunque sus formas eran más amables, Sasha era tan dura como su padre, por lo que se mantuvo firme. En cuanto llegaron a un acuerdo, Sasha no se atrevió a citar a los nuevos artistas en las oficinas principales, por la grosería con que los trataba su padre. Pero era igual de tozuda que él. Al año de regresar a París, inauguró el ala contemporánea de la galería a lo grande, a bombo y platillo. Para sorpresa de su padre todas las críticas fueron magnificas y no solo porque se tratara de Sasha de Suvery, sino porque tenía buen ojo para el arte contemporáneo de calidad, igual que su padre en su especialidad.

Sin embargo, Sasha mantuvo un pie en cada mundo. Estaba muy puesta en lo que su padre vendía y era una gran entendida en las obras más recientes. Para cuando cumplió los treinta años, tres después de abrir Suvery Contemporánea en el local paterno, la suya era la galería de arte contemporáneo más importante de París, quizá incluso de Europa. Y nunca se había divertido tanto. Ni Arthur. A Arthur le encantaba lo que hacía su mujer y la apoyaba en todas sus decisiones e inversiones incluso más que su padre, que mantuvo cierta reticencia si bien en última instancia respetaba los logros de su hija en el arte contemporáneo. Sasha había devuelto la galería al presente con gran éxito.

A Arthur le encantaba el contraste entre la vida profesional de su mujer y la suya. Le gustaba el aspecto juguetón del arte que exponía Sasha y la chifladura de los artistas en contraste con los banqueros con los que él trataba. La acompañaba a menudo a otras ciudades para ver a artistas nuevos y disfrutaba viajando con ella a las ferias de arte. Prácticamente habían convertido la segunda planta de su ala de la casa en un museo de arte contemporáneo para artistas emergentes. Y las obras que Sasha vendía en Suvery Contemporánea tenían precios mucho más asequibles que los cuadros de impresionistas y maestros antiguos que exponía el padre. Ambos negocios marchaban de maravilla.

Sasha llevaba ocho años a cargo de su sección de la galería cuando el matrimonio se enfrentó a la primera crisis importante. El banco del que Arthur era socio desde hacía años insistió en que regresara para dirigir la sucursal de Wall Street. Dos de los socios habían fallecido en un accidente aéreo y todo el mundo pensaba que Arthur era la opción obvia para dirigir la sede central. En realidad, era la única opción. En conciencia, no podía negarse. Su carrera también era importante para él y el banco no pensaba ceder. Le necesitaban en Nueva York.

Sasha lloró a moco tendido cuando le expuso la situación a su padre, a quien también se le llenaron los ojos de lágrimas. Durante los trece años que llevaban casados, Arthur la había apoyado plenamente en todos los aspectos de su carrera y Sasha sabía que ahora debía hacer lo mismo por él y regresar a Nueva York. Era demasiado pedir esperar que él renunciara a su carrera para que Sasha pudiera quedarse en la galería con su padre, a pesar de que era evidente que Simón estaba envejeciendo. Por entonces Sasha tenía treinta y cinco años y su padre, aunque ni los aparentaba ni actuaba como si los tuviera, había cumplido ochenta y cinco. En realidad había sido una suerte que Arthur hubiera podido permanecer tanto tiempo en París sin perjuicio para su carrera. Pero había llegado el momento de que Arthur volviera a casa y, Sasha con él.

Muy propio de ella, Sasha tardó seis semanas exactas en idear una solución. Faltaba un mes para que se mudaran a Nueva York. Al principio la idea dejó a su padre horrorizado y sin respiración. Simón se opuso rotundamente, igual que hizo cuando le propuso vender obra contemporánea. Pero esta vez Sasha no le amenazó, le suplicó. Sasha quería abrir una sucursal de la galería en Nueva York, tanto para arte contemporáneo como clásico. A su padre le pareció una locura. La Suvery era la galería más respetada de París. Recibía a diario peticiones de compras importantes desde Estados Unidos y desde museos de otras partes del mundo. No tenían ninguna necesidad de abrir una sucursal en Nueva York, más allá de que Sasha viviría en la ciudad y quería seguir trabajando para su padre y la galería de sus amores como en los últimos nueve años.

Fue una decisión crucial. A Arthur le pareció una idea brillante y la apoyó sin la menor reserva. Al final convenció a su suegro aunque, incluso después de que se marcharan, Simón siguió insistiendo en que cometían una locura. Sasha y Arthur se ofrecieron a invertir dinero en el proyecto. Pero al final Simón, como siempre, no le fallo a su hija. Nada más llegar a Nueva York, Sasha encontró un piso en Park Avenue para la familia y una casa de piedra rojiza en la calle Setenta y cuatro, entre las avenidas Madison y la Quinta, para Suvery Nueva York. Y también como siempre, cuando a Sasha se le metía algo en la cabeza y le dedicaba una cantidad increíble de energía y trabajo, resultó una idea brillante. Su padre visitó el lugar varias veces y, a regañadientes, terminó por admitir que el espacio, aunque a pequeña escala, era perfecto para ellos. Al cabo de nueve meses, cuando acudió a la inauguración de la galería neoyorquina, el hombre se deshacía en sonrisas. Todo el mundillo artístico de Nueva York aclamaba a Sasha. A los treinta y cinco años de edad estaba convirtiéndose en una de las marchantes más importantes del mundo, tal como todavía lo era su padre, y acababa de sumarse a las juntas del Metropolitan y el Museo de Arte Moderno, un honor sin precedentes.

Xavier y Tatianna tenían por entonces doce y diez; años respectivamente. A Xavier le encantaba dibujar y Tatianna solía apoderarse de cualquier cámara de la que pudiera echar mano y sacaba unas fotos curiosísimas de adultos asustados. Tatianna tenía el aspecto de una pequeña elfa rubia y Xavier se parecía a su padre, aunque con el pelo casi azabache de su madre y su abuelo. Eran unos niños preciosos y encantadores, ambos bilingües. Sasha y Arthur decidieron inscribirlos en el colegio francés de Nueva York. Tatianna decía sin parar que quería regresar a París; echaba de menos a sus amigos. Sin embargo, Xavier decidió casi al instante que prefería Nueva York.

Durante los dos años siguientes Sasha disfrutó dirigiendo la galería de Nueva York. Viajaba a París con frecuencia, a menudo dos veces al mes. En ocasiones cogía el Concorde para asistir a reuniones importantes con su padre y regresaba el mismo día a Nueva York junto a Arthur y sus hijos. En verano siempre llevaba a los niños a Francia. Allí pasaba el tiempo con su padre en la casa que llevaban años alquilando en Saint-Jean-Cap-Ferrat, pero se instalaba en el Eden Roe con los niños. Aunque Simón adoraba a sus nietos, si pasaba demasiado tiempo con ellos le ponían nervioso. Y aunque a Sasha no le gustara admitirlo, su padre estaba envejeciendo. Simón tenía ochenta y siete años y poco a poco se hacía más lento.

Con gran pesar, padre e hija habían hablado sobre lo que esta haría cuando dirigiera sola el negocio. Sasha no lograba imaginarlo, pero Simón sí. Su vida había sido larga y no temía pasar a otra cosa. Además, había preparado bien a su gente. Cuando llegara la hora, Sasha podría vivir en Nueva York o París y contar con empleados competentes que trabajaran por ella en cualquiera de las dos ciudades. Tendría que pasar cierto tiempo en ambas galerías, por supuesto, y viajar con regularidad, pero gracias a la previsión y al buen hacer de su padre podría elegir dónde vivir. Tenían unos encargados excelentes en ambos lugares. Pero, aunque le gustaba vivir y trabajar en Nueva York, Sasha continuaba considerando que París era su hogar. Era evidente que por el momento Arthur estaba demasiado comprometido con el banco para vivir en cualquier otro lugar que no fuera Nueva York. Sasha sabía que permanecería en Nueva York hasta que su marido se retirara. Y puesto que Arthur tenía solo cuarenta y siete años todavía faltaba mucho. Así que tenía suerte de que padre siguiera a cargo de su parte del negocio a los ochenta y siete años. Pese a su casi imperceptible declive, Simón era un hombre excepcional. Con todo, o quizá precisamente por ello, su repentina muerte a los ochenta y nueve años pilló a su hija por sorpresa. Imaginaba que su padre viviría eternamente. Simón murió tal como habría deseado. Se fue en un instante, justo después de cerrar un gran negocio con un coleccionista de Holanda.

Aturdida, Sasha voló a París esa misma noche y vagó por la galería sin rumbo, incapaz de creer que su padre hubiera muerto. Se oficiaron unos funerales majestuosos y señoriales a los que asistieron el presidente de la República francesa y el ministro de Cultura. Todas las personas importantes del mundo del arte acudieron a presentar sus respetos, así como amigos, clientes, Arthur y los niños. Lo enterraron un día de noviembre frío y lluvioso en el cementerio del Père Lachaise, en el arrondissement veinte, en el límite oriental de París. Le rodeaban personalidades como Víctor Hugo, Proust, Balzac y Chopin; era el lugar de descanso que le correspondía.

Sasha pasó las cuatro semanas posteriores al funeral en París, ocupada con abogados, organizando cosas y ordenando los papeles y efectos personales de su padre. Se quedó más tiempo del necesario, porque no soportaba marcharse de la ciudad. Por primera vez desde que había dejado París, quería quedarse en casa y permanecer cerca del lugar donde su padre había vivido y trabajado. Cuando por fin, al cabo de un mes, voló a Nueva York se sintió como una huérfana. Las tiendas y calles engalanadas para la Navidad le parecieron una afrenta a la pérdida que acababa de sufrir. Fue un año largo y difícil. Pero pese a todo, las galerías florecieron. Siguieron varios años plácidos, felices y productivos. Añoraba a su padre, pero poco a poco, mientras sus hijos seguían creciendo, fue echando raíces en Nueva York. Además regresaba a París dos veces al mes para supervisar la marcha de la galería.

A los ocho años de la muerte de su padre, ambas galerías estaban afianzadas y triunfaban por igual. Arthur hablaba de retirarse a los cincuenta y siete. Había llevado una carrera respetable y productiva, pero en privado admitía a su mujer que se aburría. Xavier tenía veinticuatro años, vivía y trabajaba en Londres, donde exponía en una pequeña galería del Soho. Aunque a Sasha le gustaban sus cuadros, no le consideraba maduro para exponer. El amor materno no le impedía ver que tenía que seguir mejorando. Pero Xavier se tomaba el trabajo con gran pasión. Le entusiasmaba todo lo relacionado con el mundo artístico del que formaba parte en Londres y Sasha se enorgullecía de él. Creía que algún día sería un gran artista. Con el tiempo, confiaba en exponer su obra.

Tatianna se había licenciado hacía cuatro meses en bellas artes y fotografía por la Universidad de Brown y acababa de empezar a trabajar de tercera ayudante de un fotógrafo reconocido en Nueva York, lo cual significaba cambiarle de vez en cuando la película, llevarle cafés y barrer el suelo. Su madre le aseguraba que todo el mundo empezaba igual. Ninguno de sus hijos mostraba el menor interés por trabajar con ella en la galería. Creían que hacía algo maravilloso pero querían labrarse una vida y una carrera propias. Sasha se daba cuenta del privilegio que significaba todo lo que había aprendido de su padre, la oportunidad de que había disfrutado y la inestimable educación que había recibido al crecer en el negocio junto a él. Lamentaba no poder hacer lo mismo por sus hijos.

Se preguntaba si algún día Xavier querría trabajar con ella en la galería, aunque por el momento parecía improbable. Ahora que Arthur hablaba de retirarse, sintió que de nuevo la llamaban sus raíces parisinas. Por mucho que apreciara las emociones que ofrecía Nueva York, la vida siempre le parecía más agradable en casa. Y París seguía siendo su casa pese a poseer, gracias a su madre, la doble nacionalidad y haber pasado dieciséis de sus cuarenta y siete años, es decir, un tercio de su vida, en Nueva York. En el fondo seguía siendo francesa. Arthur no se oponía a la idea de volver a instalarse en París una vez retirado, por lo que ese otoño abordaron el tema más en serio.

Era octubre, una tarde soleada de viernes en la que se notaban los últimos coletazos del calor; Sasha inspeccionaba brevemente los cuadros que planeaban vender a un museo de Boston. Guardaban las obras más tradicionales y de los grandes clásicos en las dos plantas superiores de la casa de piedra rojiza. La obra contemporánea ocupaba las dos plantas inferiores. El despacho de Sasha estaba escondido en un rincón al fondo de la planta principal.

Tras recorrer las plantas altas, Sasha metió unos papeles en un maletín y desvió la mirada hacia el jardín de esculturas que se abría detrás del despacho. Como la mayoría del arte contemporáneo que exponían, las obras del jardín reflejaban los gustos de Sasha. Le encantaba contemplar las piezas del jardín, sobre todo cuando nevaba. Pero cuando cogió su pesado maletín faltaban todavía un par de meses para que llegaran las nieves. Pasaría toda una semana fuera de la galería. Salía para París el domingo por la mañana para comprobar cómo iban las cosas por allí. Seguía cumpliendo con la visita rutinaria cada dos semanas como había hecho a lo largo de los ocho años transcurridos desde que falleció su padre. Ejercía de marchante en ambas ciudades y se había acostumbrado a viajar. Le resultaba fácil. Se las apañaba para tener una vida, amigos y clientes en ambas ciudades. Se encontraba igualmente a gusto en París que en Nueva York.

Estaba pensando en el fin de semana que le esperaba cuando sonó el teléfono, justo cuando se disponía a salir del despacho. Era Xavier desde Londres; Sasha miró el reloj y comprobó que en Inglaterra era medianoche. Sonrió en cuanto oyó la voz de su hijo. Adoraba a sus dos hijos, pero en algunas cosas se sentía más unida a Xavier. Siempre le había resultado más fácil tratar con él. Tatianna se parecía más a su padre y, en ciertos aspectos, a su abuelo. Siempre le había parecido una persona más dura y dispuesta a juzgar a los demás, menos inclinada a ceder y llegar a acuerdos que su hermano. En muchos sentidos Xavier y su madre eran almas gemelas, igual de dulces, amables y siempre dispuestas a perdonar a un amigo o a un ser querido. Tatianna abordaba la vida y a las personas con mayor dureza.

Tenía miedo de que ya te hubieras marchado dijo Xavier con una sonrisa y un bostezo. Sasha cerró los ojos pensando en él e imaginó su cara. Siempre había sido un niño precioso y ahora se había convertido en un joven atractivo.

Estaba a punto de marcharme. Me has pillado por los pelos. ¿Qué estás haciendo en casa un viernes por la noche? Xavier tenía una vida social muy activa en el medio artístico londinense y cierta debilidad por las bellas mujeres. Había conocido a montones. A su madre le divertía y solía bromear al respecto.

Acabo de llegar explicó el joven para defender su reputación.

¿Solo? ¡Qué decepción! le picó su madre. ¿Lo has pasado bien?

He ido a la inauguración de una galería con un amigo y luego hemos cenado fuera. Todo el mundo se ha emborrachado y como la cosa empezaba a descontrolarse he pensado que sería mejor volver a casa antes de que nos arrestaran.

Muy interesante. Sasha volvió asentarse frente al escritorio y dirigió la vista hacia el jardín pensando en cuánto añoraba a su hijo. ¿Qué estabais haciendo para que os arrestaran? —Pese a su afición por las mujeres, la mayoría de los pasatiempos de Xavier eran inofensivos y bastante acomodaticios. Era solo un joven al que le gustaba divertirse y de vez en cuando se comportaba todavía como un niño travieso. A su hermana le gustaba declararse mucho más responsable que él y tenía muy mal concepto de las mujeres que salían con su hermano. No dejaba pasar ocasión de recordárselo ni a su madre ni a su hermano, que las defendía con vehemencia sin importarle quiénes fueran o lo descaradas que se mostraran.

He ido a la inauguración con un artista que conozco. Está un poco chiflado, pero es un artista magnífico. Me gustaría presentártelo. Liam Allison. Tiene una obra abstracta fantástica. Como se aburría en la inauguración se ha emborrachado. Después, durante la cena en el pub, se ha emborrachado todavía más. A Xavier le encantaba llamar a su madre para hablarle de sus amistades. Tenía pocos secretos para ella. Y los relatos de sus proezas siempre divertían a Sasha, que le echaba de menos desde que se había marchado de casa.

Qué encantador. Me refiero a que se haya emborrachado. -Sasha dio por sentado que el amigo sería de la edad de su hijo. Podía imaginar a dos chicos pasándolo en grande y portándose un poco mal.

Pues, sí. Es muy divertido. Se ha quitado los pantalones mientras estábamos en la barra. Lo curioso ha sido que nadie se ha dado cuenta hasta que ha sacado a bailar a una chica. Creo que para entonces incluso él se había olvidado, hasta que ha salido a la pista en calzoncillos y una mujer mayor le ha atizado con el bolso. Así que le ha pedido el baile a la vieja y la ha hecho girar un par de veces. En mi vida había visto nada más divertido. La mujer debía de medir un metro veinte y no paraba de golpearle con el bolso. Parecía una escena de los Monty Python. Mi amigo es un bailarín excelente. Sasha reía mientras escuchaba; imaginaba la escena del artista en calzoncillos bailando con una anciana que le golpeaba sin parar. Ha sido muy educado con ella y todo el mundo se tronchaba de risa, pero el camarero ha amenazado con llamar a la policía, así que he llevado a mi amigo de vuelta a casa con su mujer.

¿Está casado? Pareció que ese detalle desconcertaba a Sasha .¿A tu edad?

No tiene mi edad, mamá. Tiene treinta y ocho años y tres hijos. Muy monos. La mujer, también.

¿Y ella dónde estaba? Una nota de desaprobación tiñó el tono de su voz.

Detesta salir con él dijo Xavier con total naturalidad. Liam Allison se había convertido en uno de sus mejores amigos de Londres. Era un artista serio que se tomaba la vida algo a la ligera y con un extraordinario sentido del humor, muy aficionado a bromas, travesuras y diabluras.

Desde luego comprendo que a su mujer no le guste salir con él. No estoy segura de que me gustara salir por ahí con un marido que se quita los pantalones en público y saca a bailar a damas de avanzada edad.

Más o menos es lo que ha dicho su mujer cuando lo he llevado a casa. Antes de que me marchara, Liam se ha desmayado en el sofá y me he quedado a tomar una copa de vino con ella. Es una buena mujer.

Tiene que serlo para aguantar eso. ¿Tu amigo es alcohólico? Por un instante la voz de Sasha sonó seria, como si se preguntara con qué clase de compañías se juntaba su hijo. Ese amigo de Xavier no parecía la compañía ideal o al menos no una buena influencia.

No, no es alcohólico. Xavier se rio. Solo estaba aburrido y ha apostado conmigo que si se quitaba los pantalones durante una hora nadie se daría cuenta. Y nadie se ha fijado hasta que se ha puesto a bailar.

Bueno, confió en que tú llevaras puestos los tuyos repuso Sasha en tono maternal. Xavier se rio de ella; la adoraba.

Pues, sí. A Liam le ha parecido una cobardía por mi parte. Quería apostar doble o nada si me los quitaba. No he aceptado.

Gracias, tesoro. Me alivia oírlo. Consultó el reloj de pulsera. Había quedado con Arthur a las seis y ya llegaba diez minutos tarde, pero le encantaba charlar con su hijo-. Odio hacerte esto pero había quedado con tu padre hace diez minutos. Vamos a los Hamptons después de cenar.

Me lo imaginaba. Solo quería comprobarlo.

Me alegro de que lo hayas hecho. ¿Algún plan especial para el fin de semana? —Le gustaba estar al corriente de las actividades de Xavier y Tatianna, aunque su hija telefoneaba menos. Intentaba volar sola. Era más probable que llamara a Arthur que a su madre. Sasha llevaba una semana sin hablar con ella.

No tengo planes. Hace un tiempo asqueroso. Tal vez me quede a pintar.

Bien. Iré a París el domingo. Te telefonearé cuando llegue. ¿Tendrás tiempo para pasar a visitarme esta semana?

Puede. Ya hablaremos el domingo por la noche. Buen fin de semana. Recuerdos a papá.

De tu parte. Te quiero... Y dile a tu amigo que la próxima vez no se baje los pantalones. Tenéis suerte de no haber acabado los dos en comisaría. Por alteración del orden público, por exhibicionismo o por pasarlo demasiado bien.

Xavier siempre lo pasaba en grande dondequiera que estuviera y, por lo visto, lo mismo cabía decir de su amigo Liam. Xavier ya se lo había mencionado antes y siempre insistía en que le gustaría que su madre viera sus obras. Cualquier día de estos lo haría, aunque nunca tenía tiempo. Siempre andaba con prisas y cuando visitaba Londres tenía que reunirse con artistas a los que ya representaba y también quería estar con Xavier. Le había propuesto a su hijo que le dijera a Liam que le mandara diapositivas de su trabajo, pero no las había recibido, de lo cual Sasha deducía que o bien no se tomaba en serio su obra o bien no se consideraba preparado para mostrársela. En cualquier caso le parecía un personaje estrafalario. Ya representaba a varios del mismo tipo y no estaba segura de querer otro más por muy entretenido que le pareciera a su hijo. Resultaba muchísimo más fácil tratar con artistas que se tomaban en serio su carrera y se comportaban como adultos. Los cuarentones traviesos que se desnudaban en público eran un quebradero de cabeza y Sasha no necesitaba más de los que ya tenía.

Hablamos el domingo, entonces.

Te llamaré a París. Adiós, mamá se despidió alegremente Xavier, y luego colgó.

Sasha salió corriendo del despacho con una sonrisa. No quería hacer esperar a Arthur y todavía tenía que preparar la cena. Pero le había encantado hablar con su hijo.

Se despidió de todo el mundo mientras salía a toda prisa de las oficinas y paró un taxi para el corto trayecto que la separaba del piso; no dejó de pensar en Xavier. Sabía que Arthur la estaría esperando, inquieto por marcharse de la ciudad. Los viernes el tráfico estaba siempre fatal, aunque mejoraba ligeramente si esperaban hasta después de cenar. Hacía un tiempo espléndido. Aunque estaban en octubre, hacía calor y lucía el sol. Se recostó en el asiento del taxi un minuto y cerró los ojos. La semana había sido larga y estaba cansada.

El piso al que se dirigía era la única cosa en su vida que consideraba una etapa ya superada. Llevaban viviendo en él doce años, desde que habían llegado de París, y ahora que los chicos se habían independizado resultaba demasiado grande para ellos. No paraba de decirle a Arthur que debían venderlo y mudarse a un apartamento más pequeño de la Quinta Avenida con vistas al parque. Pero si pensaban regresar a París en cuanto Arthur se retirara parecía más apropiado esperar. Si se instalaban en París, les bastaría una pequeña segunda residencia en Nueva York. Sasha se encontraba en uno de esos escasos momentos en que sentía que la vida fluía en un cambio continuo. Tenía esa misma impresión desde que Tatianna se había independizado después de licenciarse. Desde que sus hijos se habían marchado, en ocasiones su vida le parecía vacía. Arthur se burlaba de ella cuando se lo decía y le recordaba que era una de las mujeres más ocupadas de Nueva York o de cualquier otro lugar. Pero de todos modos Sasha echaba de menos a sus hijos. Habían formado parte esencial y determinante de su vida y a veces se entristecía, se sentía menos importante y menos útil ahora que ya no estaban. Daba gracias que tanto a Arthur como a ella les gustara viajar y estar juntos. Ahora estaban más unidos que nunca, si es que ello era posible, y todavía más enamorados. Veinticinco años de convivencia no habían menguado el amor y la pasión que sentían el uno por el otro. En todo caso, la familiaridad y el tiempo compartido habían urdido un lazo que con la edad los unía todavía más.

Arthur la estaba esperando en casa y la recibió con una sonrisa. Todavía llevaba la camisa blanca arremangada con la que había ido al banco. Su americana descansaba echada de metido cuatro cosas en una bolsa para pasar el fin de semana en la casa de Southampton. Sasha pensaba preparar una ensalada rápida y servir después algo de pollo frío. Les gustaba salir cuando había pasado la hora punta, que en verano y los fines de semana del otoño era criminal.

¡Cómo ha ido el día? preguntó Arthur, besándola en la coronilla.

Sasha llevaba el pelo recogido en un moño, como había hecho toda la vida. Durante los fines de semana en los Hamptons se lo peinaba en una larga trenza a la espalda. Le encantaba ponerse ropa vieja, suéteres y vaqueros andrajosos o camisetas descoloridas. Le relajaba no tener que arreglarse como cuando iba a la galería. A Arthur le gustaba jugar al golf y pasear por la playa. De joven había sido un gran navegante, como eran ahora sus hijos, y también disfrutaba jugando al tenis con su mujer. La mayor parte del tiempo Sasha ocupaba el fin de semana en cuidar del jardín o leer. Intentaba no trabajar, aunque a veces se llevaba algunos papeles de la galería.

Como el piso de la ciudad, la casa de los Hamptons también se les había quedado grande pero en este caso le preocupaba menos. No le costaba imaginarse en ella a sus futuros nietos; además, sus hijos pasaban a menudo algunos días en Southampton con algunos amigos. La casa de los Hamptons siempre le parecía llena de vida, tal vez por las vistas al océano. En cambio ahora veía el piso de la ciudad solitario y muerto.

Siento llegar tarde se disculpó mientras se dirigía hacia la cocina después de besar a Arthur. Después de tantos años, seguían queriéndose y divirtiéndose juntos—. Xavier ha telefoneado justo cuando estaba a punto de salir.

¿Cómo está?

Creo que estaba un poco borracho. Había salido por ahí con malas compañías.

¿Una mujer? preguntó Arthur, interesado.

No. Un artista. Se ha quitado los pantalones en un pub.

¿Xavier se ha quitado los pantalones? Arthur parecía sorprendido. Sasha mezcló la ensalada.

No, su amigo. Otro artista loco.

Sasha negó con la cabeza al tiempo que colocaba el pollo sobre una fuente.

Arthur se quedó de pie charlando con su mujer mientras esta preparaba la cena y la servía en la mesa de la cocina en una bonita vajilla y con salvamanteles y servilletas de hilo. A Sasha le gustaba hacer cosas así para su marido y él sabía apreciarlas y agradecerlas.

Te has traído el maletín cargadito, Sasha -dijo Arthur al verlo mientras se servía algo de ensalada con expresión relajada y feliz.

Adoraba pasar los fines de semana en la playa. Ambos los consideraban sagrados. Jamás permitían que nada interfiriera en sus fines de semana salvo una enfermedad grave o algún acontecimiento de fuerza mayor. De lo contrario, todos los viernes, lloviera o luciera el sol, fuera invierno o verano, a las siete de la tarde ya estaban en la carretera rumbo a Southampton.

El domingo me voy a París -le recordó ella mientras comían la ensalada y le servía un trozo de pollo que les había dejado preparado la asistenta.

Se me había olvidado. ¿Cuánto estarás fuera?

Cuatro días. Tal vez cinco. Estaré de vuelta el fin de semana.

Respondían al patrón clásico de las parejas que llevaban casadas una eternidad y se habían acostumbrado el uno al otro. No comentaban nada importante, sencillamente disfrutaban de la compañía mutua. Él habló de un colega que se jubilaba y de un negocio menor que había salido según lo esperado. Ella le contó que habían fichado a un artista nuevo, un pintor brasileño de gran talento. También mencionó que Xavier le había prometido que intentaría visitarla en París la semana próxima. Xavier no tenía problemas para escaparse a París y organizaba sus propios horarios, a diferencia de Tatianna que dependía del fotógrafo para el que trabajaba. El fotógrafo solía alargar la jornada laboral y a Tatianna le gustaba pasar el poco tiempo que le quedaba con los amigos. Pero, claro, tenía dos años menos que su hermano y todavía seguía luchando por independizarse.

¿Quién es la chica de esta semana? preguntó Arthur con una mirada divertida. Conocía de sobras a su hijo, igual que Sasha. Y cuando esta miró a su marido con una sonrisa se fijó, como tantas otras veces, en lo guapo que todavía era. Alto, delgado, en forma, con facciones marcadas y una mandíbula fuerte. Muchas de sus amigas de Nueva York estaban divorciadas, un par habían enviudado, y ninguna de ellas parecía capaz de encontrar un hombre. No paraban de repetirle lo afortunada que era. De todos modos Sasha ya lo sabía. Arthur había sido el amor de su vida desde el día en que se conocieron.

La última vez que se lo pregunté era una modelo de artistas que conoció en una clase de dibujo. Sasha esbozó una sonrisa burlona. Xavier tenía fama entre los amigos y la familia de disfrutar de un coro de adoradoras en constante renovación. Era un joven extraordinariamente guapo y, además, una bellísima persona, de modo que las mujeres le encontraban irresistible. A él le ocurría lo mismo con ellas. Ya ni siquiera pregunto sus nombres añadió mientras recogía la mesa y su marido la contemplaba con admiración y una sonrisa. Cargó el lavaplatos. Trataban de ensuciar lo mínimo, aunque cuando los chicos todavía vivían en casa cenaban juntos todas las noches y sin privarse de nada. Ahora Arthur y Sasha cenaban algo ligero en la cocina; simplificaba las cosas.

Yo hace años que no le pregunto a Xavier cómo se llaman sus novias. Arthur se rio—. Cada vez que llamaba a alguna de ellas por su nombre resultaba que habían pasado cinco más desde que me lo había aprendido. Fue a ponerse unos pantalones y un jersey viejo más cómodos, igual que Sasha.

Al cabo de veinte minutos estaban preparados para salir en la ranchera de Sasha. Todavía la conservaba aunque los chicos se hubieran independizado; le resultaba muy útil para recoger el trabajo de artistas jóvenes. En la parte trasera transportaban algo de comida y una bolsita para cada uno con todo lo necesario para pasar la noche. Guardaban la ropa de playa en Southampton, así que no tenían que cargar demasiado. También llevaban la maleta para París y el maletín repleto que había llamado la atención de Arthur. Sasha tenía planeado ir al aeropuerto desde Southampton el domingo por la mañana y salir prácticamente al amanecer para llegar a París a una hora decente de la tarde noche. Si no tenía más remedio cogía vuelos nocturnos, pero esta vez no tenía prisa y le parecía más sensato volar de día aunque detestara perderse el domingo con Arthur.

Llegaron a Southampton a las diez y a Sasha le sorprendió encontrarse cansada. Como de costumbre, había conducido su marido mientras ella cabeceaba durante todo el viaje y se alegró de que se metieran en la cama antes de medianoche. Aunque antes de retirarse se sentaron un rato en la terraza a contemplar el océano a la luz de la luna. El tiempo era cálido y agradable y la noche se veía clara como el cristal. Ya en la cama, se durmieron en cuanto apoyaron la cabeza en la almohada.

Como ocurría a menudo en la playa, hicieron el amor al levantarse. Después, se quedaron un rato acurrucados juntos. El paso de los años no había afectado a su vida amorosa; al contrario, había mejorado gracias a la familiaridad y al profundo afecto que se tenían. Arthur la siguió al cuarto de baño y se duchó mientras ella se bañaba. Sasha disfrutaba de las mañanas perezosas de Southampton. Luego bajaron juntos a la cocina, Sasha preparó el desayuno y dieron un largo paseo por la playa. Lucía un día espléndido, cálido y soleado, con una ligerísima brisa. Era la primera semana de octubre y pronto el otoño enfriaría el ambiente, pero de momento el tiempo aguantaba. Todavía parecía verano.

El sábado Arthur invitó a cenar a Sasha en un pequeño restaurante italiano del agrado de ambos. A la vuelta se sentaron en la terraza de casa a beber vino y charlar. La vida parecía fácil y tranquila. Esa noche se acostaron temprano porque Sasha madrugaba al día siguiente para coger el vuelo a París. Detestaba dejarle solo, pero sus ausencias ya formaban parte de la rutina de sus vidas. Dejarle cuatro o cinco días no era nada. Sasha se acurrucó contra él en la cama y lo rodeó con los brazos, pegándose a su cuerpo para quedarse dormida. Tenía que levantarse a las cuatro, salir a las cinco y llegar al aeropuerto a las siete para coger el vuelo de las nueve de la mañana. Aterrizaría en París a las nueve de la noche, hora parisina, y llegaría a casa hacia las once por lo que conseguiría disfrutar de toda una noche de sueño antes de empezar a trabajar al día siguiente.

Sasha oyó el despertador a las cuatro, lo apagó rápidamente y se abrazó unos segundos a su marido; luego se levantó a regañadientes. Se dirigió de puntillas y a oscuras al cuarto de baño, se puso unos vaqueros y un suéter negro. Después se calzó unos mocasines Hermes que habían visto tiempos mejores. Pero hacía ya mucho que Sasha había dejado de vestirse elegante para los vuelos largos. La comodidad era más importante. Solía quedarse dormida en los aviones. Se quedó de pie un momento contemplando a Arthur; luego se agachó y lo besó suavemente en la cabeza para no despertarle. De todos modos Arthur se removió, como siempre, y sonrió sin dejar de dormir. Al cabo de un instante entreabrió los ojos y su sonrisa se amplió mientras alargaba una mano para atraer hacia él a su mujer.

Te quiero, Sash susurró adormilado. Vuelve pronto. Te echaré de menos. Siempre le decía cosas así, por lo que todavía lo quería más. Sasha le besó en la mejilla y luego lo arropó tal como acostumbraba a hacerles a sus hijos.

Yo también te quiero le contestó en un susurro. Duérmete. Telefonearé cuando llegue a París. Siempre llamaba. Sabía que lo encontraría antes de que él volviera a la ciudad. Deseó poder quedarse con él.

Sería fantástico cuando Arthur se retirara y pudiera acompañarla a todas partes. La idea le atrajo más que nunca mientras cerraba con cuidado la puerta del dormitorio y salía de casa. La noche anterior había pedido un taxi. La estaba esperando fuera y, por petición de Sasha, no había llamado al timbre. Le indicó al taxista la compañía aérea y el aeropuerto y se dedicó a mirar por la ventanilla, sonriendo para sus adentros, durante todo el trayecto. Era muy consciente de la suerte que tenía. Era una mujer afortunada con una vida feliz, un marido al que amaba y que la amaba, dos hijos magníficos y dos galerías que habían sido fuente inagotable de alegría y sustento toda su vida. No podía querer nada más. Sasha de Suvery Boardman sabía que lo tenía todo.